Headshot of Caresse Dionne standing under a freeway overpass
Testimony

Destruí mi fe en busca de ‘la mejor vida posible’. Solo encontré la más profunda desesperanza

El amor homosexual, el poliamor y las drogas me arruinaron. Es ahí donde Jesús me encontró.

Christianity Today December 4, 2024
Fotografía: Ben Rollins para Christianity Today

En 2020, escribí dos palabras letales: una mala palabra en inglés que comienza con f, seguida de la palabra «Dios». Con eso, renuncié al cristianismo.

Mientras el mundo se desmoronaba por la pandemia, mi fe también lo hacía. Algunos lo llaman deconstrucción, pero para mí fue una demolición total.

No estaba examinando cuidadosamente cada una de las costuras de mi fe en comunidad; no, estaba cortando frenéticamente cada hilo hasta que mi fe dejara de existir. Saqué de mi vocabulario el término Dios porque estaba empapado de la opresión de mi pasado. No quería formar parte de esa religión, de ese control, de esa culpa.

Estaba enfadada.

Había comenzado a escuchar ideas, teorías y creencias que desafiaban el cristianismo tradicional: la sexualidad podía ser un espectro. El pecado original era debatible. La Biblia se contradice. Sin embargo, no fue liberador enterarme de que existían comunidades de fe que afirman la diversidad sexual y otros tipos de iglesias no tradicionales. Como alguien que había querido explorar su sexualidad pero había reprimido el deseo de hacerlo, sentí que el placer me había sido robado.

Las normas con las que no estaba de acuerdo pero que sentía que tenía que seguir empezaron a sentirse como un yugo difícil y una carga pesada.

Los deseos que había enterrado en lo más profundo de mí —experimentar, cuestionar, desafiar— chocaban violentamente con las doctrinas que había predicado en público y en privado durante la última década como escritora y líder de jóvenes. Ahora estaba atrapada entre el Dios de mi fe y la mujer que temía ser en realidad. ¿Y si no podía disfrutar de la vida y de Dios al mismo tiempo? ¿Y si ya no podía negarme a mí misma en nombre de Dios? ¿Qué pasaría si, en cambio, negara a Dios por elegirme a mí misma?

Me elegí a mí misma.

Durante los dos años siguientes, me embarqué en lo que solo puedo llamar una «gira por el mundo», una gira por todo lo que creía que el mundo podía ofrecerme: amor homosexual, poliamor, sexo, drogas y la adoración de otros dioses. Dije sí a todo lo que antes me había negado a mí misma. Y al decir sí, pensé que había encontrado la libertad.

Durante un tiempo, me sentí bien. La rebelión viene acompañada por un subidón, una emoción que surge de hacer todas las cosas que una vez temiste. Como ya no estaba restringida por la mirada amenazadora de Dios, me permití sumergirme en los placeres. Todos esos viernes por la noche que pasaba en el estudio de la Biblia en lugar de en las fiestas del campus ahora parecían una broma. Me había perdido la vida, o eso creía, y ahora estaba recuperando el tiempo perdido. Creía que estaba viviendo la mejor vida posible.

Pero pronto, ese subidón se desvaneció. La libertad que una vez me supo tan dulce se volvió amarga.

La relación que pensé que sería mi refugio seguro empezó a desmoronarse. La ansiedad entró como un huésped no invitado y se instaló en mi casa. Mi mente se convirtió en un campo de batalla de pensamientos precipitados, dudas y paranoia, sobre todo después de iniciarme en las drogas psicodélicas y alucinógenas, que creía que expandirían mi mente, pero que solo me dejaron a la deriva y desconectada de la realidad. Las drogas, el sexo, mi actitud desafiante… nada de eso me trajo la paz que buscaba.

En lugar de eso, me encontré flotando, no en aguas tranquilas, sino en una oscuridad vasta y vacía como el espacio exterior. No había nada sólido a lo que aferrarse. Desde fuera podía parecer que era libre, pero yo sabía la verdad: estaba perdida. Tenía miedo.

Y más aún, ya no quería vivir. La vida había perdido su sentido. Lo que una vez fue placentero se había convertido en algo sin propósito, y sin ese placer, no veía razón para existir. Había definido mi propósito por mi rebelión, y cuando la rebelión dejó de satisfacerme, no me quedó nada. Ni Dios, ni fe, ni amor, ni paz.

La idea del suicidio se convirtió en una compañera silenciosa, un susurro en el fondo de mi mente que se hacía más fuerte cada día. Parecía lógico, incluso racional, acabar con todo. Si la vida no tenía sentido, ¿para qué continuar? Sopesé mis opciones: una sobredosis de antidepresivos o meterme en un baño de agua tibia y simplemente dejarme llevar. Me preparé para desaparecer, para deslizarme hacia la inexistencia, porque vivir en esa confusión, en esa depresión, me parecía insoportable.

Pero cuando estaba a punto de acabar con todo, el miedo se apoderó de mí. Era el miedo a la separación eterna de todo lo bueno, de todo lo cálido, de todo lo real. Había rechazado al Dios de la Biblia, pero ahora, en mi más profunda desesperación, me encontré a mí misma clamándole.

Dios, ayúdame. Hacía años que no pronunciaba ese nombre, el mismo nombre que había intentado borrar de mi memoria. Pero era la única palabra que parecía encajar en aquel momento.

Y entonces, sonó el teléfono.

Era una amiga cristiana que me había seguido durante toda mi gira por el mundo. Llamó en ese preciso momento, como si lo hubiera sabido. Me preguntó si estaba bien, y me permití admitir la verdad por primera vez en mucho tiempo: no, no estaba bien.

Me desahogué con ella y le dije todo lo que llevaba dentro. Ella me escuchó, y su presencia al otro lado de la línea me sacó del abismo.

Cuando colgamos, me desplomé en el suelo, llorando. ¿Qué acababa de ocurrir? No debía estar viva. No quería estar viva. Pero lo estaba. Había clamado a Dios —al Dios al que había renunciado— y Él me había escuchado. En ese momento, apareció. El Dios que existe fuera del tiempo y del espacio llegó a mi oscuridad y me devolvió a la vida.

Poco después, mi hermana llegó a casa y me encontró tirada en el suelo, con la cara llena de lágrimas. Era la hermana que una vez me había atribuido el mérito de ayudarla a crecer en la fe y que me había visto alejarme de esa misma fe, mientras vivíamos bajo el mismo techo. Se arrodilló a mi lado y me preguntó: «¿Quieres rendirte?».

Era la invitación que había estado esperando toda mi vida, y ni siquiera me había dado cuenta. Le dije que sí.

Dije sí a entregar mi orgullo, mi dolor, mi confusión, mi frustración, mi rebelión y mi vacío. Oró por mí y mis lágrimas se convirtieron en sonrisas. Por primera vez, me sentí viva.

Al día siguiente, todo era diferente. Mi vida había cambiado en un instante. El Dios del que me había alejado, el Dios que creía haber rechazado, nunca me había abandonado. Estaba ahí, escuchando, esperando a que volviera a llamarle, quizá de una manera en que nunca lo había hecho antes.

Desde aquel día, no he dejado de hablar con Dios. Le digo todo: mis miedos, mis dudas, mis preguntas, mis placeres, mis debilidades, mis dolores, mis deseos. Todo lo que antes intentaba ocultar, ahora se lo cuento a Él. Ya no finjo. En lugar de eso, lo dejo entrar en cada parte de mí y, a cambio, Él me da paz.

La idea de negarse a uno mismo suena opresiva para el yo. Parece que decir sí a cada pensamiento y a cada sentimiento nos llevará a descubrir nuestro verdadero yo, pero eso solo conducirá a la decadencia del alma.

Estoy convencida de que yo no sé qué es lo mejor para mí. Creía que lo sabía, pero buscar la felicidad al margen de Dios me llevó a la total desilusión. Me di cuenta de que si no hay Dios, la vida no tiene sentido y que la muerte sería preferible.

Pero Dios se negó a dejarme morir en mi incredulidad. Y por eso, ahora sé que la única manera de encontrar la vida es perdiéndola (Mateo 16:25).

Caresse Dionne Spencer pasa sus días disfrutando de Dios, compartiendo su historia y dando vida a cosas viejas como propietaria de la tienda de ropa retro en internet Revival.

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Theology

El legado de Eva incluye tanto el pecado como la redención

La primera mujer intentó librarse de Dios. Pero cuando se alineó con los propósitos de Dios, se convirtió en «la madre de todo ser viviente».

Christianity Today December 2, 2024
Ilustración de Karlotta Freier

Si tenemos la suerte de crecer con una madre, aprendemos mucho de ella. Para bien o para mal, observamos la forma en que ella anda por la vida y, a menudo, imitamos su ejemplo, incluso sin quererlo. Entonces, ¿qué podemos aprender de la primera madre de la Biblia, Eva, a quien las Escrituras describen como «la madre de todo ser viviente» (Génesis 3:20)? A pesar de que su decisión de desobedecer a Dios reduce considerablemente nuestra confianza en Eva como guía y ejemplo, ¿hay algo que ella aún puede enseñarnos sobre cómo vivir bien en el mundo de Dios?

