Lo que Dios nos enseña sobre el quebrantamiento de los votos matrimoniales

La Iglesia puede ofrecer gracia a los divorciados en lugar de cargarlos con culpa.

Christianity Today July 27, 2021
Illustration by Mallory Rentsch / Source Images: Yohann Libot / Leighann Blackwood / Unsplash

Esta es una versión revisada y corregida de la traducción publicada en marzo de 2014.

Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).

Muchos cristianos divorciados han sentido que entran a la iglesia con una letra «D» en color rojo escarlata como insignia. La autora Elisabeth Corcoran era una de ellos. Después de que su matrimonio de casi 19 años se deshizo, Corcoran tuvo que lidiar con el dolor, la confusión y la vergüenza. Esos sentimientos se incrementaron cuando, poco después de su divorcio, le pidieron amablemente que cancelara su participación en un evento femenil navideño donde iba a dar un mensaje. Por supuesto, la petición se hizo procurando no hacer mucho ruido.

Después de la publicación reciente de su libro, Unraveling: The End of a Christian Marriage [Deshilachado: El final de un matrimonio cristiano], Lea modera un grupo para divorciados en Facebook. Ha escuchado cientos de historias similares. Los divorciados suelen escuchar estas palabras: «Dios aborrece el divorcio». Al escuchar eso, una mujer divorciada respondió escribiendo: «Lo sé, yo misma no soy una aficionada del divorcio».

Mientras que las investigaciones muestran que los matrimonios entre creyentes que practican su fe activamente tienen mejores resultados que otros matrimonios, el porcentaje de divorcios dentro de la iglesia es alarmantemente alto. Y tristemente, en lugar de experimentar la iglesia como un lugar donde se encuentra consuelo y restauración, los divorciados frecuentemente encuentran respuestas que los llenan de sentimientos de culpa.

Las diferencias de interpretación en cuanto a en qué circunstancias la Biblia permite el divorcio (y si lo permite), hace que algunos cristianos nos sintamos atados de manos cuando lo que añoramos es extenderlas en compasión. Además, la creencia tan profundamente enraizada de que «se necesitan dos» para que un matrimonio funcione, se traduce erróneamente a la conclusión de que «se necesitan dos» para que un matrimonio se rompa. Por consiguiente, pensamos que la culpa es de los dos.

Sin embargo, la verdad es que solo se necesita uno para destruir un pacto, como podemos aprender cuando vemos la relación de Dios con el reino del norte de Israel.

Nuestro entendimiento del matrimonio está modelado en el pacto que Dios mismo hizo con su pueblo. Como explica David Instone-Brewer en Divorce and Remarriage in the Church [Divorcio y segundos matrimonios en la Iglesia], Dios era el esposo de Israel (Isaías 54:5), quien la tomó como suya e hizo un voto de alimentarla, vestirla, amarla y ser fiel a ella (Ezequiel 16). En contraste radical a la fidelidad y el cuidado de Dios, Israel y Judá ignoraron el pacto sin vergüenza alguna: fueron negligentes con Dios, abusaron de Él y lo traicionaron. En repetidas ocasiones, los profetas denunciaron su comportamiento como el quebrantamiento de un pacto: lo llamaron adulterio (Ezequiel 23:37; Jeremías 5:7).

El pacto matrimonial de Dios con el reino del norte de Israel había sido quebrantado por la conducta del pueblo producto de su duro corazón, y en Jeremías 3:8 escuchamos estas palabras: «… y vio también que yo había repudiado a la apóstata Israel, y que le había dado carta de divorcio por todos los adulterios que había cometido» (NVI). En Isaías 50:1 pregunta: «A la madre de ustedes, yo la repudié; ¿dónde está el acta de divorcio?».

Dios quiere que la apóstata y adúltera Judá aprenda una lección del ejemplo de Israel. Ambas naciones hermanas habían sido infieles y habían quebrantado el pacto con Dios, pero mientras que Dios se divorció de Israel, a Judá le estaba ofreciendo una segunda (y tercera, y cuarta) oportunidad de obtener misericordia. Su oferta de restauración fue bellamente interpretada por Oseas en su matrimonio con la infiel Gomer, y finalmente llegó a su cumplimiento en el matrimonio inquebrantable entre Cristo y la Iglesia.

