Las bancas vacías en las iglesias representan una crisis de salud pública en Estados Unidos

Los estadounidenses están abandonando la iglesia. Nuestras mentes y cuerpos pagarán el precio.

Christianity Today October 31, 2021
Illustration by Ryan Johnson

El reverendo William Glass es un sacerdote y teólogo anglicano, habla cinco idiomas con fluidez y posee un currículum impresionante en mercadotecnia. Sin embargo, su historia no es una de privilegios. Para Glass, la iglesia le salvó la vida.

Glass creció en una situación desesperada en un barrio muy pobre de Florida. Su familia iba a la iglesia quizás una vez al año, pero su trasfondo religioso era, en sus propias palabras, «alcohólico sureño». Su padre estaba ausente la mayor parte del tiempo, y cuando no, era abusivo. Cuando Glass era pequeño no tenía amigos cercanos, y cuando asistía a la escuela, era un tormento. Durante la pubertad comenzó a aliviar su estrés con drogas y alcohol.

Un día Glass fue de visita a una reunión de jóvenes presbiterianos para «impresionar a una chica». No cambió todo de la noche a la mañana: siguió teniendo una vida difícil, incluido una breve temporada en la que no tenía donde vivir. Pero Glass también tenía amigos en varias iglesias que lo cuidaron durante sus tiempos de crisis, lo ayudaron a mantenerse conectado y le mostraron otra forma de vivir.

Desde la perspectiva de Glass, la iglesia le ofreció «capital social y relacional», que escaseaba en las comunidades fragmentadas a las que pertenecía. «Los lazos que formé en la iglesia», dice, «para mí significaron que, cuando las cosas empeoraban, había algo más que hacer además de la próxima mala situación».

El caso de Glass puede ser dramático, pero ilustra un patrón documentado en nuestra sociedad: las personas mejoran su vida social y personal, y a veces incluso literalmente salvan sus vidas, cuando van a la iglesia con frecuencia.

En el 2019, Gallup informó [todos los enlaces de este artículo redirigen a contenido en inglés] que solo el 36 por ciento de los estadounidenses ven la religión organizada con «mucha confianza», en comparación con el 68 por ciento reportado en 1975. Los autores del estudio especulan que esta tendencia ha sido causada, en parte, por las fallas morales y los crímenes altamente publicitados de diversas instituciones y líderes religiosos.

Esta disminución de la confianza en las iglesias ha estado acompañada de importantes bajas, tanto en las cifras de membresía, como en las de la asistencia a la iglesia. El grupo Barna descubrió que hace 10 años, en el 2011, el 43 por ciento de los estadounidenses dijeron que iban a la iglesia todas las semanas. Para febrero del 2020, eso había caído 14 puntos porcentuales al 29 por ciento.

Sin embargo, cuando los estadounidenses describen las razones por las que rara vez o nunca asisten a la iglesia, los escándalos no aparecen entre las principales causas. En cambio, las personas que se consideran cristianos tienen más probabilidades de decir que practican su fe de otras formas (44 por ciento) o que hay algo que no les gusta en los servicios grupales (38 por ciento).

Ya sea que haya indignación o no, la experiencia más común de los cristianos que no van a la iglesia parece ser menos una elección deliberada y más una sustitución de hábitos. Dicho de otra manera, una gran parte de los cristianos están optando por hacerlo solos, trasladando su fe a lugares tan privados que ni siquiera la iglesia puede ingresar.

Obviamente, esta tendencia reduce la asistencia y la membresía en las iglesias. Pero menos obvio hasta hace poco es el hecho de que también está perjudicando el bienestar de quienes han dejado de asistir. Un considerable grupo de investigaciones desarrolladas durante las últimas dos décadas sugiere que la historia de Glass es un poderoso ejemplo de una realidad más amplia: la participación religiosa promueve fuertemente la salud y el bienestar.

Esto significa que el creciente descontento de los estadounidenses con la religión organizada no es solo una mala noticia para las iglesias: también representa una crisis de salud pública, una que se ha ignorado en gran medida, pero cuyos efectos probablemente aumentarán en los próximos años.

Por supuesto, el objetivo del evangelio no es bajar la presión arterial, sino conocer y amar a Dios de la misma forma en que Él nos conoce y nos ama. Tenemos que distinguir entre el florecimiento imperfecto que es posible en esta vida, y la felicidad y alegría perfectas que se completarán en la vida venidera.

Es difícil encontrar grandes conjuntos de datos para estudiar la vida en el cielo, pero sí podemos estudiar la versión imperfecta de la felicidad que tenemos aquí en la tierra: los aspectos de la salud, el bienestar y la integridad que pertenecen a esta vida, y las formas en que las comunidades religiosas contribuyen a ellos. Y estos también son valiosos para Dios.

Entonces, ¿cuáles son los beneficios para la salud pública de asistir a la iglesia? Considere cómo parece afectar a los profesionales de la salud. Algunas de mis investigaciones (Tyler) examinaron sus comportamientos a lo largo de más de una década y media utilizando datos del Estudio de salud de las enfermeras, que estudió y dio seguimiento a más de 70 000 participantes.

Los trabajadores de servicios médicos que dijeron que asistían a servicios religiosos con frecuencia (dada la composición religiosa de Estados Unidos, estos eran principalmente en iglesias cristianas de una u otra denominación) tenían un 29 por ciento menos probabilidades de caer en depresión, alrededor de un 50 por ciento menos probabilidades de divorciarse y cinco veces menos probabilidades de suicidarse que los que nunca asistieron.

Y, quizás el hallazgo más sorprendente de todos, los profesionales de la salud que asistían a los servicios religiosos semanalmente tenían un 33 por ciento menos probabilidades de morir durante un período de seguimiento de 16 años que las personas que nunca asistieron. Estos efectos son de una magnitud lo suficientemente grande como para marcar una diferencia práctica y no solo una diferencia estadística.

Una crianza religiosa también afecta profundamente la salud y el bienestar de por vida. Descubrimos que la asistencia regular a los servicios religiosos ayuda a proteger a los niños de los «tres grandes» peligros de la adolescencia: la depresión, el abuso de sustancias y la actividad sexual prematura. Las personas que asistieron a la iglesia cuando eran niños también tienen más probabilidades de crecer felices, de perdonar, de tener un sentido de misión y propósito, y de ofrecer servicios voluntarios.

Uno de mis estudios más recientes (Tyler) sobre profesionales de la salud indica que los asistentes a servicios religiosos tuvieron muchas menos «muertes por desesperanza» (muertes por suicidio, sobredosis de drogas o alcohol) que las personas que nunca asistieron a dichos servicios, lo que redujo esas muertes 68 por ciento para las mujeres y 33 por ciento para los hombres en el estudio.

Nuestros hallazgos no son únicos. Varios estudios de investigación bien diseñados y de gran alcance han encontrado que la asistencia a los servicios religiosos está asociada con una mayor longevidad, menos depresión, menos suicidios, menos tabaquismo, menos abuso de sustancias, índices más altos de supervivencia al cáncer y enfermedades cardiovasculares, menos divorcios, mayor apoyo social, mayor significado en la vida, mayor satisfacción con la vida, más voluntariado y mayor compromiso cívico.

Los hallazgos son extensos y crecientes. Importantes estudios recientes han sido dirigidos por médicos y científicos sociales como Harold Koenig, Byron Johnson, Ellen Idler, David Williams, Robert Putnam, David Campbell y W. Bradford Wilcox, junto con nuestro equipo de investigadores del Programa de Florecimiento Humano de la Universidad de Harvard.

Si bien algunos de los primeros estudios sobre este tema fueron metodológicamente débiles, el estudio y la investigación se han vuelto cada vez más fuertes, y muchos de estos hallazgos ahora se consideran sólidamente establecidos. La asistencia a los servicios religiosos mejora enormemente la salud y el bienestar.

Todas las religiones son complejas y consisten en creencias doctrinales, devociones personales y varios tipos de observancia comunitaria. ¿Los aspectos particulares de la práctica religiosa afectan estos resultados de salud con más fuerza que otros?

Nuestra investigación sugiere que la asistencia a los servicios religiosos específicamente, más que las prácticas privadas e individuales, o la religiosidad o espiritualidad autoevaluada, predice con mayor fuerza la salud. La identidad religiosa y la espiritualidad privada pueden, por supuesto, seguir siendo muy importantes y significativas dentro del contexto de la vida religiosa, pero sus efectos sobre la salud y el bienestar no parecen ser tan fuertes como los de las reuniones regulares con otros creyentes.

La observancia religiosa parece disminuir la depresión y aumentar la satisfacción con la vida, particularmente al ampliar las redes de apoyo social de los participantes, así como al promover el optimismo, la esperanza y un sentido de significado en la vida.

Solo alrededor de una cuarta parte del efecto sobre el índice de esperanza de vida por parte de la asistencia a los servicios religiosos parece provenir directamente de un mayor apoyo social; parte del efecto parece depender de la forma en que la observancia religiosa disminuye la depresión y el tabaquismo, mientras que aumenta el optimismo, la esperanza y el sentido de propósito.

La razón de que los suicidios entre los asistentes a los servicios religiosos se reduzca a solo una quinta parte no está completamente clara, pero puede tener que ver con una combinación de varios factores protectores, incluyendo las enseñanzas de las iglesias sobre el suicidio, así como el apoyo social que se encuentra en la comunidad, y el menor riesgo de depresión y alcoholismo.

Una combinación similar de apoyo y enseñanzas que desalientan el divorcio y la infidelidad conyugal, y que fomentan el amor y el servicio mutuo, probablemente también ayuden a explicar las tasas de divorcio más bajas entre quienes asisten a servicios religiosos. Sin embargo, esos resultados positivos para el matrimonio probablemente también dependan de los muchos programas dentro de las comunidades religiosas que apoyan a las familias y los matrimonios, así como de mayores niveles de satisfacción con la vida y menor depresión en los practicantes religiosos dentro de la vida matrimonial.

Otro vínculo importante entre el culto religioso y la salud y el bienestar puede ser el perdón. Muchas religiones conectan el perdón de los pecados humanos por parte de Dios con nuestro perdón mutuo. Los judíos religiosos buscan el perdón de Dios en el Día de la Expiación (Yom Kippur), pero solo después de haber buscado el perdón de los demás el día anterior (Erev Yom Kippur). Para los cristianos, perdonar es una parte innegociable de practicar su fe. Muchos cristianos oran a Dios diariamente: «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mateo 6:12, NVI), pero incluso sin esta oración, la enseñanza bíblica es que los cristianos deben perdonar (Mateo 6:15).

Los experimentos para ayudar a las personas a ser más indulgentes (así como una revisión de la literatura que clasificó los hallazgos de muchos estudios) indican que el perdón está relacionado con menos depresión y una mayor esperanza. El perdón parece lograr estos efectos al promover un mayor control sobre las emociones de uno y al ofrecer una alternativa para reprimir el enojo, o para evitar pensar en aquello que lo provocó una y otra vez sin cesar.

En resumen, hay varias formas en las que la asistencia a los servicios religiosos puede influir positivamente en el bienestar físico y mental de una persona, incluida la provisión de una red de apoyo social, la oferta de una guía moral clara y la creación de relaciones de rendición de cuentas que refuercen el comportamiento positivo.

Si estuviera tratando de mapear los factores que afectan el bienestar de los feligreses, se vería más como una red que como un diagrama de flujo. Las vías causales en cada uno de estos casos son numerosas, se superponen y probablemente se refuerzan mutuamente. En las iglesias, cada factor que causa bienestar se ve reforzado por la combinación con otros factores.

Como era de esperar, cada una de estas causas (apoyo social, guía moral y responsabilidad) se señala como un papel de la iglesia en el Nuevo Testamento.

Por ejemplo, en el Evangelio de Mateo, Jesús prescribe un sistema de responsabilidad creciente para sus seguidores, el tipo de estrategia que puede ayudar a las personas a vivir bien entre sí (18:15-16). Los cristianos como comunidad están llamados a ayudarse unos a otros a arrepentirse, cambiar y reconciliarse.

La carta a los Hebreos destaca la importancia de la enseñanza de la iglesia, particularmente cuando se vive con otros: «Consideremos cómo estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras, no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos unos a otros, y mucho más al ver que el día se acerca» (10:24–25, NBLA).

Esta dieta regular de aliento y exhortación podría explicar algunos de los efectos de la asistencia a los servicios religiosos en el apoyo social, menor número de divorcios, un mayor significado y propósito en la vida, una mayor satisfacción con la vida, más donaciones caritativas, más voluntariado y un mayor compromiso cívico.

Sin embargo, muchos cristianos experimentan la asistencia a la iglesia no como una participación en un club de rotarios particularmente atractivo, sino como un encuentro con Dios hecho carne. Tanto en la Biblia como en la iglesia, vemos el poder de Dios junto con las fuerzas que podemos estudiar.

La metáfora del apóstol Pablo de la iglesia como un cuerpo también puede ayudarnos a comprender parte del poder de la vida religiosa comunitaria. En su primera carta a los Corintios, Pablo escribe: «De hecho, aunque el cuerpo es uno solo, tiene muchos miembros, y todos los miembros, no obstante ser muchos, forman un solo cuerpo. Así sucede con Cristo…. El ojo no puede decirle a la mano: “No te necesito”. Ni puede la cabeza decirles a los pies: “No los necesito” …Ahora bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro de ese cuerpo» (1 Corintios 12:12, 21 y 27, NVI).

A través de sus diversos dones y la ayuda que se brindan entre sí, los miembros de las iglesias reciben apoyo en la fe religiosa y el crecimiento espiritual, pero también en asuntos más mundanos, desde la atención durante la enfermedad hasta la ayuda para encontrar trabajo después de un despido.

Sin embargo, el uso que hace Pablo de las imágenes corporales no es meramente una metáfora, sino una afirmación sobre la intensidad y la realidad de la presencia de Cristo en y a través de la iglesia. En el Libro de los Hechos, las experiencias de la iglesia incluso parecen contar como propias de Cristo: cuando Jesús confronta al todavía incrédulo Saulo en el camino a Damasco acerca de sus ataques a la iglesia, él pregunta: «¿Por qué me persigues?» (Hechos 9:4).