Eva aparece en cuatro escenas en el libro de Génesis: su creación, su caída en pecado, el nacimiento y nombramiento de Caín y Abel, y el nacimiento y nombramiento de Set. Más adelante, la Biblia la describe como «engañada» (1 Timoteo 2:14) y, en la visión de Juan, una mujer muy parecida a Eva o a María da a luz mientras un dragón espera devorar a su bebé (Apocalipsis 12).

La narrativa sobre Eva ha evolucionado con el tiempo, de modo que la valoración recelosa que tenemos sobre ella a menudo se basa más en la tradición que en las Escrituras mismas. Amanda W. Benckhuysen señala en El Evangelio según Eva que «la mayoría de los primeros intérpretes concluyeron que Eva era una creación secundaria e inferior, cuya responsabilidad principal había sido sumergir al mundo en el pecado y la discordia». Por ejemplo, Santo Tomás de Aquino presentó a Eva como la pecadora mayor, quien como mujer era «defectuosa y mal concebida». Sin embargo, la Biblia no la presenta como una seductora, como una muñequita tonta o como alguien que está trágicamente perdida, ni tampoco la retrata como una madre a la que deberíamos repudiar.

La vida de Eva comienza con una celebración y su llegada es anunciada por el primer hombre de la Biblia. Él no es responsable de crearla, pero la recibe como a sí mismo, y proclama que ella es «hueso de mis huesos y carne de mi carne», reconociendo que se pertenecen mutuamente (Génesis 2:23).

En el relato más lento y narrativo de los orígenes humanos de Génesis 2, Dios realiza un procedimiento quirúrgico mientras el hombre está dormido, extirpando no solo la costilla de Adán, sino, en una traducción más precisa, su propio «costado». Como lo cuenta el narrador, Dios divide al ser humano justo por el centro, proporcionando el material necesario para obtener un varón y una mujer.

Además, las palabras españolas ayuda o ayudante no hacen justicia a la manera en que la palabra hebrea ezer describe el papel de Eva (v. 18). En lugar de una persona de servicio, Dios produce una aliada que corresponde al hombre y que puede compartir con él las tareas de cultivo y cuidado del jardín.

Me imagino que Adán y Eva pasaron sus primeros días descubriendo con deleite el generoso jardín de Dios. Recogieron y comieron fruta, cortaron vides, arrancaron malezas, cuidaron animales y aprendieron a trabajar la tierra. Parte de la descripción de su trabajo en Génesis 2:15 era «cuidar» o «proteger» el jardín. Su papel era activo, no pasivo. Asumieron juntos la responsabilidad, lo que debe haber implicado resolver problemas y colaborar.

Juntos podían disfrutar de la provisión de Dios y evitar lo que se les había prohibido. Pero no lo hicieron. Eva se convirtió en una figura trágica en poco tiempo. No sabemos cuánto tiempo pasó entre su creación y la rebelión de los humanos, pero en el tiempo de la narración, es apenas un parpadeo.

La historia de la desobediencia de Eva en Génesis 3 es tentadora y deja abiertas muchas posibilidades. Su versión del mandato de Dios es más estricta que la original, e incluye una advertencia de ni siquiera tocar el árbol. El pasaje de 1 Timoteo 2:14 suele interpretarse como una acusación contra Eva por su ingenuidad, pero Pablo podría haberlo pensado al revés: el caso de Eva puede demostrar que a las mujeres se les debe enseñar con cuidado, en lugar de apartarlas de adquirir conocimientos. ¿Había exagerado Adán el mandato de Dios al comunicárselo a Eva? ¿O Eva había añadido a las restricciones en un intento de ir a lo seguro?

La serpiente convenció a Eva de que no se podía confiar en el mandato de Dios: que Dios le estaba ocultando algo al impedirle el acceso a algo que la beneficiaría, y que el resultado sería su propia deificación en lugar de la muerte.

He aquí el problema: el árbol del conocimiento del bien y del mal representaba la búsqueda de ese conocimiento al margen de Dios. Adán y Eva ya tenían acceso a aquel que les enseñaría a distinguir el bien del mal mientras caminaban con Él en el jardín. Comer del árbol prohibido era un intento de obtener conocimiento fuera de esa relación, de convertirse en sus propios árbitros de la verdad.

Después de la fatídica desobediencia a su mandato, Dios busca a los humanos. Se dirige primero a Adán, probablemente porque Adán es a quien le dio la orden.

A continuación, Dios se dirige directamente a Eva. Vale la pena señalar que Dios no responsabiliza a Adán por el pecado de Eva: ella posee su propia dignidad como agente moral. La pregunta de Dios le da la oportunidad de confesar: «La serpiente me engañó, y comí» (Génesis 3:13).

Katharine Bushnell, médica y estudiosa de la Biblia que murió en 1946, replantea esta escena. En La palabra de Dios para las mujeres, Bushnell sugiere que la respuesta de Eva a Dios fue mejor que la de Adán. Adán ataca la integridad misma de Dios al referirse a ella como «la mujer que me diste» (v. 12). También es fácil para nosotros señalar con el dedo a Eva, culpándola por la situación humana, que no es más que el camino del pecado que todos hemos elegido. Eva, en cambio, identifica correctamente a la serpiente como tentadora y a sí misma como la que tomó la decisión.

Llamada la Anastasis o la Resurrección, este fresco en la Iglesia de San Salvador de Cora, en Estambul, representa a Cristo sacando a Adán y a Eva de sus tumbas.Getty / Joel Carillet
Llamada la Anastasis o la Resurrección, este fresco en la Iglesia de San Salvador de Cora, en Estambul, representa a Cristo sacando a Adán y a Eva de sus tumbas.

En respuesta, Dios maldice a la serpiente, relegándola a la posición más baja. También le dice a los seres humanos que sus pecados traerán dificultades.

Entonces, escuchamos una nota clara de esperanza: Dios promete que la mujer dará a luz un hijo que herirá la cabeza de la serpiente, aun cuando la serpiente herirá el talón del libertador (v. 15). En última instancia, la criatura a través de la cual el mal obtuvo acceso se verá atrapada bajo la planta de un pie humano y será destruida.

La enemistad que surge entre Eva y la serpiente es una buena señal. Con los ojos bien abiertos, Eva y su descendencia están decididas a someter la creación al mandato de Dios.

Eva tomó clara e inequívocamente la decisión equivocada en el jardín, con el pleno conocimiento y participación de su esposo. Su intención era desobedecer. Pensó que había encontrado una fuente de sabiduría más confiable. Aunque no experimentan la muerte física de inmediato, las relaciones de Adán y Eva quedan fracturadas en todos los niveles. Se esconden de Dios, se culpan mutuamente y pierden el acceso al jardín de la abundancia de Dios. Eva sabía que había sido engañada.

Por estas razones, Eva no es precisamente considerada una heroína bíblica. Su reputación de rebelde es bien merecida. Hemos estado viviendo con las consecuencias de su transgresión desde el Edén. ¿Podríamos incluso sentir resentimiento hacia ella?

Sin embargo, como sucede con cualquier personaje bíblico, el momento de fracaso de Eva no la define por completo. En cambio, podemos encontrar un gran estímulo en su historia. La respuesta de Dios a su decisión pecaminosa abre el camino para que entremos en el reino de Dios. Él podría haber desechado la creación para comenzar de nuevo, pero eso no fue lo que hizo Dios.

En cambio, Dios anunció una solución al desenlace de sus planes para la creación a través de la descendencia de Eva. Al final de la historia, en lugar de la fuente del mal, Dios presenta a Eva como la fuente de la redención. Al tener hijos, por muy arriesgado que fuera, daría como resultado la restauración de todo lo que salió mal en el jardín. En este sentido, ella sería el vehículo de la salvación.

Todos los seres humanos, hombres y mujeres, fueron creados a imagen de Dios y designados para gobernar la creación en nombre de Dios (Génesis 1:26-28). Juntos recibimos la tarea: «llenen la tierra y sométanla». Eva fracasó al dominar a la serpiente y Adán fracasó al apoyarla en esta tarea esencial, y su fracaso los condujo a su ruina. Volver a alinearse con los propósitos de Dios pone a Eva en desacuerdo con los enemigos de Dios. Y es ahí exactamente donde debería estar.

Tal vez la declaración de enemistad de Dios entre Eva y la serpiente es lo que inspira a Adán a llamarla Eva (en hebreo Hava), que suena similar a la palabra que significa vida. Adán la admira porque ella se convertirá en «la madre de todo ser viviente» (3:20), dando vida a las generaciones venideras. Ella y Adán también fueron los primeros de nosotros, nuestra madre y nuestro padre, en repudiar a nuestro tentador y nuestro pecado, y en confiar en la promesa de Dios.

Dios misericordiosamente viste a los humanos y los aleja del jardín, impidiéndoles el acceso al Árbol de la Vida. La vida eterna llegará eventualmente, pero primero hay que aplastar a la serpiente.

