Una mañana, me desperté como de costumbre a preparar el desayuno para mi familia. Al terminar, Rudy, mi copastor y esposo, se ofreció a llevar a nuestras hijas a la escuela. Me despedí de ellas con un abrazo y un beso, y luego fui al baño para terminar de arreglarme. Pero cuando me estaba maquillando los ojos, sentí una fugaz ráfaga de sensaciones por todo el cuerpo, como una mezcla de miedo y náuseas, que casi hizo que me desmayara.
Llamé a la secretaria de nuestra iglesia para decirle que no me estaba sintiendo bien y que llegaría al mediodía. Y entonces, como si se hubiera tratado de una experiencia sobrenatural, me encontré a mí misma llamando de nuevo y diciendo en voz baja: «No. No voy a ir. No voy a regresar. Me voy a tomar un año sabático o tal vez pediré una licencia por razones médicas». Colgué el teléfono, me metí a la cama y tuve lo que mi abuela seguramente habría llamado una crisis nerviosa.
Durante varias semanas dormí entre dieciocho y veinte horas al día. Despertaba solo para lo estrictamente necesario y, a pesar de dormir tanto, aún me sentía muy cansada. Pasada una semana, mi esposo me dijo: «Cariño, creo que deberías ver a un médico». Así que solicité una cita con una psiquiatra. Al concluir la primera cita, la doctora me dio una receta médica y un diagnóstico: «episodio depresivo mayor». Luego dijo algo que me asustó: «sentirás la mejoría en seis semanas». ¿Seis semanas? Dios mío, ¿podré vivir así por seis semanas más?
Cuando toda mi vida se desmoronó tuve que aprender por primera vez a estar conmigo misma y con Dios. Las herramientas y prácticas espirituales sobre las que siempre me había apoyado, tales como la alabanza en grupo, el ayuno y la oración, eran completamente inaccesibles para mí en ese estado mental. Siempre había disfrutado estudiar la Biblia durante horas, pero ahora simplemente no podía concentrarme. No lograba entender nada y me sentía demasiado cansada como para siquiera intentar leer. Ser pastora no lo hizo más fácil.
Varias personas con buenas intenciones le dijeron a mi familia cosas como «díganle que lea la Palabra». Yo anhelaba el consuelo, la sabiduría y el entendimiento que siempre había encontrado en las Escrituras, pero en la profunda oscuridad en la que me encontraba no podía leer los versículos, y las palabras no significaban nada para mí.
Después de seis semanas de terapia, Dios me habló: Te daré los tesoros de la oscuridad. Esas palabras de Dios me llenaron de esperanza. No sentí ningún cambio físicamente; no sentí escalofríos ni una «sensación de amor» recorriendo todo mi cuerpo. Sin embargo, esas palabras hablaron a lo más profundo de mi ser y se convirtieron en una fuente de vida para mí. Sentía como si Dios estuviera a mi lado. Después de varias semanas de confusión, por primera vez comencé a sentir consuelo. En los momentos en los que una inmensa sensación de estar a la deriva me invadía y me desanimaba, esas palabras fueron para mí un ancla en medio de la oscuridad y la desesperación. La palabra que Dios me había hablado aquel día estaba ahora guardada en mi corazón.
Así que le tomé la palabra a Dios. Nada cambió de una manera sustancial: durante meses permanecí letárgica y seguía sintiéndome física y mentalmente agotada, pero ahora tenía algo qué hacer. Estaba lo suficientemente lúcida como para saber que si había un tesoro escondido, entonces tendría que vivir para extraerlo y apropiarme de él.
Cuando comencé a recuperar lentamente mi energía, decidí visitar otras iglesias y asistir a pequeños retiros en los cuales pudiera simplemente participar, sin tener las responsabilidades que conlleva el liderazgo. Asistí sin ninguna expectativa: solo quería estar en un lugar donde se leyera y se meditara la Palabra de Dios. Esas experiencias formaron parte de mi recuperación. Le brindaron a mi corazón un lugar tranquilo donde encontrar reposo.
Me recuperé muy lentamente y gradualmente fui ganando fuerzas. Pasado un año empecé a leer de nuevo. Empecé poco a poco, retomando primero mis devocionales diarios. Haber pasado tanto tiempo lejos de la Palabra hizo que el regreso a ella fuera más dulce que nunca. Esta vez, además del medicamento y la terapia, también podía contar con la presencia de la Palabra de Dios como mi verdadera amiga y guía.
Mientras regresaba poco a poco a las Escrituras, descubrí que esa fuente de vida que Dios me había dado (Te daré los tesoros de la oscuridad) reflejaba la Palabra de Dios en Isaías 45:3: «Te daré los tesoros de las tinieblas, y las riquezas guardadas en lugares secretos, para que sepas que yo soy el Señor, el Dios de Israel, que te llama por tu nombre» (NVI). Este manantial de vida en mi oscuro periodo de prueba transformó mi forma de pensar al meditar en este y en otros pasajes de la Biblia, teniendo los oídos de mi corazón abiertos para escuchar los mensajes que me iban alimentando lentamente, así como los cuervos alimentaron a Elías (1 Reyes 17:6).
Durante ese tiempo volví a retomar una práctica espiritual sobre la que había aprendido antes, pero que nunca había experimentado por completo: lectio divina, una práctica antigua de lectura y contemplación de las Escrituras que es en realidad muy similar a extraer los tesoros de la Palabra.
Volví a aprender que incluso con tal solo internalizar pasajes cortos, las Escrituras pueden ayudarnos a ver lo que Dios ve; pueden sembrar valentía, paciencia, sabiduría y amor dentro de nosotros para ayudarnos a responder a las dificultades, tragedias o celebraciones de nuestras vidas en formas que promuevan el reino de Dios. Durante ese periodo, estuve sumergida en la Palabra y, con el paso del tiempo, esta comenzó a transformar mi manera de creer, pensar, sentir y actuar. Tiempo después, la Palabra también le dio forma a mi reaparición en el mundo como creyente después de la desgracia.
Eso sí, tengo que dejar en claro que tomó tiempo. Aunque fueron dolorosos, los largos periodos de silencio y soledad que experimenté crearon un espacio para que Dios me hablara, y para que yo lo escuchara hablar.
Afortunadamente, esa etapa de mi vida llegó a su fin. Sin embargo, ahora que ya puedo leer de nuevo, le puedo decir con certeza que la Palabra de Dios sigue siendo una fuente constante de gozo, esperanza, sabiduría, consuelo y amor absoluto para mí. Desde mi recuperación y hasta el día de hoy, lectio divina sigue siendo el método que más atesoro a la hora de abordar la Palabra. Esta práctica me ha ayudado a afinar mi oído para escuchar el corazón de Dios, de forma muy similar al día en el que Dios me habló con tanta claridad. Esta forma de leer las Escrituras en realidad me lee a la luz del amor de Dios.
La oscuridad de la depresión se convirtió en una puerta de entrada hacia varios tesoros en mi vida. Uno de los que permanecen es un constante y renovado amor por la Palabra de Dios.
Juanita Campbell Rasmus es autora de Learning to Be: Finding Your Center After the Bottom Falls Out. Es directora espiritual y miembro del equipo ministerial Renovaré, y copastora de la Iglesia Metodista Unida St. John en el centro de Houston junto con su esposo, Rudy.
Traducido por Renzo Farfán.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.