El pensamiento de la iglesia como el cuerpo de Cristo coloca un «pabellón sagrado» (para tomar prestada una expresión del sociólogo Peter Berger) sobre todos los aspectos de la vida comunitaria cristiana. En este contexto, los mandatos morales no son solo buenos consejos, sino que resuenan con el fuego y el trueno del Sinaí, mientras que el servicio a los pobres y presos no es simplemente una buena acción, sino un ministerio que Cristo acepta como si se hiciera por Él (Mateo 25:37-40). No es de extrañar que la participación en una comunidad así tenga efectos transformadores en muchos aspectos de la vida.

No hace falta decir que las personas no suelen volverse religiosas para añadir años a sus vidas. No son las tablas actuariales las que generan conversiones: es el testimonio de los santos, incluidos los ordinarios; la belleza de una cantata de Bach o un himno de Wesley, o incluso un éxito de radio; y experiencias diarias de amor, bondad y perdón (sin mencionar la obra del Espíritu Santo).

No obstante, está claro que la religión tiene importantes implicaciones para la salud pública.

Como demuestra la historia de William Glass, las comunidades religiosas proporcionan una sólida red de seguridad social que otras instituciones no pueden reemplazar fácilmente. Esto tiene implicaciones importantes, no solo para las propias comunidades religiosas, sino también para el asesoramiento y la atención médica, para las políticas públicas y para las personas y las familias.

En primer lugar, todos los creyentes deben alegrarse de saber que la asistencia a los servicios religiosos, en particular, afecta fuertemente la salud y el bienestar, y es natural que quieran difundir el mensaje.

Pero no se debe dejar solo a los feligreses y ministros la responsabilidad de promover la asistencia a estos servicios. Por ejemplo, podríamos preguntarnos si los médicos les deberían preguntar a sus pacientes creyentes sobre la asistencia a servicios religiosos comunitarios cuando preguntan sobre otros comportamientos.

Los resultados de la investigación sobre religión y salud no implican que los médicos deban «prescribir» universalmente la asistencia a los servicios religiosos. Comprensiblemente, los agnósticos serían reacios a recitar el Credo de los Apóstoles, incluso si pensaran que podría ayudarlos a contrarrestar la depresión. También se debe tener la debida precaución con aquellos con experiencias negativas previas, o que incluso han experimentado abuso en comunidades religiosas, pero algunas breves preguntas sobre la historia espiritual pueden ayudar a guiar a los profesionales.

Para la mayoría de los cristianos cuya fe les dice que se reúnan con otros, escuchar a un médico preguntar si han estado asistiendo a los servicios puede animarlos de una manera que su pastor o un miembro de la familia no pueden.

Más allá del nivel personal, nuestras políticas públicas también deben asegurar que las instituciones que brindan tales beneficios puedan seguir haciéndolo.

Ahorrar dinero al gobierno no es la razón principal por la que las instituciones pueden obtener exenciones fiscales. Aun así, vale la pena tomar en cuenta el considerable impulso de salud y bienestar que nuestra nación recibe de los servicios de la iglesia cada vez que reevaluamos el estado de exención de impuestos de las iglesias.

La participación religiosa no es simplemente una cuestión de libertades civiles, sino también un importante problema de salud pública. Como tal, debería ocupar un lugar más destacado en las discusiones de política pública sobre el suicidio y otras tendencias sociales preocupantes, como el aumento de la depresión entre los adolescentes o la disminución en las tasas de matrimonio.

Cuando los estadounidenses intentamos resolver los problemas sociales, todos, (no solo los cristianos), debemos recordar el papel que desempeña la religión en la vida de las personas. Por ejemplo, con la preocupación por el aumento de las tasas de suicidio en los Estados Unidos, muchos investigadores y comentaristas se han centrado en factores importantes como la prescripción excesiva de opioides o la disminución de los trabajos de manufactura.

Nuestra propia investigación indica que la disminución de la asistencia a los servicios religiosos es causante aproximadamente del 40 por ciento del aumento de las tasas de suicidio en los últimos 15 años. Si se hubiera podido evitar la disminución de la asistencia a dichos servicios, ¿cuántas vidas se podrían haber salvado?

Los beneficios para la salud pública de la participación religiosa subrayan la importancia de promover y proteger las instituciones y la libertad religiosas. También sugieren la necesidad de cambios significativos en la forma en que se retratan las contribuciones de las instituciones religiosas en los medios de comunicación, la academia y demás.

Por supuesto, mucho ha cambiado a causa de la pandemia de COVID-19. Muchas comunidades religiosas han tenido que cambiar la forma de reunirse en persona durante un tiempo para evitar la propagación de la infección. Muchos han encontrado formas de compensar, al menos parcialmente, esta pérdida, pasando a servicios virtuales y transmisiones por Internet, estableciendo grupos de discusión en línea o estudios bíblicos, o alentando una mayor devoción, oración y ritual personal y familiar. Algunos incluso han establecido la oración y la confesión en un sistema drive- thru.

Cada uno de estos es ciertamente mejor que ninguna participación religiosa. Sin embargo, es probable que ninguno sea un reemplazo perfecto para las reuniones en persona y la convivencia en comunidad.

Una encuesta reciente del grupo Barna. Encontró que alrededor de un tercio de los «cristianos practicantes» dejaron de unirse a la adoración colectiva durante la pandemia, y este grupo informó niveles más altos de ansiedad y depresión que aquellos que todavía adoraban de alguna manera.

Cuando haya pasado la pandemia actual, será importante restablecer las reuniones y los servicios cara a cara, en lugar de depender por completo de alternativas remotas. Además, necesitamos una perspectiva sobre los costos reales para la salud pública de las medidas para mitigar la pandemia. Existe un costo real para las disminuciones temporales en la asistencia al servicio, lo que podría conducir a cambios permanentes en los hábitos de adoración.

Aquí existe un peligro que los líderes religiosos deben considerar. Un gran número de iglesias en todo el mundo proclaman un «evangelio de la prosperidad», diciendo que Jesús les dará a sus seguidores salud y riqueza si solo tienen suficiente fe, y si hacen suficientes «inversiones» a través de donaciones, para reclamar dichas bendiciones.

No hay razón para pensar que Dios actuará de esta manera, ni en la Biblia, ni en los hallazgos de nuestra investigación. Por un lado, muchos de los resultados positivos promovidos que son verdaderamente promovidos por la observancia religiosa no son caminos fáciles hacia la prosperidad, sino formas de cultivar un espíritu de esperanza, perdón y disciplina frente a los muchos desafíos de la vida. La conversión de Glass le dio nuevos recursos para hacer frente a sus pruebas y problemas, pero no le dio el boleto ganador de la lotería.

Además, no está claro hasta qué punto unirse a una comunidad religiosa realmente mejora la salud y el bienestar de las personas que se unen con el único objetivo de promover su salud y bienestar, pero hay razones para sospechar que los beneficios no serán tan sorprendentes.

Considere una analogía: el matrimonio beneficia a los cónyuges de muchas maneras, pero lo hace con más fuerza cuando los cónyuges se aman y disfrutan el uno al otro por su propio bien. Lo mismo ocurre, quizás, con la religión: como C. S. Lewis sabiamente observó: «Apunta al cielo y tendrás la tierra por añadidura; apunta a la tierra y no tendrás ninguna de las dos cosas».

Finalmente, esta investigación tiene implicaciones a un nivel más individual. Para aproximadamente la mitad de todos los estadounidenses que creen en Dios, pero que no asisten regularmente a servicios religiosos, la relación aquí presentada entre la asistencia a dichos servicios y la salud puede constituir una invitación a que vuelvan a la vida religiosa comunitaria.

Algo sobre la experiencia religiosa comunitaria parece ser importante. Allí ocurre algo poderoso, algo que mejora la salud y el bienestar; y es algo muy diferente a lo que viene de la espiritualidad solitaria.

Esta investigación debería desafiar al creciente número de estadounidenses que se identifican a sí mismos como «espirituales, pero no religiosos», o que albergan dudas sobre la religión organizada, a considerar si sus propios viajes espirituales podrían emprenderse mejor en una comunidad de personas con ideas afines y bajo la disciplina de una tradición ensayada de creencias y prácticas.

Nuestra investigación sugiere que aquellos que descuidan reunirse (Hebreos 10:25) probablemente pierdan algo de una experiencia religiosa que es poderosa, tanto para la salud como para muchas otras cosas. Los datos son claros: ir a la iglesia sigue siendo fundamental para el verdadero florecimiento humano.

Tyler J. VanderWeele ocupa la cátedra John L. Loeb y Frances Lehman Loeb en Epidemiología en la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de la Universidad de Harvard y director del Programa para el Florecimiento Humano de la Universidad de Harvard.

Brendan Case es el director asociado de investigación del Programa para el Florecimiento Humano de la Universidad de Harvard y autor de The Accountable Animal: Justice, Justification, and Judgment (T&T Clark).

Traducción por Sergio Salazar

Edición en español por Livia Giselle Seidel

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Theology

Nuestra teología de la oración es más importante que nuestros sentimientos

Durante años he orado como si mi relación con Dios dependiera de ello. Ahora veo la oración de manera diferente.

Christianity Today October 30, 2021
Illustration by Cassandra Roberts

Durante una etapa de mi vida cristiana, me conocían como la persona a la que se podía acudir en busca de apoyo en oración. Si alguien me compartía una petición de oración, esa persona podía estar segura de que la añadiría a mi lista y oraría por esa persona o petición cada mañana en mi tiempo devocional. Durante años, no pasaba un día sin que dedicara intencionadamente un tiempo a la oración. Si me preguntaban qué hacía cuando estaba cansada o desanimada, mi respuesta habría sido —con toda honestidad— que no encontraba nada más refrescante o alentador que ponerme de rodillas y orar.

Si alguien tenía curiosidad acerca de los diferentes tipos de oración, le habría contado cómo aprendí a orar a través del acrónimo ACTS (adorar, confesar, traer acción de gracias y suplicar) y cómo luego descubrí que también se puede orar llevando un diario de oración, e incluso cantando. Habría compartido lo que aprendí de Richard Foster y Dallas Willard, de la práctica del silencio y la quietud en la oración, y de cómo integrar la oración a cada parte de mi vida como enseñó el Hermano Lawrence. Habría compartido también lo que aprendí del uso de las profundas y significativas oraciones de Pablo (que fueron recopiladas en un pequeño folleto por Elisabeth Elliot) y, finalmente, de meditar en las elocuentes palabras del Libro de Oración Común.

Me encantaba leer sobre la oración, hablar sobre la oración, intentar diferentes tipos de oración y animar a otros en sus vidas de oración. Sobre todo, me encantaba la dulce intimidad de la oración en sí misma. También leía y estudiaba la Biblia todos los días, pero la oración era el centro de mi relación con Dios.

Pero un día, sin aviso, razón o explicación, esa sensación de dulce intimidad desapareció, la vida de oración que había cultivado durante años pareció desvanecerse: mi propia relación con Dios parecía amenazada.

¿Una temporada de sequía?

Seguía cumpliendo las mismas prácticas y disciplinas de siempre, pero no parecían estar dando resultado. Seguía apartando tiempo para orar cada día, pero mi experiencia era notablemente diferente. Había días en los que no podía encontrar palabras para presentar, y otros días no podía mantener la concentración. Después me preguntaba si en realidad había estado orando o si había estado soñando, si mis preocupaciones habían subyugado mi tiempo de oración, si me había quedado dormida, o si había hecho un poco de ambos.

Lo que más me preocupaba era que no podía sentir la presencia de Dios en esos momentos. Aunque me habían enseñado que mi fe no dependía de mis emociones, me había acostumbrado a tener una sensación de conexión espiritual con Dios en la oración que no experimentaba en ningún otro momento. Cuando esa intimidad desapareció, quedé tambaleando.

¿Era esto a lo que se refería C.S. Lewis en Cartas del diablo a su sobrino cuando escribió que Dios «… tarde o temprano… [se] retira, si no de hecho, al menos de nuestra experiencia consciente»? ¿Estaba entrando por fin en este «periodo bajo», como lo llamaba Lewis? ¿Tenía razón Lewis en que «las oraciones ofrecidas en el estado de sequedad son las que más le agradan a Dios»? ¿O era esta la noche oscura del alma que describía Juan de la Cruz? ¿Podrían los años de lucha con la oración de Teresa de Ávila, y su marco del viaje del alma a través de diferentes etapas en la ascensión a Dios, ayudarme a entender lo que estaba experimentando?

A pesar de toda la sabiduría que ofrecen los recursos clásicos y contemporáneos sobre la oración, lo que Dios me enseñó en última instancia fue que mis luchas con la oración surgieron no porque estuviera en un estado de sequedad o en una nueva etapa de oración, sino porque —irónicamente, ahora puedo verlo— había hecho de la oración algo demasiado importante.

Un nuevo marco para la oración

No necesitaba otro método de oración ni leer otro libro acerca del tema: lo que necesitaba era una teología fiel acerca de la oración, puesto que la que había sustentado mi vida de oración durante años, tal y como resultó, estaba distorsionada.

Antes mencioné que «la oración era el centro de mi relación con Dios». Ahora veo todo tipo de luces de advertencia en esta afirmación. Había orado como si mi relación con Dios dependiera de ello, cuando en realidad mi relación con Dios no depende de una práctica espiritual, sino de su gracia y misericordia reveladas en Jesucristo por el poder del Espíritu Santo. En lugar de recibir la oración como un medio de gracia que Dios podía utilizar para fortalecer mi relación con Él, había entendido la oración como el ancla de esa relación, y había puesto todo mi peso y confianza en esta. Entonces, cuando mi vida de oración parecía haber desaparecido, me sentí como un bote desatado y a la deriva.

Aunque ciertamente creía que era salva por gracia y no por obras, también pensaba que mi relación diaria con Dios dependía fundamentalmente de mis momentos de oración, lo cual terminó haciendo que mis oraciones se parecieran mucho a las «obras». Reflexionando sobre mis conversaciones con otros creyentes y estudiantes a lo largo de los años, parece que muchos de nosotros vemos la oración como algo que tenemos que hacer, lo que nos lleva a sentirnos culpables o avergonzados porque no oramos lo suficiente, o nos hace creer que estamos alejados de Dios porque no hemos orado. Sin embargo, la Biblia muestra una imagen diferente de la oración.