Fuera del Edén, en Génesis 4:1, somos testigos de la alegría de Eva por el nacimiento de su primer hijo. Ella sabe que este nacimiento es el camino hacia el cumplimiento del anuncio de Dios en el jardín. Una traducción bíblica inglesa expresa su exclamación como: «¡He creado un hombre tal como lo hizo el Señor!».

La palabra hebrea para «creado» suena como «Caín», un juego de palabras apropiado para el primer nacimiento en la Biblia. Es un momento significativo en la narración, dada la declaración de Dios de que la descendencia de Eva aplastaría la cabeza de la serpiente. Ella reconoció correctamente que el milagro del parto es un milagro de la creación. ¿Será este el hijo?

No lo es, ni tampoco lo es su segundo hijo. En lugar de aplastar la tentación, descrita en 4:7 como un animal agazapado a la puerta de Caín, listo para atacar, Caín coopera con el pecado asesinando a su propio hermano.

El primer duelo de William-Adolphe Bouguereau (1888).Wikimedia
El primer duelo de William-Adolphe Bouguereau (1888).

El texto no nos dice cómo reaccionó Eva, o si mantuvo la esperanza en la promesa de Dios a pesar de la pérdida de sus dos hijos, uno por la muerte y el otro por el exilio. Me imagino que Eva llevó esa carga de pérdida materna y esperanzas frustradas hasta su muerte. Eva tiene otro hijo en 4:25, y dice que reemplazará a Abel. Aunque no oímos hablar de ninguna pelea entre Set y la serpiente, Set aparece como antepasado directo de Jesús en Lucas 3:38.

Durante el resto del Primer Testamento, esperamos al descendiente de Eva que aplastará a la serpiente. Los ecos de la promesa de Dios en el jardín resuenan.

Por ejemplo, somos testigos de esta centralidad de la promesa de Dios a Eva en los salmos imprecatorios. En Cursing with God: The Imprecatory Psalms and the Ethics of Christian Prayer, Trevor Laurence explora cómo estos salmos participan en la historia bíblica más amplia al invocar a Dios para que ponga fin a la maldad y establezca su reino.

El mundo desordenado que resultó de la rebelión conjunta de Eva y Adán solo podía restaurarse mediante la asociación de su descendencia con Dios para someter a quienes se oponen al gobierno de Dios.

Laurence señala que los salmos imprecatorios evocan repetidamente la narración del Edén. A menudo hablan de los enemigos como «serpientes» o engañadores cuyas «cabezas» necesitan ser aplastadas y hacen referencia a la «simiente» de los justos cuyos «talones» están siendo vigilados por sus enemigos (Salmos 58:4-6; 56:6). El efecto acumulativo es una sensación de que los propósitos de Dios expresados en la historia del Jardín del Edén todavía se están llevando a cabo mientras el pueblo de Dios ora por la derrota de aquellos que se oponen al gobierno de Dios.

Vale la pena señalar que no estamos hablando solo de serpientes literales. Solo aquellos humanos que se alinean con los mandatos de Dios son considerados la «simiente de la mujer», mientras que las personas que se oponen a su gobierno son la «simiente de la serpiente».

El anuncio del Evangelio, entonces, invita a reconocer el señorío de Jesucristo. Él es la descendencia de la mujer, ha vencido a Satanás de una vez por todas y es la descendencia de Abraham que recibe las promesas del pacto. Todos los que siguen a Cristo son considerados hijos de Dios y descendencia de Abraham, independientemente de su etnia, género o condición social (Gálatas 3:26-29).

La visión apocalíptica de Juan en el Apocalipsis incluye una escena en la que una mujer embarazada sufre dolores de parto mientras un dragón espera devorar a su descendencia (Apocalipsis 12:1-17). Si bien la visión incluye una mezcla de imágenes simbólicas que aparecen en varios textos apocalípticos, en la raíz de todos ellos está el anuncio de Dios a Eva de que su descendencia aplastaría la cabeza de la serpiente. ¿A dónde más habría recurrido Juan para entender esta impactante escena?

En el momento de la visión de Juan, la mujer representa a Israel en su conjunto, que da a luz al Mesías bajo el dolor de la dominación extranjera. Y la serpiente se ha transformado, convirtiéndose en un dragón de siete cabezas, un compuesto de imperios malvados que se oponen al gobierno de Dios y a su pueblo.

Juan se asegura de que no pasemos por alto la conexión temática al interpretar al dragón como «serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás que engaña al mundo entero» (v. 9). Aunque Génesis no revela la identidad de la serpiente, la visión de Juan interpreta la escena primordial en retrospectiva.

El antagonismo entre el pueblo fiel de Dios, que espera el reinado del Mesías, y el dragón ha llegado a su punto álgido. Pero Satanás no tiene la última palabra. El niño es «arrebatado y llevado hasta Dios», donde ocupa su lugar como gobernante de las naciones (v. 5). Satanás es atado durante mil años (20:2-3) y encuentra su fin definitivo en el lago de fuego (v. 10).

La visión de Juan en el Apocalipsis alcanza su clímax con una vívida escena de un jardín restaurado en la Nueva Jerusalén, donde los seres humanos pueden volver a vivir en la presencia de Dios (22:1-2). Las intenciones de Dios para la creación se hacen realidad finalmente y en su totalidad en la gloriosa visión de Juan.

Cuando volvemos al principio, resulta sorprendente que Dios anuncie la promesa de redención a Eva, no a Adán. La «madre de todo ser viviente» es aquella a través de la cual vendrá la descendencia prometida. Como escribe Bushnell: «La Biblia, desde sus primeros capítulos, describe a la mujer como aliada de Dios en la salvación final del mundo».

Aunque Eva fue en parte responsable de la rebelión humana en el jardín, su fracaso junto a su marido no fue la última palabra. Eva no es ni un modelo de inocencia ni una amante empeñada en seducir.

Más bien, la Biblia la presenta como paradigma de la participación esencial de las mujeres en la obra redentora de Dios y como una persona compleja con una historia trágica. Y ella es familia: nuestra madre en esperanza y en ascendencia. Tan imperfecta y humana como era Eva, en palabras de Bushnell, «Dios la ha elevado a la honorable posición de enemiga de Satanás y progenitora del Mesías venidero».

¿En qué situación nos deja esto a nosotros, los descendientes de Eva? ¿Cómo se aplica el mandato de «honra a tu padre y a tu madre» (Éxodo 20:12) a la «madre de todo ser viviente», cuya decisión provocó un mundo de dolor?

Nuestro deber aquí no es tratar de borrar el pecado que confesó a Dios. Tampoco es necesariamente honrar a Eva mediante la imitación, si bien el cultivo de la tierra y la maternidad son generalmente buenos y muchos de nosotros estamos llamados a uno u otro. La mejor manera para todos nosotros, hombres o mujeres, de honrar a Eva es mantenernos hostiles hacia cualquier cosa que se oponga al reino de Dios. Aprendemos de Eva a cultivar una sabiduría basada en lo que Dios dice que es bueno en su Palabra. Y celebramos la simiente de Eva: nuestro Mesías, Jesús, quien aplastó a la Serpiente y quien nos invita a anunciar la redención disponible para todos.

Dios le presenta primero a Eva a Adán como compañera en la tarea de cuidar la creación y obedecer el mandato de Dios. Cuando abandonan el jardín, ella es la última esperanza de Adán para revertir la maldición sobre la creación. El pecado de la «madre de todo ser viviente» no borró la posibilidad de que las mujeres futuras participaran en la redención. Generaciones más tarde, la sumisión voluntaria de María a la invitación de Dios de engendrar al Mesías revirtió los efectos del grave error de Eva. Aquel que fue herido por nosotros ató a Satanás y lo aplastará de una vez por todas.

Carmen Joy Imes es profesora asociada de Antiguo Testamento en la Universidad de Biola y autora, más recientemente, de Being God’s Image: Why Creation Still Matters (junio de 2023).

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Church Life

Después de la calamidad, Dios se acerca

La profecía de Jeremías permite vislumbrar la promesa de Adviento.

Christianity Today November 30, 2024

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Lee Jeremías 31:31–34

El profeta Jeremías escribe desde un escenario social, político y espiritual estrecho y oscuro, como caído en un pozo, húmedo y pesado por el peso del lamento. Sus palabras, el mensaje de Dios, coinciden con el tono. Lee cualquier parte de la profecía de Jeremías y verás el tema principal: el fracaso del pueblo de Dios. No cumplieron su parte del pacto que Dios hizo con ellos, y el joven profeta anuncia la respuesta de Dios con una fuerza inquebrantable. Desde el principio, la primera visión de Jeremías establece lo que seguirá: «Desde el norte se derramará la calamidad sobre todos los habitantes de esta tierra» (Jeremías 1:14).

