Perdonando los pecados de mi padre

Cómo él me enseñó el significado más profundo de la misericordia

Christianity Today May 5, 2014
Anacleto Rapping

Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).

Habían pasado diez años desde cuando vi a mi padre. En ese tiempo no tenía fotografías de él, sólo una vaga memoria de su rostro de nuestra última visita. Cuando llegamos en el van alquilado al complejo de casas para lo veteranos en Sarasota, Florida, mi esposo lo vio primero.

"Allí está." Duncan me lo indicó con un movimiento de cabeza.

Lentamente volví mis ojos. Un hombre estaba parado bajo el toldo del complejo. Vi su piel oscura, su cabeza casi calva y cuadrada, con el cuello que apenas era visible. Era él. Él estaba justamente como lo recordaba pero más grande, podía estar unas 40 libras más pesado que la última vez, cuando había dejado mis tiernos hijos para volar allí por tres días. No había olvidado esos tres días de silencio.

Ahora me quedé mirándolo, congelada. ¿Cómo actuar esta escena? Pensaba. ¿La hija llena de amor saludando al padre perdido por largo tiempo? ¿La hija disgustada deseando tener solamente unas pocas palabras de su padre?

Duncan detuvo el van. Salí lentamente y le abrí las puertas a mis hijos, deteniendo mi respiración. Salieron empujándose el uno al otro. Mi padre permaneció allí aparentemente sin verlos, como si ellos fueran algo inconsecuente para su vida—que en verdad lo eran. Él no sabía nada de ellos, ni siquiera había visto fotografías de ellos. No le había enviado ninguna porque mi padre estuvo casi totalmente desinteresado de sus propios hijos, y con mayor razón de sus nietos.

Cuando el último saltó fuera, de repente era mi oportunidad. Sabía lo que tenía que hacer. Abracé al hombre extraño, dándole palmaditas en la espalda con la punta de mis dedos. No deseaba acercarme demasiado a él.

"Ola, ¿cómo está?" él preguntó con su acento de Massachusetts. Sonrió un poco, mostrando los pocos dientes que le quedaban, todos rotos.

"Bien. Tuvimos un poco de dificultad para encontrar este lugar," dije con falso entusiasmo.

Nos había tomado dos días para llegar allí. Habíamos volado desde Kodiak, Alaska, desde la esquina lejana noroeste hasta la esquina sureste del país. Eran las vacaciones de primavera del 2006. Este viaje había sido mayormente para verlo. Mi padre tenía 84 años, por eso sabía que esta sería la única oportunidad para que mis hijos lo conocieran.

Ellos no sabían nada de él, y no habían preguntado nada. Pero en mis más de 28 años de matrimonio y de 16 como madre, había aprendido de mi esposo y mis hijos para qué son los padres. Y deseaba que conocieran quién era mi padre, por sí mismos. Algún día se interesarían.

Después de dos horas de visita, se me había acabado la conversación. Estuve quieta y triste. Ni siquiera había preguntado el nombre de mis hijos ni les había hablado. Casi ni me había hablado. Anhelando tener memoria de la visita, sugerí que fuéramos por un helado, su comida favorita. Estuvimos en línea por nuestros conos y nos los comimos debajo de un árbol, observando el tráfico. Justamente antes de dejar el lugar, le pedí a Duncan que nos tomara una foto. Quería recordar este momento.

Mi padre se sentó en la mesa de picnic con un gesto disimulado en su cara, luciendo muy contento. Me paré detrás de él, mis labios tensos, la boca bien cerrada, denotando tanto el vacío como la ira que podía retener. ¿Cómo podía todavía desear? ¿Cómo perdonarlo por todos los años pasados, aún por este momento? Él está muy contento con su helado, mientras que su hija se sienta a su lado hambrienta hasta la muerte, y él piensa que el helado hoy está muy bueno, ¿verdad?

No volvería a verlo de nuevo, decidí, no importa qué suceda.

Pecadores criando pecadores

Cinco años más tarde, recibí una llamada de mi hermana.

"Leslie, papá estuvo en el hospital de los veteranos la semana pasada. Se piensa que pudo haber tenido un ataque de corazón. Hoy lo sabré."

"¿Cómo lo supiste?"

"Hablé con él por teléfono."

"¿Le estás hablando a papá?"

"Sí. He estado llamándolo casi cada semana," ella contestó, con voz calmada y segura.

