La Navidad nos injerta en la poco tradicional familia de Dios

Tras perder a mi padre cuando era niña, aprendí a ver la Encarnación como mi verdadero linaje.

Christianity Today December 24, 2022
Ilustración por Mallory Rentsch / Source Images: WikiMedia Commons

De niña, me encantaba admirar las tarjetas de Navidad que mi familia recibía cada año. En la época anterior a las redes sociales, esas fotos que recibíamos cada año en el buzón me ayudaban a sentirme conectada con amigos y familiares a larga distancia.

Sin embargo, después de la muerte de mi padre, las tarjetas navideñas me recordaban lo que había perdido. Las fotos de familias sonrientes e intactas, acompañadas por sus alegres saludos, se sentían como sal en la herida. Las festividades siempre son duras para los afligidos. Pero para mí, añadían una capa de vergüenza a la pena que me acompañaba todo el año. Como niña dolida, lo intuía: puesto que nuestra familia ya no estaba completa, mis hermanos y yo ya no éramos material para tarjetas de Navidad. Por ese motivo, nunca volvimos a enviar una tarjeta navideña con nuestra foto tras la muerte de mi padre.

Nuestra fijación cultural con la familia nuclear adquiere un tono religioso en Navidad. Mezclamos a José, María y Jesús en el pesebre con nuestras propias nociones sentimentales de unión familiar. Invitamos a las familias a encender las velas de Adviento en la iglesia. Nos reunimos en torno a mesas familiares para celebrarlo. Con tanto bombo y platillo, es fácil suponer que «la paz en la tierra» viene exclusivamente en forma de una familia sana y completa delante de un árbol de Navidad.

Para ser claros, la familia es un don de Dios que merece la pena celebrar y apoyar. Dios creó la familia en parte para enseñarnos a amar y a ser amados. El mundo necesita ver a las familias haciendo el duro y santo trabajo de la unión. Pero, como escribe el estudioso del Nuevo Testamento Esau McCaulley, «… nuestra imagen de la familia en Navidad —siempre bien vestida, rica, feliz e intacta— en realidad encuentra un incómodo espacio al lado del evangelio de la primera [Navidad]». [Los enlaces redirigen a contenidos en inglés].

La propia familia de Jesús no era precisamente material de postal navideña. Jesús no pasó su primera «Navidad» (es decir, su nacimiento) en un hogar acogedor con una familia tradicional, sino en un establo con una madre aún no casada y un padre adoptivo. Su infancia estuvo marcada por la vergüenza social del embarazo de su madre (Mateo 1:18-19), el terror del desplazamiento de su familia a Egipto (Mateo 2:13-15) y la dura realidad de la pobreza (Lucas 2:24).

Además, Jesús no llegó a la adultez para tener una familia tradicional. Permaneció soltero y célibe hasta su muerte.

Como perdí a mi padre cuando era todavía muy pequeña, he encontrado mucho consuelo en el hecho de que la historia familiar de Jesús sea tan compleja. Desde el momento de su concepción, Emmanuel demuestra que Él es Dios con todos nosotros, incluidos los marginados, los pobres, los solteros y los afligidos. La magia de la Navidad —es decir, de la cercanía de Cristo— es que pertenece precisamente a quienes parecen excluidos de ella. La propia familia de Jesús es una prueba de esta verdad.

Pero Jesús y sus padres —denominados en la historia de la Iglesia como «la sagrada familia»— también nos sirven como el modelo de un marco más amplio y nuevo que el propio Jesús inauguró. Cuando le preguntaron por sus lealtades familiares, Jesús enseñó: «… mi hermano, mi hermana y mi madre son los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mateo 12:50, NVI). Los padres humanos de Jesús fueron los primeros personajes de los Evangelios en demostrar esta obediencia.

El famoso «sí» de María al mensaje de Gabriel es lo que la convirtió en madre de Jesús. Consintió a la voluntad de Dios y la acogió de la forma más personal, carnal y costosa. Esto hace de María una persona única en la historia de la salvación, así como un ejemplo para todos los cristianos.

Del mismo modo, José obedeció el mandato angélico de tomar a María por esposa y acoger a su hijo como heredero (Mateo 1:18-25). La profunda humildad y actitud de servicio de José ilustran el reino contracultural de Dios, y siguen siendo un testimonio profético para nosotros hoy.