Al igual que Moisés antes que él, al principio Jeremías protesta ante la tarea que Dios lo llamó a hacer, argumentando que su edad lo descalificaba para el llamado (Jeremías 1:6). Según los relatos tradicionales, Jeremías escuchó el llamado de Dios hacia el año 627 a. C., por lo que tenía unos 20 años al comienzo del libro, y pasó 40 años advirtiendo continuamente de una calamidad procedente del norte.

Al igual que en la época de los jueces, el pueblo de Dios se encuentra de nuevo atrapado en un círculo vicioso en el que quebrantan sus compromisos con Dios y buscan vindicación y consuelo en cualquier lugar. Jeremías advierte acerca de la ira de Dios y profetiza cómo responderá Dios a la infidelidad del pueblo.

La calamidad llega en el año 587 a. C., cuando Babilonia destruye Jerusalén, trayendo destrucción repentina a lo que había estado erosionándose durante siglos. Como el diluvio, la destrucción que había sido profetizada arrasa la morada de Dios en la tierra de Israel y deshace lo creado.

Podemos suponer que para una persona como Jeremías, un israelita de la tribu de Benjamín, eran tiempos más terribles que los que vemos en la época de Jueces. Esos tiempos habían ocurrido antes de David, antes del templo. Pero con la destrucción de Jerusalén, el reino de David fue arrasado por los babilonios. Y Jeremías se encontraba en medio de todo ello.

Jeremías recibe un mensaje de Dios que le dice que no debe casarse ni tener hijos. En este momento de la historia y dentro de esta cultura israelita, no se encuentra ninguna categoría para un hombre soltero y sin hijos. Un erudito del Antiguo Testamento, Joel R. Soza, sugiere incluso que el concepto de soltero es tan incomprensible que no existe ninguna palabra en hebreo para describirlo. La idea es que Jeremías no solo lleva noticias de la tragedia de Israel, no solo se encuentra en medio de esa situación, sino que encarna la soledad de todo ello. Lo que tenía un gran potencial, ahora es estéril.

Jeremías 31 es una lectura habitual en la temporada navideña. La familiaridad del pasaje puede hacer que pasemos por alto la fuerza de sus palabras, y que este mensaje que anuncia una nueva esperanza pase por labios agrietados. A veces, los que estamos de este lado de la historia nos limitamos a asentir con respecto a partes de las historias antiguas, pero haríamos mejor en detenernos y examinarlas. Eso forma parte del periodo de espera; eso es parte del Adviento.

Este es el profeta que habita en una tierra llena de infidelidad, que proclama las palabras de juicio más duras de parte de Dios, que las siente y que las soporta el tiempo necesario para decir este mensaje:

«Vienen días», afirma el Señor,
«en que haré un nuevo pacto
con Israel y con Judá» (Jeremías 31:31).

Jeremías le dice a un pueblo abrumado que un día Dios volverá a acercarse. Y esta vez, su ley estará escrita en los corazones, y Él será conocido más allá de toda instrucción. Perdonará y establecerá un nuevo pacto: uno que no depende de las acciones o inacciones de los hombres, uno que iniciará el retorno de la paz y la prosperidad, uno que iniciará el retorno al Edén. Y aunque todavía es tenue, ilumina.

Aaron Cline Hanbury es escritor y editor.

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Church Life

La gran luz del futuro

Isaías profetiza la espera del Adviento.

Christianity Today November 30, 2024
Ilustración por Sandra Rilova

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Lee Isaías 9:2–7

Después de las horas de calor, el atardecer nos llama con su suave luz y su agradable frescura. Las últimas horas rompen el día como un huevo para revelar la yema dorada del sol poniente. Sería enrevesado tratar de explicar la oscuridad sin describir la luz; probablemente sea imposible, ya que la luz se vislumbra en el horizonte incluso en los momentos más oscuros.

Sin embargo, el profeta Isaías se había despertado con el alba. Era un profeta de Judá que ejerció su ministerio durante el reinado de cuatro reyes; descendiente de una familia de rango y estatus; un hombre de familia; alguien que tenía un espíritu dispuesto a hacer aquello para lo que el Señor lo había llamado. Encargado de ser portavoz de Dios, hablaba con fuerza profética aunque sus palabras cayeran en oídos sordos y se le irritara la garganta.

Su obra y sus escritos contienen algunas de las palabras más profundas de todas las Escrituras, que se hacen eco de temas como la santidad, la justicia, la lealtad, la confianza, la rectitud y la esperanza. Las palabras que leímos hoy en Isaías 9:2–7 revelan destellos de esta verdad, reflejando el contraste entre la luz y la oscuridad, la esperanza y el desaliento, el honor y la afrenta.

Este contraste está prefigurado incluso en los nombres que Isaías da a sus hijos: el primero se llama Sear Yasub, o «un remanente volverá», y el segundo Maher Salal Jasbaz a manera de advertencia, «pronto al saqueo, presto al botín». Se trata de un juego de equilibrios que no se contradicen ni se anulan entre sí, sino que dan cuerpo al tema hacia el que nos dirige esta historia unificada a lo largo de la temporada de Adviento (7:3, 8:1).

En palabras simples, no es posible explicar las tinieblas sin describir la luz. «El pueblo que andaba en la oscuridad ha visto una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombra de muerte una luz ha resplandecido» (v. 2).

Cuando nos alejamos de Dios, hay una oscuridad espiritual que nos persigue y nos sobresalta. Cuando Dios obra de una forma asombrosa en nuestros corazones, empezamos a redirigirnos, a redireccionarnos, a reorientarnos hacia la luz, y la encontramos tan real, tan sustentadora, que la noble tripulación del Viajero del Alba de C. S. Lewis la llamó «potable». Comenzamos a experimentar la bondad de lo que está por venir como «luz potable», y esa brecha en las nubes, la luz del sol en nuestra espalda, alimenta el tamborileo hacia la libertad, una libertad que viene de alinear nuestros valores, lealtad, obediencia, deleite y esperanza con un Dios de amor inquebrantable.

Isaías sabía que Belén sería el lugar donde Dios haría el dobladillo de las vestiduras de la eternidad. Este «Príncipe de Paz» experimentaría un día la forma más verdadera de oscuridad imaginable —una oscuridad que nadie más podría soportar— para que nosotros pudiéramos caminar en la luz.

Isaías previó una luz futura y dio la bienvenida al amanecer que un día rompería tras una larga y oscura noche, arrojando rayos de esperanza 700 años en el futuro. Vio a un heredero radiante que vendría como un campesino, aunque fuera el Mesías. Jesús hace brillar una luz más allá de la noche, despierta al alba y marca el rumbo de una historia de redención: un bebé que crece para convertirse en un hombre que experimentaría la verdadera oscuridad, para que nosotros, con los ojos adormecidos, podamos contemplar la luz eterna.

Morgan Mitchell sirve como pastor en San Diego, y se especializa en grupos pequeños, discipulado y predicación.

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Church Life

El asombro de la Navidad nos invita a acercarnos

La encarnación de la Navidad puede cambiar nuestra perspectiva.

Christianity Today November 30, 2024
Illustración por Sandra Rilova

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Lee Marcos 10:13–16

Mis suegros viven en un terreno de tres acres al oeste de Nueva York. Detrás de su casa corre un arroyo en el que mi esposa y sus hermanos recuerdan haber jugado de niños. Sus risas resuenan ahora con las carcajadas de nuestros hijos. Hileras de árboles de hoja perenne bordean la propiedad, envolviendo los altibajos y los matices de la vida familiar. Una noche de invierno, mientras paseaba entre la nieve amontonada sobre las ramas y sobre el camino, mi mente vagó hacia una visión de la «era venidera». Mientras millones de copos de nieve caían a mi alrededor, con su expresión única de la sabiduría creadora de Dios, volví a sentir asombro.

La palabra del latín inspirare, fuente de la palabra inspiración, se traduce literalmente como «soplar». En la pausa entre nuestras respiraciones, de vez en cuando somos llevados a un lugar de inspiración donde podemos observar lo que antes estaba oculto para nosotros y, ahí, nuestros ojos vislumbran algo nuevo que un día será revelado.

Al ver las cosas a través de los ojos de los niños, es evidente que la inspiración y el asombro son parte de la postura original del alma humana. Como dice Jesús: «Les aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, de ninguna manera entrará en él» (Marcos 10:15). El poeta Dylan Thomas lo expresó de esta manera: «Niños mirando las estrellas con asombro / Ese es el objetivo y el fin» [traducción propia]. Como adultos maduros y comedidos, a menudo nos encontramos descuidando el asombro cotidiano y conservándolo como una respuesta más propia ante lo más grandioso y palaciego. Al compartimentar nuestra vida cotidiana, podemos perder fácilmente ese sentido de humildad y disponibilidad que les permite a los niños relacionarse con el mundo que los rodea con asombro. Si no tenemos cuidado, nuestro orgullo, pragmatismo y autodependencia pueden despojarnos de la esencia que nos hace más humanos, haciendo que cerremos los ojos a las maravillas que los niños ven con tanta facilidad.

