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Lecturas devocionales de Adviento de Christianity Today.
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Lectura de hoy: Lucas 2:8-20
Había llegado la hora. Durante miles y miles de años, el pueblo de Dios había estado esperando la llegada del más grande de los hijos de David: el Mesías y Rey de Israel, el Príncipe de Paz prometido. Los sueños de sus profetas, sueños forjados por Dios, finalmente se hicieron realidad cuando los coros de ángeles anunciaron: ¡El Rey ha llegado! Ha nacido en este día.
Nos resulta maravilloso que un ángel del Señor anunciara la llegada del Mesías. Miramos boquiabiertos a todo un ejército de ángeles estallando en extraordinaria alabanza. Podríamos esperar que esta proclamación resonara en los salones reales o en el templo; en cualquier lugar excepto en un oscuro campo cerca de Belén, teniendo a humildes pastores como audiencia.
El hedor animal de sus ropas, su innoble posición social y la suciedad alojada debajo de sus uñas no descalificaron a estos pastores para recibir la palabra del Señor. Después de todo, esta buena noticia de gran gozo era para «todo el pueblo» (Lucas 2:10, NVI) y, como leemos más adelante, especialmente para «los pobres» (4:18).
¿Y qué les dijo el ángel que sería la señal de estas extraordinarias buenas nuevas? Busquen la pobreza del Mesías: encontrarán al niño acostado en un pesebre, un comedero para el ganado. Olerá como ustedes, benditos pastores. Lo encontrarán en circunstancias humildes, como si se tratara de un marginado. De hecho, «dichosos ustedes los pobres, porque el reino de Dios les pertenece» (6:20).
Y bienaventurados somos también nosotros cuando, como los pastores, recibimos estas buenas nuevas y nos apresuramos a encontrarnos con Jesús. ¿No es así como comenzamos nuestro andar con Cristo? No habíamos entendido todo lo que Él es, ni todo lo que Él había hecho, ni cómo esta historia estaba destinada a transformarnos radicalmente. Simplemente sabíamos que necesitábamos verlo y conocerlo. Y cuando por fin lo vimos, ¿cómo podíamos evitar proclamar las buenas nuevas y «glorificar y alabar a Dios por todo lo que habíamos visto y oído» (2:20)?
¿No es la vida de la fe similar a esta cadencia: escuchar el evangelio, apresurarse al encuentro con Jesús, y luego proclamar el evangelio y alabar a Dios? ¿No es así como se ve la vida de fe? ¿No es esta la receta de adoración que alimenta nuestra perseverancia? ¿No es este el suelo donde florece la esperanza?
El reino de Dios está lleno de historias como estas: los humildes pastores se convierten en preciados heraldos de la salvación; los recaudadores de impuestos y las prostitutas se convierten en amigos de Dios; el necio y el débil avergüenzan al sabio y al fuerte. Incluso nuestra Esperanza misma, «el Mesías, el Señor» (2:11, NTV), fue una vez puesto en un pesebre.
—Quina Aragón
Lectura de hoy: Lucas 2:22–38
En el crepúsculo de las vidas de Ana y Simeón, cuando otros podrían haber pensado que el barco de sus sueños y esperanzas había zarpado hace mucho tiempo, Dios hizo su aparición más espectacular. Fue entonces, cuando desde un punto de vista humano toda esperanza parecía perdida, que María y José colocaron suavemente en sus brazos al recién nacido Jesús. Jesús, el Mesías: sus esperanzas y sueños encarnados. Dios es así. Una y otra vez, Dios aparece en la historia y en nuestras vidas en el momento más impredecible e inesperado.
Tal vez, como Simeón, hemos servido y adorado a Dios con alegría durante toda nuestra vida. Y quizás también hemos escuchando a Dios diciendo que lo que estamos experimentando en el presente no es el final: que hay algo más.
Podría ser que, como la profetisa Ana, hayamos pasado toda nuestra vida siguiendo al Señor de cerca, caminando con su pueblo. Tal vez hemos estado haciendo la voluntad de Dios, siendo sacrificiales y amando a las personas, y hemos encontrado también dolor y sufrimiento en el camino. Quizás cada mañana nos despertamos con grandes expectativas, solo para terminar el día decepcionados. Quizás pasen los días sin que nada cambie. La vida misma puede parecer una decepción. Podemos incluso cuestionarnos si realmente escuchamos la voz de Dios.
Para Ana y Simeón, un día normal que empezó como cualquier otro, fue el día en que de repente todo cambió. María y José fueron al templo a ofrecer, en cumplimiento de la ley mosaica, a su hijo primogénito, Jesús, Dios mismo. En ese kairos [término griego para «momento adecuado u oportuno»], el Espíritu Santo guió a Simeón, y luego a Ana, en dirección de la sagrada familia. Aunque ambos estaban al borde de la muerte —su piel flácida mostraba manchas de la edad, sus cuerpos estaban encorvados y sus movimientos eran más lentos y más mesurados—, Dios apareció con el rostro fresco, lleno de vida, con ojos brillantes y piel sublimemente suave: como un bebé recién nacido. Un hecho impredecible e inesperado.
Los testimonios de Ana y Simeón nos recuerdan que Dios sigue apareciendo en nuestras vidas, a menudo de forma inesperada. Él irrumpe, trayendo una alegría inimaginable a nuestros días ordinarios.
Y no solo en esta vida, sino también en la venidera, en la cual nuestras esperanzas y sueños finalmente se harán realidad en Dios mismo.
Así que, con Ana y Simeón, exclamemos el sentimiento del gran himno, «¡Jesús, alegría de nuestros deseos!» Nuestra esperanza y nuestros sueños se ponen de manifiesto en Cristo, desde ahora y para siempre.
—Marlena Graves
Lectura de hoy: Mateo 2:1–12
La gran historia de redención de Dios está llena de ironía. Incluso cuando Mateo enfatiza que Jesús es el Mesías prometido en virtud de su lugar de nacimiento, el cual cumple con las profecías de las Escrituras, también presenta a su audiencia judía a un misterioso grupo de extranjeros: los sabios de oriente [«magos» en algunas traducciones]. ¡Mire al niño Jesús tan pronto haciendo que las naciones «se apresuren hacia Él»! (Isaías 11:10; 60:1–6).
Esta caravana migrante de gentiles entra en la Ciudad Santa, el centro de la vida religiosa judía y la residencia de Herodes (el auto-nombrado «rey de los judíos»), con la intención de encontrar y adorar al verdadero«Rey de los judíos» (Mateo 2:2). La ironía aquí casi provoca risa, hasta que notamos la aparente indiferencia de los principales sacerdotes y escribas ante el nacimiento de Cristo, y la falsa adoración de Herodes, que resulta en la matanza de niños inocentes.
Más que entretenimiento, esta ironía debe producir convicción. Los deseos de los sabios contrastan marcadamente con los de Herodes. Aunque ambos conocían las Escrituras y ambos deseaban conocer el paradero de Cristo, Herodes recurrió a planes secretos para tratar de eliminar esta «amenaza», mientras que los sabios simplemente siguieron la estrella hasta encontrar la Fuente de gozo supremo.
También observamos un evidente contraste entre la respuesta de adoración de los sabios y la aparente inacción de los principales sacerdotes y escribas. Claramente, la proximidad a la verdad no es suficiente. ¿Fue vergonzoso para estos «especialistas en el Mesías» no reconocer su advenimiento antes que estos paganos? ¿Por qué sus vastos conocimientos teológicos no despertaron en ellos una disposición como la que vemos en los sabios? ¿Fue su capacidad de respuesta espiritual embotada por el hambre de poder y la sed de privilegios al aliarse con un rey tiránico?
«Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados», nos dice la Palabra (Mateo 5:6). Esta es la realidad que vemos encarnada en estos sabios gentiles. Su gozo se desbordó y se transformó en adoración cuando vieron ese brillante signo de esperanza reposar sobre el hogar de la Esperanza misma (ver Números 24:17). Viajaron desde muy lejos para doblar gozosos sus rodillas ante el «Rey de los judíos», quien resultó ser también el «Rey de las naciones» (Apocalipsis 15:2-4).
El amor de Dios es un escándalo: demasiado completo para contenerlo, demasiado impactante para predecirlo. Hace de los paganos, adoradores de Cristo y, de los extranjeros, héroes de la fe. ¿Estamos dispuestos a aprender de estos líderes inverosímiles y de su adoración generosa y humilde? Si lo estamos, quizás también nosotros encarnemos una hermosa ironía: una alegría perturbadora, una brillante esperanza que atraviese la oscuridad de nuestro tiempo.
—Quina Aragón
Lectura de hoy: Mateo 2:1-18; 1 Juan 3:8
En la historia del nacimiento de Jesús, hasta este momento todo ha sido canto y gozo. Hemos visto coros angelicales, pastores presurosos y hombres sabios buscando adorarlo. Pero aquí, en Mateo 2:16-18, tenemos el recordatorio brutal y contundente de por qué Jesús vino al mundo en primer lugar. «Cuando Herodes se dio cuenta de que los sabios se habían burlado de él, se enfureció y mandó matar a todos los niños menores de dos años en Belén y en sus alrededores, de acuerdo con el tiempo que había averiguado de los sabios» (v. 16).
En este pasaje, nos enfrentamos a una realidad cruda e inquietante: hay maldad y perversión en este mundo. El terror del pecado existe y gobierna en los corazones de hombres y mujeres. Abandonados a nuestros propios recursos y bajo la influencia del maligno, los humanos podemos ceder ante el engaño, e incluso, ante mentiras asesinas. Lo vemos claramente en las acciones de Herodes, situadas en la cúspide de la maldad. Aquí mismo, en la historia de Navidad, mientras todavía escuchamos el canto de los ángeles, Satanás y sus secuaces asesinan a un sinnúmero de bebés.
La frustración de Herodes da paso a la furia y desata esta rabia impía. Solo podemos imaginar el horror que se apoderó de Belén cuando Herodes envió a sus escuadrones de la muerte a matar a los bebés varones. Este es el acto brutal y monstruoso de un gobernante sádico bajo la influencia de Satanás. Esta atrocidad en la historia de Navidad es un recordatorio severo y sobrio para nosotros, en medio de nuestro canto, de que la razón por la que Jesús vino es para luchar. Hay una guerra y Jesús vino a vencer nuestro pecado.
La Navidad no se trata de cintas y etiquetas. No se trata de paquetes, cajas o bolsas. Se trata de una guerra espiritual. Primera de Juan 3:8 nos dice que se trata de que: «El Hijo de Dios fue enviado precisamente para destruir las obras del diablo».
Que podamos celebrar la paz y la belleza de la Navidad. Que podamos celebrar mientras cantamos, «¡Al mundo paz! El Señor ha venido». Pero recordemos también este oscuro acontecimiento de la historia de Navidad, porque la matanza de los bebés de Belén nos recuerda el porqué del nacimiento de Jesús. Cristo vino al mundo para vencer nuestro pecado y para destruir las obras del maligno.
—Anthony Carter
Este artículo es una adaptación de un sermón que Anthony Carter predicó el 24 de diciembre de 2017. Usado con permiso.
Lectura de hoy: Juan 1:1–18
El Verbo, la fuente de la Creación y la luz verdadera, entró en la humanidad como un bebé indefenso nacido en circunstancias humildes. Desde una perspectiva humana, el nacimiento de Jesús es bastante impactante. ¿Por qué Dios hecho hombre no apareció por primera vez como un joven fornido flexionando sus músculos divinos y realizando hazañas espectaculares para que todos las vieran? ¡Los ángeles podrían haber anunciado su venida a través del mundo entero! Pero no lo hicieron. Un coro de ángeles iluminó el cielo nocturno solo para unos cuantos pastores aislados.
Compare el advenimiento de Jesús con la llegada de los generales romanos del siglo I, quienes regresaban a la ciudad con pompa y fanfarria después de una victoria militar. Querían ser vistos e impresionar mientras demostraban poder y exigían homenaje. Jesús vino en silencio y discretamente, sin exigir nada.
La forma en la que llegó Jesús, su vida entre campesinos judíos y su final ejecución como un criminal ciertamente parecen un plan contradictorio para persuadir al mundo de que él es el Mesías. Sin embargo, Juan afirma: «Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1:14).
La gloria de la que Juan testifica no concuerda con nuestras concepciones humanas de gloria y poder. Si bien los discípulos fueron testigos de muchos ejemplos milagrosos del poder de Cristo, en el evangelio de Juan la mayor demostración de la gloria de Jesús es la Cruz. Jesús mismo aclara esto: «“Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado… Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo”. Con esto daba Jesús a entender de qué manera iba a morir» (12:23, 32-33).
La impactante humildad del pesebre apunta hacia la humillación de la Cruz. Esta es nuestra esperanza extraña y de otro mundo: el Verbo, que nació como un niño indefenso, es el Salvador que vino a morir como un criminal, por nosotros. Cuando lo recibimos, dice Juan, recibimos Su Luz y Su Vida.
A veces me encuentro entre los seguidores de Jesús que todavía luchan con preguntas (véase: Mateo 28:17; Marcos 9:24; Juan 20:24-29). Cuando lo hago, vuelvo a Juan 1:14. Los discípulos habían visto a Jesús y habían estado con Él. Habían comido con Él, viajado con Él, pescado con Él, reído con Él y se habían lamentado con Él: con Dios, cara a cara. Con su vida, muerte y resurrección, Jesús los transformó tan profundamente que estuvieron dispuestos a abandonar todo, a sufrir, e incluso a morir por Jesús. Esa realidad apaga mis dudas.
También pienso en el milagro que celebramos esta Nochebuena: Jesús, el niño en el pesebre «quien, siendo por naturaleza Dios», «se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo» por nosotros (Filipenses 2:6–7). Pienso en el niño Jesús, que creció para morir y resucitar por mis pecados, ofrecerme verdadera esperanza y hacer nuevas todas las cosas. En esos momentos, Jesús, el Fiel y Verdadero; el Camino, la Verdad y la Vida, se me aparece de nuevo (Apocalipsis 19:11; Juan 14:6). Entonces, el Adviento sucede de nuevo.
—Marlena Graves
Lectura de hoy: Isaías 9:6–7; Lucas 2:4–7; 1 Pedro 1:3–5, 13
Herodes y el Diablo intentaron evitar que llegara la Navidad porque la venida del Rey de reyes es un pensamiento aterrador. Pero la Navidad llegó de todos modos. Satanás no pudo detener los planes de Dios, los cuales han sido establecidos para siempre. No pudo evitar que Cristo naciera. No pudo evitar que Jesús muriera en la cruz. No pudo evitar que Cristo resucitara de entre los muertos. No pudo evitar que Cristo construyera su iglesia. No pudo evitar que Cristo lo salvara a usted. Y Satanás no puede evitar que Cristo lo lleve a casa. Usted ha puesto su confianza en el Rey que no solo vino, sino que algún día volverá.
Este día de Navidad, mientras celebramos el nacimiento de Cristo, nos enfocamos en el porqué de su venida. Y también recordamos que se acerca otra Navidad. El Señor nuestro Dios aún no ha terminado.