«La segunda palabra»

Cuando oramos estamos respondiendo con gratitud al Dios que ya nos ha alcanzado en Cristo. Oramos el «Padre nuestro», como nos enseñó Jesús, porque ya formamos parte de la familia del pacto de Dios. Hemos sido adoptados por Dios a través de Cristo y del Espíritu. La oración es una práctica familiar, no algo que hacemos para encontrar nuestro camino o para mantener nuestro lugar en la familia, sino algo que hacemos porque ya somos parte de la familia. La oración siempre es, por naturaleza, una respuesta: en la oración estamos respondiendo al Dios que nos creó, nos redimió y nos hizo parte de su familia.

Eugene Peterson describe la oración como un «discurso de respuesta», escribe en Working the Angles [Trabajando los ángulos] : «La oración nunca es la primera palabra, siempre es la segunda. Dios tiene la primera palabra. La oración es un discurso que se da en respuesta: no es principalmente un “discurso” sino una “respuesta”. Entender plenamente esta naturaleza secundaria es esencial para la práctica de la oración». Lo que es cierto de toda nuestra relación con Dios —que depende de la acción previa de Dios— es también cierto de la oración. El Dios que dio origen a la creación, el Señor que llamó a Abram a hacer un pacto con él, el Verbo que se hizo carne para que pudiéramos ser hechos hijos de Dios, es el mismo Dios a quien respondemos en la oración.

En nuestros tiempos de oración no entramos como los iniciadores, con todo el peso sobre nuestros hombros, sino que entramos como los que responden a un Dios que nos ha dado en su gracia todo lo que necesitamos para estar en relación con Él. Esto no es simplemente una verdad en tiempo pasado —que gracias a la obra salvífica de Cristo en la cruz podemos tener una relación con Dios—, sino que también incluye la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas en el presente. El Espíritu Santo, por el que clamamos «Abba, Padre» (Gálatas 4:6), nos fue dado como nuestro Consejero permanente para estar con nosotros para siempre (Juan 14:16). Dios nos dio el Espíritu Santo para unirnos a Dios en Cristo y guiarnos a medida que vivimos cada día como hijos de Dios. A la luz de esto, Agustín a menudo llamaba al Espíritu Santo simplemente «el Don».

Orando con el Espíritu

Esto tiene implicaciones reales para nuestra vida de oración. Peterson escribió en Christ Plays in Ten Thousand Places [publicado en español como Cristo actúa en diez mil lugares],

Si el Espíritu Santo —la forma que Dios eligió para estar con nosotros, obrar a través de nosotros y hablarnos— es el modo en que se mantiene la continuidad entre la vida de Jesús y la vida de la comunidad de Jesús, la oración es el modo principal en que dicha comunidad recibe y participa activamente en esa presencia, obra y habla. La oración es el medio por medio del cual estamos atentamente presentes delante de Dios, quien está presente en nuestras vidas en el Espíritu Santo.

Esto nos libera de pensar que la oración tiene que ver con nuestra postura o nuestras «palabras correctas». La oración consiste en estar atentos al Dios que ya está presente con nosotros, al Dios que ya está actuando en nosotros, en nuestras comunidades y en el mundo, y al Dios que quiere que participemos en su obra en curso.

Cuando oramos dependemos del Espíritu, sea que lo reconozcamos o no. Porque «no sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe cuál es la intención del Espíritu, porque el Espíritu intercede por los creyentes conforme a la voluntad de Dios» (Romanos 8:26-27). Pablo no está diciendo simplemente: «Cuando no encuentres las palabras, el Espíritu te ayudará». ¡La Palabra está prometiendo que el Espíritu mismo está intercediendo por nosotros todo el tiempo! Nunca sabemos con exactitud qué es lo que debemos orar, y eso está bien: el Espíritu tomará todo lo que ofrezcamos, por muy ricas o pobres que sean nuestras palabras, por muy concentrados o distraídos que nos sintamos, e intercederá por nosotros de acuerdo con la voluntad de Dios. ¡Gracias a Dios!

En Apocalipsis 5, Juan describe una visión de un Cordero inmolado sobre un trono, rodeado de ancianos que se han postrado en señal de adoración. Cada uno de ellos sostiene «copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones del pueblo de Dios» (v.8). Es sorprendente imaginarlo: nuestras oraciones ordinarias y cotidianas llegan hasta la misma presencia de Dios. Nada en este pasaje sugiere que solo las oraciones elocuentes llegan a esas copas de oro, o solo las oraciones ofrecidas por aquellos que han alcanzado una absoluta quietud de mente y espíritu, sino que sea lo que sea que ofrezcamos, independientemente de lo que sintamos o dejemos de sentir, el Espíritu toma nuestras palabras, nuestros gemidos o nuestros momentos de silencio, intercede, los refina según la voluntad de Dios, y los ofrece a Dios como incienso fragante que sube al Cordero que está en el trono.

Cristo mismo ora por nosotros

No solo el Espíritu está activamente presente en nuestra vida de oración, sino que Jesús mismo intercede por nosotros. En el libro de los Hebreos se habla del «sacerdocio imperecedero» de Cristo y de que «vive siempre para interceder por [nosotros]» (7:24-25). Cristo se ofreció a sí mismo como sacrificio por nuestros pecados una vez y para siempre, y sigue mediando a nuestro favor mientras sirve en el santuario, sentado a la derecha del Padre (7:27-8:2). Esto incluye orar a nuestro favor, al igual que los sumos sacerdotes del Antiguo Pacto ofrecían no solo sacrificios, sino también oración en nombre del pueblo. El sacerdocio permanente de Jesús enfatiza que nunca estamos solos cuando oramos, pues todas nuestras oraciones están envueltas en las continuas intercesiones de nuestro Salvador.

Por nuestra cuenta estamos indefensos ante Dios y dependemos totalmente de la salvación hecha posible por Jesucristo. Del mismo modo, no somos menos dependientes de la gracia de Dios para nuestras vidas de oración. Como James B. Torrance escribió en Worship, Community, and the Triune God of Grace [La adoración, la comunidad y el Dios Trino de la Gracia]:

El Dios al que oramos y con quien estamos en comunión sabe que queremos orar, que intentamos orar, pero que no podemos hacerlo. Así que Dios viene a nosotros como un hombre en Jesucristo para sustituirnos, orar por nosotros, enseñarnos a orar y dirigir nuestras oraciones. Dios, en su gracia, nos da lo que busca de nosotros —una vida de oración— al darnos a Jesucristo y al Espíritu. Así, Cristo es enteramente Dios, el Dios a quien oramos, y es enteramente hombre, el hombre que ora por nosotros y con nosotros.

Cuando oramos, podemos confiar en Jesucristo, quien siempre ora por nosotros y con nosotros.

Dietrich Bonhoeffer llega a decir que la oración de Cristo a nuestro nombre es lo que hace que nuestras oraciones sean verdaderas oraciones. La oración no consiste fundamentalmente en que nosotros derramemos nuestras palabras, nuestros corazones o nuestras emociones a Dios. «La oración cristiana», escribe Bonhoeffer en Life Together [publicado en español como Vida en Comunidad], «se apoya sobre el sólido terreno de la Palabra revelada y no tiene nada que ver con caprichos vagos y egoístas. Oramos sobre la base de la oración del verdadero Jesucristo Hombre. (…) Solo podemos orar correctamente a Dios en el nombre de Jesucristo».

Cuando oramos «en el nombre de Jesús», reconocemos que nuestras oraciones dependen de Jesucristo, y esto nos da libertad. Cuando no somos realmente conscientes de la presencia de Dios en la oración, está bien. Siempre estamos conectados por el Espíritu al ministerio continuo de la oración de Jesús, sea que lo sintamos o no. Cuando la oración no nos proporciona la sensación de intimidad que esperamos, podemos encontrar gozo en saber que nuestra unión con Cristo es segura. Cuando el sufrimiento y el dolor dificultan la oración, podemos descansar en la verdad de que el Espíritu Santo y Jesucristo seguirán intercediendo por nosotros. Cuando pasamos por temporadas de sequedad, podemos perseverar en la fe, recordando que nuestra experiencia de oración no es fundacional porque Jesucristo mismo es el fundamento, la Palabra de Dios, quien vive siempre para interceder por nosotros.

Palabras prestadas

Han pasado más de veinte años desde que mi vida de oración fue derribada. En esos años, Dios la ha reconstruido para que se apoye sobre el firme fundamento de Cristo mismo en lugar de mis expectativas o experiencias. A medida que mi comprensión teológica de la oración se ha profundizado, me he regocijado al saber que mis pequeñas oraciones, por más humildes o débiles que sean, forman parte de una hermosa y continua realidad trinitaria. He encontrado libertad en saber que la oración es una respuesta a Dios, y una respuesta capacitada por la gracia de Dios, más que un deber que dependa de mí.

A lo largo de los años he descubierto que orar las palabras de las Escrituras me recuerdan estas verdades teológicas liberadoras. En su libro Psalms: The Prayer Book of the Bible [publicado en español como Los Salmos: El libro de oración de la Biblia] Bonhoeffer escribió: «Aprendemos a hablar con Dios porque Dios nos ha hablado y nos sigue hablando. (…) Las palabras de Dios en Jesucristo salen a nuestro encuentro en las Sagradas Escrituras. Si queremos orar con confianza y alegría, entonces las palabras de las Sagradas Escrituras tendrán que ser la base sólida de nuestra oración». Creo que Bonhoeffer tiene razón, pues orar con las palabras prestadas de la Biblia fue una de las maneras en que Dios reconstruyó mi vida de oración sobre una base más sólida, recordándome que la oración es responder a Dios, no generar mi relación con Dios.

Orar los salmos me recuerda que mis oraciones están enraizadas en el ministerio de oración continuo de Jesús. Él mismo oró regularmente los salmos durante su ministerio terrenal. Cuando hacemos lo mismo, Bonhoeffer sugiere que nos encontramos con Cristo mismo orando, y que nuestras oraciones se unen a las suyas. Orar los Salmos me ayuda a abrazar la oración con «confianza y alegría», como dice Bonhoeffer, reconociendo que mi vida de oración depende totalmente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no de mí.

Cuando nos enfrentemos al desánimo en nuestra vida de oración, que la realidad de que Cristo ora por nosotros y el Espíritu intercede por nosotros nos invite al gozo y a la libertad. Nuestras oraciones son una respuesta a nuestro Dios amoroso que nos buscó primero.

Kristen Deede Johnson es decana y vicepresidenta de asuntos académicos, así como profesora de Teología y Formación Cristiana en el Western Theological Seminary en Holland, Michigan. Entre sus libros se encuentra The Justice Calling, en coautoría con Bethany Hanke Hoang.

Traducción por María Stephania Vélez

Edición en español por Sofía Castillo y Livia Giselle Seidel

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Ahora todos somos bautistas… Así que no nos peleemos como si lo fuéramos

La democracia estadounidense y el cristianismo democratizado se enfrentan a crisis similares de desunión. 

Christianity Today October 27, 2021
Illustration by Andrius Banelis

Hace varios años me topé con una tira cómica de dos columnas que me hizo reír y hacer muecas al mismo tiempo. La primera tenía la típica escena en el río Jordán de una figura familiar con barba, vestido de pelo de camello, colocando a alguien bajo el agua, y el pie de imagen decía: «Juan el Bautista». La segunda retrataba una escena similar, pero al penitente se le mantenía debajo del agua, pataleando por salvar su vida, mientras las burbujas indicaban que se estaba ahogando. En esa, el pie de imagen decía «Juan el Bautista del Sur».

Hubo un tiempo en que esa vieja tira cómica habría provocado cierta altivez en cristianos de otras denominaciones, pero ya no. En cierto modo, ahora todos somos bautistas.

Hace años, el historiador Martin Marty habló de la «bautistificación» de la religión estadounidense: con eso se refería a que el credo individualista, el enfoque empresarial y el modelo social voluntario de la iglesia eran tan coherentes con el ethos estadounidense que casi cualquier congregación cristiana —sin importar la forma de gobierno o la teología— estaba empezando a reflejarlo.

Para los bautistas, esto parecería coherente con el tema de conversación durante generaciones de que la clase de gobierno practicado en las iglesias bautistas era el modelo para la clase de democracia a la que Estados Unidos aspiraba.

Sin embargo, la democracia estadounidense cada vez se está empezando a parecer más a una reunión administrativa bautista. La teoría de «el sacerdocio de todos los creyentes» y que toda voz cuenta está abriendo paso a la dura realidad de las luchas a cuchillo, la separación entre facciones y el darwinismo social en el que la gente más mezquina y agresiva es la que dicta los términos del debate. Ya sea que el debate gire en torno al color de la alfombra del vestíbulo o a cómo terminar una pandemia global, las llamadas élites tienen un miedo constante a los levantamientos populistas, y los levantamientos populistas a menudo se ven manipulados por los que esperan formar parte de las élites.

Las iglesias que en su momento pensaron que se podrían proteger de las constantes amenazas de polarización y amargura con una forma de gobierno basada en obispos o presbíteros, ahora descubren que tienen los mismos factores en marcha, incluyendo las falsas controversias y las amenazas del retiro de recursos o el abandono. Incluso el papa parece a veces estar a merced de una burocracia vaticana con las mismas dinámicas que una junta de diáconos de Andalusia, Alabama.

Para ver el resultado de todo esto, solo hay que mirar a cualquier comunidad de los bautistas del sur donde cada «Primera iglesia» y «Segunda iglesia», cada «Iglesia Bautista Armonía» y «Iglesia Bautista Nueva Armonía» cuentan una triste historia de antiguas divisiones, a menudo con años de amargura sin articular por ambas partes.

A corto plazo, nada anima más a algunas personas que una buena controversia de iglesia. Aparecen personas a las que no se había visto desde la Escuela Bíblica de vacaciones. Pero, al final, la iglesia se vacía de todo el mundo salvo de aquellos que quieren recrear las antiguas peleas, hablando de problemas cada vez menores y arrojando toda clase de cifras en los argumentos.