La historia de la encarnación de Dios nos invita a adoptar una actitud de asombro como la de un niño. En medio de las presuposiciones acerca de un nacimiento propio de un rey, Cristo nace en circunstancias poco memorables. Al igual que los que esperaban al Mesías en aquella época, nuestros ojos modernos habrían pasado por alto Belén en favor de Jerusalén. Habríamos ignorado a los pastores de las laderas de la misma manera en que ignoramos a los mendigos de las calles, buscando en su lugar la esperada grandeza de la gloria. Sin embargo, cuando llegamos a la escena del niño acostado en el pesebre, encontramos el epítome del asombro. Dios redirige nuestra mirada hacia lo humilde y maravilloso, saliendo al encuentro de la humanidad de la manera más mundana. La Encarnación nos recuerda que, cuando nos detenemos, nuestra capacidad de asombro ya no depende de la magnitud, sino que está disponible en la monotonía.

Cuando nos reunimos con nuestros seres queridos y comienza la temporada de las luces y las velas, las campanas de trineo y la natividad, es bueno contemplar lo elemental, contemplar con asombro una noche clara, deleitarse con el sabor de los pasteles recién horneados, reír al son de los niños jugando y abrir la puerta de la fe infantil que solo el asombro puede abrir. No solo encontramos a Cristo allí, sino que lo encontramos invitándonos a compartir su manera de ver el mundo que ha creado.

Isaac Gay es un artista, líder de alabanza y escritor que navega en el cruce de la creatividad, la espiritualidad y el pensamiento contemporáneo.

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Church Life

Adviento en el horizonte

La temporada navideña nos muestra que nuestro pasado ha sido redimido,  y que tenemos un futuro lleno de esperanza.

Christianity Today November 28, 2024
Illustration by Sandra Rilova

Lee el Salmo 110

Una vez escuché a alguien decir que si uno pudiera entrar en un agujero negro y alcanzar el horizonte de un suceso, uno podría ver el pasado y el futuro simultáneamente. Por mucho que me he esforzado por comprender esto, todavía no lo consigo. Mis conocimientos en física son limitados; sin embargo, sí entiendo lo que significa contemplar mi pasado o tratar de vislumbrar mi futuro.

Por lo general, esto causa problemas. Mirar con frecuencia al pasado lleva al lamento, la vergüenza o la depresión con respecto a lo que pasó y no puede ser cambiado. Mirar al futuro a menudo lleva a la preocupación, temor o ansiedad sobre lo que puede suceder. La razón por la que pasa esto, me parece, es que mi mirada está enfocada solo en mí mismo. Por el contrario, Cristo nos llama a quitar los ojos de nosotros mismos y a mirarlo a Él. Durante la temporada de Adviento, recibimos la invitación a mirar hacia el pasado a lo que Cristo ya hizo, a la vez que miramos a la esperanza futura de lo que hará cuando regrese.

David tenía sus ojos fijos en Cristo cuando compuso el Salmo 110. En las primeras líneas, Dios le habla a alguien que David llama «mi Señor». En otras palabras, Dios está hablando con el Rey del rey David. Este Rey de reyes es nuestro Salvador, Jesucristo (Hechos 2:34–36). El salmo pinta un retrato de Cristo como el vencedor sobre los enemigos de Dios, como el gobernador de las naciones, poderoso, vibrante y justo. Y como si esta imagen no fuera magnífica en sí misma, el salmo le agrega otra capa: Cristo es también sacerdote según el orden de Melquisedec. El autor de la carta a los Hebreos explica por qué esto es tan significativo: «[Melquisedec] no tiene padre ni madre ni genealogía; no tiene comienzo ni fin, pero, a semejanza del Hijo de Dios, permanece como sacerdote para siempre» (Hebreos 7:3). Cristo es un sacerdote eterno que, a diferencia de los sacerdotes levitas del Antiguo Testamento, es un mediador perfecto y constante: un intercesor y defensor entre Dios y su pueblo.

En este poema, David nos invita a fijar nuestros pensamientos, afectos y deseos en una visión del rey sacerdote Jesucristo. Cuando miramos al pasado y contemplamos el nacimiento, vida, sufrimiento, crucifixión, resurrección y ascenso de Cristo, dejamos de ver nuestro lamento, vergüenza y depresión. Cristo es rey: Él tiene el poder para asegurarse de que no haya nada que hayamos experimentado o hecho que Dios no use para bien (Romanos 8:28). Cristo es nuestro sacerdote: toda nuestra culpa y vergüenza han sido resueltas en la cruz. Más que eso, Cristo conquistó la muerte y el Espíritu Santo que lo devolvió a la vida mora en nosotros y nos da vida nueva para el futuro. Nuestras preocupaciones, temores y ansiedades son puestos en la perspectiva correcta cuando miramos a Cristo y recordamos que así como Él vino una vez, volverá de nuevo para acabar con la maldad, hacer justicia y salvar a su pueblo.

Para un salmo repleto de imágenes de violencia —enemigos puestos por estrado, reyes aplastados y cadáveres amontonados en las naciones—, David culmina con un tono sorprendentemente pacífico. En medio del juicio a las naciones, el rey sacerdote se detiene para descansar un momento. La imagen final que David nos muestra es de Cristo haciendo una pausa para tomar agua fresca de un arroyo, para finalmente levantar su cabeza (v. 7). Su pausa indica que el fin de todas las cosas aún no está cerca. Permanecemos en nuestro tiempo presente —digamos, el horizonte del suceso— entre la primera y la segunda venida de Cristo. En lugar de contemplar obsesivamente nuestro pasado o futuro, a través de este salmo, Cristo nos invita a mirarlo a Él y encontrar perdón, identidad, paz, seguridad y esperanza en lo que Él hizo por nosotros en el pasado, y en lo que hará cuando regrese en el futuro para establecer su reino como sacerdote y rey, una vez y para siempre.

Andrew Menkis es profesor de teología. Su poesía y prosa han sido publicadas en Modern Reformation, Ekstasis, The Gospel Coalition y Core Christianity.

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Church Life

Lecturas devocionales de Adviento 2024 de Christianity Today

Un devocional de Christianity Today para la temporada de Adviento a través de la adoración.

Christianity Today November 28, 2024
Ilustración por Sandra Rilova

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Tal vez resulte extraño guiar nuestras meditaciones navideñas en torno al libro de Eclesiastés. A medida que comienza diciembre, no hay tiempo para pensar en la fugacidad de la vida, ¡hay que limpiar la casa, preparar comida navideña, envolver regalos y pasar tiempo con la familia! Sin embargo, quizá esta agitada temporada es exactamente el momento apropiado para reflexionar sobre la naturaleza efímera de nuestras vidas.

A menudo participamos en muchas actividades durante esta temporada. El libro de Eclesiastés afirma que hay un tiempo específico para todo: para plantar y cosechar, para llorar y reír, para lamentarse y celebrar. Cualquiera que sea el estado en el que te encuentres en esta temporada navideña, deseo que encuentres ánimo en el hecho de que Dios guía nuestras vidas por medio de periodos y ritmos que a veces tienen luz y a veces sombra, que a veces son livianos y a veces parecen más pesados de lo que podemos soportar.

En este devocional de Adviento de Christianity Today, seguimos el curso de la mañana, la tarde y la noche, y cada una tiene su propio tono y realidad específica. A medida que avanzamos por las semanas de Adviento, este devocional nos guía a través de temporadas de renuevo, prueba, revelación, y en última instancia, a un tiempo de asombro ante el gran regalo con el que nos encontramos en la Navidad: el nacimiento de Cristo en la tierra, su encarnación por amor y por nuestra salvación. Adéntrate en esta aventura; encuentra el tiempo para ser testigo de los días de Adviento a través de la lente del asombro y únete a nosotros a medida que adoramos juntos.

Semana 1

Semana 2

Semana 3

Semana 4

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portrait of Lindsay Holifield standing in a forrest with her eyes closed
Testimony

Mi deconstrucción me llevó a perder la fe. Pero Dios nunca perdió la calma

Dios me buscó pacientemente a través de las décadas, mientras pasaba del fundamentalismo a la fe progresista, y luego una fe completamente distinta.

Christianity Today November 27, 2024
Photography by Lynsey Weatherspoon for Christianity Today

La voz resonaba desde el púlpito del gran santuario bautista mientras el predicador afirmaba hablar en nombre del Todopoderoso. «Miren», le decía a la multitud con una voz que proyectaba una confianza injustificada, «si tienen algún problema con mi mensaje, entonces tienen un problema con Dios mismo. Yo simplemente estoy repitiendo sus palabras».

Yo tenía nueve años y estaba sentada exactamente en la cuarta fila del santuario, y recuerdo haberme sentido increíblemente pequeña y frágil al escuchar unas palabras tan importantes. Evocaban la imagen de una deidad severa, alguien que se mostraría impaciente ante mis inquietos movimientos en el rígido banco de madera. Este dios haría un gesto de desaprobación ante mi deseo de bailar por los pasillos y sacudiría la cabeza con desdén al ver mis manos manchadas de tinta color negro azulado tras haber dibujado en el boletín de la iglesia.