Con frecuencia yo había notado el paciente perdón de Dios y la renovación del pacto en Oseas, pero la descripción que Dios hizo de su propio divorcio del reino de Israel me sorprendió grandemente. Yo había internalizado la frase «el pecado del divorcio». Independientemente de la forma en que yo interpretara las palabras del Señor sobre el tema, si Dios mismo había experimentado esta infidelidad, yo necesitaba repensar mi entendimiento del pecado y del divorcio.

Permítame hablar con claridad: El pacto matrimonial fue diseñado para ser un pacto permanente, y siempre que un matrimonio termina en divorcio es a causa del pecado. Cometemos pecado cuando quebrantamos nuestros votos, y el matrimonio exige la práctica regular de la confesión y el perdón por los fracasos y los descuidos entre los cónyuges. Sin embargo, hay una diferencia entre los errores menores y no intencionales, y la violación voluntaria de los votos matrimoniales. En el primer caso, debemos perdonar y «soportarnos los unos a los otros en amor». En el caso de una violación seria del pacto, Dios le da la oportunidad a la víctima de escoger: permanecer en la relación y perdonar como Él lo hizo con Judá, o divorciarse cuando el pacto ha sido quebrantado por «dureza de corazón», tal como sucedió con Israel.

El pecado en el divorcio descansa en el quebrantamiento de los votos matrimoniales, no necesariamente en el divorcio mismo. El divorcio de Dios fue completamente provocado por el pecado de la dureza del corazón de Israel. Dios fue la víctima inocente en ese divorcio. Cuando Dios dice «aborrezco el divorcio» (Malaquías 2:16), no lo dice apuntando el dedo furiosamente como un juez, sino con el corazón quebrantado de Uno que ha experimentado el efecto devastador del rechazo y la traición de manos del ser amado.

El divorcio no es la voluntad ni el deseo de Dios para nosotros. Incluso en los casos en que el divorcio se permite, no es mandatorio, y aun así es una tragedia. El divorcio deja devastación y víctimas en su camino.

El hecho de que Dios mismo se haya divorciado de Israel, a pesar de Su fidelidad perfecta al pacto, nos invita a un entendimiento más matizado del matrimonio y del divorcio. En nuestros propios matrimonios, Dios nos llama a seguir su ejemplo de fidelidad al pacto, y nos ha demostrado lo mucho que se necesita la gracia y el perdón para mantener una relación frente a la pecaminosidad humana. El ejemplo de Dios dos da un marco para hablar profundamente sobre el compromiso y la gracia, y al mismo tiempo poder decir que en situaciones de dureza de corazón y quebrantamiento deliberado del pacto, el divorcio era permitido como la manera en que Dios declaraba que un pacto quebrantado quedaba oficialmente terminado.

Encontramos sabiduría cuando analizamos temas controvertidos desde el punto de vista más amplio de las Escrituras. Una conversación sobre la pureza no debe ser solamente sobre si la persona era virgen cuando se casó (aunque hizo «todo lo demás excepto eso»), sino también sobre cómo ha manejado responsablemente su sexualidad a lo largo de toda su vida. Similarmente, la prueba máxima para saber si una persona ha sido fiel al pacto matrimonial no debe basarse solamente en si la persona se divorció (aunque hizo «todo lo demás excepto eso»), sino sobre cómo hemos manejado responsablemente nuestro matrimonio y como diariamente intentamos modelar la fidelidad de Dios en nuestro trato con nuestro cónyuge.

Dios nos llama a un pacto de fidelidad. Necesitamos lamentarnos de los pecados que cometemos cuando fracasamos en el cumplimiento de nuestros votos a nuestro cónyuge antes de lamentarnos por «el pecado del divorcio». Sostener y honrar el matrimonio no se va a lograr avergonzando a los divorciados y oponiéndose al divorcio. Por el contrario, ese honor se logra por medio del compromiso firme y lleno de gracia por guardar los votos de amor, cuidado, apoyo y fidelidad que se hacen el día de la boda. Somos llamados a considerar un pacto de fidelidad mucho antes de considerar el divorcio, y somos llamados a la gracia en el trágico caso cuando ocurre un divorcio.

Bronwyn Lea estudió en la facultad de derecho y en el seminario en su país natal, Sudáfrica, antes de mudarse a California. Es madre de tres pequeñitos y se dedica a cuidarlos. También es escritora y conferencista. Ha contribuido a Think Christian, Sojourners, Start Marriage Right e (in)courage, y pertenece al grupo de escritores Redbud Writers Guild. Bronwyn escribe en www.bronlea.com, y puede comunicarse con ella en Facebook o Twitter.

Edición en español por Livia Giselle Seidel

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