A pesar de lo que dicen los detractores, Jesús vendrá nuevamente. A pesar de las dudas de los que dudan, Jesús vendrá nuevamente. A pesar de lo que dicen los escépticos, Cristo vendrá nuevamente. Como nos lo dicen las Escrituras, «He aquí, viene con las nubes, y todo ojo le verá» (Apocalipsis 1:7, LBLA).
Amados, recordemos: Cada Navidad es una Navidad más cerca de la última Navidad, cuando el Señor mismo descenderá del cielo con un grito y con las voces de los ángeles y las trompetas de Dios (1 Tesalonicenses 4:16). Si piensa que fue ruidoso y glorioso cuando los ángeles anunciaron su nacimiento a los pastores, ¡espere a que llegue su Segundo Adviento!
Para los que no creen, la venida de Cristo será aterradora. Pero para aquellos que confiamos en Cristo, la venida del Señor será un deleite. Decimos: «¡Ven, Señor!» ¡Maranatha! [término griego que significa «el Señor viene»] (1 Corintios 16:22). Aunque no sabemos cuándo ni cómo vendrá, oramos: Ven, Señor Jesús, ven. Nosotros, tu pueblo, te estamos esperando. Queremos ser encontrados fieles. Queremos perseverar. Ven, Señor Jesús.
Este día de Navidad celebramos el milagro de la Encarnación. Nos unimos a los pastores que se apresuraron a ver al niño en el pesebre, glorificando y alabando a Dios. Adoramos con los sabios que se arrodillaron ante el niño Jesús. Nos regocijamos en las Buenas Nuevas de gracia por las cuales Jesús vino, murió y resucitó. Vivimos con esperanza. Y recordamos que esta Navidad es solo una Navidad más cerca de la gloriosa última Navidad que esperamos. Con todo nuestro corazón, cantamos: «Ven, Señor Jesús, ven».
—Anthony Carter
Este artículo es una adaptación de un sermón que Anthony Carter predicó el 24 de diciembre de 2017. Usado con permiso.
Quina Aragón es autora y artista de la palabra hablada. Sus libros infantiles incluyen Love Made y, su próxima publicación, Love Gave (febrero de 2021).
Anthony Carter es el pastor principal de la Iglesia East Point en East Point, Georgia. Sus libros incluyen Running from Mercy y Black and Reformed.
Marlena Graves es escritora y profesora adjunta. Es autora de The Way Up Is Down y A Beautiful Disaster.
Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.
CT tiene más de 50 artículos traducidos al español.
Lecturas devocionales de Adviento de Christianity Today.
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Lectura de hoy: Mateo 1:1-17
Durante el Adviento, mientras buscamos encontrarnos con Cristo y adorarlo, a menudo lo buscamos en la estrella brillante que llevó a los magos al milagro del pesebre. Buscamos a Cristo en los regalos de oro, incienso y mirra; lo buscamos en la hueste celestial de ángeles cantando frente a los pastores que cuidaban de sus rebaños en medio de la noche.
No es frecuente que busquemos a Jesús en su genealogía. Allí vemos la mención de grandes hombres como Abraham, el padre de nuestra fe, o el rey David, el guerrero y adorador. Sin embargo, la genealogía del Mesías destaca no solo la grandeza, sino también la gracia. Su linaje nombra no solo a los líderes, sino también a personas innobles: Tamar, una mujer impura; Rut, una moabita; y Rahab, una prostituta.
Una genealogía no es solo una lista de nombres para repasar superficialmente y dar vuelta a la página. Las genealogías incluyen paradojas que apuntan a un Dios de lo imposible. Un Dios que tenía en mente que nuestro Mesías procediera de un linaje de reinos y coronas, así como de criminales y marginados.
La genealogía de «Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham» no solo nos invita a reflexionar sobre el hecho de que Dios eligió las personas, lugares y tramas más inesperados para llevar a cabo sus planes para su pueblo, sino que también nos proporciona un registro de promesas y profecías que surgen del corazón de un Dios fiel que cumplió el futuro que Él mismo predijo. Más que un simple resumen lleno de nombres, la genealogía de Jesús en el evangelio de Mateo revela la profecía cumplida de un Mesías que «brotará del tronco de Isaí» (Isaías 11:1, NVI), así como el cumplimiento de la promesa de Dios a Abraham de que a través de él «todas las naciones del mundo serían bendecidas» y que su descendencia sería «multiplicada como las estrellas en el cielo» (Génesis 22:17-18).
Así que le invito a apoyarse sobre esta lista de nombres. Permita que le guíe a una vida santa mientras perseveramos en el tiempo y espacio en el que vivimos, entre el nacimiento de Cristo y su regreso. Permita que le recuerde que podemos confiar en la Palabra de Dios y en su promesa de cumplir sus propósitos de bien en nuestras vidas y, en última instancia, también en este mundo, por más improbable que parezca. Así que le invito a permanecer en el linaje de Cristo, alabando a Dios por todo lo que ha hecho, mientras aguarda lleno de expectativa y con esperanza vehemente todo lo que está por venir.
—Rachel Kang
Lectura de hoy: Lucas 1:5–25
En una sociedad que opera de forma instantánea, en la que podemos ordenar algo en línea y recibirlo una hora más tarde, a menudo nos cuesta esperar. Sin embargo, como dijo Simone Weil: «Esperar pacientemente y a la expectativa es la base de la vida espiritual».
Zacarías y su esposa Elisabet habían estado esperando durante mucho tiempo. «Pero no tenían hijos, porque Elisabet era estéril; y los dos eran de edad avanzada» (Lucas 1:7). Zacarías significa «aquel a quien el Señor recuerda». Hay una dolorosa ironía aquí, porque aunque su nombre significa «el Señor recuerda», en todos sus largos años de espera, probablemente él sintió como si el Señor lo hubiera olvidado.
Pero en Lucas 1:5–25, todo cambia. El ángel Gabriel se le aparece a Zacarías y le dice: Tendrás un hijo. Esta noticia es tan increíble y tan impactante, que la respuesta de Zacarías es: Eso es imposible. Es difícil para Zacarías creer que realmente va a suceder. Y como no lo cree, Zacarías padece un caso de «laringitis angelical» durante los siguientes nueve meses hasta el nacimiento de su hijo.
La historia de Zacarías y Elisabet nos recuerda que la oración es una respuesta fiel en los tiempos de espera. Gabriel le dijo a Zacarías: «Ha sido escuchada tu oración» (v. 13). Esta declaración nos da una idea acerca de cómo vivieron Zacarías y Elisabet durante sus largos años de decepción: perseverando en la oración. Oraron incluso cuando las cosas no sucedieron como esperaban. Se aferraron a Dios, incluso en medio de la desgracia social, la desilusión y la desesperanza.
Pero, por supuesto, su espera no fue perfecta. Considere el versículo 20: «… como no creíste en mis palabras, las cuales se cumplirán a su debido tiempo…» (énfasis añadido). Aunque a Zacarías le faltó fe, Dios aún realizó el milagro. El Adviento nos recuerda que aunque nuestra fe no siempre es fuerte, Dios es fiel y cumplirá la promesa de su regreso. Podemos dudar, deprimirnos, desanimarnos o querer darnos por vencidos, pero en su gracia, Dios regresará.
La historia de Zacarías y Elisabet es hermosa y frustrante: es hermosa porque su larga espera termina con la respuesta a su oración, pero también es frustrante porque sabemos que no todas nuestras oraciones son respondidas de la misma manera. Esta es la complejidad del Adviento: la coexistencia del sufrimiento humano y la gracia divina. Ya sea en esta vida o en la venidera, sabemos que Dios hará todas las cosas nuevas. Así, junto con Zacarías y Elisabet, esperemos.
—Rich Villodas
Este artículo es una adaptación de un sermón que Rich Villodas predicó el 8 de diciembre de 2019. Usado con permiso.
Lectura de hoy: Lucas 1:26–38
María es increíblemente famosa hoy en día, pero hubo una época en que era completamente desconocida. Ella era solo una campesina adolescente de Nazaret, un poblado que, según algunos eruditos, pudo haber tenido menos de 100 habitantes. Como sus congéneres, probablemente María era analfabeta. Dada su condición de vida, se habría esperado que se casara humildemente con un joven pobre de clase trabajadora. Su familia probablemente habría pasado hambre a menudo al no tener lo suficiente para llegar a fin de mes.
Cuando el Dios del universo decidió elegir a su madre, no se acercó a una mujer joven con grandes riquezas y reconocido estatus social. En cambio, Dios se acercó a una campesina analfabeta de un pueblo muy pequeño. La genealogía de Jesús (Mateo 1:1-17) nos muestra que no tenemos que ser de una raza en particular o pertenecer a determinado grupo social para ser parte de la historia de Dios. Y cuando miramos a María, vemos que no tenemos que ser ricos, ni venir de una gran ciudad, ni ser muy educados o importantes en la sociedad. Podemos ser personas ordinarias y, sin embargo, ser parte de esta historia eterna.
¿Cuál es la única calificación que Dios requiere? Cuando el ángel Gabriel se acercó a María y le dijo: Estás a punto de convertirte en la madre del Hijo de Dios, María abrió su corazón y dijo: Sí, que el Señor haga conmigo como me has dicho. Para formar parte de esta historia y experimentar a Dios dando a luz su vida en nosotros, todo lo que necesitamos es un sí. Necesitamos dar nuestro consentimiento para que el Espíritu Santo de Dios obre dentro de nosotros.
Recientemente, he estado orando algo llamado «La oración de bienvenida». Oro de esta forma: Espíritu Santo, acepto tu obra en mí y hoy rindo delante de ti mi deseo de seguridad, afecto, estima, poder y control. Esta fue la esencia del sí de María a Dios. Dejó ir su seguridad, afecto, estima, poder y control. Como resultado, su reputación quedaría en duda por el resto de su vida. Un día vería a su Hijo burlado, escupido, golpeado y clavado en una cruz romana. Sentiría como si una espada le atravesara el alma (Lucas 2:35). Sin embargo, ella dijo sí.
Que nosotros, como María, oremos: «Espíritu Santo, digo sí a tu obra en mí». Que la vida de Dios nazca en nosotros. Que nosotros también desempeñemos nuestro papel en la grandiosa y eterna historia de Dios.
—Ken Shigematsu
Este artículo es una adaptación de un sermón que Ken Shigematsu predicó el 25 de diciembre de 2019. Usado con permiso.
Lectura de hoy: Mateo 1:18-24
¿Qué esperaba José en la vida? No sabemos mucho sobre este carpintero que vivió hace tanto tiempo. Mateo nos dice que era justo y fiel. Vemos de primera mano que era compasivo y que deseaba proteger a María incluso cuando su futuro parecía derrumbarse. José supo sacrificarse por el deber, convirtiéndose en esposo de María y padre de Jesús en circunstancias inquietantes. Más tarde huyó a Egipto, dejando atrás su familia, su hogar y su trabajo para proteger al pequeño niño que no era suyo (Mateo 2:13-15).
Recibimos un vistazo de José en sus decisiones, pero desearía que supiéramos más. ¿Qué significaron para él las extrañas noticias del ángel y cómo le dio sentido a todo? ¿Anhelaba José tener un matrimonio y una familia? ¿Anhelaba a María, o los padres de ambos habían negociado el compromiso matrimonial? Cuando se enteró por primera vez de su embarazo, ¿estaba desconsolado?, ¿enojado?, ¿o frustrado por los retrasos y trámites que iba a tener que enfrentar para divorciarse de ella?
Nunca sabremos con certeza qué esperaba José de la vida, pero ciertamente no era esto: una prometida embarazada, un hijo por nacer que no era suyo y toda una vida de chismes y calumnias por venir. ¿Quién creería la historia del ángel? ¿La creería usted? ¿La creyó él?
Quizás no la creyó del todo. La mayoría de nosotros no lo haríamos, no podríamos por mucho que quisiéramos. Los bebés se concebían entonces de la misma manera que ahora. Quizás José luchó y oró como lo hizo otro padre que aparece también en la Biblia: «Creo; ¡ayuda mi incredulidad!» (Marcos 9:24, RVR1960).
Independientemente de lo que José esperaba de la vida, el matrimonio y la paternidad, sabemos que se le dio un ascenso más empinado de lo que esperaba. Y, sin embargo, dio un paso adelante. José puso la mira en una esperanza de largo plazo, confiando en que Dios demostraría ser fiel y veraz, y en que una redención futura sería lo suficientemente poderosa como para ser mayor que todo el sufrimiento, la oscuridad y su amarga decepción temporal.
Llamaron al hijo de María, Jesús, un nombre común, con fe en que también llevaba otro nombre, Emanuel, y creyendo que esta escandalosa historia de nacimiento sería redimida por el escándalo divino: «Dios con nosotros». José apostó su vida, su familia, su futuro y su identidad por la posibilidad de que Dios fuera fiel; por la posibilidad de que este niño común, esta fuente de tanta conmoción inicial en la vida de José, fuera de hecho la esperanza del mundo.
—Catherine McNiel
Lectura de hoy: Lucas 1:39–56
En Lucas 1:39–56, María deja su pueblo natal para ir a visitar a su pariente Elisabet. Cuando llega, se entera de que Elisabet también está embarazada. Y cuando Elisabet ve a María, el bebé dentro de su vientre salta de alegría. Elisabet dice: «Dios te ha bendecido más que a todas las mujeres» (v. 42, NTV). Ella afirma y confirma las palabras que Dios le había enviado a María.
Y a causa de la alegría de este encuentro, María comienza a cantar. Estalla con exuberancia y regocijo, y canta sobre la bondad y la misericordia de Dios, diciendo: «Él muestra misericordia de generación en generación a todos los que le temen» (v. 50), y: «Ayudó a su siervo Israel y no se olvidó de ser misericordioso» (v. 54).
Solemos pensar en la misericordia de una manera limitada, de forma similar al alivio que se brinda a alguien que está sufriendo. Pero en las Escrituras, la misericordia es mucho más profunda y va mucho más allá que eso. Sí, habla de compasión, pero también habla de la lealtad y el incansable amor de Dios por su pueblo.
El canto de María es también un canto de justicia: «¡Su brazo poderoso ha hecho cosas tremendas! Dispersó a los orgullosos y a los altaneros. A príncipes derrocó de sus tronos y exaltó a los humildes. Al hambriento llenó de cosas buenas y a los ricos despidió con las manos vacías» (vv. 51–53). En su canción, María esencialmente está anunciando: Ya viene la justicia de Dios.
La justicia, bíblicamente hablando, consiste en Dios tomando todo lo que está mal en el mundo y corrigiéndolo. En el reino de Dios, las cosas funcionan al revés: los más pequeños son los más grandes y los últimos son los primeros. La justicia de Dios toma lo que está roto y lo hace pleno. En el Adviento, una temporada de anhelo y expectativa, esperamos que Dios arregle las cosas. Y este es un tema clave en la canción de María: Señor, arregla las cosas.