Por esa razón algunas iglesias nuevas nunca pondrían «bautista» en sus nombres, o en sus letreros, o en sus páginas web. En algunas iglesias los nuevos asistentes descubren que son bautistas del sur solo en las últimas etapas de su formación para nuevos miembros: casi del mismo modo en que los cienciólogos descubren, solo tras avanzar hasta cierta etapa, lo relativo a Xenu de la Confederación Galáctica.

No tiene por qué ser así. Las peleas dentro del movimiento bautista es el lado oscuro de algo que realmente haríamos bien en emular: un pueblo que, en su mejor momento, enfatiza la necesidad de la conversión personal, una sublime gracia que se traduce en que tanto los camioneros que transportan madera, como los veteranos sin hogar tienen la misma voz que los magnates empresariales y los senadores.

Los bautistas —ya sea global o localmente— tienden siempre a mostrar su peor rostro cuando están al control de cierto poder terrenal, y el mejor cuando están ubicados en los márgenes. Contrastemos el prohibicionismo con la obra de los bautistas a favor de la libertad religiosa en la era de la fundación de Estados Unidos, o el liderazgo de los bautistas en el movimiento a favor de los derechos civiles. Esa misma clase de dinamismo está en marcha ahora también en los metodistas chinos que se reúnen en secreto, los anglicanos africanos que plantan iglesias por todo el mundo, y la primera generación de pentecostales hispanoamericanos que superan a las iglesias establecidas a su alrededor en evangelismo y servicio (incluso en comunidades donde luchan contra la suposición nativista de que todos ellos son «ilegales» y «extranjeros»). Allá donde el testimonio y el ejemplo —no la caza de la herejía ni las luchas de poder— son el centro de atención, todos los que somos cristianos evangélicos podemos aprender de la mejor clase de bautistas.

Solo entonces podemos demostrar al mundo que no importa cómo bauticemos, seguimos recordando el evangelio del río Jordán. Solo entonces podemos mostrar a nuestra cultura que hay una diferencia entre la inmersión y el ahogamiento.

Russell Moore lidera el Proyecto de Teología Pública en Christianity Today.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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No hay más héroe que Cristo

Cuando dividimos la iglesia en buenos y malos, le robamos la gloria a Dios.

Christianity Today October 27, 2021
Source Images: PxHere / Creative Commons

Recientemente publicamos un artículo en línea [enlace en inglés] de un misionero llamado Nolan Sharp. Sus décadas de ministerio en Croacia lo habían sensibilizado, decía, para ver las maneras en que grupos divididos de personas contaban sus historias. Él argumenta que en un mundo desgarrado, donde los campamentos beligerantes hilan historias que idolatran su propio lado y demonizan al otro, los libros bíblicos de Primera y Segunda de Samuel sirven de modelo para tener otro enfoque.

La tribu de Benjamín apoyaba a Saúl, y la de Judá a David. Ambas partes tenían muchas razones para despreciar al otro. El liderazgo de Samuel terminó con nepotismo y fracaso, el de Saúl con derramamiento de sangre y locura, y el de David estaba manchado por el peor de los pecados. Sin embargo, los libros de Samuel son implacables en su narración. La narrativa no está poblada de ángeles a un bando y demonios en el otro, sino de humanos de carne y hueso que son importantes tanto por sus fracasos como por sus triunfos.

Sharp lo llama «una narrativa reconciliadora», una historia que afirmaba la experiencia de ellos con toda su complejidad y volvía a reunir a un pueblo fragmentado con una comprensión común de su historia. Las tribus de Benjamín y de Judá de hecho terminaron por reconciliarse y sobrevivieron en el reino del sur cuando las tribus del norte se desperdigaron y se perdieron. Y por eso, siglos después, una pareja de la tribu de Benjamín llamó a su hijo Saulo (Saúl), quien se convirtió en Pablo y proclamó el evangelio de Jesucristo, el León de la tribu de Judá.

Es un poderoso resumen de lo que nos esforzamos por conseguir en Christianity Today: ser narradores que reconcilian, que registran y reflejan las narrativas de la iglesia con honestidad y humildad. Un ejemplo es nuestro podcast The Rise and Fall of Mars Hill [El ascenso y la caída de Mars Hill]. Su popularidad ha subido como la espuma, en gran medida, creo, debido a su narrativa matizada. A través de los lentes de la antigua iglesia de Mars Hill de Seattle, Mike Cosper examina algunas de las fuerzas que han dado forma al tejido de nuestras iglesias en las últimas décadas. Es una historia «de poder, fama y trauma espiritual», dice Mike, «y, aun así, también es una historia acerca del misterio de Dios trabajando en lugares rotos».

Y esa es la cuestión. Ya sea que nos dividamos debido a diferencias políticas, preferencias culturales o a las luchas de poder de una iglesia, poner a los héroes en un lado y a los villanos en otro casi siempre es una distorsión de la verdad, una injusticia hacia otros seres humanos, y un robo de la gloria que le pertenece a Dios.

No hay héroes en la iglesia, salvo Cristo. Cuando somos honestos acerca de nuestro quebrantamiento, este ilumina el poder de Dios. Nos maravillamos no solo por nuestro pecado, sino también por el misterio y la majestad de un Dios que, no obstante, persiste en obrar a través de nosotros para traer lo que es bueno, bello y verdadero al mundo.

Timothy Dalrymple es presidente, CEO y editor jefe de Christianity Today. Sígalo en Twitter @TimDalrymple_.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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Realmente estamos en el mismo equipo

Aunque nos resulte difícil de creer, los cristianos tenemos todo lo necesario para «ser uno».

Christianity Today October 25, 2021
Illustration by Rick Szuecs / Source Images: Vince Fleming / Jeffrey F Lin / Nathan Mullet / Unsplash

Cuando era adolescente, jugaba softball en una liga comunitaria. Algunos de nosotros íbamos a la misma escuela, pero no nos conocíamos la primera vez que salimos juntos bajo las luces. Éramos unos desconocidos con uniformes de poliéster grises y gorras de béisbol de color anaranjado. A la distancia, no se podía distinguir a una chica de la otra.

Al comienzo de nuestro primer partido, había una sensación palpable de posibilidad. Mis compañeras de equipo tenían talento y el entrenador era duro. A medida que pasaba su tiempo observándonos durante la temporada, nos posicionaba y nos colocaba en diferentes papeles, jugando con nuestras fortalezas individuales. A medida que cada jugadora se iba haciendo cargo de su talento, aumentaba la sinergia y el éxito. Incluso ganamos algunos partidos.

Hoy en día, en lugar de sentirnos como un solo equipo con jugadores que tienen diferentes talentos, nos encontramos en un momento cultural en el que a menudo parece que estamos en equipos diferentes. Esto es cierto en la sociedad en general y, tristemente, parece igual de cierto dentro de la Iglesia.

Hay razones justificadas para la división. Tenemos apegos defendibles ligados a nuestras creencias. Hemos desarrollado formas sofisticadas y duramente ganadas de gestionar nuestros miedos y preferencias, y queremos protegerlas.

Pero hubo un tiempo en el que la Iglesia era como un equipo de softball nuevo, saliendo a la hierba recién cortada a finales del verano, con diferencias individuales oscurecidas por lo que eran en conjunto: Todos estaban «… llenos del Espíritu Santo. (…) Se mantenían firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en la oración. (…) Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común» (Hechos 2:4, 42, 44, NVI).

Aquellos primeros creyentes no vestían uniformes de poliéster gris y naranja, pero sí estaban marcados por características distintivas. Entre ellas: la humildad y la paciencia, y el deseo de conciliar sus diferencias individuales en una comunidad sin fisuras.

Si alguien ha dicho «sí» al llamado de Dios en su vida, entonces está llamado a ser embajador del mismo tipo de reconciliación. Debemos llevar una vida digna de esa llamado, «tolerantes unos con otros en amor» y manteniendo la unidad del Espíritu (Efesios 4:1-3).

Dios está tan comprometido con esta unidad que Jesús oró específicamente por nosotros: «… para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Juan 17:21).

Jesús no era ingenuo. Sabía que lograr la unidad es un trabajo lento y requiere paciencia. Envió al Espíritu Santo para que estuviera atento a su oración por nosotros.

Jesús sabía que soportarse unos a otros no es lo mismo que respaldar las creencias de otra persona en contra de tu propia conciencia. Sabía que soportarse unos a otros no es evitar el conflicto ni buscar la aprobación (Gálatas 1:10). Sabía que tolerar a alguien que maneja una agenda llena de ira requiere una fuerza casi imposible.

¿Tenemos lo que se necesita para amar en tiempos difíciles? No por nuestros propios medios, sino por gracia, Dios nos da una fuerza imposible, porque estamos recurriendo a la fuerza de las riquezas de Dios, nuestro suministro compartido (Filipenses 4:19; 2 Corintios 9:8).

No te sorprendas si vivir esta vida común es doloroso. Simplemente está más allá de lo que podemos lograr con nuestros propios esfuerzos. Requiere orar continuamente por sabiduría y perdón.

Pero no solo es doloroso para nosotros. Isaías 63:9 nos dice que Dios mismo se angustia cuando nosotros nos angustiamos, y dio su vida para hacer algo al respecto. La oración de Jesús es clara con respecto a la conexión entre su sufrimiento y nuestra unidad: es la base que tenemos en común y que es nuestro testimonio al mundo.

Así que lamentemos nuestras pérdidas, confesemos nuestras faltas y celebremos con sinceridad y especificidad las formas en que hemos visto la misericordia de Dios en medio de nosotros.

Abramos nuestras cámaras de eco y construyamos puentes en lugar de fosos. Escuchemos la pequeña y tranquila voz del Espíritu y atendamos a lo que nos pida.

Son tiempos difíciles, pero hay un trabajo del Reino por hacer. Cristo refuerza nuestra esperanza. En Cristo, hemos sido llamados a formar parte del equipo, hemos sido elegidos para participar en esta obra de reconciliación. Podemos dejar atrás nuestros hábitos de cinismo y autoprotección. En Cristo, nuestro trabajo consiste en no abandonarnos unos a otros, porque compartimos una misma fe (2 Corintios 5:19). Porque este juego sigue en pleno apogeo.

Sandra McCracken es cantautora en Nashville y autora del libro de próxima aparición Send Out Your Light: The Illuminating Power of Scripture and Song [Manda tu luz: El poder iluminador de las Escrituras y las canciones] (B&H).

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel

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¿Qué viene después del movimiento exgay? Lo mismo que vino antes.

Los líderes evangélicos de la vieja escuela alguna vez conocieron el valor del «cuidado» sobre la «cura».

Christianity Today October 25, 2021

«Mike, ¿sabes una cosa? Yo solía ser gay», dije.

Mike dejó de mover su brocha cuando las palabras salieron torpemente de mi boca. Él estaba pintando el apartamento en la ciudad de St. Louis al que llamé hogar durante el verano de 1997 cuando inicié el programa de doctorado en Teología Histórica.

Me había preguntado por mis estudios y empezamos a hablar de la fe. Mike me había explicado que sentía que nunca podría ir a la iglesia porque era gay.

«Sé que dicen que eso no debería suceder», continué, después de soltar la bomba. «Pero esa es mi historia». Mike me miró con interés mientras bajaba la lata de pintura al piso, equilibrando suavemente su brocha en el borde.

Al recordar este encuentro, puedo ver que tenía todos los rasgos de lo que se conoció como el movimiento exgay, del que fui un entusiasta defensor. Lo más notable es mi uso del guion exgay: «Yo solía ser gay». La frase implicaba que yo ya no era gay. Tenía un testimonio, una historia que contar sobre cómo había dejado la homosexualidad atrás.

Para ser claros, mis atracciones sexuales en ese momento se dirigían tan exclusivamente a otros hombres como siempre. Seguía estando en la cima de la escala de Kinsey que los investigadores utilizan desde los años 40 para clasificar la orientación sexual. Lo que me hacía ser exgay era simplemente que utilizaba el guion exgay. Intentaba convencerme a mí mismo de que era un hombre heterosexual con una enfermedad —una enfermedad curable— llamada homosexualidad. Una condición de la que me estaba curando.

Mi maniobra terminológica era un componente integral de la terapia de conversión. Alan Medinger, el primer director ejecutivo de Exodus International, la describía [todos los enlaces redirigen a contenidos en inglés] como «un cambio en la percepción de sí mismo en la que el individuo deja de identificarse como homosexual». Todo era cuestión de identidad. El testimonio hacía al hombre. Y, dentro de mi marco exgay, no estaba mintiendo; estaba reivindicando mi nueva realidad.

Yo era un exgay.

La aparición de Exodus International en 1976 había puesto a los evangélicos en un camino esperanzador hacia la curación de la homosexualidad. Su fundador, Frank Worthen, explicó: «Cuando empezamos Exodus, la premisa era que Dios podía cambiarte de gay a heterosexual». Lo que siguió fue un experimento de décadas de duración con cientos de miles de sujetos humanos de prueba. El movimiento se derrumbó después de que el presidente de Exodus, Alan Chambers, declarara en 2012 que más del 99 % de los clientes de Exodus no habían experimentado un cambio en su orientación sexual.

Aunque el paradigma de la curación fracasó, todavía camina muerto entre nosotros, ya que algunos dentro de las principales denominaciones tratan de institucionalizar su enfoque. Los recientes debates entre anglicanos y presbiterianos conservadores sobre si alguien puede afirmar una «identidad gay» son solo la última ronda de disputas similares que han resonado en los pasillos de la iglesia durante años. Después de todo, renunciar a una autopercepción homosexual era el primer paso esencial en la terapia de conversión.

Uno de los efectos de este enfoque era que obligaba a los creyentes no heterosexuales a esconderse tras una máscara, fingiendo ser cualquier cosa menos gay. Era parte del proceso de reparación.

Pero esta innovación teológica era un desarrollo relativamente reciente. Antes de que existiera un paradigma de curación de la homosexualiad, había una ortodoxia más antigua que incluía un paradigma cristiano de brindar cuidado a los creyentes no heterosexuales.