En su obediencia colaborativa a Dios, María y José vivieron juntos de la forma en que Adán y Eva debieron hacerlo. Su unión representa el comienzo de la humanidad redimida: la familia de Dios. En otras palabras, los protagonistas de la historia de Navidad no solo nos dan un modelo para la familia nuclear: nos dan un modelo para la Iglesia.

En mi propia infancia, durante y después de la muerte de mi padre a causa de cáncer, la iglesia se convirtió para mí en una sagrada familia, una comunidad que me engendró y me crió en la obediencia a Dios. Rodearon y apoyaron a mi madre mientras aprendía a criar a seis hijos como viuda. Los cristianos nos alimentaron, vistieron y, durante una temporada, nos dieron cobijo a mis hermanos y a mí. En particular, un puñado de hombres nos discipularon fielmente como padres espirituales. Su presencia constante me cambió la vida.

Tras todos los años que han pasado, la influencia de aquellos hombres me hace pensar en José, un hombre cuya paternidad no estaba limitada por la biología. Como escribe el Papa Francisco sobre el ministerio de José: «Los padres no nacen, sino que se hacen… Siempre que un hombre acepta la responsabilidad de la vida de otro, de alguna manera se convierte en padre de esa persona».

Jesús no vino a abolir la familia, pero sí vino a ampliarla. Vino para que pudiéramos compartir su filiación y sentarnos a su mesa familiar. Vino para convertir a los extraños en hermanos, y a los hombres y mujeres sin hijos en padres y madres espirituales. Esto no borra el dolor del distanciamiento familiar, el duelo o la soltería no deseada. Pero replantea ese dolor. Y debería replantear la forma en que todos los hogares cristianos entienden el ministerio de su vida en común.

En su libro Habits of the Household [Hábitos del hogar], Justin Whitmel Earley desafía a las familias nucleares a adoptar la hospitalidad como una forma de misión.

«No nos ocupamos de nuestro hogar porque nuestra responsabilidad sea con nuestra familia de sangre y con nadie más: eso es una forma encubierta de tribalismo», escribe. «Más bien, cuidamos de la familia porque es a través de ella como la bendición de Dios se extiende a los demás».

Al acercarse la Navidad, podemos reflexionar sobre el pequeño hogar no tradicional que extendió la bendición de Dios al mundo mediante el nacimiento de Cristo. Y podemos maravillarnos de cómo ese hogar se expande para incluirnos a cada uno de nosotros.

Me maravillo ante esta verdad cada vez que miro una imagen de la Sagrada Familia que tengo sobre mi escritorio. Me la regaló una amiga cuando yo estaba embarazada, y normalmente me inspira a orar por mi propio ministerio como madre de tres hijos. Pero, de vez en cuando, pienso en ella como un retrato de familia en el que, de algún modo, yo también estoy misteriosamente presente.

Dicho con mayor claridad, la familia humana de Jesús era y es distinta. Pero su familia espiritual incluye a los que han nacido no «… de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino… de Dios» (Juan 1:12-13). Esta familia está formada por personas de todas las tribus, lenguas y naciones, y su destino es la comunión eterna con el Padre (Apocalipsis 7:9-10).

Hace unos años, en una Navidad especialmente difícil en la que lloraba la repentina pérdida de mi hermano, descubrí otra imagen en la que aparecía la Sagrada Familia. En un dibujo titulado «María y Eva», Eva está desnuda, apenada y enredada por la serpiente a sus pies. María está embarazada, vestida de blanco y pisando la cabeza de la misma serpiente.

Esa imagen se ha convertido en una especie de postal navideña personal. Me recuerda que no debo buscar la plenitud última en ninguna iteración de la familia nuclear, sino confiarme a mí misma y a mis seres queridos al Hijo que nos hace a todos hijos e hijas.

Ante la pérdida profunda y la soledad persistente, este linaje familiar inquebrantable nos sostiene. Nos enseña a vivir juntos como una comunidad de hermanos y hermanas hasta que venga el Señor. E inserta nuestro dolor en una esperanza más amplia de la reunión —y resurrección— que nos aguarda.

Hannah King es sacerdote y escritora de la Iglesia Anglicana de Norteamérica. Trabaja como pastora asociada en la iglesia Village Church de Greenville, Carolina del Sur.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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