La canción de María nos recuerda que no hay pecado tan profundo que pueda superar la profundidad de la misericordia de Dios. La buena noticia del Adviento es que Dios ha venido y vendrá de nuevo en la persona de Jesús, y ofrece misericordia que va mucho más allá que nuestro pecado. La canción de María también nos recuerda que no hay nada tan malo en el mundo que la justicia de Dios no pueda arreglar algún día. Es por eso que cantamos: por la misericordia de Dios y por la justicia de Dios. Por eso esperamos a que Jesús regrese, porque cuando Él venga, Él hará todas las cosas nuevas.
—Rich Villodas
Este artículo es una adaptación de un sermón que Rich Villodas predicó el 5 de diciembre de 2019. Usado con permiso.
Lectura de hoy: Isaías 9:2–7, 40:1–5; Lucas 1:57–80, 3:1–6
Zacarías y Elisabet llamaron a su bebé, Juan, que significa «Dios es misericordioso y nos ha mostrado favor». Lleno del Espíritu Santo, Zacarías profetizó sobre su hijo: «… irás delante del Señor para prepararle el camino. Darás a conocer a su pueblo la salvación mediante el perdón de sus pecados, gracias a la entrañable misericordia de nuestro Dios. Así nos visitará desde el cielo el sol naciente, para dar luz a los que viven en tinieblas, en la más terrible oscuridad…» (Lucas 1:76–79, NVI).
Cuando observamos la vida adulta de Juan el Bautista, vemos que justamente eso hace. Lucas registra:
Juan recorría toda la región del Jordán predicando el bautismo de arrepentimiento para el perdón de pecados. Así está escrito en el libro del profeta Isaías: «Voz de uno que grita en el desierto: «Preparen el camino del Señor, háganle sendas derechas. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina será allanada. Los caminos torcidos se enderezarán, las sendas escabrosas quedarán llanas. Y todo mortal verá la salvación de Dios» (Lucas 3:3-6).
Las ideas que encontramos en el libro de Isaías sobre dar nueva forma a valles, colinas y caminos para preparar el camino, en el mundo antiguo estaban asociadas con la llegada de la realeza. Y, de hecho, el ministerio de Juan se centró en una sola cosa: declarar que un Rey estaba en camino.
La profecía de Zacarías sobre su recién nacido incluye una paráfrasis de otro pasaje de Isaías: «El pueblo que andaba en la oscuridad ha visto una gran luz; sobre los que vivían en densas tinieblas la luz ha resplandecido» (9:2). La gente que escuchó a Zacarías profetizar estas palabras habría sabido exactamente de qué se trataba este pasaje de Isaías: la promesa de un Rey venidero. Es parte del mismo pasaje familiar que declara: «Porque nos ha nacido un niño… Gobernará sobre el trono de David» (vv. 6–7).
Esto nos ofrece una inmensa esperanza. Por mucho que nos guste creer que podemos crear la paz y el gozo que tanto anhelamos a través de nuestros propios esfuerzos, la historia de Juan el Bautista y las palabras de Zacarías e Isaías declaran enfáticamente que la paz y el gozo que todo ser humano anhela no serán posibles sino hasta la llegada del Rey. Juan el Bautista literalmente dio su vida para proclamar esta verdad; para ayudar a la gente a ver que una luz estaba a punto de atravesar la oscuridad.
—Jay Y. Kim
Este artículo es una adaptación de un sermón que Jay Y. Kim predicó el 9 de diciembre de 2018. Usado con permiso.
Lectura de hoy: Lucas 2:1-7
Se decía que los dioses del mundo antiguo vivían fuera del tiempo y el espacio, en un plano diferente al de nuestra existencia mortal. Un plano inalcanzable. En la tierra, con la esperanza de vislumbrar la divinidad, los antiguos establecieron lugares sagrados —un árbol, una montaña, un templo o una ciudad— que, según creían, existían en ambas esferas, como si se trataran de ventanas al cielo. La gente viajaba a estos lugares santos en días santos, creyendo que lo divino y lo mundano casi se traslapaban en un momento sublime.
Lucas se esfuerza por comunicar que esta historia, este Dios y esta mezcla de divinidad y humanidad son completamente diferentes. El Creador estaba llegando aquí, a nuestro mundo fangoso, polvoriento, físico, emocional, hermoso y terrible. Como si se tratara de una partera que anota cuidadosamente la hora y el lugar de nacimiento, Lucas aclara que el nacimiento de Dios interrumpe un evento en particular: el censo romano, en un lugar en particular: la ciudad de Belén, en una familia en particular: la casa de David. Jesús nace en la historia, de una mujer específica, exactamente aquí y exactamente ahora. Podríamos pasar por alto estos detalles locales, pero para los lectores gentiles, la declaración de Lucas sería discordante.
En esta noche, Dios no viene como los dioses de antaño, en una nube o una tormenta, con poder intocable que apenas si puede vislumbrarse a través de un espejo sagrado. No, Dios cae en los brazos de su madre, llegando a esta tierra como lo hacemos todos. Durante meses lo llevó en su vientre; durante horas lo parió con dolor, sangre y lucha, pujando hasta que Dios mismo nació en la tierra, entre nosotros; un bebé vulnerable, arrugado y mojado. Agotado por el esfuerzo, ahora duerme, pero despertará pronto, llorando y hambriento.
Esta es la increíble noticia de Lucas: el Dios verdadero se acercó a nosotros física y tangiblemente, de una manera que podemos ver con nuestros ojos y tocar con nuestras manos. Dios llegó a un pueblo en el que podemos caminar, durante un año que podemos recordar. La divinidad se encarnó en el vientre de una madre, irrumpiendo en un matrimonio, una noche y un pueblo, como sucede con cualquier otro nacimiento. Ya no es necesario encontrarnos con Dios en lugares sagrados y en esferas espirituales. Ahora podemos hacerlo aquí, en la tierra, en nuestras familias, en carne y hueso.
Esta es una idea impactante, incluso para nosotros tantos siglos después. Ya no existe una separación entre lo sagrado y lo mundano. Es en nuestra desordenada vida diaria donde se encuentra Dios, donde Dios está obrando. Este es un Dios al que podemos tocar.
—Catherine McNiel
Rachel Kang es escritora de prosa, poesía y otras piezas, y creadora de Indelible Ink Writers, una comunidad de creativos en línea.
Jay Y. Kim es pastor principal de enseñanza en la iglesia WestGate, profesor residente en Vintage Faith Church y autor de Analog Church. Vive con su familia en Silicon Valley.
Catherine McNiel es escritora y oradora. Es autora de All Shall Be Well y Long Days of Small Things.
Ken Shigematsu es pastor principal de la Décima Iglesia de Vancouver, Columbia Británica en Canadá. Es autor de God in My Everything y Survival Guide for the Soul.
Rich Villodas es pastor principal de New Life Fellowship, una iglesia multirracial en Queens, Nueva York. Es autor de The Deeply Formed Life.
Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel
Aunque ya no podía leer las Escrituras, la Palabra de Dios me seguía alimentando.
Una mañana, me desperté como de costumbre a preparar el desayuno para mi familia. Al terminar, Rudy, mi copastor y esposo, se ofreció a llevar a nuestras hijas a la escuela. Me despedí de ellas con un abrazo y un beso, y luego fui al baño para terminar de arreglarme. Pero cuando me estaba maquillando los ojos, sentí una fugaz ráfaga de sensaciones por todo el cuerpo, como una mezcla de miedo y náuseas, que casi hizo que me desmayara.
Llamé a la secretaria de nuestra iglesia para decirle que no me estaba sintiendo bien y que llegaría al mediodía. Y entonces, como si se hubiera tratado de una experiencia sobrenatural, me encontré a mí misma llamando de nuevo y diciendo en voz baja: «No. No voy a ir. No voy a regresar. Me voy a tomar un año sabático o tal vez pediré una licencia por razones médicas». Colgué el teléfono, me metí a la cama y tuve lo que mi abuela seguramente habría llamado una crisis nerviosa.
Durante varias semanas dormí entre dieciocho y veinte horas al día. Despertaba solo para lo estrictamente necesario y, a pesar de dormir tanto, aún me sentía muy cansada. Pasada una semana, mi esposo me dijo: «Cariño, creo que deberías ver a un médico». Así que solicité una cita con una psiquiatra. Al concluir la primera cita, la doctora me dio una receta médica y un diagnóstico: «episodio depresivo mayor». Luego dijo algo que me asustó: «sentirás la mejoría en seis semanas». ¿Seis semanas? Dios mío, ¿podré vivir así por seis semanas más?
Cuando toda mi vida se desmoronó tuve que aprender por primera vez a estar conmigo misma y con Dios. Las herramientas y prácticas espirituales sobre las que siempre me había apoyado, tales como la alabanza en grupo, el ayuno y la oración, eran completamente inaccesibles para mí en ese estado mental. Siempre había disfrutado estudiar la Biblia durante horas, pero ahora simplemente no podía concentrarme. No lograba entender nada y me sentía demasiado cansada como para siquiera intentar leer. Ser pastora no lo hizo más fácil.
Varias personas con buenas intenciones le dijeron a mi familia cosas como «díganle que lea la Palabra». Yo anhelaba el consuelo, la sabiduría y el entendimiento que siempre había encontrado en las Escrituras, pero en la profunda oscuridad en la que me encontraba no podía leer los versículos, y las palabras no significaban nada para mí.
Después de seis semanas de terapia, Dios me habló: Te daré los tesoros de la oscuridad. Esas palabras de Dios me llenaron de esperanza. No sentí ningún cambio físicamente; no sentí escalofríos ni una «sensación de amor» recorriendo todo mi cuerpo. Sin embargo, esas palabras hablaron a lo más profundo de mi ser y se convirtieron en una fuente de vida para mí. Sentía como si Dios estuviera a mi lado. Después de varias semanas de confusión, por primera vez comencé a sentir consuelo. En los momentos en los que una inmensa sensación de estar a la deriva me invadía y me desanimaba, esas palabras fueron para mí un ancla en medio de la oscuridad y la desesperación. La palabra que Dios me había hablado aquel día estaba ahora guardada en mi corazón.
Así que le tomé la palabra a Dios. Nada cambió de una manera sustancial: durante meses permanecí letárgica y seguía sintiéndome física y mentalmente agotada, pero ahora tenía algo qué hacer. Estaba lo suficientemente lúcida como para saber que si había un tesoro escondido, entonces tendría que vivir para extraerlo y apropiarme de él.
Cuando comencé a recuperar lentamente mi energía, decidí visitar otras iglesias y asistir a pequeños retiros en los cuales pudiera simplemente participar, sin tener las responsabilidades que conlleva el liderazgo. Asistí sin ninguna expectativa: solo quería estar en un lugar donde se leyera y se meditara la Palabra de Dios. Esas experiencias formaron parte de mi recuperación. Le brindaron a mi corazón un lugar tranquilo donde encontrar reposo.
Me recuperé muy lentamente y gradualmente fui ganando fuerzas. Pasado un año empecé a leer de nuevo. Empecé poco a poco, retomando primero mis devocionales diarios. Haber pasado tanto tiempo lejos de la Palabra hizo que el regreso a ella fuera más dulce que nunca. Esta vez, además del medicamento y la terapia, también podía contar con la presencia de la Palabra de Dios como mi verdadera amiga y guía.
Mientras regresaba poco a poco a las Escrituras, descubrí que esa fuente de vida que Dios me había dado (Te daré los tesoros de la oscuridad) reflejaba la Palabra de Dios en Isaías 45:3: «Te daré los tesoros de las tinieblas, y las riquezas guardadas en lugares secretos, para que sepas que yo soy el Señor, el Dios de Israel, que te llama por tu nombre» (NVI). Este manantial de vida en mi oscuro periodo de prueba transformó mi forma de pensar al meditar en este y en otros pasajes de la Biblia, teniendo los oídos de mi corazón abiertos para escuchar los mensajes que me iban alimentando lentamente, así como los cuervos alimentaron a Elías (1 Reyes 17:6).
Durante ese tiempo volví a retomar una práctica espiritual sobre la que había aprendido antes, pero que nunca había experimentado por completo: lectio divina, una práctica antigua de lectura y contemplación de las Escrituras que es en realidad muy similar a extraer los tesoros de la Palabra.
Volví a aprender que incluso con tal solo internalizar pasajes cortos, las Escrituras pueden ayudarnos a ver lo que Dios ve; pueden sembrar valentía, paciencia, sabiduría y amor dentro de nosotros para ayudarnos a responder a las dificultades, tragedias o celebraciones de nuestras vidas en formas que promuevan el reino de Dios. Durante ese periodo, estuve sumergida en la Palabra y, con el paso del tiempo, esta comenzó a transformar mi manera de creer, pensar, sentir y actuar. Tiempo después, la Palabra también le dio forma a mi reaparición en el mundo como creyente después de la desgracia.
Eso sí, tengo que dejar en claro que tomó tiempo. Aunque fueron dolorosos, los largos periodos de silencio y soledad que experimenté crearon un espacio para que Dios me hablara, y para que yo lo escuchara hablar.
Afortunadamente, esa etapa de mi vida llegó a su fin. Sin embargo, ahora que ya puedo leer de nuevo, le puedo decir con certeza que la Palabra de Dios sigue siendo una fuente constante de gozo, esperanza, sabiduría, consuelo y amor absoluto para mí. Desde mi recuperación y hasta el día de hoy, lectio divina sigue siendo el método que más atesoro a la hora de abordar la Palabra. Esta práctica me ha ayudado a afinar mi oído para escuchar el corazón de Dios, de forma muy similar al día en el que Dios me habló con tanta claridad. Esta forma de leer las Escrituras en realidad me lee a la luz del amor de Dios.
La oscuridad de la depresión se convirtió en una puerta de entrada hacia varios tesoros en mi vida. Uno de los que permanecen es un constante y renovado amor por la Palabra de Dios.
Juanita Campbell Rasmus es autora de Learning to Be: Finding Your Center After the Bottom Falls Out. Es directora espiritual y miembro del equipo ministerial Renovaré, y copastora de la Iglesia Metodista Unida St. John en el centro de Houston junto con su esposo, Rudy.
Traducido por Renzo Farfán.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.
Los evangélicos pueden construir confianza social mediante el compromiso con las instituciones cristianas y el servicio al mundo.
En un reciente y amplio ensayo en The Atlantic, el columnista y comentarista político David Brooks analizó el deterioro de la confianza social en Estados Unidos, la cual él define como «la calidad moral de una sociedad, es decir, si las personas e instituciones en ella son confiables, si cumplen sus promesas y trabajan para el bien común». Las agudas y profundas divisiones en Estados Unidos se han hecho evidentes en la reciente semana de elecciones, así como en los temores, incertidumbres y aprensiones resultantes acerca del sistema electoral del país.
Una respuesta a lo que Brooks denomina la «convulsión moral» de los Estados Unidos es un renovado compromiso con la reforma y revitalización de las instituciones sociales estadounidenses. «La confianza social», señala Brooks, «se construye dentro de la vida diaria de la vida organizacional: asistiendo a reuniones, conduciendo gente a diversos lugares, planificando eventos, sentándose con los enfermos, gozándose con los alegres y acompañando a los desafortunados». Se construye participando como voluntario en centros de votación, escuelas, casas de adoración, templos y caridades.