Pasé la mayor parte de mi infancia en el seno del fundamentalismo cristiano, suponiendo que Dios era como los predicadores que gritaban furiosos todos los domingos, con el pelo canoso, trajes que no les ajustaban adecuadamente y voces temblorosas que expresaban un profundo dolor por nuestra situación infernal. En el mejor de los casos, el dios que llegué a conocer ahí era distante y severo. En el peor, era terriblemente caprichoso y propenso a la violencia.

A los 15 años, cuando comencé a enfrentar un trastorno alimenticio grave, tenía dudas profundas y rechazaba las respuestas insatisfactorias que recibía sobre la supuesta esperanza que Cristo ofrecía. No obstante, las preguntas no eran bien recibidas en un sistema religioso que se basaba en respuestas rígidas y absolutas a los problemas del mundo.

Mi experiencia me llevó por el camino de lo que muchos hoy llamarían «deconstrucción», aunque en ese momento la palabra aún no era popular. En mi vida, la deconstrucción consistió en un compromiso con encontrar algo que pudiera satisfacer aquello que ansiaba: una mejor respuesta para el sufrimiento y el dolor de este mundo.

Como tantos otros que también se hacían preguntas en ese tiempo, leí libros como Blue Like Jazz (Tal como el jazz) y Velvet Elvis, y seguí religiosamente el blog de Rachel Held Evans. Durante el tiempo que trabajé en un ministerio universitario metodista, encontré un respiro en un sistema de creencias que no pretendía tener todas las respuestas y que me permitió mostrar interés y cuidado por quienes vivían en los márgenes de la sociedad. Pero, en última instancia, este nuevo sistema de fe no fue suficiente. Amplió mi compasión por la humanidad, pero no satisfizo mis anhelos más profundos.

Mi pastor actual dice que Dios no siente ansiedad al mirar nuestros caminos, lo que nos permite no sentir ansiedad con respecto a quienes nos rodean. Menciono esto a manera de advertencia, porque la siguiente parte de mi historia es lo que muchos temen para sus seres queridos que están pasando por un proceso de deconstrucción de la fe.

El día que empecé la escuela de posgrado, supe sin lugar a duda que mi sistema de creencias ya no incluía a Jesús. Me senté en mi auto en la entrada de mi nuevo hogar en Nashville y lloré, sabiendo a cuántas personas estaba decepcionando. Quería creer, aunque fuera solo por ellos, pero no podía. Mi deconstrucción se había convertido en desconversión.

Fotografía de Lynsey Weatherspoon para Christianity Today
Fotografía de Lynsey Weatherspoon para Christianity Today

Mientras procesaba el duelo por una fe a la que había renunciado, comencé a asistir a una sinagoga los viernes por la noche y los servicios de sabbat. Encontré consuelo en una liturgia hebrea que apenas podía entender mientras buscaba un Dios de cuya existencia no estaba del todo segura. En el transcurso del año siguiente, estudié con un rabino y comencé a observar las festividades judías. Al poco tiempo, me había convertido por completo al judaísmo reformista, donde permanecí durante tres años completos antes de que Jesús irrumpiera en mi vida.

Mi amiga Anne, una cristiana fiel, tranquila y sin ansiedad, me llamó un miércoles por la tarde cualquiera. Sin darse cuenta, despertó algo dentro de mí en cuanto a la persona de Jesús. No hubo nada trascendental en nuestra videollamada mientras esperaba en el estacionamiento de un Starbucks. Anne no intentó convertirme y yo no mencioné a Jesús. En cambio, compartió respetuosamente sus creencias y habló de cómo Jesús había actuado en su propia vida.

Este tipo de intercambio no era nada inusual. Por lo general, sonreía cortésmente mientras yo me guardaba mis diferencias. Sin embargo, cuando colgué la llamada en esta ocasión, me di cuenta de que estaba llorando. Mientras me secaba las lágrimas saladas que corrían por mi rostro, no podía explicar racionalmente lo que estaba sucediendo. Parecía que mis propias células estaban respondiendo a algo tan profundo que había pasado por alto mi armadura intelectual.

Pasé los siguientes tres días investigando y leyendo sobre Jesús, tratando de entender por qué de repente no podía quitármelo de encima. Pasé incontables horas recorriendo las estanterías de la biblioteca en busca de historias como la mía: historias de dolor y búsqueda de Dios; historias de gente que hubiera vagado por el desierto de diversos sistemas de creencias para encontrar algo parecido a la paz. Seguía esperando que estos libros me dijeran qué hacer cuando Jesús irrumpe en la vida de alguien sin previo aviso. Esperaba que esta insistente atracción fuera simplemente una casualidad, o un anhelo que pudiera satisfacer leyendo suficientes libros o escuchando suficientes pódcasts. Pero no se detenía. La resolución que ansiaba era una persona, y esa persona me perseguía.

Sinceramente, estaba enojada. «¡Creo que ya he resuelto este tema!», gritaba sin dirigirme a nadie en particular, jugando con mi dije de la estrella de David. Pero, inexplicablemente, la atracción seguía ahí.

Hace unos años, un viernes de diciembre por la noche me senté al interior de un pequeño armario de mi apartamento de Alabama, abrazando mis piernas contra el pecho. Y allí, me encontré con el Dios viviente. No fue la luz cegadora y agresiva que Pablo encontró en el camino a Damasco. Tampoco fue un argumento teológico embriagador para convencerme de que Jesús es Dios. En cambio, fue un conocimiento silencioso pero insistente, un levantamiento del velo para ver que Jesús era el mismo Dios que me había estado buscando a lo largo de los años. Vino con ternura, como un pastor compasivo que recoge a una oveja herida y maltratada, y la sostiene cerca de su corazón.

La riqueza y la profundidad de la comprensión teológica llegaron después. Pasaron muchos meses antes de que comenzara a comprender la belleza de la gran historia de la obra de Dios para hacer nuevas todas las cosas. Pero en el momento en que me encontré con Jesús en mi armario, me di cuenta de que necesitaba abrazarlo, y de que mi vida estaba totalmente ligada a la suya.

Los siguientes seis meses fueron muy solitarios. No le conté a nadie que había tenido un encuentro con Jesús porque sabía que la respuesta sería mixta. Me escapaba de mi apartamento compartido todos los domingos por la mañana para asistir a los servicios de la iglesia. La mayoría de las semanas corría al baño en medio de los servicios y sufría ataques de pánico cuando una palabra o frase me recordaba las voces de los pastores de mi infancia.

Encontrarme con el Dios bíblico no hizo mi vida más fácil. De hecho, me costó perder muchas comunidades y amistades. Pero cuanto más contemplaba a la persona de Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad y  no una imagen en un vitral, más sabía que valía la pena vender todo lo que poseía para seguirlo.

Siempre he buscado una fe sólida, algo que pudiera enfrentarse a los poderes del mal en este mundo y que no se tambaleara ni se derrumbara. Quería una historia mejor que pudiera realmente responder al clamor de la humanidad por justicia con una voz clara y fuerte. Quería buenas noticias que fueran buenas noticias, no un moralismo insulso ni una esperanza frágil.

En Jesús, finalmente encontré la respuesta que había buscado durante años (más bien, debería decir que Él me encontró a mí). En Él, he aprendido que Dios no es una deidad de reacciones impulsivas ni que causa miedo. Tampoco es una deidad insulsa que no tiene nada que decir sobre el mal en el mundo, como lo reflejaban las narraciones que escuché en los espacios de deconstrucción. En cambio, Él ama tanto a su pueblo que se niega a abandonarlo a una destrucción inevitable, entregándose a Sí mismo para darnos la vida.

Si Dios pudo perseguirme durante décadas, y pudo reunirse conmigo con paciencia en momentos de aparente impiedad y, en última instancia, resucitar mi corazón en un pequeño armario, entonces puedo confiar en que Él estará vivo en los viajes espirituales de otros que parecen estar muy lejos de Él. Si Dios puede hacerme ver a Jesús en un momento repentino de conversión, entonces tal vez mi vista y mi imaginación simplemente están limitadas cuando caigo en la desesperanza. Mi historia grita acerca de la obra de redención de Dios a largo plazo que simplemente estuvo fuera de vista durante tanto tiempo.

Considero que Jesús es la respuesta, y la más hermosa que existe. Pero si tú aún no puedes afirmar esa belleza, confío en que Dios no siente ansiedad por tu situación. Porque si Él no está ansioso, no tengo por qué estarlo yo. 

Lindsay Holifield es una escritora y artista que vive en Birmingham, Alabama.

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Culture

Los santos son extraños. Y Martin Scorsese lo sabe

Su nueva serie documental no minimiza la santidad detrás de la rareza de sus personajes.

Joan of Arc in Martin Scorsese Presents: The Saints

Liah O’Prey interpreta a Juana de Arco en la serie Martin Scorsese Presents: The Saints.

