La mayoría de las personas que dejaron de asistir a las iglesias evangélicas en los últimos años no son nones [término informal usado en inglés para referirse a las personas que afirman no tener ninguna afiliación religiosa] ni exevangélicos.
De hecho, muchos todavía se identifican como cristianos nacidos de nuevo con creencias cristianas perfectamente ortodoxas, según explican Davis y Michael Graham en su nuevo libro The Great Dechurching. Estos cristianos creen en la Trinidad, la expiación y la realidad de Jesús como su Salvador personal. [Enlaces en inglés].
Simplemente no van a la iglesia.
Podría ser fácil imaginar que los millones de personas que han abandonado la iglesia son una aberración cuyas identidades evangélicas resultan de algún modo sospechosas. A lo mejor no entienden realmente de qué se trata la fe cristiana, podríamos pensar.
Pero, ¿qué pasa si el propio Evangelicalismo es en parte culpable? ¿Qué pasa si el problema con los evangélicos que no asisten a la iglesia no es su comprensión errónea de la fe, sino más bien la propia falta de énfasis en la iglesia por parte de la teología evangélica?
En relación con otras formas de cristianismo, los evangélicos históricamente han mantenido una visión bastante baja de la Iglesia, en comparación con su visión elevada de la relación individual del creyente con Dios.
Mientras que los católicos durante siglos insistieron en que «no hay salvación fuera de la iglesia», los evangélicos tradicionalmente han insistido en que la salvación de una persona no tiene nada que ver con la afiliación a la iglesia o el sacramento de la iglesia. Mientras que algunos protestantes, como los luteranos y los anglicanos, han reservado un papel para el sacramento del bautismo en la salvación, muchos evangélicos han evitado esta teología sacramental.
El evangelicalismo estadounidense nació en avivamientos al aire libre que tuvieron lugar en el siglo XVIII, mismos que denunciaron a los ministros inconversos y llamaron a la gente a experimentar al Espíritu Santo y el don de la salvación fuera de los muros de la iglesia. El evangelista anglicano George Whitefield ministró a miles de personas al aire libre y tenía poca conexión con cualquier denominación establecida.
Whitefield no estaba solo. Aunque los evangelistas del Primer Gran Avivamiento fueron a menudo ministros ordenados (como lo fue Whitefield), su mensaje individualista de salvación personal trascendió y desafió las fronteras denominacionales, enfatizando una relación personal con Dios que no estaba mediada por la iglesia o el credo.
De manera similar, en el siglo XIX, la predicación de avivamiento continuó siendo impartida por evangelistas itinerantes, algunos de los cuales despreciaban abiertamente los ordenamientos de sus denominaciones, o bien, tenían una relación débil con la iglesia establecida.
Barton W. Stone, pastor de la Iglesia Presbiteriana Cane Ridge, donde comenzó el Segundo Gran Avivamiento, dejó su denominación presbiteriana después del avivamiento. Se lanzó por su cuenta, decidido a recuperar el cristianismo del Nuevo Testamento sin la carga de la supervisión denominacional o del credo aceptado.
Charles Finney, el evangelista más famoso del Segundo Gran Avivamiento pasó de iglesia en iglesia en una serie de pastorados que cruzaron líneas denominacionales para encontrar una iglesia que encajara bien con sus «nuevas medidas» y su teología arminiana.
Pero al menos los evangelistas del siglo XIX asistían regularmente a una iglesia local, a pesar de su incomodidad con las limitaciones denominacionales. Ese no fue el caso de muchos líderes evangélicos estadounidenses en el siglo XX.
Algunos se dieron cuenta de que a menudo podían alcanzar a los perdidos de manera más efectiva a través de ministerios paraeclesiásticos que a través de la iglesia local.
El más famoso de estos ministros paraeclesiásticos fue Billy Graham, cuyo ministerio de predicación internacional trascendió las líneas denominacionales. Graham animó a su audiencia a unirse a una iglesia local, pero su propia membresía estaba en una iglesia en Dallas, a casi mil millas de su casa en Montreat, Carolina del Norte.
Asistía con frecuencia a otras iglesias, especialmente a la congregación presbiteriana de la que era miembro su esposa, Ruth Bell, pero rara vez visitaba la de Dallas, de la que fue miembro durante 54 años.
«Si yo perteneciera a una iglesia bautista en mi vecindario [en Carolina del Norte], continuamente me pedirían que trabajara en los asuntos de la iglesia», explicó Graham. «Cuando estoy en casa asisto a la iglesia presbiteriana de mi esposa y, naturalmente, no me piden que haga nada».