En otras palabras, la confianza social existe dentro del contexto social e institucional de solidaridad y amor, los cuales se expresan en el mandato paulino: «Alégrense con los que están alegres; lloren con los que lloran» (Romanos 12:15). Brooks fue nombrado ganador del premio Abraham Kuyper de este año. Este año también marcó el centenario de la muerte de Kuyper, quien falleció el 8 de noviembre de 1920.
El calvinista neerlandés Abraham Kuyper es presentado con frecuencia con diversos títulos: teólogo, pastor, profesor, periodista, político. Sin embargo, Kuyper fue en realidad un constructor de instituciones —o lo que hoy se suele llamar un «emprendedor social»— por excelencia. Si el desafío, como lo identifica Brooks, es renovar y reinventar las instituciones sociales en el siglo XXI, entonces Kuyper puede brindar cierta importante orientación sobre cómo llevar a cabo esta apremiante tarea de renovación integral, aun cien años después de su muerte. Kuyper enfrentó una sociedad muy diferente que la nuestra, pero también con muchas dinámicas similares. En su tiempo, la agitación e incertidumbre social, económica y política caracterizaba una sociedad neerlandesa cada vez más dividida entre tendencias ideológicas y teológicas.
La noción central del amplio y exhaustivo programa de Kuyper era la prioridad del Evangelio sobre la invasiva incredulidad en Dios por parte de una humanidad caída. La soberbia de los pecadores necesariamente conduce a la idolatría, la cual asume la forma moderna de una subversión de ateísmo e incredulidad contra el orden creado por Dios. La Revolución Francesa era para Kuyper el ejemplo más inmediato y patente de esta penetrante corrupción y, en el siglo XX, hemos visto múltiples expresiones de este sendero que conduce a la muerte, incluyendo violentas revoluciones, guerras mundiales, masacres, limpieza étnica y, más recientemente, los desafíos políticos y sociales de una pandemia global.
El evangelio atañe a toda la creación de Dios, originalmente buena, pero ahora caída. Para Kuyper, esta perspectiva provee un potente impulso para seguir a Cristo fiel y completamente, tanto en lo que respecta a la propia vida individual, como también comunitariamente como cuerpo de Cristo, a través de toda la sociedad.
El himno de Isaac Watts «Joy to the World» [Al mundo paz] declara que Cristo el Rey «viene a esparcir sus bendiciones… tan lejos como se halle la maldición». Esta es una de las principales nociones de las Escrituras que animan la visión social y teológica de Kuyper. La Gracia, ya sea preservadora (común) o salvadora (especial), alcanza a todos los ámbitos de la vida. La idea de que nuestra salvación tiene relevancia no solo para la vida venidera sino también para nuestra vida presente es lo que ha atraído a tantos cristianos al mundo kuyperiano, y debería seguir inspirándonos hoy.
Contra la corrupción que trajo consigo la caída por el pecado, Dios ha actuado para preservar el mundo y salvar un pueblo para Él. Ese pueblo a su vez es llamado a vivir en el mundo de manera redentora y sacrificial para la gloria de Dios. Esto significa que a la iglesia se le encomienda vivir para el mundo y no meramente procurar sobrevivir en él. Significa que los cristianos proclaman el evangelio comunitariamente en la adoración de los domingos, a la vez que viven ese evangelio en su vida cotidiana. El Evangelio, asimismo, nos conduce a lo que Kuyper llamó una «crítica arquitectónica», que es una forma técnica de referirse a la visión del mundo y de la vida que trae las correcciones radicales de la revelación especial a todos los aspectos del orden creado, especialmente al orden social.
Tal como el Evangelio tiene relevancia para la vida cristiana y para la sociedad, así también la incredulidad y la idolatría tienen consecuencias sociales. Dar la espalda al Creador y buscar la satisfacción última en la creación es el rasgo distintivo de la humanidad caída, y asume formas distintas en diferentes lugares y épocas. En el mundo moderno, tal vez nos enfoquemos en las posibilidades de la tecnología y la prosperidad para que nos libren del mal. En nuestra abundancia, nos fascinamos con las comodidades de este mundo, olvidando que las cosas no son como deberían ser, y que el cristiano debería buscar el consuelo último en el conocimiento de «que yo, en cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador, Jesucristo».
Estas son algunas de las líneas iniciales del Catecismo de Heidelberg, una confesión de la tradición reformada que moldeó poderosamente la piedad y la práctica de Kuyper. La adopción de Kuyper de una corriente específica del cristianismo —la tradición reformada— muestra que un compromiso con el bien común requiere estar arraigado en una comunidad en particular. Cristo mismo es el Rey universal y Salvador del mundo; no obstante, él nació en un tiempo y lugar particulares y divinamente ordenados.
Kuyper fue un inigualable creador de cultura, y muchas de las instituciones que él fundó y dirigió se enfocaron en la edificación y formación de la comunidad reformada holandesa. Con todo, Kuyper defendió férreamente la necesidad de que otros grupos tuvieran la libertad y los medios para formar sus propias instituciones. Y esta preocupación por un auténtico pluralismo público no era simplemente pragmática: tenía principios profundos. El creía que solo cuando a cada tradición y cosmovisión religiosa se le permitía operar según sus propios principios, entonces se podía materializar un verdadero espacio público vibrante. Kuyper siempre defendió:
«… la soberanía para nuestros principios así como para los principios de nuestros oponentes a través de toda la esfera del pensamiento. Es decir, tal como ellos emplean sus principios y su correspondiente método para erigir una casa de conocimiento que resplandece (aunque a nosotros no nos atrae), así también nosotros, a partir de nuestros principios y nuestro método, cultivaremos nuestra propia planta cuyas ramas, hojas y brotes son nutridos con su propia savia». [Traducción propia.]
La libertad institucional y religiosa no era algo solo para los reformados holandeses, sino también para católicos romanos, judíos, seculares y otros. El bien común solo se podría realizar a partir de las contribuciones a la sociedad en su conjunto por parte de cada confesión en particular.
Esta clase de pluralismo no tiene que ver simplemente con la libertad de pensamiento o expresión individual, sino que también incluye y requiere los derechos de organizar y formar instituciones. Esto supone iglesias, ciertamente, pero también escuelas, clubes, revistas, sindicatos, e incluso partidos políticos. El desafío para tales instituciones no solo es enfocarse en la formación del carácter y la promoción de la virtud para su grupo en particular, sino también orientar esos bienes hacia la sociedad en general.
De esta manera, Kuyper defendió una comprensión del cristianismo cimentada en las prácticas formativas de la iglesia local en la adoración y orientadas hacia el bien del mundo. «El llamado del cristiano no radica solamente en la esfera de la iglesia», sostenía Kuyper.
Los cristianos también tienen un llamado en medio de la vida del mundo. Y la pregunta sobre cómo es esto posible, sobre cómo es concebible que un hijo de Dios aún deba involucrarse con un mundo pecaminoso, tiene una respuesta concisa, clara y simple: puede y debe hacerlo porque Dios mismo aún está involucrado con ese mundo.
Como lo expresa el apóstol Pablo en Gálatas 6:10: «Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y en especial a los de la familia de la fe». Existe una forma apropiada de priorizar nuestros deberes hacia nuestros hermanos cristianos, aun cuando orientamos esos deberes al bien común, el bien de todas las personas, incluso al punto de amar a aquellos que consideramos —o se consideran a sí mismos— nuestros enemigos (Mateo 5:44).
La confianza social solo se puede restaurar y recuperar en el crisol de la vida social. Esto requiere construir y mantener instituciones cristianas de todo tipo. Pero también requiere salir de los muros de tales instituciones e involucrarse, desafiar, e incluso servir a nuestro prójimo, sea cristiano o no.
Kuyper dedicó toda una vida a formar instituciones cristianas: una denominación, una universidad, periódicos y un partido político. Pero después de su mandato como primer ministro, pasó casi todo un año en un viaje alrededor del Mar Mediterráneo. Su propósito no era solo cumplir un deseo espiritual de visitar la Tierra Santa (aunque lo incluía). Antes bien, Kuyper quería ver personalmente las diversas expresiones de fe y cultura en Europa oriental, Medio Oriente, y África. Quería encontrarse con el islam en sus propios términos y en su propio suelo. Esto lo condujo a un mayor reconocimiento de los peligros de la que consideraba una religión falsa, pero también le hizo ver inesperados puntos en común, e incluso formas en que los musulmanes superaban a los cristianos, tales como su fervor y piedad religiosos. («La indiferencia hacia Jesús que se halla en los países cristianos… es prácticamente desconocida en las naciones islámicas con respecto a Mahoma», escribió).
Tal vez nosotros no estemos en una posición que nos permita disfrutar un tour internacional subsidiado como exjefe de estado. Pero con bastante facilidad podemos llegar a conocer a nuestro vecino de al lado, al que vive al otro lado de la calle, o al que vive a algunas calles de distancia, y servir con ellos en grupos comunitarios. Una de las lecciones permanentes de Kuyper para nosotros debe ser el doble compromiso de construir comunidades e instituciones cristianas vibrantes, y orientarnos hacia el servicio de Cristo en el mundo, incluido el mundo más allá de los muros de nuestros templos y las fronteras de nuestra propia nación.
Jordan J. Ballor es becario de investigación del Acton Institute, académico afiliado en el First Liberty Institute y editor general de Abraham Kuyper Collected Works in Public Theology.
Traducido por Elvis Castro Lagos.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.
Lecturas devocionales de Adviento de Christianity Today.
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Lectura de hoy: Éxodo 1:1-3:10
La salida de Israel de Egipto ha alimentado la imaginación de incontables generaciones. En el fondo es una historia de esperanza. Los israelitas no podían verlo al principio. Eran una minoría despreciada y esclavizada por el ambicioso y avaro faraón que continuamente buscaba sacar la mayor ganancia al menor costo. A pesar de que dependía de su trabajo, el faraón veía a los israelitas —especialmente a los hombres— como una potencial amenaza. No solo los hacía trabajar hasta los huesos, sino que buscaba matar a sus hijos.
El escritor del Éxodo comienza concentrándose en las mujeres de la historia: las parteras, una madre, su hija, una sirvienta y la hija del faraón. Cada una actúa dentro de su esfera de influencia para resistirse a las crueles políticas del faraón. Trabajando juntas, ellas salvan al pequeño Moisés. Ellas actúan con esperanza, rehusándose a permitir que el régimen las force a la sumisión. El escritor describe la audacia de sus actos con las mismas palabras que más tarde utilizaría para describir la salvación de Israel por parte de Dios.
Considere estos ejemplos: La madre de Moisés vio que era bueno, recordándonos que Dios valora a todos los seres humanos hechos a su semejanza. Ella lo puso en un arca entre los juncos. El arca (o «canasta») nos recuerda cuando Dios rescató a la familia de Noé de morir ahogados. El rescate de Moisés anticipa el futuro escape de Israel a través del mar de los juncos [significado literal de su nombre hebreo: Yam Suff] (o Mar Rojo). La preocupación de Dios lo llevó a actuar, encargándole a Moisés liderar a la gente en su salida de Egipto.
La esperanza cristiana está arraigada en el hecho de que Dios ve. Para Él nada pasa desapercibido. En el corazón del Adviento está saber que Dios ve un mundo que está mal y que Él hará algo para corregirlo. Él puede a veces parecer ajeno a nuestro sufrimiento, pero siempre actúa consistentemente para cumplir el pacto que hizo con Abraham (Génesis 17). Este mismo pacto es la razón por la que Dios mandó a Jesús al mundo.
La historia del éxodo nos invita a participar en la audaz obra redentora de Dios. Las mujeres de la historia no escucharon ningún toque de clarín en los cielos impulsándolas a actuar. Ellas simplemente vivieron creyendo que Dios ve, y actuaron en consecuencia. Ellas sabían qué era lo correcto y lo hicieron.
—Carmen Joy Imes
Lectura de hoy: Salmos 46 y 112
El Salmo 46 declara con convicción, «Por eso, no temeremos aunque se desmorone la tierra y las montañas se hundan en el fondo del mar» (v. 2). Nuestro mundo, como el mundo en el que vivía el salmista, se está colapsando: una pandemia, una recesión, injusticias raciales, incendios, huracanes, inundaciones y una temporada tensa de elecciones. Nuestra tierra está cediendo y las montañas están cayendo al océano.
Lo que me llama la atención de este Salmo es su llamado a la quietud: «Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios» (v. 10). Esta quietud no viene porque los problemas ya han sido resueltos. El salmista permanece rodeado por el estruendo de las naciones y el asedio de desastres naturales. Aún ahí, en el tumulto, Dios ordena quietud. Esto me recuerda a Jesús durmiendo en el bote durante la tormenta (Marcos 8:23-27). Su confianza era tan grande que podía descansar en medio de las impetuosas olas. Esa paz sobrenatural está al alcance de cualquiera de nosotros que sepa quién es Dios.
En el verso 10, Dios explica por qué podemos quedarnos quietos: «¡Yo seré exaltado entre las naciones! ¡Yo seré enaltecido en la tierra!» Dios sabe cómo se desarrolla la historia. Él gana al final. Ese conocimiento certero da forma a cómo respondemos a los retos de la vida. El Dios que saldrá victorioso está con nosotros (vv. 7, 11). Él es nuestra fortaleza en medio de la tormenta.
Nuestra esperanza surge, imperturbable y sin miedo, del centro mismo del problema, no porque tengamos confianza en nosotros mismos, sino porque Aquel que puede verlo todo y lo sabe todo está con nosotros.
Esta es la esperanza que trae el Adviento. Jesús se hizo carne y entró en el desordenado escenario de la historia de la humanidad. Él nació llorando en un mundo de dolor, donde Roma cobraba impuestos injustos y mantenía su opresión sobre la vida religiosa de Israel. Y cuando Jesús regrese para nuestra última redención, Él volverá a entrar a un mundo aún plagado de problemas.
Como lo dice el Salmo 112, «Para los justos la luz brilla en las tinieblas… El justo… no temerá recibir malas noticias; su corazón estará firme, confiado en el Señor» (vv. 4, 7). Los corazones firmes saben cómo termina la historia y, por tanto, pueden afrontar la tormenta con confianza. Esta es nuestra esperanza.
—Carmen Joy Imes
Lectura de hoy: Isaías 2:1-5
El capítulo dos del libro de Isaías describe una visión profética del monte de la casa del Señor, en el cual se encuentra el Templo. La visión dice que el monte «… será establecido como el más alto de los montes» y, por lo tanto, se convertirá en un atractivo turístico mundial y «hacia él confluirán todas las naciones». La gente vendrá deseando que el Señor les enseñe sus caminos, y desde ahí saldrá la Palabra del Señor, y ahí Él tomará decisiones que acabarán con los conflictos entre las personas.
Este escenario es una locura por más de una razón. La razón práctica es que Sión, la montaña donde se encontraba la casa del Señor, era tan solo un pequeño e insignificante promontorio en medio de otros montes que tenían alturas más significativas (hasta el Monte de los Olivos era más alto). Pero asumo que la visión no habla de un cambio literal en la geografía.