Christianity Today November 27, 2024
FOX Nation

El 17 de noviembre se estrenó la serie docudrama de Martin Scorsese The Saints en el servicio de streaming Fox Nation, que planea emitir los primeros cuatro episodios antes de Navidad y los cuatro últimos antes Semana Santa. Tuve la oportunidad de ver dos de los episodios (sobre Juana de Arco y Maximiliano Kolbe) con antelación. Otros santos destacados serán Juan el Bautista, María Magdalena, Moisés el Negro y Francisco de Asís.

The Saints no es una obra académica ni escéptica, sino una exploración desde una perspectiva abiertamente católica de las vidas de los santos canonizados por Roma, tanto antiguos como contemporáneos, famosos y olvidados.

Para los lectores de Christianity Today, la comprensión católica de la santidad puede generar confusión, precaución, curiosidad o incluso menosprecio. Sin embargo, los protestantes no necesitan mantener la designación de santo a distancia.

Algo esencial que hay que reconocer sobre la santidad es que lleva tiempo. Las primeras semillas pueden plantarse a temprana edad, pero normalmente pasan años, incluso décadas, antes de que muestren signos de crecimiento. El proceso queda incompleto en este lado de la eternidad.

Por eso, discernir la verdadera santidad en los demás es siempre temporal. Lo que observó Søren Kierkegaard sobre la vida se aplica también a la santidad: a saber, que, aunque debe vivirse mirando hacia adelante, solo se puede entenderse mirando en retrospectiva. A los santos se les ve en retrospectiva, sobre todo porque en su momento presente es más probable que no susciten afecto ni inspiren gratitud, sino más bien desconcierto y resentimiento.

En cualquier caso, la santidad —tanto el don de la misma como el crecimiento en ella— ha estado en el corazón de la vida cristiana desde el principio. De hecho, precede a la vida cristiana y se encuentra en el centro mismo de la ley de Moisés.

En Levítico 19, el Señor le ordena a Moisés que diga a Israel: «Sean santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo» (v. 2). Un capítulo más adelante explica: «Conságrense a mí y sean santos, porque yo soy el Señor su Dios. Obedezcan mis estatutos y pónganlos por obra. Yo soy el Señor, el que los consagra» (20:7-8).

La santidad de Israel constaba de al menos tres componentes: la separación de las naciones, la obediencia a los mandamientos del Señor y la debida adoración que se le rendía. La santidad del pueblo de Dios reflejaría la santidad de Dios mismo.

Esta visión encuentra su cumplimiento en la nueva alianza. Jesús es el Santo que, después de su resurrección de entre los muertos y su ascensión al cielo, envió el Espíritu Santo del Padre sobre los judíos reunidos de todos los rincones del mundo (Hechos 2:1-42). Dios mismo santifica a su pueblo, como lo prometió.

Este don extraordinario se extiende incluso a los gentiles, los mismos pueblos de los cuales Israel fue apartado, tanto que Pedro puede escribirles como antiguos idólatras a quienes ahora se aplican las palabras de Moisés: «Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: “Sean santos, porque yo soy santo”» (1 Pedro 1:15-16).

En las décadas y siglos posteriores a los apóstoles, se desarrolló en la iglesia una práctica mediante la cual se nombraba, honraba y recordaba esta obra santificadora de Dios en mujeres y hombres que siguieron a Cristo hasta el fin de sus vidas. Los apóstoles habían llamado a todos los creyentes santos, o «los santificados», en reconocimiento de la presencia transformadora del Espíritu en todos y cada uno de los bautizados. Ahora los cristianos cuya fe y amor habían brillado con particular belleza eran ellos mismos apartados del resto del pueblo santo de Dios con el título honorífico de santo, un título que designaba a un individuo en retrospectiva como un receptor o instrumento notable del poder de Dios.

En este caso, se dieron dos precedentes diferentes. Uno de ellos fue la celebración que hace el Nuevo Testamento de figuras especiales del Antiguo Testamento como precursores de Cristo, los «tipos» que señalaban la llegada del Mesías. Los héroes de la fe de los que se habla en Hebreos 11, tan memorablemente descritos como una «nube tan grande de testigos» (12:1), encapsulan este modelo.

La idea no es que poseamos una lista exhaustiva de todos los nombres de todos los israelitas fieles. Por el contrario, la mayoría de los fieles antes de Cristo, al igual que los que lo fueron después de Cristo, no tienen nombre ni son recordados (excepto por el Señor).

La idea, en cambio, es que todas las comunidades encuentren formas de recordar a los líderes y modelos fundacionales para presentarlos como ejemplos encarnados de cómo vivir. Y más aún para el pueblo de Dios, que sabemos que somos pecadores. Los santos no son tanto modelos de virtud como instrumentos de la gracia divina, evidencia en carne y hueso de que nuestra depravación no es rival para el poder divino. Por un milagro, la santidad es posible en esta vida.

El segundo precedente fue el martirio. Mártir viene de la palabra griega que significa «testigo». Originalmente aplicada a los testigos oculares de la Resurrección, se convirtió en un término general para todos los creyentes; seguir a Cristo era dar testimonio de Él con palabras y hechos. Sin embargo, a partir de Esteban y durante el resto del sangriento primer siglo, la palabra mártir se convirtió en un título reservado para aquellos que dieron su vida por Cristo. Estos fueron los primeros en ser recordados por su nombre en las liturgias y devociones de la iglesia primitiva; fueron el prototipo de todos los santos que vendrían después.

Digámoslo de esta manera: todos los cristianos son mártires con minúscula, que dan testimonio de Cristo con sus vidas, pero solo algunos cristianos son Mártires con mayúscula, que dan testimonio de Cristo con su muerte.

De la misma manera, todos los cristianos son santos con minúscula, hechos santos por el Espíritu de Cristo, pero solo algunos cristianos son Santos con mayúscula, cuya santidad impregnó de tal manera el curso de sus vidas que la Iglesia preserva su memoria y la ofrece como ejemplo a los fieles para siempre.

La santidad lleva tiempo, en parte porque es muy extraña. Los santos no encajan. Llevan una vida salvaje, rebelde y desagradable. Viven al margen. Viven en el desierto. Tienen visiones y sueños. Realizan señales y prodigios. No son tú ni yo —al menos no la mayor parte del tiempo—.

En The Saints, Martin Scorsese no teme retratar esta alarmante extrañeza. De hecho, la naturaleza singular e inclasificable de los santos es lo que parece fascinarle.

Scorsese, que cumple 82 años el domingo, siempre se ha sentido atormentado por la fe católica en la que creció, ya que creció en el barrio de la pequeña Italia de Manhattan antes de las reformas del Concilio Vaticano II. La última tentación de Cristo (1988) y Silencio (2016) pueden parecer excepciones para quienes solo estén familiarizados con las películas de crímenes y gánsteres del cineasta; pero no lo son. Se podría argumentar que el resto de su filmografía no se puede entender sino a través del prisma de estas historias y los temas y preguntas que las animan.

Scorsese está obsesionado con la marginalidad: lo que define, lo que excluye, y quién se encuentra al límite. Jesús, según un erudito católico, era «un judío marginal». Se encontraba al margen de la sociedad. Lo mismo hacen, a su manera, los asesinos y los estafadores, los gánsteres y los criminales, los misioneros portugueses y los miembros de la Nación Osage.

Lo mismo ocurre con los santos católicos. Pensemos en Juana de Arco.

Nacida apenas setenta años antes que Martín Lutero, Juana era una doncella francesa que comenzó a tener visiones que le encomendaban poner fin a décadas de guerra en Francia. Se cortó el pelo, se vistió con ropa de hombre y consiguió una audiencia con Carlos VI. De alguna manera, él la escuchó y le concedió su petición. A los 16 años, dirigió a los hombres a la batalla en una victoria tras otra, en el mismo año en que Carlos fue coronado. Poco más de dos décadas después, la guerra de los Cien Años había terminado: los ingleses fueron expulsados, los disturbios civiles llegaron a su fin y Francia se salvó.

Desafortunadamente, Juana había sido capturada por el enemigo en 1430, y después de una larga serie de juicios eclesiásticos por herejía (incluido el cargo de vestirse como hombre), fue quemada en la hoguera el 30 de mayo de 1431. Aunque los cargos fueron anulados por Roma en la década de 1450, no fue hasta 1920 que fue canonizada formalmente como santa.

¿Qué hacer con una santa como Juana, la Doncella de Orleans? ¿Sufría de alucinaciones? ¿Necesitaba ayuda psiquiátrica? ¿Era una nacionalista sangrienta que mataba en nombre de Dios? ¿Era una pionera feminista adelantada a su tiempo? ¿O era una Jael francesa (Jueces 4) que clavó una estaca en la sien de los invasores ingleses?

El docudrama de Scorsese no muerde el anzuelo. No hay explicación. No hay explicación alguna. Lo sobrenatural se da por sentado y se deja que los detalles de la historia se valgan por sí solos. Puede que desafíen las costumbres modernas, pero no se considera que requieran una revisión. Y esa fue una decisión acertada. Eliminar la extrañeza de los santos es eliminar su razón de ser.