"¿Cada semana? Y ¿él te habla?" No podía esconder mi confusión. No podía creer que de los seis hermanos, ella fuera la que lo llamara. Era su cuarto el que papá visitaba de noche cuando estaba en casa, cuando el resto de nosotros estábamos acostados. No lo supimos hasta décadas posteriores.

'¿Por qué lo estás haciendo?' Le pregunté a mi hermana. 'Lo he perdonado, Leslie.' Colgué. El cuarto me daba vueltas.

Esa no era su única ofensa. Fuera que no quisiera o que no pudiera mantener un trabajo, nos dejaba en una niñez de pobreza vergonzosa. Cuando tenía 13 años y mi madre estaba yendo a la escuela para poder buscar trabajo, mi padre tomó el poco dinero que teníamos y se fue en su carro, con la intención de no regresar jamás. Desafortunadamente, semanas más tarde, regresó. Años más tarde, cuando pudo reunir algún dinero, se cambió a 2000 millas a la Florida a vivir en un maltratado bote de velas.

"¿Por qué estás haciendo esto?" Le pregunté a mi hermana.

"Lo he perdonado, Leslie."

Colgué. El cuarto me daba vueltas.

En la manera en que tales cosas suceden, de repente el mundo entero sintió el zumbido alrededor del asunto del perdón. El Padrenuestro se volvió inquietante: Perdónanos nuestros pecados como perdonamos a los que pecan contra nosotros. ¿Cuántas veces había dicho esas palabras y no las había escuchado? ¿Cómo podía deshacerme de sus pecados y crímenes contra nosotros? Y ¿qué del mandamiento "Honra a tu padre y a tu madre?" De seguro que si un padre o madre actúan deshonorablemente, no tenemos que honrarlos. Había edificado mucho de mi vida alrededor de esta premisa.

No tenía que mirar demasiado lejos para hallar a otros luchando perdonar al padre, a la madre, al padrastro, a la madre de crianza, al abuelo—toda la gente que debía amarnos y nutrirnos y que por muchas razones no lo hicieron. Es una historia antigua, tan antigua como Caín y Abel y sus padres caídos: pecadores criando pecadores. La iniquidad de los padres y madres visitó a los hijos hasta la tercer y cuarta generación (Éx. 34:7; Nm. 14:18). Pero aunque universal, y aunque se siente inevitable, el asunto es particularmente convincente en nuestro propio tiempo y lugar.

Las familias se deshacen en lo que parece como proporción sin precedencia. Cerca de la mitad de los primeros nacimientos en los Estados Unidos ahora son de madres solteras. Aproximadamente 1 en 5 niños son criados debajo de la línea de pobreza. Cuarenta por ciento de los matrimonios por primera vez fracasa, dejando niños en crisis relacionales y de pérdida. Más de 7 millones de niños viven con un padre que tiene problemas de alcohol o drogas, y una en cuatro familias son afectadas por enfermedades mentales. Entre las familias con dos padres, cerca de la mitad (44 por ciento) son conducidas por dos padres que trabajan; una de cada cuatro familias (26 por ciento) con conducidas por un solo padre que trabaja, estos adultos se ausentan de la vida de sus hijos más de lo que les gustaría.

Jill Hubbard, una sicóloga clínica con New Life Ministries en Laguna Beach, California, ve las consecuencias de la familia rota de cerca y personalmente. "Por lo menos la mitad de la gente que veo cada semana están batallando con grados de falta de perdón, especialmente de padre," me contaba. "Ellos no siempre pueden darse cuenta de la condición de sus corazones, pero se puede ver el intenso recuerdo de las heridas con las que no han lidiado."

Aún en hogares relativamente saludables y estables se sufre de las heridas y deficiencias. No importa la dedicación a sus hijos, no importa cuánto asistan a la iglesia y cuanto den el amor de Dios, cada padre está plagado por fracasos. Yo sé que yo lo estoy. Esta es parte de la razón de escribir mi libro—para dárselo a mis propios hijos.

Después de caminar el pedregoso sendero de perdonar a mi padre, estoy convencida que todos debemos caminar el mismo trecho. Si vamos a progresar como portadores de la imagen; si la iglesia va a ser el ungüento de una cultura herida; si nuestro país y nuestras comunidades van a prosperar; si nuestras propias familias e hijos se van a liberar de los pecados generacionales, necesitamos aprender y practicar el perdón hacia los que a menudo nos han herido más: nuestras madres y padres.