Me he preguntado si Henri Nouwen tenía en mente su propia homosexualidad cuando escribió sobre la diferencia entre el enfoque del cuidado y el enfoque de la cura. En la biografía Wounded Prophet [Profeta herido], Michael Ford documenta cómo Nouwen habló de su experiencia como hombre gay célibe con su círculo de amigos. Nouwen había probado métodos psicológicos y religiosos para cambiar de orientación, sin éxito. Sabía que, por obediencia a Dios, no podía permitirse mantener relaciones sexuales. Pero su camino estuvo lleno de soledad, anhelos insatisfechos y muchas lágrimas.

En Bread for the Journey [Pan para el camino], escribió: «El enfoque del cuidado consiste en estar con, llorar con, sufrir con, sentir con. El cuidado es compasión. Es reclamar la verdad de que la otra persona es mi hermano o hermana, humano, mortal, vulnerable, como yo».

«A menudo no somos capaces de curar», insistió, «pero siempre somos capaces de cuidar».

Algunos líderes evangélicos, entre ellos John Stott, ayudaron a sentar las bases de un paradigma pastoral del cuidado. Stott —teólogo y escritor etiquetado como el «Papa protestante» por la BBC— defendió que la orientación sexual continúa formando parte de la constitución de cada individuo. Como escribió Stott en su libro Issues Facing Christians Today [Cuestiones que afrontan los cristianos hoy] en 1982: «En toda discusión sobre la homosexualidad debemos ser rigurosos al diferenciar entre “ser” y “hacer”, es decir, entre la identidad y la actividad de una persona, la preferencia sexual y la práctica sexual, la constitución y la conducta».

Stott sostenía que la orientación homosexual es parte de la identidad del creyente, una parte caída, pero una que el evangelio no borra sino que llama a la humildad.

Esta postura se remonta incluso más atrás que Stott. C. S. Lewis habló en una carta de 1954 a Sheldon Vanauken de un «hombre homosexual piadoso» sin aparente contradicción. El mejor amigo de Lewis de toda la vida, Arthur Greeves, era gay. Lewis lo llamaba su «primer amigo» y dejó en claro que su orientación sexual nunca sería un problema en su amistad. Iban de vacaciones juntos. La recopilación de cartas que Lewis envió a Greeves, recogida bajo el título They Stand Together, suma un total de 592 páginas.

En Estados Unidos, mientras los disturbios de Stonewall en 1969 en Nueva York anunciaban el nacimiento del movimiento por los derechos de los homosexuales, los protestantes ortodoxos ya se preguntaban qué visión positiva dan las Escrituras a las personas que son homosexuales. El libro publicado bajo un seudónimo por InterVarsity Press de 1970 The Returns of Love: Letters of a Christian Homosexual [Las vueltas del amor: Cartas de un homosexual cristiano] trazó una estrategia de cuidado y fue promovido por Stott. El autor del libro, un gay anglicano célibe anónimo, explicó que todavía era virgen cuando lo escribió.

Los líderes del evangelicalismo sabían que había una historia de abusos a considerar. En una carta de 1968 a un pastor europeo, Francis Schaeffer lamentó la complicidad de la Iglesia en la marginación de los homosexuales. El pastor había visto suicidarse a no menos de seis homosexuales, y había buscado el consejo de Schaeffer. «Los homosexuales tienden a ser expulsados de la vida humana (especialmente de la vida eclesiástica ortodoxa), aun cuando no practiquen la homosexualidad», lamentó Schaeffer. «Creo que esto es tan cruel como equivocado». De hecho, el ministerio de Schaeffer se convirtió en un imán para homosexuales que tenían interés y luchas con respecto al cristianismo.

Los líderes antes mencionados sentían disgusto por los líderes religiosos abusivos. Cuando Jerry Falwell Sr. le planteó a Schaeffer el tema de la homosexualidad en privado, Schaeffer comentó que la cuestión era complicada. Tal como lo contó Frank, el hijo de Schaeffer, en una entrevista con NPR y también en su libro Crazy for God [Loco por Dios], Falwell le lanzó entonces una contestación: «Si yo tuviera un perro que hiciera lo que ellos hacen, le dispararía». No había humor en la voz de Falwell.

Después, Francis Schaeffer le dijo a su hijo: «Ese hombre es realmente desagradable».

«Los pecados sexuales no son los únicos», escribió Stott en su libro, «no son siquiera necesariamente los más pecaminosos; el orgullo y la hipocresía son peores sin duda».

En 1980, Stott convocó una reunión de evangélicos anglicanos para trazar un enfoque pastoral de la homosexualidad. Lo iniciaron con un arrepentimiento público por sus propios pecados contra los homosexuales. En una declaración, estos líderes declararon: «Nos arrepentimos de la paralizante “homofobia”… que ha coloreado las actitudes de demasiados de nosotros hacia las personas homosexuales, y llamamos a nuestros compañeros cristianos a un arrepentimiento similar».

Fue una confesión realmente impactante en una época en la que la opinión popular seguía teniendo un fuerte sesgo contra los homosexuales. No era el siglo XXI, cuando muchos líderes cristianos se arrepienten para parecer relevantes e inclusivos en una cultura que celebra todo lo fabuloso. Stott y estos líderes evangélicos debían estar realmente apenados por la forma en que habían herido a sus vecinos y hermanos en Cristo. La declaración pedía específicamente que se considerara a personas que tenían orientación homosexual, pero que no la practicaban, como candidatos calificados a la ordenación al ministerio.

Cinco años antes, muchos se escandalizaron por comentarios similares de parte de Billy Graham en una conferencia de prensa, algunos de los cuales se publicaron en 1975 en Atlanta Journal-Constitution. A Graham se le había preguntado si apoyaría la ordenación de hombres homosexuales al ministerio cristiano. Graham respondió que «deberían ser considerados por sus méritos individuales» con base en ciertas calificaciones. En concreto, el artículo mencionaba «apartarse de sus pecados, recibir a Cristo, ofrecerse a Cristo y al ministerio tras el arrepentimiento, y obtener la formación adecuada para el trabajo».

El evangelio de Jesucristo ofrece una visión positiva para los homosexuales. «En la homosexualidad, como en cualquier otra tribulación, [las obras de Dios] pueden manifestarse», explicó Lewis a Vanauken. Y continuó: «Toda discapacidad esconde una vocación; si tan solo podemos encontrarla, “convertirá la necesidad en una gloriosa ganancia”».

Lewis preguntó: «¿En qué consiste la vida positiva del homosexual?». Esa es la pregunta que se hace cualquier persona homosexual que llega a la fe en Jesús.

Con demasiada frecuencia la respuesta que escuchamos es simplemente: «nada».

Nada de sexo. Nada de citas. Nada de relaciones. A menudo, nada de roles de liderazgo.

Eso deja a la gente como yo escuchando que tenemos, como explicó Eve Tushnet en un artículo de 2012 en The American Conservative, una «vocación de “Nada”».

¿En qué consistiría una vocación del «Sí»? ¿Cuál es la visión cristiana positiva que el Evangelio ofrece a los homosexuales?

Cuando observo las vidas y los ministerios de Lewis, Schaeffer, Graham y Stott, lo que más destaca es que aportan una visión de Jesús: Jesús, en su poder salvador. Jesús, quien nos lava y nos limpia. Jesús, quien nos introduce en la familia de Dios. Jesús, quien cubre la vergüenza y perdona el pecado. Jesús, quien nos llama por nuestro nombre. Jesús, quien ve hasta el fondo de nuestros corazones y aun así quiere tener una relación con nosotros. Jesús, quien sufre con y por nosotros. Jesús, quien nos desafía a vivir para su reino. Jesús, quien da vida nueva con toda su alegría. Jesús, quien es ese tesoro en un campo por el que lo vendimos todo. Jesús, quien es el tesoro que nunca nos podrán quitar.

Este es Jesús, cuyo reino irrumpe y nos arrastra a algo que Él está haciendo en el cosmos, algo más grande que nosotros mismos. En Cristo, nos encontramos a nosotros mismos en una narrativa más grande.

No se trata de Jesús como un medio para conseguir el funcionamiento heterosexual y una vida familiar confortable como metas finales. Se trata de Dios mismo como el fin para el que fuimos creados. Con este Dios real, el lugar de la esperanza no se encuentra en una vida heterosexual, sino en la era venidera, cuando nos presentemos ante nuestro Salvador.

Sin esa relación con un Salvador, no tiene sentido hablar de una ética sexual bíblica, ni a heterosexuales ni a homosexuales. Ningún gay va a abrazar esa ética a menos que se enamore de Jesús. Un corazón que ha sido tocado por la gracia no solo está dispuesto, sino también deseoso de seguir al que murió por nosotros.

Schaeffer, Stott y Graham declararon en alguna ocasión su creencia compartida de que algunas personas nacen homosexuales. Todos estos líderes cristianos también se aferraron a la comprensión histórica de la ética sexual bíblica. Esto significaba ciertamente un compromiso con llevar una vida en sintonía con el patrón de creación de Dios: su diseño. Ninguno de ellos apoyaba las uniones sexuales de los creyentes fuera de un matrimonio monógamo entre dos personas de distinto sexo. Pero se acercaron a los homosexuales desde una postura de humildad.

Su visión no «aplanaba» a las personas en sus impulsos sexuales no deseados. Por el contrario, reconocieron que la mayor lucha de un creyente atraído por personas del mismo sexo podría ser, no el pecado sexual en sí, sino la capacidad de dar y recibir amor. Así que enfatizaron la necesidad de la comunidad de la iglesia, de amistades profundas y duraderas, de hermandad, de sentirse conocidos aun dentro del celibato.

Stott, él mismo célibe, explicó: «En el corazón de la condición homosexual hay un hambre profunda y natural de amor mutuo, una búsqueda de identidad y un anhelo de plenitud. Si los homosexuales no pueden encontrar estas cosas en la “familia de la iglesia” local, no tenemos por qué seguir pensando que merecemos ese título».

Lewis, Schaeffer, Graham y Stott también consideraban la condición homosexual como una orientación no elegida, sin ninguna expectativa fiable de cambio en esta vida. Mostraron una gran preocupación por las necesidades emocionales y relacionales de los homosexuales. Schaeffer insistió en su carta de 1968 en que la iglesia debía ser la iglesia y ayudar «al individuo de todas las maneras posibles».

En su entrevista con NPR, Frank Schaeffer describió el ministerio de su padre en Suiza, L'Abri, como un lugar «donde los homosexuales —tanto lesbianas como gays— son bienvenidos». Y añadió: «Nadie les dice que tienen que cambiar o que son personas horribles. Y se van describiendo a mi padre como alguien maravillosamente compasivo y semejante a Cristo en su trato con ellos».

Schaeffer previó cambios culturales significativos cuando, en 1978, una congregación de la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa de San Francisco se encontró con una demanda tras haber despedido a un empleado gay que había violado el código de conducta de la iglesia. En The Great Evangelical Disaster [El gran desastre evangélico], Schaeffer dijo que sería absurdo que otras iglesias pensaran que no se enfrentarían al mismo desafío.

Sin embargo, Schaeffer y Graham no recomendaban enfoques del tipo «nosotros contra ellos». Pocas semanas antes de las elecciones presidenciales de 1964, un escándalo sexual entre homosexuales sacudió a la nación. El principal asesor del presidente Lyndon Johnson, Walter Jenkins, fue arrestado por segunda vez por mantener relaciones homosexuales en un baño de la YMCA. Graham llamó a la Casa Blanca para interceder por Jenkins.

En la llamada telefónica grabada, Graham le pidió a Johnson que mostrara compasión por Jenkins.

En una cruzada en San Francisco en 1997, alguien le hizo una pregunta a Graham acerca de la homosexualidad. Graham respondió a los periodistas: «Hay otros pecados. ¿Por qué exaltamos ese pecado como si fuera el mayor?». Y añadió: «Tengo muchos amigos homosexuales, y seguimos siendo amigos». Dirigiéndose a una multitud de 10 000 personas esa noche en el Cow Palace, Graham declaró: «Sea cual sea tu origen, sea cual sea tu orientación sexual, te damos la bienvenida esta noche».

Como enfatizó Stott tan apasionadamente en su libro, la persona gay que sigue a Jesús debe vivir por fe, esperanza y amor: fe, tanto en la gracia de Dios, como en sus estatutos; esperanza, que surge de ver más allá de esta vida presente llena de luchas y voltear la vista hacia nuestra gloria futura; y el amor por el que debemos vivir, explicó, es el amor que debemos recibir de Cristo y de la familia espiritual de Cristo, es decir, la iglesia. Debemos depender del amor de las mismas iglesias que históricamente no se lo han ofrecido a personas como nosotros.

El libro de 1978 del historiador de la Iglesia, Richard Lovelace, Homosexuality and the Church [La homosexualidad y la Iglesia], recibió el apoyo de luminarias evangélicas como Ken Kantzer (antiguo editor de CT), Elisabeth Elliot, Chuck Colson, Harold Ockenga y Carl F. H. Henry. El libro puede parecer radical en el clima actual, pero en la década de 1970 representaba una visión neoevangélica transatlántica. En contraste, tanto con la homofobia de la derecha, como con la permisividad sexual de la izquierda, Lovelace expuso el desafío evangélico:

Hay otro enfoque de la homosexualidad que sería más saludable tanto para la iglesia como para los creyentes homosexuales, y que podría ser un testimonio muy significativo para el mundo. Este enfoque requiere un doble arrepentimiento, es decir, tanto de la iglesia, como de sus miembros homosexuales. En primer lugar, requeriría que los cristianos gays tuvieran la valentía de confesar [reconocer] su orientación abiertamente y de obedecer el claro mandato bíblico de apartarse de la prácitca de la homosexualidad activa. […] En segundo lugar, requiere que la iglesia acepte, honre y cuide a los creyentes homosexuales no practicantes entre sus miembros, y que los ordene para que puedan ocupar posiciones de liderazgo en el ministerio.

El patrocinio por parte de la iglesia de homosexuales abiertamente declarados, pero arrepentidos, en puestos de liderazgo, sería un profundo testimonio para el mundo sobre el poder del Evangelio para liberar a la iglesia de la homofobia, y al homosexual de la culpa y la esclavitud.