Aún más relevante es el hecho de que, en el capítulo anterior, Isaías acababa de describir a Jerusalén como una ciudad que es como una prostituta: un lugar donde no hay fidelidad, sinceridad, buen gobierno, ni cuidado de los más vulnerables (1:21-23). Pero justo después de eso, él pronunció una promesa acerca de que la ciudad sería limpiada y sería llamada «ciudad fiel» otra vez, y «ciudad de justicia» una vez más (v. 26). Y es ahí cuando Isaías añade la visión de una impresionante segunda transformación (2:1-5). Dada la primera transformación, tal vez la visión en la que el mundo entero es atraído a Jerusalén podría cumplirse.
La semana pasada estaba en una reunión de oración en la que uno de mis colegas comentaba que vivimos en el contexto de una cuádruple crisis: una crisis de salud, una crisis racial, una crisis gubernamental y una crisis económica. No es un contexto en el que la gente esté volteando a aquellos que pertenecen a Jesús como si nosotros supiéramos cómo afrontar estas crisis; no parece que se acerquen a la gente de Dios en la forma en la que la visión de Isaías describe a la gente siendo atraída a Jerusalén. Pero esa es aún la promesa de Dios.
Cuando Jesús vino, lo hizo como el «sí» de Dios a todas sus promesas (2 Corintios 1:20). Él no las cumplió todas en un solo momento, pero sí garantizó que todas se cumplirán. ¡Oh, que podamos responder a esta visión y promesa así como Isaías instó a los suyos!: «Vengan… caminemos a la luz del Señor».
—John Goldingay
Lectura de hoy: Isaías 40:1-11
Durante las últimas dos o tres décadas, la Autoridad Nacional de Caminos en Israel ha construido una impresionante red de carreteras en el país. Uno de los proyectos actuales es una arteria urbana con túneles y puentes que llevarán a la gente directamente al centro de Jerusalén desde el punto donde la carretera que viene Tel Aviv toca los límites de la ciudad. El problema es que la construcción requiere mover unas tumbas romanas que datan de hace 1900 años, lo que ha generado protestas. Pero la gente quiere llegar a Jerusalén rápido, y sienten la necesidad de una carretera que supere los obstáculos. En cierta forma, resulta similar a la que Dios encargó en Isaías 40. «Preparen en el desierto un camino para el Señor; enderecen en la estepa un sendero para nuestro Dios» (v. 3).
En el verano del año 587 A. C., Dios prácticamente abandonó a Jerusalén. La infidelidad de su gente había superado todo límite. Su gloria se fue, como lo dice Ezequiel 10. Y cuando Dios salió, Nabucodonosor pudo entrar. Nabucodonosor se dispuso a devastar la ciudad tan profundamente que la dejó prácticamente inhabitable y tuvo que establecer su sede provincial en otro sitio, en Mizpa.
Nada sucedió durante medio siglo. Después, en Isaías 40, Dios le pidió a uno de sus ayudantes encargar a contratistas sobrenaturales que diseñaran una super carretera con pasos elevados y túneles para que Él pudiera regresar a la ciudad, llevando a su gente dispersa consigo. Y Dios regresó. Algunos de los que se encontraban en el exilio también regresaron, e hicieron su mejor esfuerzo por hacer la ciudad habitable de nuevo. El libro de Esdras relata cómo reconstruyeron el templo, y cómo Dios regresó a vivir ahí y a encontrarse con ellos una vez más.
En términos generales, las cosas mejoraron entre Dios y su gente por los siguientes 500 años, aunque durante la mayor parte de este tiempo permanecieron bajo la autoridad de varios poderes imperiales. Ellos seguían anhelando su independencia.
En el año 30 d.C., apareció Juan el Bautista, retomando Isaías 40 y proclamando que la gente debía volver a Dios y ser limpiados de su pecado. Una vez más, Dios estaba diciendo: Háganme una carretera. Voy a regresar y voy a arreglar su destino (Ver Mateo 3:3). Esta vez la carretera era de tipo religioso y moral, y Juan fue el encargado de construirla.
En efecto, cada Adviento Dios nos dice nuevamente, tal como lo hace en Isaías 40: Háganme una carretera. ¿Le gustaría ver a Jesús? Él ya viene.
—John Goldingay
Lectura de hoy: Isaías 64:1–9
¡Deseamos que rasgaras los cielos y descendieras, para que ante tu presencia las montañas se estremecieran! Esta es la oración de Isaías 64. El orden de los capítulos en Isaías sugiere que esta oración pertenece a un periodo después de que los persas habían terminado con el control babilónico del Medio Oriente. El problema es que Judá descubrió que esta transición de poder no representó una gran mejoría. Los profetas le habían dicho a Judá que Dios acabaría con todos los superpoderes [que los sometían], pero el cumplimiento de esa profecía no se veía cerca. El hecho de que Persia haya tomado el relevo de Babilonia subraya el punto. Todo cambió, pero todo sigue igual. ¡Rasga el cielo! ¡Ven y arregla las cosas, Señor!
Pero en el siguiente capítulo, Isaías 65, Dios se enoja y les recuerda su rebelión. Parece que Dios les dice: ¡Vaya que tienen valor! Todo parece indicar que Dios responde con enojo ante el descaro que mostraron los habitantes de Judá en su petición de Isaías 64.
Cuando Jesús vino, Dios sí rasgó el cielo y vino a arreglar las cosas. Los Evangelios no usan ese lenguaje en relación con la Encarnación, aunque sí usan un lenguaje similar en relación con la venida del Espíritu Santo sobre Jesús en su bautismo (Marcos 1:10), con la transfiguración de Jesús (Marcos 9:7), y con su oración cuando está a punto de ser ejecutado (Juan 12:28-29).
Algunas décadas más tarde, algunas personas que creen en Jesús se hacen una pregunta similar a la que se hicieron los habitantes de Judá: ¿Por qué todo sigue igual? (2 Pedro 3:4). En efecto, ellos también están orando: ¡Deseamos que rasgues los cielos y desciendas! Pedro también les responde confrontándolos. Les recuerda a sus destinatarios que el mundo ya ha sido sacudido antes, la primera vez por agua, y que volverá a ser sacudido, pero esta vez por fuego (vv. 5-7).
Tanto los judíos como los primeros cristianos eran esencialmente personas pequeñas bajo el control de un gran imperio. La mayoría de nosotros no lo somos. En más de un sentido, nosotros somos el imperio. Cuando oramos como Isaías 64: «Deseamos que rasgues los cielos y desciendas; que vengas y resuelvas el problema de los poderes imperiales y vengas a resolver la injusticia», la respuesta de Dios puede ser aterradora. Encontraremos a Dios arreglando algo en nuestras propias vidas. Cuando oramos ¡Desciende, Señor!, invitamos a Dios a confrontarnos y a traernos convicción.
—John Goldingay
Lectura de hoy: Isaías 9:2 y Juan 1:4–5, 9
Algunos de nosotros hemos crecido en ciudades, por lo que no sabemos qué es la oscuridad en realidad. En las ciudades, siempre hay una luz encendida en algún lugar y se puede ver con esa luz. Pero otros de nosotros crecimos en el campo, mucho más allá de las luces de la ciudad, donde la oscuridad es verdaderamente oscuridad. Donde puede ser tan oscuro que ni siquiera puedes ver tu mano frente a tu cara.
Esta es la imagen de Isaías 9:2 que la oscuridad del pecado es tan total y profunda que incapacita e inmoviliza. No puedes caminar en ella con confianza. No sabes a dónde vas. Estás perdido. La oscuridad aquí simboliza la ceguera y la muerte que provienen del pecado.
Pero Dios resuelve este problema del pecado y la muerte con la Navidad. El mismo pueblo que andaba en tinieblas «ha visto una gran luz». No encendieron la luz; más bien, sobre ellos ha brillado la luz. Dios irrumpe en las tinieblas del pecado con una nueva esperanza, una nueva visión y una nueva vida de justicia.
No debería sorprendernos que casi todos los evangelios se remontan a esta profecía de Isaías al describir cómo vino Jesús al mundo. Por ejemplo, cuando Juan nos habla del nacimiento de Jesús (la Encarnación), busca este símbolo de luz. «En Él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla… Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo» (Juan 1: 4-5, 9).
Jesús es esa luz verdadera. Esta temporada se trata de Dios enviando su Luz al mundo para dar salvación a todos los que crean en Él. La Navidad no se trata de las luces del árbol o de las luces que decoran la casa. En el mejor de los casos, estos son simplemente símbolos débiles de una luz mucho más poderosa que da vida al mundo.
Isaías lo vio 700 años antes del nacimiento de Jesús. Hace dos mil años, los apóstoles vieron esa misma luz en el rostro del Señor Jesucristo, y hoy nos es dada esa luz en el mensaje del Evangelio. Todo el que esté en tinieblas debe arrepentirse de su pecado y creer en esta luz para poder entrar en el reino de Dios. Así es como el Señor nos transforma. Este es el mensaje de luz que trae vida.
—Thabiti Anyabwile
Este artículo es una adaptación de un sermón que Thabiti Anyabwile predicó el 17 de diciembre de 2017. Usado con permiso.
Lectura de hoy: Isaías 7:14; 9:6–7 (NTV)
Isaías 9:6–7 es una biografía gloriosa y profética de Jesús. El hijo que Isaías describe es el «Consejero maravilloso». La palabra maravilloso es la misma palabra que se usa a menudo en el Antiguo Testamento para describir milagros: las «maravillas» que Dios hizo en el mundo. Y la palabra consejero nos recuerda la sabiduría de Dios. Este es Jesús, nuestro Consejero maravilloso y milagroso que nos habla y nos guía para que caminemos por sendas de justicia.
Este hijo es el «Dios Poderoso». Este es el niño extraordinario del que Isaías 7:14 profetizó que nacería de una virgen y sería llamado «Emanuel», que significa «Dios con nosotros». Poderoso y fuerte, no hay debilidad alguna en Dios. Incluso cuando era un bebé en un pesebre, Jesús sostenía el universo con la palabra de su poder.
Este hijo es el «Padre eterno». Esto no significa que sea lo mismo que Dios Padre; el Padre y el Hijo son diferentes personas de la Trinidad. Más bien, esto podría traducirse en el sentido de que Él es el padre de las edades, externo a las limitaciones del tiempo, y que su actitud hacia su pueblo siempre es paternal. El Salmo 103:13 lo expresa de esta manera: «Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el Señor de los que le temen» (LBLA). Una y otra vez en los evangelios se nos dice que Jesús vio a la gente y tuvo compasión de ellos. Él es un salvador con la ternura que siente un padre hacia sus hijos.
Y este hijo es el «Príncipe de Paz». Matthew Henry dijo de Jesús, «Como Príncipe de Paz, Jesús nos reconcilia con Dios. Él es el Dador de paz en el corazón y en la conciencia, y cuando su reino esté plenamente establecido, los hombres no aprenderán más a hacer la guerra».
Jesús es una maravilla. Su consejo nunca falla. Él es el Dios todopoderoso. Tiene corazón de padre. Él trae paz real a todos los que creen en Él. Él es mucho más que solo un bebé más. Él es Dios viniendo al mundo. Y no te pierdas la frase más importante del versículo: Él se nos ha dado.
Si lo aceptamos, Él es nuestro. Con toda su sabiduría, con todo su poder y con todo su amor paternal, este mismo Jesús entra en el corazón de quienes confían en Él. Este es el Hijo que el mundo estaba esperando. Y ha venido al mundo para darse a sí mismo.
—Thabiti Anyabwile
Este artículo es una adaptación de un sermón que Thabiti Anyabwile predicó el 17 de diciembre de 2017. Usado con permiso.
Thabiti Anyabwile es pastor de la Iglesia Anacostia River en Washington, DC. Es autor de varios libros, incluido Exalting Jesus in Luke.
John Goldingay es profesor de Antiguo Testamento en el Fuller Theological Seminary. Su traducción de todo el Antiguo Testamento al inglés lleva el nombre The First Testament.
Carmen Joy Imes es profesora asociada de Antiguo Testamento en el Prairie College y autora de Bearing God’s Name: Why Sinai Still Matters.
Traducido al español por Livia Giselle Seidel
Lecturas devocionales diarias de Christianity Today.
¿Qué significa tener esperanza en tiempos difíciles? La esperanza es más que un sentimiento. No se trata simplemente de ser perpetuamente optimista o de tener una actitud «esperanzada». Las Escrituras nos ofrecen una comprensión de la esperanza que es mucho más robusta. La esperanza cristiana tiene peso, resistencia y propósito, y Dios es su fuente.
Dios, «por su gran misericordia. . . nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva» (1 Pedro 1:3). Y es nuestro «Dios de la esperanza» quien nos llena de alegría y paz para rebosar «de esperanza por el poder del Espíritu Santo» (Romanos 15:13). Esta realidad no es cierta solo en los buenos tiempos; de hecho, es en tiempos oscuros y difíciles cuando la esperanza realmente muestra su temple.
Como escribe Jay Y. Kim en «La esperanza es un salto lleno de expectativa»,
Este es el rostro de la esperanza cristiana. No ignora el miedo, la ansiedad o la duda: los enfrenta. Se mantiene firme, aferrada a la paz en medio del caos. A través de las muchas tormentas traicioneras de la vida… la esperanza cristiana se ve impulsada por algo más grande que ya ha sucedido y algo más grande que va a suceder nuevamente.
El proyecto de Adviento 2020 de CT explora el tema de la esperanza, el cual se entrelaza a través de la historia bíblica. En estas reflexiones devocionales diarias, reflexionamos sobre la esperanza del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento mientras confiaban plenamente en Dios en medio de las dificultades y circunstancias adversas [primera semana]. Observamos profecías y promesas de esperanza que apuntaban hacia el Primer Adviento: la venida del Mesías [segunda semana]. Contemplamos el milagro de la esperanza abriéndose paso en la Encarnación, cuando «el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros» como un bebé humano, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Juan 1:14; Lucas 2:12). También reflexionamos sobre nuestra esperanza en la futura venida de Cristo, el Segundo Adviento que esperamos, que nos brinda perseverancia, confianza y gozo en nuestra vida diaria, sin importar las dificultades que enfrentemos [tercera semana y cuarta semana].
Esta es nuestra «esperanza viva» o, como dice la Nueva Traducción Viviente, nuestra «gran expectación». Nuestra esperanza está animada porque tenemos la firme expectativa de que el niño que nació volverá un día en gloria para corregir todo lo malo, y su reino no tendrá fin.
Kelli B. Trujillo, Editora
Lecturas devocionales de Adviento de Christianity Today.
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Lectura de hoy: Apocalipsis 1:4-9; 19:11–16; 21:1–5, 22–27; 22:1–5
Casi de inmediato, el capítulo inicial de Apocalipsis eleva nuestros ojos para contemplar una gloria que trasciende por completo nuestras circunstancias terrenales. «Yo soy el Alfa y la Omega —dice el Señor Dios—, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso» (1: 8). Nuestro Salvador «que nos ama y que por su sangre nos ha librado de nuestros pecados» regresará: «Miren que viene en las nubes» y «todos lo verán con sus propios ojos» (1:5,7-8). Juan continúa describiendo una maravillosa visión de Cristo, un encuentro tan asombroso que Juan cayó «a sus pies como muerto» (v.17).