'Perdono para mí misma'

Al instar a otros con este llamamiento, no soy una profetisa solitaria balando un mensaje extraño en el desierto. Perdonar está de moda. En los últimos 15 años, el tópico ha sido conducido fuera de la iglesia y a la corriente principal y tiempo primordial, tanto que Jeanne Safer escribió para Psychology Today, "De lo político a lo personal, los estadounidenses están involucrados en una orgía de perdón." Un número de instituciones académicas han formado proyectos e institutos, incluyendo el International Forgiveness Institute [Instituto Internacional del Perdón] en la Universidad de Wisconsin—Madison y el Stanford Forgiveness Projects [Proyectos del Perdón de Stanford]. Energizados por concesiones y esperanza de fundaciones, cientos de estudios en los campos de la medicina, salud mental y ciencias sociales afirman el extraordinario poder del perdón para bajar la presión sanguínea, reducir el estrés y la depresión, elevar el sistema inmune y aumentar los sentimiento de compasión y optimismo aún en los más traumados individuos.

Más allá del occidente, proyectos de perdón han obrado sanidad y reparación a países devastados por brutalidad étnica auspiciada por los estados, incluyendo Sierra Leona, Ruanda, Burundi y Sur África. Estos proyectos por lo menos han interrumpido ciclos de venganza, odio y genocidio.

De nuevo en los Estados Unidos, el mensaje del perdón ha tomado un tono decididamente estadounidense, llegando a secularizarse e individualizarse, particularmente en los últimos cinco años. Los nombres de los autores y artículos son demasiados para hacer aquí una lista de ellos, pero un tema emerge: El perdón es una elección, y es primordialmente para nuestro propio bien. Fred Luskin, director del Stanford Forgiveness Projects, delinea un proceso de nueve pasos para "perdonar completamente," diciendo claramente, "El perdón es para usted y no para nadie más." Algunos aconsejan el perdón como salida de empatía hacia el ofensor, pero para muchos el ímpetu es la salud personal: dejando salir la amargura hacia el ofensor, despegándose del ofensor y ganando nuevamente el bienestar y el control.

El modelo del "perdón terapéutico" ha entrado en la conversación pública como una clase de milagro de sanidad auto-administrado. Un blog de la Nueva Era tiene el siguiente título, "Yo perdono para mí mismo," tipificando el reinado del entendimiento terapéutico del perdón. El autor declara, "No estoy perdonando por el bien de la otra persona. Perdono por mi propio bien para así estar libre e ir hacia delante." Así va la mantra: "Perdone y libérese a sí mismo." Dr. Phil se une al coro, urgiendo a los lectores hacia el perdón para llegar "al cierre emocional." Para llegar allá no hacemos más de lo que es absolutamente necesario. Él dice que tenemos que encontrar nuestra "Mínima Respuesta Eficaz"—"la cosa más fácil que usted pueda hacer para resolver su dolor."

Los teólogos cristianos han tenido una parte significativa en la elaboración del mensaje del perdón terapéutico. Lewis B. Smedes, el fallecido moralista, fue uno de los primeros en lanzar el perdón como un regalo para nosotros (en el clásico Forgive and Forget [Perdone y olvide]): "Perdonar es liberar a un prisionero y descubrir que ese prisionero era usted." La cita es tan ampliamente usada que ha tomado la fuerza de la verdad del evangelio. Tales mensajes sólo han aumentado desde entonces. Joy Meyer tituló su libro de 2012 sobre el perdón Do Youself a Favor … Forgive [Hágase un favor … perdone]. Y en enero, hablando en CBS This Morning sobre su nuevo libro sobre el tema, el pastor de una mega-iglesia, T. D. Jakes, afirmó al panel que "el perdón es un regalo que usted se da a sí mismo." El libro se presenta como "el paso más importante que usted puede tomar ahora mismo hacia la sanidad personal y el avance profesional."

Es muy cierto que el testimonio cristiano más completo ha permanecido en la plaza pública—por ejemplo, en el caso del perdón del que mató a las cinco muchachas del grupo religioso amish, y del perdón ofrecido por la madre del adolescente negro Jordan Davis. Pero múltiples artículos aparecen en los medios cristianos en línea cada mes ensalzando el mismo mensaje: El perdón es una elección, y el perdón es para mi propia felicidad y paz.

Todas estas proclamaciones, de ambos lados dentro y fuero de la iglesia, demuestran que no hemos perdido el concepto del perdón como un bien moral. Pero hemos reducido el beneficio para nosotros solamente. No sorprende, que el casi unánime coro para perdonar por nuestra propia bien haya generado una minoritaria pero notable reacción violenta—como la del autor del artículo de Psychology Today ya citado, quien correctamente arguye que si el perdón es de verdad para nuestra felicidad, podríamos sentirnos más felices deteniendo el perdón.