Otros líderes evangélicos paraeclesiásticos de esa época expresaron incluso menos interés en asistir y servir activamente en una iglesia local.
Pat Robertson, el locutor de televisión que fundó la Regent University y la Christian Coalition, fue un ministro ordenado bautista del sur. Sin embargo, casi nunca asistió a la iglesia durante el apogeo de su carrera en los años 1980 y principios de los 1990. «Es aburrida», le dijo una vez a un periodista, cuando le preguntaron por qué no asistía a la congregación bautista de la que era miembro. «Nunca disfruté ir ahí».
Robertson creía firmemente en la importancia de la devoción cristiana, leía la Biblia durante una hora todos los días y pasaba mucho tiempo en oración. Pero, en su opinión, la asistencia a la iglesia era opcional.
Hoy en día, algunos evangélicos están poniendo un énfasis renovado en la importancia de la iglesia. Pastores como David Platt y Mark Dever, por ejemplo, insisten en que cada creyente es responsable de convertirse en miembro activo de una iglesia local.
Los evangélicos están leyendo de nuevo textos clásicos sobre el valor de la comunidad cristiana, como Life Together de Dietrich Bonhoeffer, y están escribiendo nuevos libros sobre el tema, como Rediscover Church: Why the Body of Christ Is Essential de Collin Hansen y Jonathan Leeman.
A medida que ir a la iglesia se vuelve más contracultural y menos conveniente en nuestro mundo frenético, estos mensajes son necesarios más que nunca. Como explica Bonnie Kristian, muchos creyentes carecen de un compromiso fundamental con la iglesia, es decir, la convicción de que «la participación rutinaria en la vida cristiana comunitaria es el lugar principal donde tiene lugar nuestra adoración y discipulado».
Pero para lograr que la gente regrese a los bancos, los evangélicos necesitan redescubrir una teología convincente sobre la iglesia, necesitan establecer una respuesta específicamente evangélica a la pregunta «¿Por qué la iglesia?» [enlace en español].
La razón de la existencia de la iglesia no puede ser simplemente la evangelización, ya que los ministerios paraeclesiásticos y los equipos misioneros suelen ser más eficaces en eso. No puede ser simplemente predicar la palabra de Dios, ya que algunas de las mejores predicaciones evangélicas a menudo han ocurrido en servicios de avivamiento no denominacionales y conferencias ministeriales paraeclesiásticas.
Si, la iglesia es la novia de Cristo, a quien Jesús redimió con su sangre, sabemos que es vital. Pero, ¿por qué?
Una respuesta evangélica es que la iglesia existe como una expresión local de la familia de Dios y es el plan de Jesús para entrenar a sus discípulos a amarse unos a otros y llegar a ser más como Él.
El amor no se puede practicar eficazmente en soledad. Podemos orar y leer la Biblia solos. Pero no podemos practicar el amor a otras personas si no tenemos una relación con ellas.
Pablo escribió el capítulo 13 de 1 Corintios a toda una congregación, no a un cristiano solo que vivía aislado. Hubo momentos en la vida de Pablo en los que estuvo aislado de la comunidad de creyentes y no pudo adorar con otros, como cuando estuvo en prisión. Pero incluso en aislamiento, oró fervientemente por otros discípulos y anhelaba reunirse con ellos.
No se pueden leer los primeros capítulos de 1 Tesalonicenses sin darse cuenta de que Pablo era un hombre que anhelaba intensamente estar con otros creyentes, orar con ellos y compartir sus alegrías y tristezas en su caminar con el Señor.
Como bien han señalado los evangélicos, el Espíritu de Dios y el don de la salvación no están definidos por los muros de la iglesia. Pero sin una comunidad corpórea de creyentes, nuestra capacidad para aprender a amar a otros seguidores de Jesús es limitada. Nos vemos obstaculizados en nuestra capacidad de experimentar la unidad con otros cristianos, unidad por la que Jesús oró justo antes de su crucifixión. Y es menos probable que experimentemos las bendiciones que conlleva ser parte de una expresión local de la Esposa de Jesús.
El evangelicalismo estadounidense primitivo puede haber sido una reacción contra los ministros inconversos y las iglesias espiritualmente muertas, pero nunca debió convertirse en un movimiento contra la iglesia misma. Y tal vez ahora, en medio de una salida masiva de la Iglesia, podamos redescubrir una teología evangélica sólida de la misma.
Daniel K. Williams es un historiador en la Universidad de Ashland y autor de The Politics of the Cross: A Christian Alternative to Partisanship.
Traducción por Sergio Salazar.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.