Solo el Evangelio puede abrir la humildad para ese doble arrepentimiento. Esta era la visión cristiana de Lovelace y Henry, Ockenga y Elliot, Kantzer y Colson, Lewis y Graham, Schaeffer y Stott, y un joven anglicano evangélico gay que tuvo demasiado miedo como para usar su propio nombre, aunque todavía era virgen.

Padres y madres cristianos como estos tenían razón. Trágicamente, escribo esto como un lamento por un camino no recorrido a este lado del Atlántico.

Ya a finales de la década de 1970, había comenzado un duro cambio. A medida que se multiplicaban los ministerios exgay en Norteamérica con su expectativa de cambio de orientación, cambiaron la ubicación de la esperanza a esta vida. Cuando la crisis del sida devastó las comunidades gays en los años 80, los evangélicos abrazaron la promesa de la heterosexualidad. Los terapeutas reparadores seculares añadieron una apariencia de respetabilidad clínica; la nueva estrategia de curación desplazó a la antigua ideología del cuidado.

Y entonces, el bando conservador en una guerra cultural descubrió que los exgays éramos útiles. Éramos la prueba de que los gays podían elegir convertirse en heterosexuales si realmente lo deseaban. Y si podíamos convertirnos en heterosexuales, entonces realmente no había tanta necesidad de que la iglesia se arrepintiera de su homofobia. Solo hacía falta que gente como yo mantuviera la ilusión de que habíamos cambiado.

Tras esa guerra cultural perdida que transformó radicalmente las actitudes morales sexuales de Occidente, los cristianos tienen mucho que lamentar. Relaciones transaccionales. Matrimonios desechables. Suposiciones radicalmente transformadas acerca de la sexualidad y el género.

Pero la resistencia de la iglesia conservadora al arrepentimiento no se ha disipado. Mientras observo cómo las iglesias y denominaciones evangélicas se abren paso a tientas en las discusiones sobre orientación e identidad sexual, a menudo imponiendo el lenguaje y las categorías de un movimiento exgay fracasado, estamos perdiendo la verdadera batalla: la cultura circundante ha convencido al mundo de que los cristianos odian a los homosexuales.

Nuestra vocación es demostrar que están equivocados.

El mundo está mirando. Nuestros hijos y nietos están mirando. Ya están cuestionando su fe porque escuchan a su alrededor que los cristianos odian a los homosexuales, y no pueden encontrar a nadie en su congregación que sea gay, fiel al Señor, y sea amado y aceptado como tal. Tal vez puedan señalar a alguien que utilice el lenguaje de la atracción hacia el mismo sexo. Pero incluso eso es raro. Todavía no es seguro hacerlo.

No estoy diciendo que estemos en riesgo de perder a los cristianos que se sienten atraídos por miembros del mismo sexo: eso es un hecho.

Lo que digo es que corremos el riesgo de perder a la próxima generación.

Para aquellos que están escuchando, una generación de cristianos mayores todavía está dispuesta y es capaz de ayudarnos a entender.

Greg Johnson es pastor principal de la Iglesia Presbiteriana Memorial en St. Louis y autor de Still Time to Care: What We Can Learn from the Church's Failed Attempt to Cure Homosexuality [Aún es tiempo del cuidado: Lo que podemos aprender del fallido intento de la Iglesia por curar la homosexualidad].

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel

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Por qué es mejor no leer las Escrituras solo

Debemos estudiar la Biblia a la luz de la Gran Tradición.

Christianity Today October 19, 2021
Amanda Duffy

Usted es un nuevo cristiano. Desea aprender todo lo que pueda sobre la Biblia, porque sabe que es la Palabra de Dios, y en algún lado escuchó que se puede conocer a Dios solo en la medida en que se conozca su Palabra. Conoce a una vecina del barrio que ha caminado con Dios por más de 60 años y ha estudiado las Escrituras todo ese tiempo. Ella ha leído comentarios, ha disfrutado asistiendo a iglesias de diferentes denominaciones y ha hablado de las cosas profundas de Dios con otros creyentes y pastores maduros en la fe.

Usted ha considerado leer las Escrituras con ella para beneficiarse de su sabiduría, pero finalmente decide leer la Biblia en soledad. No visita a la vecina porque no quiere que sus creencias influyan en su propia lectura. Usted quiere escuchar la voz del Espíritu Santo para recibir la pureza del mensaje de Dios sin contaminarse con influencias externas.

Algunos cristianos, y no solo los nuevos creyentes, adoptan este enfoque de «Dios y yo» al leer las Escrituras. Han aprendido de Mateo 15 a no ser como los fariseos, de quienes Jesús dijo que exaltaban la tradición humana por encima de la Palabra de Dios. Tampoco olvidan la advertencia de Pablo de no sucumbir a «la vana y engañosa filosofía que sigue tradiciones humanas» (Colosenses 2:8, NVI). Así, han llegado a la conclusión de que las Escrituras enseñan que la tradición de la Iglesia, y todas las perspectivas e interpretaciones desarrolladas por seres humanos que ella contiene, no deben influir en nuestra lectura de la Palabra de Dios.

¿Es eso lo que enseña la Biblia?

Por qué la Tradición es buena

Pablo les escribió a los corintios: «Los elogio porque… retienen las enseñanzas, tal como se las transmití» (1 Corintios 11:2). Instó a los tesalonicenses escribiéndoles: «… sigan firmes y manténganse fieles a las enseñanzas que, oralmente o por carta, les hemos transmitido» (2 Tesalonicenses 2:15). Le dijo a Timoteo que transmitiera la tradición que había aprendido de él y que enseñara a otros a hacer lo mismo (2 Timoteo 2:2). Y cuando Pablo citó el dicho de Jesús: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hechos 20:35), estaba afirmando una tradición oral nunca registrada en los evangelios.

Cuando Jesús criticó a los fariseos, él no estaba condenando todas las tradiciones, ni siquiera todas las tradiciones de los fariseos. Más bien, estaba denunciando las tradiciones que anulaban la Palabra de Dios (Marcos 7:13). Por ejemplo, la condena de Jesús en Mateo 15 estaba dirigida a los fariseos que fingían dedicar sus bienes al templo para no tener que mantener a sus padres ancianos, evitando así el mandamiento que dice: «Honra a tu padre y a tu madre» (Éxodo 20:12).

Sin embargo, Jesús también dijo —en una declaración ignorada por muchos cristianos— que la gente debería aprender de las tradiciones orales de los fariseos: «… ustedes deben obedecerlos y hacer todo lo que les digan. Pero no hagan lo que hacen ellos, porque no practican lo que predican» (Mateo 23:3). La iglesia primitiva reconoció que necesitaba de la tradición cuando se enfrentó a la herejía del gnosticismo. Los maestros gnósticos afirmaban que tanto el Dios del Antiguo Testamento como la materia física son malos, y que la salvación viene a través del conocimiento, no a través de la vida y muerte de Jesucristo. Su imagen de Dios y de la salvación se oponía radicalmente a la predicación de los apóstoles. El teólogo primitivo Ireneo respondió a estas creencias afirmando que los apóstoles transmitieron no solo ciertos escritos, sino también una forma de leerlos. Y solo siguiendo esa forma de interpretar los textos bíblicos es posible mantener la ortodoxia.

En sus posteriores batallas para comprender la Deidad, la iglesia primitiva finalmente estableció una tradición trinitaria: Dios es un ser divino en tres personas. La palabra Trinidad y la ahora clásica frase «tres personas en un solo Dios» no están en la Biblia. Pero casi todos los cristianos, incluidos los evangélicos, creen que el Espíritu Santo guió a la iglesia primitiva a través de esos debates para llegar a este consenso. Los líderes del debate recordaron a sus oyentes que Jesús dijo que había algunas cosas que los apóstoles no podrían entender en ese momento, pero que se les revelaría más tarde, conforme el Espíritu guiara a ellos y a sus sucesores «a toda la verdad» (Juan 16:12-13). Esta comprensión de la Deidad utilizó palabras no bíblicas para expresar conceptos bíblicos y ha guiado a todos los cristianos desde entonces.

Pero, ¿qué decir de la doctrina protestante de la sola scriptura? ¿No dijo Martín Lutero, quien enseñó esta doctrina, que solo las Escrituras son nuestra autoridad, que las tradiciones humanas nunca deberían suplantar a la Biblia?

En realidad, Lutero enseñó que los cristianos necesitaban la tradición correcta para interpretar la Biblia. Criticó las tradiciones teológicas medievales tardías (esto lo hemos escuchado) apelando a tradiciones anteriores: San Agustín, los credos y los grandes concilios de la iglesia (esto no lo hemos escuchado). Agustín ayudó a Lutero a ver la prioridad de la gracia en la justificación, en contraposición a la prioridad de las obras. Y los credos y los grandes concilios, escribió, eran guías confiables para comprender las Escrituras. En su tratado Sobre los concilios y la Iglesia, Lutero criticó los concilios de la Iglesia que habían distorsionado las enseñanzas de los «concilios universales o principales»: Nicea I, Constantinopla I, Éfeso I y Calcedonia. Lutero agregó que varios otros concilios fueron «igualmente buenos». Aceptó los tres credos ecuménicos (el Credo de los Apóstoles, el Credo de Nicea y el Credo de Atanasio) y los usó para contrarrestar a los antitrinitarios. Alabó el Credo de los Apóstoles como «el más fino de todos, un resumen breve y auténtico de los artículos de fe», y al Credo de Atanasio como «un credo que protege» al Credo de los Apóstoles.

La Tradición ofrece un control de nuestras interpretaciones bíblicas: si llegamos a conclusiones que están en desacuerdo con el consenso recibido, es mejor que lo pensemos dos veces.

Para Lutero, entonces, la sola scriptura significa que la Escritura es nuestra principal autoridad, pero necesitamos la ayuda de los credos, concilios y teólogos para interpretarla correctamente. De lo contrario, usaremos la Biblia para distorsionar el evangelio, como lo había hecho la iglesia medieval tardía.

Juan Calvino, quien también enseñó la sola scriptura, se basó generosamente en los Padres primitivos como Ireneo, Cipriano, Crisóstomo y Agustín, para reforzar su enseñanza de temas bíblicos. Muchos de los oponentes de Calvino, como el antitrinitario Miguel Servet, también usaron la Biblia para defender su caso. Pero Calvino usó a estos padres de la iglesia para mostrar a sus lectores que Servet estaba malinterpretando las Escrituras.

Tanto para Lutero como para Calvino, la Gran Tradición desempeñó lo que el teólogo Alister McGrath llama un papel «ministerial, no magisterial» para «servir, no dirigir, a la iglesia». Podríamos decir que ofrece un control de nuestras interpretaciones bíblicas: si llegamos a conclusiones que están en desacuerdo con el consenso recibido, es mejor que lo pensemos dos veces.

Sí a la tradición, pero ¿cuál tradición?

Aun así, muchos evangélicos insisten en que leen la Biblia sin dejarse influir por la Tradición. No han notado lo que McGrath llama «la tendencia evangélica a citar las interpretaciones de los escritores evangélicos primitivos al evaluar cómo interpretar un pasaje bíblico dado». Tampoco notan cómo sus puntos de vista sobre varios temas —las mujeres en el ministerio, los roles de género, la comunión y el bautismo, el fin de los tiempos— son moldeados por las comunidades cristianas a las que pertenecen. En cada caso, los evangélicos de diversos orígenes utilizan textos bíblicos similares, pero hacen diferentes interpretaciones.

No es que eso sea algo malo. El cuerpo de Cristo es una comunidad, y cada parte del cuerpo es una comunidad de interpretación donde las creencias se transmiten a través de textos pero también a través de personas con autoridad. Los evangélicos luteranos y reformados tienen confesiones que les ayudan a interpretar la Biblia. De manera similar, las iglesias pentecostales, bautistas y bíblicas tienen declaraciones de fe que gobiernan sus creencias y prácticas.

En los últimos dos siglos, los protestantes tradicionales intentaron liberarse de las tradiciones pasadas para volver al evangelio de Jesús, antes de que supuestamente fuera corrompido por incontables capas de tradición eclesiástica. Agitaron la bandera de la sola scriptura, imaginando que estaban por encima y fuera de la tradición. No se dieron cuenta de que estaban interpretando los evangelios a través de la lente de sus propias tradiciones ilustradas. No fue una sorpresa, entonces, que sus búsquedas del Jesús histórico dieran como resultado retratos de Jesús que se parecían a ellos mismos.

La verdadera pregunta no es si la tradición influye en nuestra interpretación de la Biblia, sino cuál tradición lo hace. Y la mejor manera de juzgar esa tradición es compararla con la Gran Tradición, otro nombre para lo que Hebreos 12:1 llama «gran nube de testigos» (LBLA) a lo largo de los siglos. Es lo que C.S. Lewis llamó «mero cristianismo», el consenso sobre las creencias y conductas que la iglesia histórica ha acordado durante los últimos dos mil años.

Por supuesto, hay muchas cosas en las que los escritores de la Tradición no están de acuerdo, como el número y el significado de los sacramentos y la ubicación de la autoridad de la iglesia. Sin embargo, hay unidad de visión en muchas otras cosas entre los Padres (como Ireneo, Atanasio, Crisóstomo, Agustín, Máximo el Confesor), teólogos medievales como Anselmo y Aquino, los reformadores y Jonathan Edwards, Juan Wesley, John Henry Newman, Dietrich Bonhoeffer, Juan Pablo II y Benedicto XVI, por nombrar algunos.

Sin duda, los evangélicos miran con más frecuencia a los reformadores, así como a Edwards y Wesley. Pero cuando estos pensadores brindan poca ayuda sobre ciertos temas, digamos liturgia o acción social, no tenemos por qué ser tan alérgicos a Roma como para descuidar su reflexión sobre estos tópicos, o la comprensión de la Iglesia ortodoxa de lo que significa ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4).

Los credos también forman parte de la Gran Tradición. Como hemos visto, Lutero, Calvino y sus sucesores apreciaron los credos como valiosos resúmenes de la fe ortodoxa. El teólogo Donald MacKinnon observó que los grandes credos ortodoxos nos protegen contra la ingenuidad de quienes se consideran intelectualmente superiores y libres para cambiar la ortodoxia histórica. Y el erudito evangélico Scott McKnight explica que los credos se encuentran en el Nuevo Testamento (ver 1 Corintios 15:1-8, 22-31) y que los credos posteriores, como el Credo de Nicea, fueron ejemplos de «evangelio»: narran la historia de Jesús enfatizando lo más significativo.

