Esta es una versión corregida de la traducción publicada en abril de 2015.
Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).
Antonio es un hombre de poco más de cincuenta años que trabaja en una finca de frutas y verduras en el condado de Dutchess, Nueva York. Desde que sale el sol hasta que se pone, seis días por semana, pasa cada hora cosechando guisantes [chícharos, arvejas] o manzanas, según la temporada del año. Por ese arduo trabajo le pagan ocho dólares por hora y sin paga por el tiempo extra. «Me siento cansado», le dijo al The New York Times el verano pasado. «En este momento, me duelen mucho las rodillas porque paso todo el día trabajando agachado o de rodillas». Igual que los millones de trabajadores en EE. UU. que cosechan la mayor parte de la comida que comemos, los días de Antonio son monótonos, largos y, al parecer, vacíos de significado espiritual.
Stephanie es una madre joven con cuatro hijos. Su día típico incluye despertar al amanecer, cambiar pañales, alimentar a uno de sus hijos mientras viste a otro, preparar el almuerzo para todos, lavar un par de cestos de ropa, cocinar la cena, y poner a dormir a los niños, todo antes de caer ella misma sobre la cama, exhausta. El cansancio se siente hasta en los huesos. ¿Acaso no hay cosas más importantes que debería estar haciendo? Se pregunta mientras lamenta que no tiene la energía para orar y estudiar. Muchos días, sufre en silencio y a solas.
Las historias de Antonio y Stephanie resuenan con todos los que luchamos por encontrar significado espiritual en nuestro trabajo diario. Y entre más tiempo pasamos sumergidos en nuestras rutinas, nuestras preguntas se vuelven más apremiantes: ¿De qué manera este trabajo está formando mi corazón y mi mente? ¿Está fortaleciendo mi relación con Dios y con mi prójimo? ¿Tiene alguna importancia en este mundo?
Para contestar estas preguntas, muchos líderes y escritores contemporáneos de la iglesia describen las maneras en que el trabajo —pagado o no— puede dar forma a nuestras comunidades y bendecir a nuestro prójimo. Y eso es muy cierto. Pero también encontramos respuestas enriquecedoras entre hombres y mujeres del siglo IV y V, quienes vivieron en el desierto de Egipto, Palestina y Siria. Allá en el desierto, las tareas más insignificantes toman un significado de mayor envergadura para el alma.
Papel de lija celestial
Para los grandes padres y madres del desierto, el trabajo manual era trabajo del alma. Tenía significado eterno, en parte porque Jesús lo honró en su vida encarnada al trabajar como carpintero. El trabajo manual también anticipaba la Segunda Venida, donde la nueva creación es la meta suprema de todos los propósitos de Dios (2 Pedro 3:13; Apocalipsis 21:1-4). Los monjes de la antigüedad creían que las tareas diarias podían transfigurar la vieja creación del mundo caído por el pecado y traer como resultado la nueva creación de la humanidad deificada por Cristo.
Las tareas del diario vivir eran como un papel de lija en las manos de Dios. Podían moldear el carácter, limpiar la impureza y transformar a una persona de tal manera que reflejara la belleza de Cristo. Para los monjes, «el lugar de trabajo» era un huerto espiritual. Veían el trabajo no solo como el lugar en que labramos la tierra, sino donde la tierra nos labra a nosotros.
Muchos de nosotros asumimos que la santidad se cultiva primordialmente escapando del trabajo monótono diario, tal como cuando nos vamos a algún retiro y nos alejamos de nuestra vida «normal». Si tan solo pudiéramos orar en quietud, entonces podríamos experimentar la santidad de Dios y llegar a ser más como Él. Algunos de los habitantes del desierto asumieron lo mismo, pero luego se arrepintieron.
Tomemos por ejemplo a Juan el Enano (339-409 d.C.). En una historia tomada de sus primeros días en el desierto, le dijo a su hermano mayor: «Me gustaría estar libre de toda preocupación, como los ángeles, quienes no trabajan sino que ofrecen alabanza a Dios sin cesar». Así que un día se quitó la capa y se fue al desierto.
Juan regresó una semana después. Cuando tocó a la puerta, su hermano le preguntó: «¿Quién eres?». «Soy Juan, tu hermano», dijo él.
Su hermano respondió: «Juan se volvió un ángel, y por lo tanto ya no se encuentra entre los hombres». Juan le rogaba diciendo: «Soy yo». Pero su hermano no lo dejó entrar, sino que lo dejó afuera angustiado hasta el siguiente día. Luego, abrió la puerta y le dijo: «Tú eres un hombre, y debes otra vez volver a trabajar para poder comer». Juan se postró frente a él y le dijo: «Perdóname».
Le tomó a Juan una semana de fracaso y una noche de fría meditación para aprender que, no importa qué tanto intentara escapar su mortalidad y su trabajo ordinario, seguía siendo un ser humano que necesitaba ganarse el pan.
La meta del trabajo, la meta de la vida
La palabra pocas veces aparece en la literatura de los padres del desierto, pero theosis o teosis, que significa ‘hacer semejante a Dios o deificación’, se encuentra en el corazón de su teología sobre el trabajo. Ellos creían que nuestra mayor vocación no es el tipo de trabajo que hacemos, sino el tipo de personas que llegamos a ser al hacer dicho trabajo.
