Hay ocasiones en que la provisión de Dios viene en forma de Prozac

Mi batalla contra la ansiedad posparto me llevó a entender que Dios puede sanarnos de otras maneras.

Christianity Today August 21, 2024
Ilustración por Christianity Today / Fuente de imágenes: Unsplash

Las hormonas que vienen durante y después del embarazo hacen que el mundo gire: pueden crear vidas y sostenerlas, pero también pueden hacer que las madres se sientan como monstruos.

Las hormonas son las guardianas de nuestra cordura, y la mía se fue por el desagüe después de haber dado a luz a mis dos hijas. El desafío de criar a un recién nacido sería considerable para quienes tienen niveles normales de estrógenos y progesterona, pero puede ser demasiado para quien tiene las hormonas fuera de equilibrio.

Mis dos hijas, Elaine y Olivia, son las niñas de mis ojos, pero traerlas al mundo me dejó hecha polvo. Durante las 24 horas posteriores a cada parto me invadió la ansiedad y comencé a perder el contacto con la realidad. Un pánico paralizante atravesaba mi cuerpo cada hora. Me sentía exiliada del mundo en el que los ritmos son banales y placenteros.

No recuerdo haberme parado una sola vez junto a la cuna de mis recién nacidas para admirarlas mientras dormían. Solo me preocupaba mi propio sueño, o la falta de él. Daba vueltas en la cama, escuchando con envidia la respiración fuerte de mi esposo. Me sentía completamente aislada, abandonada. Trataba de dormir en todas partes, en cualquier sitio. Bajo mi escritorio. En el suelo. Lejos de la cuna. Fuera de la casa, en mi pequeño auto.

Conseguía sacar unas cuantas horas aquí y allá, pero cada noche, a la puesta de sol, mi ansiedad se disparaba como si el monstruo de los «y si» se hubiera sentado encima de mi cerebro: ¿Y si no puedo dormir y colapso y ataco a mis seres queridos y fracaso a la hora de cuidar de mi recién nacida y defraudo a todo el mundo? Cada hora me preguntaba si alguna vez vería a mis niñas reír, tirarse del pelo y correr juntas por la hierba.

La primera vez no sabía lo que me estaba ocurriendo: había escuchado hablar de la depresión postparto, pero no de la ansiedad. Había tenido un embarazo tranquilo y un parto natural que habían dado como resultado a un sano angelito rosado. Mi hija no tenía cólicos, mi marido estaba presente y me apoyaba, y nuestra familia extendida estaba entusiasmada con esta nueva vida. ¿Por qué me sentía tan consumida por el terror? Para hacerlo peor, reflexionaba sobre todas estas razones por las que debía estar llena de felicidad y me sentía culpable por no estarlo.

Por supuesto, mi propio pasado tenía un trasfondo más oscuro y complicado que me ayudaba a explicar las cosas: tuve una complicada relación con mi madre, lo que aumentaba mis miedos de convertirme en una madre inestable. Pero, por mucho que esto predijera mi insomnio postparto y los ataques de pánico, eso por sí solo no explicaba completamente mis circunstancias. Tenía que haber algo más agitándose bajo la superficie psicológica, formando una colisión entre el cerebro y el espíritu que parecía empeñado en obligarme a elegir entre cuidar de esta nueva vida o terminar con la mía.

Necesitaba ayuda médica, pero había un problema: para mí, hacer que un compuesto químico hiciera lo que se suponía que la cruz debía hacer demostraba mi falta de confianza en Jesús. Mi fe había florecido en una iglesia que prohibía beber alcohol y tomar drogas que alteraban el juicio. Recuerdo sermones centrados en la importancia de «una vida cristiana limpia» y advertencias de que el alcohol y la marihuana estaban en contra de las cosas de Dios.

En esos momentos era común escuchar Efesios 5:18 y siempre,al menos en mi memoria, se citaba en lenguaje antiguo: «No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu» (RVR1960). Esto encajaba bien conmigo, porque había crecido a la sombra del alcoholismo, con un abuelo cuyos periodos de sobriedad regulares solo fueron posibles debido a la constante vigilancia de mi abuela.

Durante gran parte de mi vida, la respuesta obvia a las adicciones había sido una teología fundamentalista. Estos habían sido los lentes que llevaba puestos cuando me encontré por primera vez con el tristemente famoso trabajo de Damien Hirst estando de vacaciones en Italia. En cierto lugar de Venecia visitamos una pequeña galería de arte abierta al público: y allí, en una ciudad llena de iconos religiosos, entramos en lo que parecía ser el santuario de los medicamentos.