Sin embargo, la Gran Tradición no es solo una fuente para comprender la doctrina bíblica y la moralidad, aunque hoy más que nunca necesitamos su reflexión para comprender temas como el sexo y el matrimonio. También es una gran fuente para aprender a adorar a Dios (las liturgias históricas son profundamente bíblicas y estéticas), lo que significa ser discípulo (clásicos como La imitación de Cristo de Tomás de Kempis, La noche oscura del alma de Juan de la Cruz, Las moradas del Castillo Interior de Teresa de Ávila, El costo del discipulado de Bonhoeffer y La rendición total de la Madre Teresa), y cómo ver la belleza de Dios en el mundo y la vida de la Iglesia (Edwards y los íconos ortodoxos son fuentes importantes aquí). Los evangélicos tenemos nuestros propios santos, piense en Billy Graham, Lottie Moon y Jim Elliot, pero la Gran Tradición tiene innumerables santos cuyos días festivos y biografías nos muestran a todo color lo que significa vivir la fe.

Tradición o tradicionalismo

El historiador de la iglesia Jaroslav Pelikan distinguió la tradición, «la fe viva de los muertos», del tradicionalismo, «la fe muerta de los vivos». ¿Cómo evitar que la Tradición degenere en tradicionalismo? Y lo que es más importante, ¿cómo podemos discernir la diferencia entre tradiciones y Tradición?

Hay momentos, como el final de la Edad Media, en que las tradiciones parecen distorsionar el evangelio y por lo tanto hace falta una purificación. La mejor manera de «probar los espíritus» (1 Juan 4:1, LBLA) es hacerlo de la manera en que lo hicieron Lutero y Calvino, con la ayuda de la Gran Tradición. Apelaron a la «regla de fe» expresada por los credos y los primeros concilios ecuménicos. No respaldaron todas las declaraciones de cada concilio, sino las duraderas que han sido aceptadas por la Iglesia a lo largo de la historia. En Constantinopla (381 d. C.), por ejemplo, lo que perduró no fue su proclamación de la autoridad del patriarca oriental sobre la Iglesia, sino su declaración de la divinidad del Espíritu Santo. Y lo que ha trascendido de Calcedonia (451) no es su regla de que las mujeres no pueden ser ordenadas como diaconisas antes de los 40 años, sino que Jesús es completamente Dios y completamente hombre.

Consultar la Gran Tradición no significa que el lenguaje exacto y las formulaciones de cada credo y dogma deban permanecer iguales. Los protestantes han invocado el principio semper reformanda («siempre en reforma»), reconociendo la necesidad de la Iglesia de estar abierta al Espíritu. Pero hay diferencia entre desentrañar la lógica interna de los credos y dogmas de la ortodoxia histórica para desarrollar aún más sobre ellos, por un lado, y desechar lo que se opone a la cultura actual, por el otro. Por ejemplo, podríamos objetar las formas ligadas a la cultura para explicar la sustitución penal en la cruz, reconociendo que hay múltiples motivos de expiación en las Escrituras. Pero nunca debemos omitir lo que es central para la enseñanza bíblica y ofensivo para el zeitgeist (espíritu de los tiempos) actual: que a través del sacrificio en la sangre de Cristo, Dios satisfizo su santa ira en contra del pecado.

Necesitamos la Gran Tradición hoy más que nunca. Las preguntas más importantes que enfrentan las iglesias evangélicas hoy en día son las mismas que enfrentaron los protestantes en las últimas décadas: ¿Son todos salvos? ¿Qué es el matrimonio? ¿Es Cristo realmente el único camino a Dios? Para cada una de estas preguntas, los protestantes liberales generalmente ignoran la Gran Tradición.

La tentación para muchos evangélicos, por otro lado, es interpretar la Biblia como mejor les parezca, sin escuchar a nadie en la Gran Tradición. Algunos piensan que el concepto de Lutero del sacerdocio de todos los creyentes significa que podemos interpretar la Biblia solos por nuestra cuenta, que lo más importante es una relación personal con Jesús, no la doctrina o los códigos morales. A decir verdad, a la mayoría de los evangélicos «llaneros solitarios» les importa la doctrina y la moralidad, pero quieren decidir por su cuenta lo que estas significan. Rechazan la noción de que la Iglesia es una comunión viva de santos, con autoridad sobre cada creyente. En este protestantismo de la «Nueva Era», donde no importa lo que uno crea o haga mientras tenga contacto con una cierta atmósfera espiritual, la cultura triunfará sobre el evangelio, y nosotros, los evangélicos, seguiremos los pasos del protestantismo liberal. La única alternativa es que tomemos en serio la Gran Tradición.

Gerald R. McDermott ocupa la cátedra Jordan-Trexler en Religión en el Roanoke College y es investigador asociado en el Centro Jonathan Edwards de la Universidad del Estado Libre [University of the Free State] en Sudáfrica. Es coautor de A Trinitarian Theology of Religions: An Evangelical Proposal (Oxford).

Traducción por Iván Balarezo

Edición en español por Livia Giselle Seidel

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Por qué la iglesia no debería ser solo en Facebook

Las razones por las que los servicios de adoración no deberían ser en línea son meramente humanas.

Christianity Today October 14, 2021
Illustration by Mallory Rentsch / Source Images: Dear / Unsplash / Thomas Miller / EyeEm / Getty Images

Cada semana, en el vestíbulo principal, la secretaria de la iglesia en la que asistí al jardín de niños actualizaba el archivo de grabaciones de sermones. Esto fue a principios de la década de 1990, por lo que el archivo era un anaquel de casetes, con quizás dos o tres copias para cada sermón, en caso de que varios miembros de la iglesia, que por cualquier motivo tenían que permanecer en casa, quisieran escucharlos al mismo tiempo.

Ese tipo de atención para aquellos que no pueden asistir a la iglesia los domingos (ya sea ocasionalmente o a largo plazo) debido a la vejez, una enfermedad crónica o una discapacidad, es indiscutible. La mayoría de las iglesias hace tiempo que pasaron de los casetes a un formato de podcast, YouTube o CD, pero la idea básica de usar la tecnología para llevar al menos el sermón a aquellos que no pueden adorar en persona llegó para quedarse, y así es como debería ser. Aunque no es un cumplimiento suficiente de nuestros deberes por sí solo, es fácilmente defendible como una manifestación de la responsabilidad cristiana de cuidar a los enfermos (Mateo 25:36), predicar la Palabra (2 Timoteo 4:2), y «atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones» (Santiago 1:27).

Pero, ¿qué hay de la conducción de la iglesia, (o, al menos, el tiempo de adoración y enseñanza en grupo) en Facebook? Muchas congregaciones probaron esto o algo similar por primera vez durante la pandemia del COVID-19.

Facebook informó que la semana de la Pascua del 2020, cuando el confinamiento por la pandemia apenas se estaba generalizando, fue «la semana más popular y la más grande para las videollamadas grupales en Messenger y para las transmisiones en vivo por Facebook de las páginas espirituales». Las personas parecieron adoptar rápidamente estas formas de conectarse cuando se vieron separadas por el COVID-19.

En Facebook, las iglesias pueden formar «grupos» o «páginas». Pueden albergar chats y publicar memes que los miembros y seguidores verán y responderán. Con una conexión a Internet lo suficientemente buena y congregaciones lo suficientemente pequeñas, pueden realizar sesiones en vivo por Facebook, que son como videollamadas. Pueden planificar eventos y recomendar libros, videos y otras publicaciones.

Y Facebook, más que otras redes sociales importantes, está cortejando deliberadamente [enlaces en inglés] el uso religioso. El sitio está probando una función de solicitud de oración, que parece solo diferir de las publicaciones regulares en grupos en que se puede responder haciendo clic en el botón «Oré» en lugar de dar clic en «Me gusta». Facebook también está trabajando directamente con algunas denominaciones y mega iglesias, con la esperanza de hacer de la fe una nueva fuente constante de tráfico e ingresos publicitarios.

Al leer sobre el alcance religioso de Facebook, me sorprendió lo positivas que fueron las respuestas de pastores y otros líderes religiosos cuando fueron entrevistados sobre esta integración de la adoración, la comunidad congregacional y las redes sociales. Algunos agregaron advertencias sobre el uso indebido de la tecnología o las preocupaciones por la privacidad, pero la acogieron en gran medida como una herramienta valiosa para la vida cotidiana de la iglesia. Algunos incluso parecen pensar, como dijo una vez el televangelista Pat Robertson sobre la televisión, que «sería una locura que la iglesia no se involucrara con la fuerza más formativa de Estados Unidos»; que «el mensaje es el mismo, [y] el medio de entrega puede cambiar».

Ese pensamiento está equivocado. A pesar de todos sus usos prácticos en circunstancias extraordinarias como la pandemia o como un medio para incluir y ministrar a aquellos que físicamente no pueden asistir a los servicios, las redes sociales como un espacio para la adoración grupal ordinaria nos harán más daño que bien.

Facebook, (y otros sitios de redes sociales), no son simplemente la próxima evolución del ministerio de casetes o una conveniente centralización en línea de la logística y la adoración. Su poder formativo no es neutral.

Sospecho que el medio cambiará significativamente el marco del mensaje, o incluso lo cambiará por completo, principalmente al trivializarlo, y encontrando la forma de distraer nuestra atención.

El crítico cultural Neil Postman escribió Divertirse hasta morir en 1985, cuando la televisión era el medio bajo escrutinio. Postman no era cristiano ni sabía nada de las redes sociales. Aun así, su capítulo sobre la iglesia televisada (que contiene la cita anterior de Pat Robertson) ofrece tres advertencias premonitorias que los cristianos necesitan al considerar un nuevo medio de adoración.

El primero es el más simple: es una «gran ingenuidad tecnológica», escribió Postman, imaginar que la televisión no modificará el mensaje de la iglesia, porque «no todas las formas del discurso se pueden convertir de un medio a otro». Nos damos cuenta de esto en otros contextos, reconociendo, por ejemplo, que cantar solo en tu auto no es lo mismo que cantar con una congregación.

Esto también es cierto para las redes sociales. El mismo servicio de adoración, si se presenta como un video en vivo por Facebook, es sustancialmente diferente de lo que sería si se experimentara en persona. Las palabras pueden ser idénticas, pero su contexto transforma el mensaje. Esto me lleva a la segunda advertencia:

Poner los servicios de la iglesia en las redes sociales es intrínsecamente desorientador, y podemos olvidar que la verdadera adoración del Dios trino, creador del universo, no debería tener que competir por nuestra atención con los memes tontos, los discursos políticos y el sinfín de frivolidades que encontramos en Facebook (al mismo tiempo y en el mismo lugar). Nunca decoraríamos nuestros santuarios con anuncios de Amazon y dibujos animados toscos, pero eso es lo que rodea a los servicios de adoración en Facebook.

Si proclamamos «Jesús es el Señor» en Facebook, en lugar de en persona, las palabras no cambiarán, pero el significado sí. El medio pone esa declaración de fe al mismo nivel que «Vote por este candidato», «Compre esta camiseta» y «Obtenga un me gusta por compartir este meme».

Nada de eso cambia a Jesús, por supuesto. La diferencia tiene que ver con nosotros y cómo procesamos los mensajes. Mantener el enfoque en Cristo ya es un desafío enorme de nuestro tiempo, tanto en el sentido más amplio de tener una lealtad absoluta e indivisa a Jesús, como también en el sentido menor de mantener nuestras manos lejos de nuestros teléfonos durante dos segundos para hacer algo, cualquier cosa, que esté relacionada con Dios.

No es imposible, por supuesto, que Dios llame a las personas a Sí mismo a través de un medio profundamente defectuoso, pero tampoco es prudente rodear deliberadamente la adoración con distracción cuando ya de por sí tenemos demasiadas distracciones.

«Las personas comerán, hablarán, irán al baño, harán flexiones o cualquier otra cosa que estén acostumbradas a hacer en presencia de [una] pantalla», escribió Postman sobre los servicios de adoración por televisión. Esto suena vergonzosamente cierto desde mi experiencia con la iglesia Zoom en tiempos de pandemia, que era mejor que nada. Pero no sustituyó al encuentro que Juan describe como «hablar personalmente con ustedes para que nuestra alegría sea completa» (2 Juan 1:12).

Las redes sociales están diseñadas para la trivialidad y la distracción, para ayudar a los anunciantes y las plataformas a beneficiarse de la «economía de la atención», y nuestro comportamiento al consumirlas refleja ese hecho.

Mi tercera advertencia está estrechamente relacionada con la ausencia de buenas restricciones que conlleva la adoración limitada a la pantalla: «El espectador está consciente en todo momento de que un toque del interruptor producirá un evento diferente y secular en la pantalla», señaló Postman. Esa posible elección constante es un poderoso incentivo para que la iglesia se interese menos por darnos lo que necesitamos y se preocupe más por darnos lo que queremos: lo que sea que nos mantenga escuchando activamente, cualquier cosa que haga que no deslicemos la pantalla hacia abajo.

Puedo escabullirme en cualquier momento que quiera, sin que me restrinja siquiera la más leve incomodidad de salir del santuario mientras el predicador sigue hablando. Las limitaciones que sentimos en persona no niegan nuestra capacidad para elegir lo que hacemos. Pero la presencia de otros puede ser una poderosa presión para nuestro bien. Francamente, necesitamos la presión de otros compañeros para mantenernos comprometidos con la adoración.

No estoy diciendo que crea que la iglesia en línea sería un sustituto perfecto de la iglesia en persona si tan solo la persona pudiera estar sentada en silencio, en un entorno hermoso, con el servicio de la iglesia en una pantalla grande y sin publicidad. A estas alturas, todos nos hemos dado cuenta de que un servicio religioso sin tener un encuentro cara a cara, o un canto grupal, no es suficiente. No obstante, también es necesario decir que el medio, ya sea Facebook o cualquier otro, es un problema en sí mismo.