Amar la misericordia

No deseo disminuir las aspiraciones y logros de quien busque el perdón. Pero me preocupa que abandonar su base bíblica más profundad ha reducido a cenizas su poder y meta. Tenemos que regresar al mandamiento del Nuevo Testamento a "perdonar como hemos sido perdonados." Esta raison d'etre rescata todo el proyecto del perdón de sus peores formas de superioridad y auto-absorción. Jesús usó la parábola del siervo inmisericorde para ilustrar nuestra verdadera condición y necesidad—y el alcance completo del remedio.

Conocemos la parábola: Ese hombre con deudas masivas que fue llamado ante el rey somos nosotros. Estamos sin esperanza ante el Rey santo. Estamos hombro a hombro con cada deudor, aún con los que nos deben dinero y honor y amor paternal, todos nosotros cómplices en lo que L. Gregory Jones llama "el desastre universal del quebrantamiento pecaminoso." Nuestra única esperanza es el Rey mismo, y él lo hace. Él borra nuestras deudas enteramente. Sabemos que costó borrar esas deudas: la muerte de Jesús, el único que podía pagarlas.

En la parábola, el hombre liberado de la deuda canta y sale saltando de la presencia del rey. Pero entonces coge del cuello al hombre pobre que le debe una cantidad trivial, y sabemos que no logró comprender completamente lo que es el perdón verdadero. Falló en reconocer, en ese hombre miserable, un compañero deudor. En vez de eso, se ve a sí mismo en el papel de señor. Y falla en ese papel también.

Él no capta este hecho esencial. El perdón no es para su libertad y felicidad personal únicamente. Es para dar libertad y restauración a todos, especialmente a los que le deben. Es para traer la misericordia de Dios a nosotros los frágiles humanos, esperando la redención de un mundo quebrantado. Esta respuesta correcta al perdón de Dios es tan serio y esencial para la vida cristiana que Jesús advierte a los discípulos después de enseñarles el Padrenuestro. "Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero si no perdonan a otros sus ofensas, tampoco su Padre les perdonará a ustedes las suyas" (Mateo 6:14-15). Dios no condiciona su perdón en nuestra libertad de las deudas de otros—su salvación no depende en alguna acción de nuestra parte. Sin embargo, queda claro que Dios demanda que las personas que han sido perdonadas sean personas perdonadoras.

Desde luego que creyendo todo esto no hizo el perdón de mi padre simple o inmediato. Después de esa llamada telefónica con mi hermana, hice varios viajes a la Florida en el siguiente año y medio. Y primero fui con las palabras de Miqueas en mis oídos, "Te ha sido declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: Solamente hacer justicia, y amar la misericordia, y caminar humildemente ante tu Dios" (6:8). Fui a ver a mi padre deseando amar la misericordia, pero mi padre y yo chocamos. Él proclamaba su ateísmo. Yo era defensiva. Recordé todas la razones por las que mi padre nunca me cayó bien. En cada gentileza que le extendía, yo murmuraba que él nunca había hecho lo mismo conmigo.

Pero empecé a verlo más completamente. Vi su entusiasmo cuando yo aparecía cada mañana a visitarlo. Me llamó en mi cumpleaños. Después de su derrame, cuando despertó y me miró parada junto a él, empezó a llorar. Coloqué mi mano en su hombro, la primera vez que lo tocaba con compasión, y lloramos juntos en silencio—tanto por su larga y triste vida como por todo lo que nos dividió. Finalmente reconocí en su enfermedad mental la raíz de su inhabilidad para amar a otros. Me di cuenta que yo no era la única que había sido atacada, robada y abandonada sangrante en el camino: Así también estaba él. Con cada reconocimiento, mi corazón se quebrantaba y se sanaba. Entre visitas, yo llamaba y enviaba cartas, obsequios y libros. Estaba amando a mi padre. Estaba amando la misericordia. Estaba dejando de lado su egoísmo y crímenes, dejándolos en las manos de Dios.

Familia reconstituida

Pero las cosas no terminaron como yo esperaba. Mi padre nunca mencionó su interés o su amor por mi. Nunca reconoció sus errores. Mi extensión de misericordia no lo llevó a implorar la misericordia de Dios. Cuando su corazón quedó tan debilitado que él cayó en coma, mi hermana le puso el teléfono en su oído y le mencioné palabras de amor y perdón, pero fue incapaz de responder. Cuando falleció, dos años después de mi regreso a su vida, lloré por días.