Pero justo en medio de estos dos gloriosos pasajes hay una línea que fácilmente podríamos pasar por alto: la breve descripción de Juan acerca de su propia vida y de las vidas de los destinatarios de su carta. Juan escribe que él es un «compañero en el sufrimiento, en el reino y en la perseverancia que tenemos en unión con Jesús» (v. 9). Juan escribió Apocalipsis mientras estaba en el exilio, y el texto circuló entre una iglesia que sufría y enfrentaba presiones y persecuciones que solo empeorarían en las décadas subsiguientes. Los destinatarios iniciales del libro de Apocalipsis vivían en dos realidades superpuestas: su seguridad en el reino soberano de Cristo y su glorioso regreso, y su experiencia terrenal y cotidiana de espera y sufrimiento.
Dos mil años después, todavía vivimos en medio de estas realidades superpuestas. Aquí, entre la primera venida de Cristo y su glorioso regreso, nuestras vidas también pueden sentirse como una mezcla de confianza en el reino de Dios, y un tiempo de espera y sufrimiento.
No es de extrañar que las honestas palabras de Juan sobre el sufrimiento y la necesidad de perseverar con paciencia estén entretejidas en sus visiones de gloria, porque es esta visión de lo que está por venir lo que permite y nos da el valor para tal perseverancia. Considere las realidades retratadas en el gran final de Apocalipsis: Cristo victorioso, montado en un caballo blanco y derrotando al mal. «Un cielo nuevo y una tierra nueva» sin dolor ni muerte, donde la morada de Dios está ahora entre los seres humanos (21:1,3); y una Ciudad Santa donde personas de todas las naciones se reúnen a la luz de la gloria de Dios. Con esta realidad última y eterna a la vista, cualquier circunstancia temporal, sin importar cuán terrible sea, pierde importancia.
La idea de la perseverancia paciente se repite varias veces en los primeros tres capítulos de Apocalipsis, a menudo junto con un lenguaje de victoria y conquista. La perseverancia no es solamente paciente, sino también tenaz, valiente y fuerte. Y esto es lo que Dios nos da mientras estamos en medio. En Cristo, como dice el himno clásico, encontramos «fuerza para hoy y una brillante esperanza para mañana».
Kelli B. Trujillo
Lectura de hoy: Zacarías 9:9-17; Romanos 5:3–5, 8:18–30
«La esperanza comienza en la oscuridad. . . ». Nunca pude deshacerme de estas palabras que plasmó Anne Lamott en Bird by Bird [Pájaro a pájaro]. Este lenguaje de la esperanza se ha convertido recientemente en uno de los temas de mi vida, no en un sentido abstracto, sino como una actividad viva, una lucha, un compromiso y una disciplina.
El teólogo Jürgen Moltmann arraigó el lenguaje de la esperanza en la resurrección de Jesús y la praxis de la protesta. A veces, la esperanza parece ser el único lenguaje lo suficientemente poderoso para contrarrestar la desesperanza. O tal vez sea, en palabras de Lamott, una especie de «paciencia revolucionaria».
No importa cómo definamos la esperanza, muy dentro de cada uno de nosotros hay algo que clama lleno de expectativa. A veces suena como un susurro, pero está ahí. Sin embargo, aunque la esperanza brota de las profundidades del alma, a menudo surge de las sombras. La esperanza comienza en el caos.
Algunos días sentimos como si nunca hubiéramos escapado de debajo de la nube que cubrió la faz de la tierra durante la crucifixión de Jesús. El quebrantamiento y el peso del pecado en nuestro mundo se parecen a la oscuridad que Elie Wiesel, al volver a contar los horrores de Auschwitz y el Holocausto, solo pudo llamar «noche». Tenemos que decir la verdad del dolor, incluso del dolor que la esperanza conlleva.
Me senté con mi abuela hace un tiempo y le pedí que me contara acerca de su vida. Al principio ella no quería. Uno apenas puede imaginar las profundas cicatrices que su alma ha cargado durante 80 años. Sus historias fueron duras. Resulta difícil describir lo que significó para ella vivir en el sur como mujer negra. Una sola palabra pareció captar la audacia de su supervivencia en medio de un mundo cruel: amor. «El Señor aún no me ha fallado», dijo.
El camino que Jesús enseña es finalmente el camino de un amor radical que cambia la vida, que cambia la comunidad y que cambia el mundo. Él vino predicando las buenas nuevas del reino y sanando toda clase de enfermedades y aflicciones. Profetizar esperanza es un amor que se arriesga.
Martin Luther King Jr. dijo: «El poder en su máxima expresión es en realidad un amor que pone en práctica las demandas de la justicia, y la justicia en su máxima expresión es un amor que corrige todo lo que se opone al amor». Esto es lo que significa levantarse en el mundo como profetas de amor, poder y justicia o, para usar el lenguaje bíblico de Zacarías, ser «cautivos de la esperanza» (9:12). Como alguien dijo una vez: «No sé lo que depara el mañana, pero sé quién sostiene el mañana». Mientras el mañana está en camino, hoy voy a profetizar esperanza.
Danté Stewart
Esta es una adaptación de un artículo más extenso titulado «Por qué todavía profetizamos esperanza», publicado el 21 de octubre de 2019 en ChristianityToday.com.
Lectura de hoy: Juan 1:1–5, 14; Apocalipsis 22:12-13, 20
En su evangelio, Juan dice: «En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios . . . Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros» (1:1,14). Tenemos un Dios que vino. Él vino a hacer tangible lo intangible y visible lo invisible. Vino para hacerse conocible. Pero nuestra esperanza no es solo que Él haya venido; también es que Él vendrá de nuevo.
¡Él ya viene! Es esta promesa lo que puede dar sentido al dolor y la frustración que experimentamos hoy en el planeta Tierra. Cuando Él regrese, los justos serán vindicados. Cuando Él regrese, traerá consigo su reivindicación por el ridículo que usted ha sufrido por creer en un Dios que no podía ver. Cuando Él regrese, todos los seres humanos que intentaron hacerse potentados y gobernantes serán echados por tierra, y veremos que siempre ha habido un solo Gobernante de gobernantes y un Rey de reyes. De repente, nuestra fe se convertirá en vista. Veremos a Aquel con el que hemos hablado y del que hemos hablado.
En Apocalipsis 22, Jesús dice: «¡Miren que vengo pronto! Traigo conmigo mi recompensa, y le pagaré a cada uno según lo que haya hecho. Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin» (vv. 12-13). Juan registra: «El que da testimonio de estas cosas, dice: “Sí, vengo pronto”» (v. 20). Y es como si Juan no tuviera nada más que decir antes de cerrar su carta: «Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (v. 20).
Cuando miramos hacia el futuro, es posible que las cosas no salgan como queremos en nuestra nación. Es posible que la economía no se desarrolle como quisiéramos. Más niños pueden resultar heridos por armas de fuego en la calle, por el tráfico sexual o por las drogas. Los matrimonios pueden tener dificultades, podemos enfrentar enfermedades, podemos estar preocupados por nuestros nietos. Pero aún en todo esto, hay esta esperanza: ¡Aun así, ven, Señor Jesús!
Sea lo que sea que enfrentemos, sabemos que Él regresará. Uno de estos días, el cielo se va abrir, el ángel va a hacer sonar su cuerno y todo el mundo lo verá al mismo tiempo. Toda la creación responderá cuando nuestro Señor baje del balcón del cielo para decir: Ahora es el tiempo en que he venido a redimir a mi iglesia. Amén. Ven, Señor Jesús.
-Charlie Dates
Este artículo es una adaptación de un sermón que Charlie Dates predicó el 22 de diciembre de 2019. Usado con permiso.
Lectura de hoy: Marcos 13:24–37; Lucas 21:25-28
Durante el Adviento, con frecuencia escuchamos pasajes de las Escrituras que están impregnados del lenguaje de las tinieblas, la tribulación y el apocalipsis. Mateo, Marcos y Lucas tienen cada uno un capítulo completamente apocalíptico. En Marcos 13, Jesús dice: «Se levantará nación contra nación, y reino contra reino» (v. 8). El pasaje solo se vuelve más oscuro a medida que avanza. «Pero en aquellos días, después de esa tribulación, “se oscurecerá el sol y no brillará más la luna; las estrellas caerán del cielo y los cuerpos celestes serán sacudidos”» (vv. 24-25).
¿Por qué Jesús habla de esta forma de muerte y destrucción en lugar de hablar de ovejas, pastores y huestes celestiales?
En las Escrituras, los textos apocalípticos surgen de una catástrofe. Los israelitas eran un pueblo favorecido; Dios les había prometido un futuro de seguridad y prosperidad. Pero luego [a causa de su pecado] fueron conquistados y forzados al exilio en el imperio babilónico. Humanamente hablando, no había esperanza para ellos. Cuando los israelitas se encontraron en crisis, hubo «una emergencia teológica». Fue a partir de esta emergencia que tomó forma una nueva forma de revelación apocalíptica. Comenzó con la segunda mitad del libro de Isaías (capítulos 40-55), la cual fue escrita durante el cautiverio babilónico, cuando toda esperanza parecía perdida, y comenzó a florecer a partir de entonces. Para la época de Jesús, el lenguaje apocalíptico estaba en todas partes.
La teología apocalíptica es, sobre todo, la teología de la esperanza, y la esperanza es el polo opuesto del optimismo. El optimismo falla cuando es consumido por la oscuridad. Por el contrario, la esperanza se encuentra en algo que va más allá de la historia humana. Se encuentra en un Dios encarnado.
En el evangelio de Lucas, cuando Jesús habla apocalípticamente de «señales en el sol, la luna y las estrellas», de la «angustia de las naciones», y que la humanidad «verá al Hijo del Hombre venir en una nube con poder y gran gloria» (21:25-27), en realidad está hablando de su segunda venida. Nos está diciendo que nuestra gran esperanza no proviene de ningún desarrollo humano, sino de Él mismo. Él posee un poder soberano que es independiente de la historia humana. A pesar de la aparente oscuridad, Dios, en Cristo, está moldeando nuestra historia de acuerdo con sus propósitos divinos.
El Adviento nos dice que miremos directamente a la oscuridad y la nombremos por lo que es. Pero este no es el final de la historia. Jesús dijo: «Cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca su redención» (Lucas 21:28).
-Fleming Rutledge
Esta es una adaptación de un artículo más extenso titulado «Por qué el Apocalipsis es esencial para el Adviento», publicado el 18 de diciembre de 2018 en ChristianityToday.com.
Lectura de hoy: 2 Pedro 3:8-15
¿Qué está tomando tanto tiempo? ¿Por qué no ha regresado Jesús todavía como prometió? Los destinatarios de la segunda carta de Pedro podrían haberse estado haciendo preguntas como estas —preguntas que continúan resonando en nuestro tiempo—. Pedro se dirigió a ellos con una extraña seguridad: primero, que el tiempo de Dios refleja su paciencia y su amor salvador (3:8-9) y, segundo, que el día del Señor será terrible e implicará destrucción por fuego.
Un lenguaje apocalíptico como el de Pedro (similar al de Jesús en Marcos 13 y Lucas 21) ciertamente nos obliga a tomar una pausa. ¿Qué se entiende por «destruido por el fuego» y «los cielos serán destruidos por el fuego»? (2 Pedro 3:12) ¿Es esto algo que deberíamos temer?
Los versículos anteriores de Segunda de Pedro brindan una perspectiva para entender el lenguaje de la destrucción que se usa en el capítulo 3. En 2:5, se nos da un símil con el tiempo de Noé, donde Dios destruyó la tierra con agua. Ese juicio pasado no significó que Dios destruyera toda la creación por completo. De manera similar, el juicio final por fuego probablemente no significa que Dios incinerará la tierra para dar paso a la llegada de la nueva tierra y los nuevos cielos. Como lo describió Pedro en Hechos, Cristo está en el cielo «hasta que llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas, como Dios lo ha anunciado desde hace siglos por medio de sus santos profetas» (3:21). El nuevo mundo vendrá a través de la gran restauración y rediseño que Dios hará del mundo que tenemos ahora.
Entretejido en esta discusión, Pedro plantea una pregunta importante que merece mayor atención que nuestras preguntas sobre los tiempos de Dios o sobre cómo será el regreso de Cristo. A la luz del día venidero del Señor, Pedro pregunta: «¿Qué tipo de persona debería ser usted?» (2 Pedro 3:11). Pedro nos insta a responder con una vida santa y una anticipación llena de esperanza, «esperando ansiosamente» el cielo nuevo y la tierra nueva (vv. 11-14). Vemos estos temas enfatizados en la Primera Epístola de Pedro, cuando insta a los creyentes a vivir con confianza y gozo, y enfocados en estar alerta y llenos de esperanza en la venida de Cristo (1 Pedro 1:3-5, 13).
Somos gente de esperanza, como los que pueden contar el final de una novela llena de giros y hechos inesperados. Conocemos el final de la historia. Nuestro conocimiento del final asombroso que nos espera debe afectar la forma en que afrontamos el presente. Puede que no entendamos cuándo o cómo sucederá, pero podemos confiar en que el fin incluirá tanto el juicio como la reivindicación del pueblo de Dios. ¿Cómo es que la noticia del juicio final es motivo de aliento en lugar de temor? Dios hará que incluso las mejores partes de este mundo sean mejores de lo que podemos imaginar. Se acercan el juicio, la reivindicación y la transformación. La verdadera Tierra Prometida espera.
-Vincent Bacote
Lectura de hoy: 1 Tesalonicenses 4:13–5:11
Una de mis cosas favoritas como profesor es mostrar películas que podríamos etiquetar como «cine escatológico». Muchas de estas películas se enfocan en el Rapto, una interpretación de Primera de Tesalonicenses 4:17 donde se entiende que «ser arrebatados» se refiere a un regreso invisible de Cristo cuando viene a llevarse a su iglesia al cielo con Él antes de que comience la Tribulación. El objetivo de estas películas es crear conciencia de que Jesús puede regresar en cualquier momento.
La gama de opiniones con respecto al Rapto y otros asuntos relacionados con los últimos tiempos es amplia, y cuando llegamos a Primera de Tesalonicenses 4 y 5, fácilmente podríamos encontrarnos enfocándonos solo en esa parte del pasaje. Pero hay muchos otros puntos importantes ahí sobre el regreso de Cristo que también merecen nuestra atención, incluido lo que parece ser el mayor énfasis de Pablo: cómo animar a los cristianos que están vivos ahora con respecto al estado de los creyentes que ya han muerto. ¿Serán «dejados atrás» y se perderán el momento cuando Jesús regrese?
Pablo anima a los tesalonicenses (y a nosotros) a no preocuparnos de que Dios olvide a los que han muerto. La resurrección de Cristo es una garantía de que la muerte no es un obstáculo para poder participar en el nuevo mundo que llegará con la segunda venida de Cristo. Ya sea que estemos vivos o muertos, nuestra relación con Cristo es todo lo que necesitamos para estar en la lista de invitados cuando llegue el Día del Señor.