La theosis se asocia principalmente con la Ortodoxia Oriental, pero también tiene resonancia entre los católicos y los protestantes de diferentes tipos. Significa que Dios creó a los humanos con el fin de que maduraran para llegar a ser cada día más y más como su Creador. Pero después de que Adán y Eva se desviaron de esta senda, Dios se hizo humano e hizo por nosotros lo que no podíamos hacer por nosotros mismos: en Cristo, Dios restauró nuestra unión perdida con Él mismo. Nosotros ahora podemos participar en la vida de Dios a través de la comunión con Cristo en el Espíritu Santo.
Nuestra mayor vocación no es el tipo de trabajo que hacemos, sino el tipo de personas que llegamos a ser al hacer dicho trabajo.
Esta unión transformadora ocurre a través de la adoración, la oración, la sumisión y las obras de amor. Por gracia, nos hacemos “divinos”, pero no en el sentido de que llegamos a ser el cuarto miembro de la Trinidad, o que adquiramos poderes divinos. Sino que, porque Dios se hizo humano en Cristo Jesús, nosotros podemos llegar a ser participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). La theosis es un proceso que dura toda la vida y por medio del cual nos vestimos de la semejanza a Cristo mientras avanzamos «de gloria en gloria» (2 Corintios 3:18).
La theosis ofrece una manera antigua y poderosa para encontrar el propósito de Dios en nuestro trabajo diario. Nuestro lugar de trabajo no es tan solo un lugar para ganarnos la vida, sino que puede convertirse en un lugar de redención. No es que el trabajo nos redima por medio de las obras mismas, como si de alguna manera pudiéramos ganarnos la salvación por el simple hecho de ser buenos y honestos en todo lo que hacemos. Más bien, el trabajo de cada persona es una tarea sagrada que le ha sido dada por la Providencia, con el fin de poder llegar a ser semejante a Cristo. Nuestras tareas y nuestras relaciones diarias se vuelven las manos de Dios para formarnos y hacernos semejantes a la imagen de su Hijo amado. La theosis es la meta final del trabajo, así como la meta de la vida misma.
Desierto mortal y tareas diarias
Por definición, el desierto es un lugar de muerte. La vida es escasa y el agua limitada.
El desierto fue un lugar donde el pueblo de Dios se arrepintió y donde sus pecados fueron perdonados. En el Antiguo Testamento, Dios usó el desierto para poner a prueba el corazón (Deuteronomio 8:2). En el Día de la Expiación, el sumo sacerdote ponía sus manos sobre la cabeza del macho cabrío y lo mandaba a lo profundo del desierto, para nunca más regresar. En el Nuevo Testamento, el desierto es un lugar de guerra espiritual: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto. Allí estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo. No comió nada durante esos días, pasados los cuales tuvo hambre» (Lucas 4:1-2, NVI).
Los padres y las madres del desierto entendieron estas imágenes bíblicas. Es por eso que el desierto y sus paisajes inhóspitos proveyeron el ambiente externo para fomentar la labor interna de la santidad. Su lugar de trabajo los llamaba a morir a sí mismos. Era un lugar donde Dios obraba en ellos y a través de ellos. A través de la guerra en el corazón, las pasiones eran conquistadas y el fruto del Espíritu crecía. Plantar verduras o tejer alfombras no eran simplemente una manera de ganarse la vida: era una manera de integrar el trabajo del alma con las tareas cotidianas.
El desierto y nuestros lugares de trabajo son más similares de lo que quizás nos hayamos dado cuenta. El lugar en el que laboramos es donde nuestro carácter se forma y somos hechos semejantes a Cristo. Gran parte de nuestro trabajo, especialmente las tareas más insignificantes, nos enseñan a arrepentirnos y a morir diariamente a nuestros pecados.
Lavar platos, limpiar la casa y cocinar los alimentos son las manos de Dios que forman un ramo de virtudes piadosas en el corazón del que hace los quehaceres de la casa. La theosis se desarrolla cuando al tener que lidiar con un cliente grosero en la tienda, el empleado aprende la gracia espiritual de la paciencia. Una naturaleza semejante a la de Cristo aparece silenciosamente en el corazón del doctor cuando sacrifica sus horas de sueño para ir en la madrugada a atender la emergencia de sus pacientes. Un obrero de fábrica gradualmente se convierte en una oración viviente mientras integra la monotonía de la línea de ensamblaje con el consejo de Pablo de «orar sin cesar» (1 Tesalonicenses 5:17). Nuestro lugar de trabajo es una arena donde nos entrenamos para transformar nuestro quehacer diario en causas espirituales. Con frecuencia nos convierte en grandes santos o en grandes pecadores.
Cuando yo era vendedor de carros, estas verdades llegaron a ser tan reales para mí que cuando salía de casa para ir al trabajo, llegué a decirle mi esposa: «Barb, ya es hora de que me vaya a mi monasterio. Dios me está esperando allí con el fin de trabajar en mi corazón y hacerme semejante a su Hijo».
Nuestra vida diaria es nada menos que una senda sagrada hacia el ser mismo de Dios. Nuestra más importante tarea espiritual, por lo tanto, se encuentra donde sea que nos encontremos. Ese es el lugar donde labramos la tierra de nuestro trabajo, y donde la tierra de nuestro trabajo nos labra a nosotros. Es donde Dios nos encuentra, nos transfigura, y nos guía de gloria en gloria. Nuestro lugar de trabajo es nuestro monasterio.
Bradley Nassif es profesor de estudios bíblicos y teológicos en North Park University en Chicago, y autor de Bringing Jesus to the Desert (Zondervan).
Edición en español por Livia Giselle Seidel.