Pablo dice: «Imítenme, así como yo imito a Cristo» (1 Corintios 11:1). Pilato dijo de Cristo: «¡Aquí tienen al hombre!» (Juan 19:5). Los santos reales y los de la serie unen estos versículos. La serie presenta a un hombre o a una mujer para que sean contemplados y, de ese modo, plantea una pregunta: «¿Es este o esta un ejemplo de santidad? ¿Es este o esta un cáliz de la gracia divina? ¿Es este o esta una imitación de Cristo? ¿Deberían ustedes también seguir a este o esta como él o ella sigue a Cristo?»

Scorsese y sus colaboradores hacen bien en dejar la pregunta en el aire. Los santos son interrogativos. Nos ponen en el banquillo de los acusados. Juana y Juan, Pedro y Pablo, Moisés y Mónica: ellos ya han oído el veredicto divino. Tú y yo seguimos siendo peregrinos. La historia de nuestras vidas sigue inconclusa. En palabras de François Mauriac, «nunca es demasiado tarde para convertirse en santo».

Brad East es profesor asociado de teología en la Universidad Cristiana de Abilene. Es autor de cuatro libros, entre ellos The Church: A Guide to the People of God y Letters to a Future Saint.

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Testimony

Yo quería morir por Alá. Ahora vivo para Jesús

Como musulmán militante, nunca esperé tener alguna relación con los cristianos. Mucho menos hacerme amigo de ellos.

Christianity Today November 20, 2024
Matt Williams

Nací y crecí en Arabia Saudita como parte de una familia musulmana devota. De pequeño, me veía a mí mismo como un devoto seguidor del islam, uno que aplicaba sus enseñanzas en cada aspecto de la vida. Creía que el islam era la única religión verdadera y que aquellos que no aceptaran a Alá como su Dios y a Mahoma como su mensajero estaban condenados al infierno.

No sentía más que desprecio por el cristianismo. Creía que los musulmanes eran superiores a todos los demás, que todos los no musulmanes eran infieles y que Jesús era un profeta enviado por Alá, no el divino hijo de Dios. En lo que mi respecta, Él nunca había sido crucificado, nunca había muerto en una cruz y nunca había resucitado. Creía que Él había ascendido al cielo, pero solo para salvarse de sus perseguidores antes de regresar al final de los tiempos para restaurar el islam como la verdadera religión de Alá. Crecí albergando un odio intenso por los cristianos, los judíos y todos aquellos que rechazaban el islam.

Cuando tenía doce años ya había memorizado la mitad del Corán y mi objetivo era memorizarlo todo: los 114 capítulos y los 6236 versos. A los quince años estaba preparado para morir en nombre de Alá, al igual que muchos jóvenes que estaban viajando a Afganistán para luchar contra la Unión Soviética junto a Osama Bin Laden. (En aquel momento él era un héroe para nosotros).

Si no hubiera sido por mi madre, que me rogó que me quedara, me habría unido a esa «guerra santa». Creía que las recompensas que aguardaban a los musulmanes que morían en nombre de Alá eran mayores que las que recibiría cualquier otro musulmán. Estaba seguro de que al sacrificar mi vida de esta manera llegaría al paraíso, con todos mis pecados perdonados.

Un contacto con cristianos

No obstante, conforme iba creciendo, las dudas comenzaron a crecer también. A medida que adquiría una mayor familiaridad con el lenguaje del Corán, comencé a ver dentro de él mensajes de odio; mensajes que no podía comprender y que no me gustaban en absoluto. Me preguntaba: ¿Cómo podría Dios odiar su propia creación simplemente porque no lo aceptan? En cierto nivel, pensaba que Dios debería estar por encima de esa clase de mezquina ansia de venganza. Pero compartir esos pensamientos y dudas con otros me habría causado montones de problemas y probablemente habría puesto en peligro mi seguridad, porque la pena por blasfemar contra Alá y abandonar el islam era la muerte. 

Después de terminar la universidad en mi país natal, fui a Estados Unidos a estudiar un posgrado en ingeniería. Pero tenía un dilema. El islam enseña a sus seguidores que no se hagan amigos de los cristianos, y en el mundo musulmán la gente realmente cree que Estados Unidos es una nación cristiana: en otras palabras, se cree que todos los nacidos en Estados Unidos son cristianos. (La categoría de cristiano nacido de nuevo como medida de la fe genuina me resultaba desconocida). 

En el verano de 1989 llegué a Estados Unidos lleno de miedo e incomodidad. Para poder recibir la mejor educación sabía que era imperativo asistir a una universidad estadounidense, pero me preocupaba porque sabía que eso significaba tener que interactuar con cristianos.

Después de vivir en una residencia universitaria durante casi un mes, comencé a sentir la necesidad de familiarizarme con la cultura estadounidense y mejorar mi inglés. En aquella época escuché de algo llamado el Programa de Amistad Internacional, que juntaba estudiantes como yo con voluntarios locales que les proporcionaban ayuda y hospitalidad. Me apunté al programa, sin saber que era un ministerio cristiano.

Casi dos semanas después una joven pareja del programa se puso en contacto conmigo y me indicó que ellos eran la familia asignada para trabajar conmigo. Y durante los siguientes siete meses, esta familia me mostró un amor que excedió en mucho mis expectativas: un amor que nunca había conocido entre los musulmanes.

En noviembre, esta familia me invitó a su casa para la cena de Acción de Gracias. Solo entonces me di cuenta de que eran una familia cristiana, porque me preguntaron si quería orar por los alimentos. Admito que en ese momento se me cayó el alma a los pies. Nunca me había dado cuenta de que los cristianos en realidad están llenos de amor y no de odio, como mi crianza musulmana me había hecho creer.

Esta familia nunca compartió el evangelio conmigo, pero me mostraron cómo era el evangelio. Y aquel día salí de su casa con muchas dudas acerca de mi fe y sus enseñanzas. Me propuse investigar sobre el cristianismo, esperando aprender más acerca de cómo Jesús podía provocar una diferencia tan profunda en la vida de alguien, ofreciendo una clase de paz y alegría que yo no había visto antes.

Ver la luz

Unos cuantos años después, tras obtener mi grado, me uní a una empresa local de ingeniería. Allí conocí a otro cristiano nacido de nuevo. Me impresionó su fe: su alegría, su paz y la luz que parecía brillar en él. Y cuando me invitó a su casa para una cena de Navidad, me di cuenta de que su esposa y sus hijos tenían las mismas cualidades. Eran igual que la familia que había conocido en la universidad.

Para este momento, no podía ocultar mucho más mi curiosidad. Le pregunté por qué él era tan diferente a todos los que le rodeaban. Me contó que era un cristiano nacido de nuevo y me compartió su testimonio. De nuevo, me sentí atrapado por el deseo de conocer más sobre Jesús. 

A partir de ese momento Dios permitió que pasara por numerosas pruebas y circunstancias adversas en mi vida, todo lo cual aumentó mi interés por el cristianismo. Y en mayo de 2001, yendo en contra de todo lo que mi fe musulmana me había enseñado, visité por primera vez una iglesia cristiana. Durante los seis meses siguientes, mientras la iglesia estudiaba el evangelio de Juan, descubrí quién era realmente Cristo.

En noviembre de 2001, sin sombra de duda, acepté a Cristo como mi Señor y Salvador. Pero al principio no fue fácil. En cuestión de meses perdí mi matrimonio debido a una infidelidad de mi esposa, y también perdí mi trabajo. Sentía como si Satanás estuviera intentando destruir mi fe activamente. Pero aquellos meses me enseñaron lecciones inestimables sobre cómo tener una relación personal con Jesús y aprender a depender de él en medio de cualquier circunstancia. Durante este tiempo, Dios reveló su asombrosa gloria para mí de maneras que no podía negar ni dudar.

Desde entonces, mi vida ha cambiado para siempre, y ya no soy el hombre que solía ser. Hoy lidero un ministerio global llamado CIRA International, que fundé por la gracia de Dios en 2010. Nuestra misión es alcanzar a los musulmanes para Cristo, formar a los creyentes con herramientas prácticas para compartir el evangelio de manera eficaz con los musulmanes, y discipular a los nuevos creyentes, especialmente a los que vienen de un trasfondo musulmán.  

Además de esto, doy clases y seminarios sobre el islam en varias iglesias, para que mis hermanos y hermanas en Cristo puedan aprender a ser mejores testigos con sus vecinos musulmanes. En mi iglesia local, dirijo un capítulo recién establecido del Programa de Amistad Internacional, el mismo ministerio que plantó las primeras semillas de la esperanza del evangelio en mí hace casi dieciséis años. 

Llegué a conocer a mi amado Jesús por medio de simples actos de amor. Y pido a Dios que use mis actos sencillos de amor para darle gloria al acercar a otras personas a una fe salvadora en Él.

Al Fadi da cursos de teología bíblica, negocios y religiones comparadas en la Universidad Cristiana de Arizona. 

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