Sin embargo, las tentaciones no son solo para quienes miran. Un servicio en línea tienta a los maestros a dejar de tomar su cruz (Lucas 9:23) y a apoyarse en «Por favor, mantenga Facebook abierto y por favor no navegue por Twitter o el correo electrónico en su teléfono». Hace que el cristianismo sea menos «exigente y serio», pensó Postman, y más «fácil y divertido… completamente otro tipo de religión».

Traducción por Sergio Salazar

Edición en español por Livia Giselle Seidel

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Los diez compromisos detrás de los diez mandamientos

La lista de reglas más famosa del mundo se basa en algo más profundo que los principios éticos.

Christianity Today October 14, 2021
Illustration by Rick Szuecs / Source images: Gordon Johnson / Pixabay / Wikimedia Commons

Teniendo en cuenta que se encuentran entre las palabras más influyentes jamás escritas, hay una serie de cosas curiosas sobre los Diez Mandamientos. Para empezar, hay dos versiones con una redacción sutilmente diferente (Éxodo 20:1-17; Deuteronomio 5:6-21). Nadie sabe cómo se dividieron en dos tabletas. La primera declaración («Yo soy el Señor tu Dios…») no es un mandamiento en realidad.

Lo más extraño es que parece que hay más de diez. Las frases imperativas que comienzan con «no» aparecen 12 veces en total, y eso no incluye los mandatos «Acuérdate del día de reposo» y «Honra a tu padre y a tu madre» (RVR1960). La Iglesia Ortodoxa y la mayoría de los protestantes resuelven este problema combinando todos los mandamientos sobre la codicia en uno. Los católicos romanos lo abordan agrupando las prohibiciones de la idolatría en una sola: San Agustín argumentó que el primer mandamiento (No tendrás otros dioses) incluye lo que muchos consideran el segundo (No te harás ningún ídolo).

Muchos admitirían que el recuento preciso de los mandamientos no importa realmente, siempre y cuando los obedezcamos todos. Estoy de acuerdo. Pero otra característica curiosa de los Diez Mandamientos que sí importa, y que con frecuencia pasa desapercibida, es el hecho de que hay diez afirmaciones teológicas, diez atributos de Dios, si se quiere, entretejidas en medio de ellos. Si bien es cierto que el texto nos dice quiénes debemos ser, también nos dice quién es Dios. La revelación se encuentra junto a la regulación.

Ya hemos notado la afirmación. Las palabras de Dios a Israel no comienzan con un mandamiento, sino con el nombre de Dios: «Yo soy el Señor tu Dios…» (Éxodo 20:2, NBLA). En otras palabras, soy Yahvé, el Dios que hizo un pacto con Abraham. Sabes mi nombre porque te lo revelé. Esta relación no comienza con tu compromiso conmigo (por importante que sea), sino con el mío contigo.

La misma frase apunta a los actos de redención de Dios: «… que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre». Los mandamientos reales aún no han comenzado. Antes de dar instrucciones, Dios quiere que Israel sepa sin lugar a duda que Él es un Dios redentor, rescatador y liberador. Solo entonces comienza a aclarar cómo deben expresarse la obediencia y la gratitud. La gracia viene primero, después la instrucción. El rescate precede a las reglas.

Los dos primeros mandamientos (al menos en el recuento protestante) se relacionan con la adoración. Claramente, aunque implícitamente, resaltan dos atributos divinos más: que Dios es uno («No tendrás otros dioses delante de Mí», v. 3), y su invisibilidad («No te harás ningún ídolo, ni semejanza alguna», v. 4). Solo hay un Dios a quien adorar, y como no se le puede ver, es una blasfemia hacer una representación visual de Él, como Israel descubrirá para su vergüenza en Éxodo 32.

Este mandato es seguido, y de hecho explicado, por otros dos atributos divinos, a saber, el celo de Dios y su amor inquebrantable. Su celo significa que juzgará las iniquidades durante tres o cuatro generaciones. (Es importante distinguir entre la envidia, el deseo pecaminoso de lo que pertenece a otra persona, y el celo divino, que es el deseo santo de Dios de no permitir que lo que le pertenece a Él se le entregue a nadie más). Su amor inquebrantable, por otro lado, dura miles de generaciones (Deuteronomio 7:9), superando sus castigos en varios órdenes de magnitud. La misericordia triunfa sobre el juicio.

Eso no significa que los culpables queden impunes. Él sigue siendo un Dios de justicia, como afirma el tercer mandamiento: «no tendrá por inocente al que tome Su nombre en vano» (Éxodo 20:7). Pero a pesar de los truenos y relámpagos, los mandamientos posteriores enfatizan otros atributos. Él también es el Dios de la creación, quien hizo los cielos y la tierra y todo lo que hay en ellos, llenando el cosmos de abundancia, vida y maravillas (v. 11). Él es el Dios del descanso, que no solo se sienta y disfruta de lo que ha hecho, sino que bendice el día de reposo y lo santifica para que su pueblo también descanse (vv. 8-10). Y Él es el Dios de la promesa, que da bienes (en este caso, la tierra) como herencia a los que honran a sus padres (v. 12).

Los Diez Mandamientos son fundamentales para la ética cristiana, utilizados por Jesús y Pablo como marco para enseñar sobre la obediencia a la fe. Pero están llenos de la revelación de quién es Dios y lo que Él ofrece. Quizás deberíamos llamarlos también los Diez Compromisos.

Andrew Wilson es pastor docente en King’s Church en Londres, Reino Unido, y autor de God of All Things. Síguelo en Twitter @AJWTheology.

Traducción por Sergio Salazar

Edición en español por Livia Giselle Seidel

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History

La historia de la Iglesia es una bella melodía interpretada de manera imperfecta

Cómo el mensaje de Cristo ha resonado a lo largo de los siglos, incluso en los momentos en que sus seguidores no lograron tocar en armonía.

Christianity Today October 11, 2021
Wikimedia Commons / Edits by Rick Szuecs

Cuando se trata de la historia de la Iglesia, hay dos enfoques comunes pero errados: algunos celebran una serie ininterrumpida de triunfos del pueblo de Dios, mientras que otros denuncian un historial de actos inmorales cometidos por hipócritas. La verdadera historia, sin embargo, es mucho más compleja, con algunos cristianos amoldándose a las enseñanzas de Cristo y algunos otros quedándose muy cortos, tal como lo documenta el historiador John Dickson en Bullies and Saints: An Honest Look at the Good and Evil of Christian History [Acosadores y santos: Una mirada honesta sobre lo bueno y lo malo en la historia del cristianismo]. Christopher Reese, escritor independiente y editor de The Worldview Bulletin, conversó con Dickson sobre cómo podemos aceptar y asumir los errores de la historia de la Iglesia, y a la vez responder a los escépticos que niegan los numerosos logros que la Iglesia ha tenido en los últimos dos milenios.

¿Cómo pueden los cristianos de hoy beneficiarse de aprender acerca de la historia de la Iglesia?

Aprender sobre cualquier tipo de historia tiene múltiples beneficios. En primer lugar, puede conducir a la humildad. Saber más sobre las figuras del pasado que cambiaron su época pone en perspectiva nuestros propios logros y nuestra autosuficiencia. Por otro lado, los hechos vergonzosos de la historia, especialmente de la historia del cristianismo, deberían llevarnos a considerar qué puntos ciegos verán en nosotros las generaciones futuras. Cuanto más estudio la historia, menos juzgo a nuestros antepasados, no porque los males que cometieron no fueran malos, sino porque temo no poder ver mi propia maldad.

Otro aspecto sorprendente de estudiar la historia es que nos invita a indagar en un pozo mucho más profundo de experiencia y sabiduría humanas. Es como realizar la máxima encuesta de opinión acerca de la democracia. Escuchamos las mejores ideas, no solo de nuestro presente, sino también de épocas pasadas. Y vemos cómo toda la familia cristiana luchó con la sabiduría de Dios en contextos muy diferentes.

¿Cuáles son los mitos populares sobre la historia del cristianismo que más quisiera corregir?

¡No sé por dónde empezar! Un mito popular es que los primeros cristianos adoptaron una ética del amor y la humildad solo porque eran los «perdedores» de la sociedad: campesinos, mendigos, perseguidos. Pero nada podría estar más lejos de la verdad. Cuanto más leo los documentos más antiguos que datan de aquellos siglos de fundación del cristianismo, más convencido estoy de que esos cristianos sentían que podían permitirse ser buenos perdedores porque, en realidad, ¡ya habían ganado! Esta convicción les permitía ser indiferentes ante la política y el poder, sabiendo que la glorificación de Cristo y la reivindicación de su pueblo perseguido ya estaban aseguradas.

Hay muchos otros mitos que merecen ser aclarados, por ejemplo, la noción popular de que Occidente entró en la «Edad oscura» tras la caída de Roma y el ascenso de la Iglesia. Es cierto que durante ese periodo se perdieron muchas estructuras importantes. Sin embargo, la Iglesia continuó su labor estableciendo comunidades de cuidado, construyendo hospitales y escuelas, e inspirando una enorme industria de estudio y copia de obras clásicas. Muchos no se dan cuenta de que la gran mayoría de los textos latinos clásicos, tanto paganos como cristianos, fueron conservados por monjes diligentes en el periodo que llaman «la Edad oscura».

Por supuesto, los cristianos también pueden tener sus propios mitos que pintan la historia del cristianismo casi completamente de color de rosa. No veo ningún valor en blanquear las cosas horribles que se hicieron en nombre de Jesús, como la quema de sinagogas en el siglo IV, el cierre de templos paganos en el siglo VI o la reinterpretación en el siglo XII de la metafórica «armadura de Dios» descrita por Pablo para justificar el uso de espadas reales contra los no creyentes.

¿Hay algún personaje histórico en su libro que los cristianos deberían conocer mejor?

Si tuviera que elegir solo uno, sería Alcuino de York, quizás el más grande europeo del que nunca oímos hablar. Fue un devoto diácono de la iglesia y fue conocido como el hombre más culto del mundo en el siglo VIII. Introdujo un amplio programa educativo en toda Europa bajo el patronato de Carlomagno. Los estudiantes –niños y niñas, ricos y pobres– aprendían gramática, lógica, retórica, geometría, aritmética, astronomía básica y lo que podríamos llamar filosofía de la música, que los preparaba para estudiar materias avanzadas como historia, teología y derecho.

Esto transformó a Europa de una manera que los romanos nunca podrían haber logrado, y que nunca habrían intentado. Con el tiempo, nos dio las grandes escuelas catedralicias y las principales universidades de la Baja Edad Media. Pero la contribución de Alcuino no fue tan solo académica. Como uno de los consejeros más queridos de Carlomagno, de alguna manera convenció al gran monarca para que evitara su brutal política de «conversión o espada». Alcuino quería convertir a la Europa pagana a través de la dulce persuasión, no por medio de violencia e impuestos.

¿Cómo responde usted a los escépticos que enumeran acontecimientos como la Inquisición o las Cruzadas como razones para rechazar el cristianismo?

Rechazar el cristianismo basándose en la terrible actuación de algunos cristianos es como descartar a Bach después de escuchar mis débiles intentos de tocar sus suites para violonchelo. Todos sabemos distinguir entre la composición y la interpretación. Y lo mismo aplica a la historia de la Iglesia. El mensaje original de Cristo ha resonado a lo largo de los siglos como una bella melodía, aunque muchos cristianos no hayan logrado tocarla en armonía.

En cualquier caso, ninguna evaluación honesta de la historia del mundo puede tratar la intolerancia y la violencia de la iglesia como algo único. El salvajismo parece ser universal. Pero hay cosas que no son universales, como la educación gratuita, los hospitales y la caridad para todos. Estas fueron las contribuciones especiales del cristianismo.

¿Cómo cree que sería el mundo actual si la Iglesia nunca hubiera existido?

Solo podemos especular, por supuesto, así que permítanme hacerlo. El hecho es que los griegos y los romanos no creían en lo que nosotros llamamos caridad. Como no consideraban la humildad como una virtud, nunca soñaron con proporcionar hospitales para la población general. Y tenían una visión profundamente denigrante de las mujeres y del sexo. A pesar de muchos fracasos trágicos, la Iglesia corrigió estos males.

Algo sorprendente de la historia del cristianismo es este «correctivo» incorporado en el corazón de la fe. Cuando la Iglesia se encontraba en su peor momento, surgía alguna figura profética que señalaba lo lejos que se había desviado todo el mundo del Evangelio, e inspiraba un movimiento de reforma que hacía que la gente volviera al buen camino, hasta el siguiente periodo de fracaso sistémico.

Por mucho que nuestro mundo vea a la Iglesia como algo meramente tradicional e incluso antiprogresista, lo cierto es lo contrario. Esa podría ser una buena descripción de la Roma republicana e imperial, pero no describe la trayectoria dominante de la historia de la iglesia, que se caracterizó por el arrepentimiento, la mejora y el esfuerzo hacia una mayor encarnación de la perfección de Cristo. En cierto modo, las pasiones seculares modernas por denunciar la hipocresía y exigir el progreso son piezas del legado cristiano que se han desprendido de su fuente espiritual.

¿Qué mensaje espera que los lectores saquen de este repaso de la historia del cristianismo?

Mi esperanza para los escépticos es que, a pesar de ver confirmados sus peores temores sobre la Iglesia en algunos puntos, también se sorprendan de hasta qué punto los cristianos en su mejor momento nos han dado algunas de las cosas que los humanistas seculares aprecian hoy.

Me gustaría pensar también que los cristianos se sentirán al mismo tiempo humillados e inspirados por la actuación de la Iglesia a lo largo de sus veinte siglos. La posibilidad de desviarse del camino de Cristo está siempre presente. Sucedió en el pasado, y volverá a suceder en el futuro. Esto debería causarnos dolor y temor, manteniéndonos alerta ante nuestros propios puntos ciegos. Pero confío en que las historias de fe heroica de cada siglo nos afirmarán para seguir creyendo que, a pesar de nuestros fracasos, Cristo puede obrar sus maravillosos propósitos a través de una carne tan frágil como la nuestra.

Traducción por Sofía Castillo

Edición en español por Livia Giselle Seidel

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