Cuando Cristo llegue, tendrá una gran entrada, celebrada con fanfarrias. Incluirá el llamado de «la trompeta de Dios» (4:16) —un lenguaje que los tesalonicenses habrían entendido como el regreso del líder más victorioso de todos—. A diferencia de cualquier otro llamado de trompeta, este resucitará a los muertos en Cristo, quienes se unirán a los vivos para recibir a Cristo.
Vemos temas similares en la primera carta de Pablo a los Corintios en la que también aborda las preocupaciones sobre la muerte: «el último enemigo» que Cristo destruirá (15:26). Pablo asegura a los corintios que «sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados» (15:52). El «aguijón» de la muerte se volverá impotente mediante la victoria final de Cristo.
Mientras esperamos ese Día, la Palabra nos llama a prepararnos, estando «protegidos por la coraza de la fe y del amor, y por el casco de la esperanza de salvación» (1 Tesalonicenses 5:8). Esta llegada como «ladrón en la noche» será una sorpresa porque solo Dios sabe cuándo sucederá, pero será la fiesta sorpresa más grande de todos los tiempos para nosotros, los que anticipamos con ansias su llegada.
-Vincent Bacote
Lectura de hoy: 1 Corintios 1:1–9
Cuando leemos sobre el regreso de Cristo en Primera de Corintios, es importante recordar el contexto de la carta de Pablo. La iglesia de Corinto era una comunidad profundamente disfuncional. En la epístola de Pablo, nos enteramos de facciones en la iglesia que estaban comprometidas con diferentes líderes, prácticas sexuales escandalosas, controversias sobre la carne sacrificada a los ídolos y mucho más. Aunque esta comunidad cristiana estaba llena de disfunciones, en Primera de Corintios 1:1–9, Pablo los identifica como personas que han sido santificadas. Continúa recordándoles que Dios ha sido generoso con ellos al bendecirlos con dones espirituales y los describe como personas que «esperan con ansias» el regreso de Cristo. Pablo enfatiza la gracia de Dios (v. 4) y el compromiso con ellos: «Él los mantendrá firmes hasta el fin» (v. 8). A pesar de las formas en que su débil fe se manifiesta en comportamientos y actitudes pecaminosas, la fidelidad de Dios hacia ellos (y hacia nosotros) incluye el compromiso de Dios de ayudar a su pueblo a crecer, y transformarnos para ser semejantes a Cristo.
Mientras que el primer capítulo enfatiza que Dios, mediante su gracia, mantendrá a los cristianos de Corinto «firmes hasta el fin», en la misma carta Pablo describe el regreso de Cristo e insta a sus lectores: «Por lo tanto, mis queridos hermanos, manténganse firmes e inconmovibles» (15:58, énfasis agregado). Los llama a una determinación que es parte indisoluble de la esperanza en el regreso de Cristo. A pesar de sus fallas y fracasos, Pablo los llama tanto a la transformación como a la determinación.
Vemos una imagen similar de determinación en otra de las cartas de Pablo: «. . .mientras aguardamos la bendita esperanza, es decir, la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo», la gracia de Dios «nos enseña a rechazar la impiedad y las pasiones mundanas» (Tito 2:11-14).
No podemos leer Primera de Corintios o las otras cartas de Pablo sin notar cuán fuertemente Pablo habla del pecado y la disfunción, pero como lo revela Primera de Corintios 1:8–9, Pablo está abordando estas preocupaciones con una gran esperanza como telón de fondo. Estamos llamados a hacer nuestra parte mientras Dios, en su gracia, hace su obra en nuestras vidas.
Este es un ejemplo y un estímulo para nosotros. Es probable que la mayoría de nosotros hayamos tenido nuestros propios momentos de disfunción espiritual, pero no deberíamos enfocarnos en primer lugar en nuestros fracasos. En cambio, miremos a Jesús, quien no solo ha hecho posible nuestra reconciliación con Dios, sino que también está comprometido con nosotros para que seamos presentados a Dios irreprensibles cuando llegue su reino. Gracias a Dios porque su fidelidad es mayor que nuestra disfunción.
-Vincent Bacote
Vincent Bacote es profesor asociado de teología en Wheaton College. Es autor de The Political Disciple: A Theology of Public Life.
Charlie Dates es pastor principal de la Iglesia Bautista Progresista de Chicago. Tiene un doctorado en teología histórica de Trinity Evangelical Divinity School.
Fleming Rutledge, sacerdotisa episcopal, pasó 21 años en el ministerio parroquial antes de convertirse en conferencista, escritora y maestra de otros predicadores. Es autora de The Crucifixion.
Danté Stewart es escritor y predicador que estudia en la Escuela de Teología Candler de la Universidad de Emory.
Traducido por Livia Giselle Seidel
El Adviento nos recuerda que la esperanza cristiana está formada por lo que ya ha sucedido y lo que va a suceder nuevamente.
Mi madre, Young Kim, nació en Corea en 1948 cuando la nación estaba al borde de la guerra civil. Para cuando cumplió cinco años, el país se había dividido en dos: Corea del Norte y Corea del Sur. Su familia, que una vez había disfrutado de la prosperidad, lo había perdido todo. Sus dos padres murieron cuando ella era apenas una adolescente. También perdió a sus dos hermanos mayores algunos años después. Más tarde, mi madre sufrió también las dificultades de un matrimonio con problemas. Se separó de mi padre y, cuando tenía poco más de 30 años, emigró a los Estados Unidos como madre soltera con una bolsa de ropa al hombro, unos dólares en una mano y yo en la otra, que en ese momento era un niño pequeño. Su vida ha sido una historia de lucha, dolor y pérdida. Y sin embargo, a pesar de los desafíos, siempre ha sido la persona más llena de esperanza que conozco.
Si usted tuviera la oportunidad de preguntarle, ella le diría sin la menor duda o vacilación que Jesús es la única fuente de su esperanza. Ella le diría que desde el día en que se encontró con el Cristo resucitado hace casi 40 años, las circunstancias han pasado constantemente a un segundo plano, teniendo siempre a la vista algo mucho más inmutable y permanente. Pero este no es un sofisticado o prístino cuento de hadas utópico construido sobre pensamientos felices o sobre fantasías de una vida libre de problemas. La esperanza de mi madre consiste en aferrarse valiente e incansablemente a algo mucho más sustantivo; en asirse con determinación y sin titubeos de lo que ya ha sucedido y lo que sucederá.
En Primera de Pedro 1:13 leemos: “Por eso, con la mente preparada para actuar y siendo sobrios, pongan su esperanza completamente en la gracia que les es traída en la revelación de Jesucristo” (RVA-2015). En el griego original, la palabra traducida como “preparada para actuar” (anadzonumi) es un término que describe la preparación física. Se deriva de una práctica bastante común en el antiguo Oriente Próximo: las personas recogían su larga prenda exterior y se la ceñían para prepararse para la acción física, ya fueran agricultores dirigiéndose al campo, soldados que iban a la batalla o atletas que querían correr libremente y sin obstáculos.
Me pregunto si Pedro estaba pensando en uno de sus primeros encuentros con el Cristo resucitado cuando escribió estas palabras en su primera epístola. Al final del evangelio de Juan, leemos la historia en la que Jesús, después de haber resucitado, se le apareció a sus discípulos junto al mar de Galilea. Pedro y los demás estaban pescando, pero tan pronto como reconocieron a Jesús llamándolos desde la orilla, Pedro “se ciñó el manto, pues se lo había quitado, y se tiró al mar” (Juan 21:7). Se ciñó el manto: su prenda exterior. Es la misma palabra e imágenes que usa en Primera de Pedro 1:13. Cuando Pedro vio a Jesús en las costas de Galilea, inmediatamente se ciñó el manto y se preparó para actuar. Varias décadas después, [en su epístola], Pedro invita a los primeros seguidores de Jesús —y a nosotros también— a emprender la misma acción hacia la esperanza que tenemos en la gracia que nos es traída en la revelación de Jesucristo.
Algunos lingüistas sugieren que la palabra esperanza en inglés (hope), comparte raíces etimológicas con la palabra salto (hop), lo que transmite la idea de que tener esperanza es dar un salto con expectativa, saltar hacia la posibilidad de algo. Cierto o no, la idea plantea un punto interesante. En nuestros días, la idea de esperanza ha sido cooptada por la pasividad, privándola de su naturaleza orientada a la acción. Esperamos quelas colas parapagar enla tienda noseandemasiado largas. Esperamos un buen diagnóstico. Esperamos que todo salga bien.
Hoy en día, esperar se considera a menudo como una versión adulta de desear. Por eso, cuando nuestras esperanzas parecen un poco extravagantes, podemos llamarlas “ilusiones”. Pero la esperanza cristiana no es una ilusión. La esperanza cristiana es un salto hacia delantellenode expectativa. Actuamos. Vivimos en movimiento. En la paráfrasis de la Biblia realizada por Eugene Peterson llamada The Message [El mensaje], él pone Primera de Pedro 1:13 en estas palabras: “Así que remángate”. La esperanza cristiana se trata de remangarse y poner manos a la obra. Es una especie de esperanza del trabajador que nos prepara y nos permite estar dispuestos a ensuciarnos las manos, a trabajar y esforzarnos en nuestro camino hacia la expectativa y la promesa.
Esta naturaleza radicalmente contraintuitiva de la esperanza cristiana está moldeada por una resiliencia y fortaleza que lamentablemente falta en las representaciones populares de la esperanza. La esperanza cristiana no rehuye, sino que se apresura hacia el sufrimiento y el dolor en nuestro mundo. Tim Keller afirma: “Mientras que otras cosmovisiones nos llevan a sentarnos en medio de los gozos de la vida, previendo los dolores venideros, el cristianismo empodera a su gente para sentarse en medio de los dolores de este mundo, saboreando el gozo venidero”. La esperanza cristiana no se deja engañar por las promesas que el mundo ofrece de comodidad y tranquilidad en esta vida, mientras espera con ansiedad el siguiente golpe. En cambio, la esperanza cristiana encuentra su lugar en la experiencia humana de lucha, con fuerza y determinación. Sí, hay dolor y sufrimiento en esta vida, pero la esperanza cristiana nos permite mantenernos erguidos con cada gramo de imago Dei [la imagen de Dios de la que somos portadores] posible.
Pienso en mis amigos Landon y Sarah Baker. Nuestra comunidad se regocijó cuando compartieron la noticia de que estaban esperando un bebé; pero cuando nació la bebé, hubo complicaciones. En medio de una pandemia global, entré en la unidad de cuidados intensivos neonatales del hospital con una mascarilla sobre mi rostro para dedicar a una hermosa niña cuya vida en la tierra duraría menos de tres días. Con lágrimas en los ojos, los jóvenes padres oraron por su hija y la abrazaron mientras ella exhalaba por última vez y entraba en la eternidad. Leyeron los Salmos sobre ella y cantaron acerca de su amor por Jesús. Aún en medio de su dolor, su esperanza nunca vaciló.
Pienso en mi amigo Darren Johnson, que pasó más de un año sin trabajo. Con una familia que mantener y facturas que pagar, la situación era desesperada. No estaba desempleado por no intentar obtener un empleo. Las cosas simplemente no estaban funcionando y no entendía por qué. Pero, en su confusión, él continuó orando, adorando, guiando a su familia con valentía y sirviendo a su comunidad. Estaba convencido de que Dios todavía estaba trabajando y moviéndose incluso en los detalles más pequeños de sus desconcertantes circunstancias, aunque no sabía cómo. En su incertidumbre, fue un ejemplo de fe monumental. Su esperanza nunca vaciló.
Pienso en mi amiga Christina Tang. Una talentosa compositora de poco más de 20 años de edad. Había estado trabajando en una colección de canciones cuando recibió la noticia de que tenía cáncer de estómago, y era agresivo. Se sentía la tristeza y la confusión por todas partes. Pero después, ella mostró determinación. Incluso mientras su cuerpo se debilitaba, Christina continuó escribiendo y grabando. Encontró fuerza para dirigir el tiempo de adoración en la iglesia de vez en cuando. Cuando sus manos ya no podían tocar la guitarra, reclutó amigos músicos para tocar. Un par de semanas después de su muerte, les dimos a todos en la iglesia una copia de su nuevo álbum: seis canciones originales escritas y grabadas minuciosamente en sus últimos meses de vida. Su esperanza nunca vaciló.
Este es el rostro de la esperanza cristiana. No ignora el miedo, la ansiedad o la duda: los afronta. Se mantiene firme, aferrada a la paz en medio del caos. A través de las muchas tormentas traicioneras de la vida, ya sean pandemias, divisiones políticas, disturbios sociales o luchas personales, la esperanza cristiana se ve impulsada por algo más grande que ya ha sucedido y algo más grande que va a suceder nuevamente.
El Adviento es nuestro gran recordatorio de todo esto. Hacia fines de noviembre, comenzaremos a ver los patios de las casas convertirse en nacimientos. Pero esta temporada en la que estamos a punto de entrar no es simplemente un viaje a la historia: en más de un sentido es un viaje hacia el futuro. El Adviento viene del latín adventus que significa ‘llegada’, y es nuestra mirada larga y firme hacia adelante, iluminada por la historia. La luz de la historia navideña irrumpe en la oscuridad de nuestra culpa pasada, nuestro dolor presente y nuestras ansiedades futuras, apuntando a un futuro más brillante.
En Hechos 1:11, cuando los primeros seguidores de Jesús presenciaron su ascensión al cielo, se les recordó que: “Este Jesús, quien fue tomado de ustedes arriba al cielo, vendrá de la misma manera como le han visto ir al cielo”. Él volverá. Esta es la promesa que celebramos y recordamos durante el Adviento, y es la roca firme que sustenta la esperanza cristiana. Recuerde las palabras de Pedro: “Pongan su esperanza completamente en la gracia que les es traída en la revelación de Jesucristo”. Nos remangamos y seguimos con la obra de la esperanza cristiana porque Cristo viene de nuevo. Podemos afrontar cualquier cosa con resiliencia, fortaleza y paciencia porque el Adviento nos recuerda cómo termina la historia. Por eso Pablo escribe: “Porque considero que los padecimientos del tiempo presente no son dignos de comparar con la gloria que pronto nos ha de ser revelada… Porque fuimos salvos con esperanza; pero una esperanza que se ve no es esperanza, pues ¿quién sigue esperando lo que ya ve? Pero si esperamos lo que no vemos, con perseverancia lo aguardamos” (Romanos 8:18, 24–25).
Mi madre cumplió 70 años hace un par de años. Visitar Hawái había estado en su lista de deseos durante mucho tiempo, así que fuimos. Nos alojamos cerca de la playa de Waikiki, y desde la ventana de nuestro hotel podíamos ver la toba volcánica de Diamond Head, una de las caminatas más populares y extenuantes de la isla. Le pregunté a mi madre si quería intentarlo. Sin dudarlo, ella dijo que sí. El recorrido a pie en Diamond Head es de 1.6 millas (2.5 km) de ida y vuelta, casi en línea recta, subiendo casi 600 pies (182 m) desde el comienzo del sendero hasta la cima. Inmediatamente lamenté haberle preguntado: no estaba seguro de que pudiera hacerlo a su edad.