Algunos pueden interpretar estos eventos como prueba que el perdón cristiano—la clase de perdón fundamentado en el perdón de Dios para con nosotros—no obra en el mundo real. Yo liberé a mi padre de su deuda que tenía conmigo, pero eso no parece haberlo cambiado a él. Entonces hice un error crucial: Volví a entrar en la relación. Lo amé y le serví. Al final, fui herida mucho más que si hubiese simplemente encontrado mi "respuesta mínima eficaz" y luego hubiera seguido con mi vida.

Pero ese evento final no es el fin real de la historia. Yo ubico el final en un evento anterior, cuando mis cuatro hermanos y yo nos reunimos en el pequeño cuarto de mi padre. Nos acomodamos donde pudimos, todos juntos dirigiéndonos a él. Él vestía una camisa marrón con franjas verdes y pantalones cortos de color kaki que mi hermana y yo le habíamos traído.

Miré alrededor del cuarto en ese día y parpadeé con admiración. Habían pasado 16 años desde que habíamos estado todos juntos. Ahora nuestra familia estaba reconstruida alrededor del que nos había separado antes por tantos años. Pensé en las historia del Antiguo Testamento de José, de la escena en el comedor junto con sus hermanos, la reconstrucción de su propia familia. ¡Qué tan improbable, aún imposible, era eso! Los diez hermanos, sentados bajo él, los que 16 años atrás habían terminado la vida de José como él la conocía. Pero su intento de maltratarlo no había destruido totalmente la vida de José, y tampoco él permitió que destruyera la vida de ellos.

Así fue con nosotros. Nuestro padre nos había herido a cada uno de nosotros de maneras significativas, pero nosotros habíamos decidido la misma cosa: No le pagaremos con lo que él nos ha dado. Estábamos allí para bendecirlo. Estábamos allí para honrarlo. No estábamos allí para silenciar el pasado sino para reclamarlo. Estábamos allí para convertirnos en personas perdonadoras, personas que podían también perdonarse la una a la otra.

Mi padre estaba confundido por nuestra presencia, pero lo vi llorando con emoción una tarde. En otra ocasión reconoció con palabras tartamudas que él no era digno de nuestra atención. Pero no estábamos allí para medir dignidad, estábamos allí para amar. Cuando murió meses más tarde, no murió solo. Dos de sus hijos estaban a su lado.

Podemos iniciar el viaje del perdón para aliviar nuestras propias cargas. Pero a lo largo del camino descubrimos la oportunidad para vivir la totalidad del evangelio.

Los ministros del perdón terapéutico tienen un papel que desempeñar, pero su mensaje es deficiente de maneras significativas. Han hecho el perdón demasiado emocional, demasiado privado y muy pequeño. Pero están en lo correcto en cuanto a su poder y libertad. El perdón bíblico nos libera para llevar la misericordia que recibimos de Dios al mundo y a otros. El perdón simplifica: entre más perdonadores seamos es menor la ofensa que recibimos de otros. El perdón libera: capacita para que las familias sanen e impide perpetuar los pecados generacionales.

Podemos iniciar el viaje del perdón para aliviar nuestras propias cargas. Pero a lo largo del camino descubrimos la oportunidad para vivir la totalidad del evangelio: amando a los no amados, perdonando setenta veces siete. Al hacerlo, reflejamos el reino de Dios entre nosotros.

Yo fácilmente hubiera perdido esta oportunidad de tomar el camino correcto. Hubiera podido fácilmente escuchar esas voces en vez de escuchar al hombre que clavado en la cruz oró por los que lo traicionaban, "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." En el momento de la mayor maldad de quienes lo ejecutaban (y por lo tanto en su mayor necesidad), Jesús ofreció perdón. Somos llamados a hacer lo mismo. No enmendaremos la entera familia humana, ni perdonaremos jamás tan perfecta y completamente como Jesús. Somos llamados a tratarlo, en obediencia y amor por el Padre quien nos perdonó.

Empecemos con nuestras propias familias, trayendo a nuestros arruinados hogares el bálsamo de la ilimitada misericordia de Cristo. De allí, ¿quién sabe a dónde nos guiará el perdón?

Leslie Leyland Fields es una editora contribuyente y autora más recientemente de Forgiving Our Fathers and Mothers: Finding Freedom from Hurt and Hate [Perdonando a nuestros padres y madres: Encontrando la libertad del dolor y del odio] (Thomas Nelson), del cual se ha adaptado este artículo. Ella vive en Alaska, donde trabaja en la pesca de salmón comercial con su familia.

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