A la mañana siguiente, conducimos hasta el acceso al sendero. Le pregunté de nuevo si realmente quería intentarlo, y le aseguré que, si quería, podíamos regresar e ir a disfrutar de unos deliciosos poke bowls en la playa. Ella sonrió y comenzó a caminar. Aproximadamente a la mitad del camino, al ver su agotamiento y estando agotado yo mismo, le pregunté de nuevo si quería volver. Me miró, sonrió y se remangó. Seguimos hacia adelante y finalmente disfrutamos de la espectacular vista desde la cumbre. Por supuesto que lo logramos. Así es como funciona la esperanza para mi madre. Y así es como funciona la esperanza cristiana. Nos remangamos y damos un paso agotador tras otro hasta llegar.
Una vez que regresamos al hotel para descansar, usamos FaceTime para llamar a mis hijos, sus nietos, que estaban en casa. Mi madre sonreía mientras le contaba a su nieto recién nacido todo sobre su conquista de Diamond Head. Él había nacido solo tres meses antes y ella le había dado su nombre coreano: So-Mahng, que significa ‘esperanza’. Por supuesto.
Jay Y. Kim es pastor principal de enseñanza en la iglesia WestGate Church, maestro residente en Vintage Faith Church y autor de Analog Church. Vive con su familia en Silicon Valley.
Traducido por Livia Giselle Seidel
La Biblia incluye a falsos profetas y a profetas verdaderos cuyas palabras resultaron ser falsas.
Profecía es decir lo que Dios dice, cosa que a menudo tiene más que ver con la proclamación que con la predicción.
En ocasiones, sin embargo, las profecías sí predicen el futuro. A finales de octubre Pat Robertson declaró haber escuchado de parte del Señor: «Sin lugar a dudas, Trump va a ganar las elecciones». Hay que darle crédito a Robertson en que Trump hizo un papel mucho mejor de lo que se esperaba. Si tomamos en consideración los 70 millones de votos que obtuvo Donald Trump, el segundo resultado más alto de la historia de los Estados Unidos, según se señala, podríamos pensar que, de hecho, Robertson sí escuchó algo. ¿Pero tenía toda la verdad?
En algunas elecciones, las profecías son más que adivinanzas a cara o cruz. En 2016, Jeremiah Johnson, pastor y profeta, predijo con exactitud el primer mandato de Trump antes incluso de que se hubiera alzado como líder en las primarias republicanas. Robertson no fue el único en ver otra victoria para el presidente en 2020. La mayoría de las profecías públicas, incluyendo las de Johnson, se postulaban a favor de Trump, mencionando en ocasiones unas elecciones reñidas.
Sin embargo, incluso algunos que votaron por Trump sintieron como si Dios estuviera diciendo que Biden ganaría esta vez. Ron Cantor, líder de judíos mesiánicos residente en Israel, dijo que escuchó dos veces de parte de Dios que Biden ganaría debido a cómo idolatra la iglesia a Trump. Les dijo a sus seguidores: «Aunque ocurriera un milagro y [Trump] fuera realmente reelegido, cosa que parece menos probable a cada hora que pasa, probando que los otros profetas tienen razón, la advertencia al respecto sigue siendo la misma».
Si los resultados electorales se mantienen a pesar de los recuentos y las impugnaciones en los tribunales, ¿quiere decir que todos los que predijeron la victoria de Trump son falsos profetas?
Los errores en la profecía no convierten en falso profeta al que se equivoca, del mismo modo que los errores en la enseñanza no convierten en un falso maestro al que se equivoca. Pero los falsos profetas existen: incluso los cesacionistas, quienes no creen que el don genuino de profecía sea para la actualidad, coinciden en esto.
Ya sea que provengan o no de falsos profetas, las profecías erróneas ampliamente divulgadas corren el gran riesgo de deshonrar el nombre de Dios, y se deben tratar con seriedad. Aquellos ya propensos a burlarse de los cristianos pueden encontrar más fundamentos para el ridículo. Deuteronomio 18 nos advierte contra las profecías erróneas que, sin embargo, se profieren «con presunción»; la palabra hebrea suele implicar una rebelión insolente (como en Deuteronomio 1:43 y 17:13).
«Si lo que el profeta proclame en nombre del Señor no se cumple ni se realiza, será señal de que su mensaje no proviene del Señor», se lee en Deuteronomio 18:22. «Ese profeta habrá hablado con presunción. No le temas».
Aun así, la verdadera profecía puede ser más confusa de lo que a muchos nos gustaría. En la Biblia a menudo los verdaderos profetas actúan de formas que otras personas consideran excéntricas (Jeremías 19:10; Hechos 21:11), y solía ocurrir que sus contemporáneos les tachasen de ser mentalmente inestables (2 Reyes 9:11; Jeremías 29:26; Juan 10:20).
En contraste con las profecías acerca de los propósitos de Dios a largo plazo, la mayoría de las profecías de la Biblia acerca de sus propósitos a corto plazo son condicionales, ya sea que se manifiesten o no de ese modo. De ahí que la afirmación de Jonás de «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!» (Jonás 3:4) no se cumpliera en la generación de Jonás, porque Nínive se arrepintió.
Jeremías explica este proceso con claridad: «En un momento puedo hablar de arrancar, derribar y destruir a una nación o a un reino; pero, si la nación de la cual hablé se arrepiente de su maldad, también yo me arrepentiré del castigo que había pensado infligirles. En otro momento puedo hablar de construir y plantar a una nación o a un reino. Pero, si esa nación hace lo malo ante mis ojos y no me obedece, me arrepentiré del bien que había pensado hacerles» (Jeremías 18:7-10). Las perspectivas de cómo funciona la profecía condicional varían. Mi opinión es que Dios conoce de antemano las decisiones humanas o los resultados finales, pero también deja espacio para las personas limitadas por el tiempo dentro del tiempo.
Del mismo modo, en ocasiones Dios aplaza los resultados prometidos. Elías profetizó la destrucción de la estirpe de Acab (1 Reyes 21:20-24). Aun así, después de que Acab se humillara, Dios le dijo a Elías en privado: «Por cuanto se ha humillado, no enviaré esta desgracia mientras él viva, sino que la enviaré a su familia durante el reinado de su hijo» (21:29). Igualmente, Dios le encargó a Elías tres tareas (1 Reyes 19:15-16). Elías cumplió directamente una, llamar a Eliseo. Las otras dos las realizaron Eliseo y otro profeta a quién él a su vez encomendó. La mayor parte de la misión la cumplieron otras personas.
A menudo, las profecías bíblicas indican más acerca del qué que del cuándo. Por ejemplo, los dos primeros capítulos de Joel describen una inminente invasión de langostas relacionada con el día del Señor, el tiempo de Dios para el juicio. Sin embargo, el último capítulo parece describir una invasión real en el día definitivo del juicio de Dios (3:9-17, en especial el versículo 14). Esto quiere decir que, en las profecías, los sucesos cercanos pueden augurar otros posteriores, sin molestarse en especificar el tiempo intermedio. Los cristianos ven las profecías del Antiguo Testamento acerca de la venida del Mesías de este modo: nadie reconoció con antelación que Jesús vendría dos veces.
Pero ¿han sido condicionales la mayoría de las profecías acerca de las elecciones en los Estados Unidos? ¿O simplemente estaban equivocadas? Después de todo, cualquiera puede decir: «El resultado de las elecciones será tal y cual… siempre que haya suficientes personas votando por fulano o mengano». (Conociendo las probabilidades en contra de Trump, sin embargo, las profecías acerca de su reelección eran bastante osadas).
Sin embargo, incluso las personas fieles a Dios a veces pueden malinterpretar lo que escuchan. No todo el mundo escucha a Dios con tanta claridad como Moisés, cara a cara (Números 12:6-8). Natán tuvo que corregir la certeza que le había dado a David después de que el Señor le habló (2 Samuel 7:3-5). Incluso profetas de la corte cercanos a Dios como Natán pueden realizar afirmaciones erróneas en tiempos favorables.
Este problema, sin embargo, no se limita a los profetas de la corte. Cuando Juan el Bautista escuchó que Jesús estaba sanando gente, se cuestionó acerca de su identidad (Mateo 11:2-3; Lucas 7:18-20). Probablemente Juan lo hizo porque antes había escuchado de parte de Dios que aquel que vendría bautizaría en el Espíritu y en fuego (Mateo 3:11; Lucas 3:16). Hasta donde Juan podía ver, Jesús no estaba bautizando a nadie en fuego. Lo que Juan había escuchado de parte de Dios era correcto, pero la conclusión de Juan estaba equivocada porque, al igual que todos los profetas, solamente tenía una parte de una imagen mucho más grande.
No solo todas las profecías son parciales, sino, lo que es más peligroso, a veces podemos confundir nuestra interpretación errónea con el mensaje de Dios. Algunos recordaremos tiempos en los que oramos por el cónyuge adecuado o un trabajo; cuanto más implicados estamos emocional y personalmente en una decisión, más difícil resulta a menudo pensar y escuchar con claridad.
Por esa razón quizá Lucas evita llamar «profecía» al discurso guiado por el Espíritu en Hechos 21:4. Los amigos de Pablo le dijeron «a través del Espíritu» que no fuera a Jerusalén. No obstante, Dios mismo ya le había dicho a Pablo que sí fuera a Jerusalén (el significado probable de Hechos 19:21). Los amigos de Pablo escucharon correctamente que él sufriría en Jerusalén (20:23; 21:11) pero concluyeron erróneamente a partir de esta información que no debía ir allí (21:12-14; ver también 2 Reyes 2:3-5, 16-18). La subjetividad es a menudo problemática, pero mientras necesitemos sabiduría de parte de Dios tendremos que vivir con cierta subjetividad.
Este es el caso porque toda profecía es «imperfecta», igual que como maestros «conocemos (…) de manera imperfecta» (1 Corintios 13:9). Hasta que Jesús regrese, nuestro conocimiento seguirá siendo limitado y parcial (vv. 9-12). Decir que todas las profecías que forman parte de la Biblia son perfectas no significa que ninguno de los siervos de Dios haya expresado nunca profecías imperfectas. Por eso Pablo insiste en que cada profecía debe ser evaluada (1 Corintios 14:29). Nos advierte de no apagar el Espíritu ni despreciar las profecías; en cambio, debemos someter todo a prueba, aferrándonos a lo bueno y evitando toda clase de mal (1 Tesalonicenses 5:19-22).
Ciertas enseñanzas populares han hecho que las profecías contemporáneas sean aún más problemáticas. Creo que el exceso de enseñanzas sobre la «confesión positiva» ha introducido una gran fuente de errores potenciales en la profecía. Incluso en muchos círculos donde hoy se repudia la teología del «decláralo y reclámalo» se enzarzan ahora en «declaraciones proféticas». Algunas de estas declaraciones se supone que son afirmaciones de fe. Después de todo, Jesús nos invita incluso a dar órdenes a las montañas a través de nuestra fe (Marcos 11:23). Pero la fe solo puede llegar a ser tan buena como lo es su objeto, que Jesús especifica en los versículos anteriores que es Dios (v. 22). Las «declaraciones proféticas» están vacías a menos que se autoricen y se dirijan por Dios. Como dice Lamentaciones: «¿Quién puede anunciar algo y hacerlo realidad sin que el Señor dé la orden?» (Lamentaciones 3:37).
Las personas importantes que aseguran hablar por Dios no siempre tienen razón, pero eso no significa que Dios no hable. En 2008 un ministro etíope que no sabía nada de mí profetizó con exactitud acerca de mi hijo, y que yo estaba escribiendo dos grandes libros. Lo que me confundió fue que dijo que mi segundo libro sería más largo que el primero. Yo esperaba que mi comentario al libro de Hechos saliera primero; al final superó las cuatro mil páginas. Aunque me impresionó en parte, pensé que Mesfin se equivocaba acerca de un libro más grande. Sin embargo, mi libro sobre milagros, que solamente tenía 1100 páginas, terminó saliendo antes que mi comentario de Hechos. Mesfin tuvo razón, y yo me equivoqué.
Este año muchos cristianos han escuchado a líderes profetizar que Trump ganaría de nuevo las elecciones. Algunos, como Jeremiah Johnson, han seguido afirmando que su profecía resultaría cierta al final. Otros, como Kris Vallotton, se han disculpado públicamente. Por ahora, muchos decidirán que la profecía era contingente, fuera de tiempo o, más probablemente, equivocada.
Aunque no he sido de los que han apoyado a Trump, sí soy de los que quieren ver probadas como ciertas las profecías divinas y puedo entender la decepción.
Yo no soy profeta, pero mis propios sueños me generan dudas. Por ejemplo, en marzo de 2016, ocho meses antes de las elecciones, soñé que Trump podría ser como el Jehú bíblico (2 Reyes 10:28-31) y necesitaba arrepentimiento. En mayo de 2016 soñé que Dios estaba furioso por el (futuro) maltrato de Trump a los niños refugiados. Más tarde soñé que sus palabras provocaban disturbios raciales. Después de las elecciones de 2016, escribí en mi diario: «Me preguntó por qué, si yo he tenido estas pesadillas acerca de él, muchos otros no están viendo lo mismo». Al año siguiente soñé que estaba advirtiendo a los partidarios de Trump acerca de una inminente reacción violenta: «Sembraron vientos y cosecharán tempestades» (Oseas 8:7).
No fui capaz de quitarme de encima esos sueños, aunque mucha gente a la que yo respetaba apoyaba al presidente, y por razones que podía comprender. A veces mi perspectiva vaciló, puesto que soy provida y aprecio el respeto del presidente hacia los evangélicos. En agosto de este año soñé que Trump perdía las elecciones de 2020. Solo fue un sueño. Tengo toda clase de sueños, y aunque algunos parecen más significativos, no siempre estoy seguro de cómo interpretarlos. Probablemente muchos están influidos por leer las noticias de la BBC antes de irme a dormir. Los sueños, al menos, me motivan a orar.
Las perspectivas difieren, y cada uno de nosotros tiene solamente una parte de una imagen más grande. Podemos estar seguros de algo: el Señor sigue teniendo el control de la historia, y podemos vivir por su Palabra certera en las Escrituras, sin importar lo que ocurra.
Si, en contra de todo pronóstico, de repente Trump sí se convierte en presidente, las profecías atraerán la atención del público a la obra de Dios. De otro modo, puede ser que Dios está llamando la atención hacia la necesidad de hacer limpieza en muchos círculos carismáticos. El ánimo del Espíritu no siempre se traduce en las palabras que queremos escuchar; las «declaraciones proféticas» pueden ensordecernos para no escuchar lo que Dios está diciendo realmente; y depender de lo que otros dicen que Dios ha dicho puede ser un asunto bastante arriesgado (ver 1 Reyes 13:11-32).
Como cristiano carismático que soy, me gusta ver que las profecías se hacen realidad. Pero hay que evaluarlas. Siempre que sea posible, antes de hacerlas públicas. Y, cuando sea necesario, después.
Craig Keener es profesor de Estudios Bíblicos con la cátedra F. M. Y Ada Thompson en el Seminario Teológico de Asbury. Es autor de Christobiography: Memories, History, and the Reliability of the Gospels, que ganó en 2020 el CT Book Award.
Traducido por Noa Alarcón
Edición en español por Livia Giselle Seidel