Por todos lados había símbolos cristianos decorados con píldoras de toda forma y color. En las paredes había pósteres del Via Crucis cubiertos con frases que recordaban momentos específicos de la narrativa bíblica, con versículos citados junto a botellas de recetas médicas representadas en varias concentraciones. En cada pieza de arte, la devoción se fusionaba visualmente con la promoción de marcas de medicamentos. Y en medio de esta exposición había una variedad de calaveras humanas lacadas en colores brillantes.

Pero una de las piezas, relativamente discreta, fue la que más me impactó, y sigue fija en mi recuerdo: una simple cruz de madera de cedro con pastillas fijadas con resina en el centro de sus postes.

En ese momento de mi historia personal —años antes de mi doble encuentro con los problemas de salud mental relacionados con el parto— podía ver dos maneras diferentes, pero igualmente válidas, de interpretar esa obra. La primera era la más obvia: era una declaración acerca del poder adictivo de la religión, una representación artística de la afirmación de Karl Marx de que la religión es «el opio del pueblo».

Cuando Dios se convierte en una idea o en un sistema de creencias en vez de un ser amoroso y activo, terminamos usando a ese dios para protegernos de la realidad. En ese sentido, sentía que esa obra de arte me atacaba. Había sido culpable de ello en mis primeros años de fe, cuando la religión me ofreció una manera de distanciarme del dolor causado por mi familia.

La otra interpretación hablaba más bien de cómo las sustancias, tanto las prescripciones médicas legales como las sustancias médicamente necesarias que alteran la mente, se habían convertido en un reemplazo de Dios en la sociedad contemporánea. Después de todo, quién necesita oración, comunidad y una entrega ciega por medio de la fe cuando el Valium puede llevarse tu trauma y tu soledad. ¿Quién necesita el sacrificio de Cristo cuando tienes pastillas para la ansiedad?

Y aunque en ese punto de mi vida cognitivamente comprendía que había razones médicas legítimas para tomar analgésicos, sedantes y antidepresivos, no podía separarlo del abuso del alcohol que había presenciado en mi infancia. ¿Cuál es la diferencia entre alguien que abre una botella de licor en momentos de ansiedad a alguien que acude a un bote de pastillas?, me preguntaba.

Sin embargo, hoy veo el crucifijo de Damien Hirst de manera bastante diferente. Más que una acusación o una advertencia, se ha convertido en un símbolo de esperanza. Pero no fue sino hasta que pasé por un inmenso sufrimiento y hasta que el Espíritu Santo me transformó que mi percepción cambió. No fue sino hasta que experimenté la clase de implosión interna que conduce a la gente a beber y a anestesiarse.

Recuerdo una noche, en lo profundo de mi ansiedad postparto, en la que intentaba mantener a raya los pensamientos de autolesión centrándome en una imagen mental. Lo mejor con lo que pude dar fue una imagen de mi propia mano cortando pequeñas cruces en mi carne. Una y otra vez hacía el símbolo de la cruz y finalmente fui capaz de caer dormida: una extraña victoria.

Todo lo que quería era algo de bendito descanso: porque con él, pensaba, podría ser una madre capaz y no fallarle a mi pequeña. Pero, al igual que la propia gracia, el sueño se escapa cuanto más intentamos capturarlo. Y su búsqueda es sencillamente enloquecedora.

No sabía cómo ayudarme a mí misma. Lo que sí sabía, lo que me habían enseñado en mi infancia, era a lidiar con la vergüenza. Pero la vergüenza es a la ansiedad lo que la gasolina es al fuego. Y cuando echo la vista atrás veo la triste ironía de que eso mismo que temía —fallar como madre— era lo que habría pasado si hubiera escuchado la voz de la desesperanza y hubiera acabado con mi vida.

Pasé días enteros en oración: oraciones que eran más sentidas que nunca y en ocasiones suficientemente fuertes como para molestar a los vecinos. Estaba rodeada por mi comunidad y me apoyaba en mi familia como no lo había hecho nunca. También descubrí a un maravilloso terapeuta cristiano y comencé a poner en práctica disciplinadas técnicas de terapia cognitiva conductual. Incluso encontré a un naturópata cristiano que me ayudó a revitalizar mi cuerpo exhausto con suplementos.

Después de semanas de insomnio y ataques de pánico, había ganado algunas batallas significativas. Pero, después de todo, estaba perdiendo la guerra. Seguía necesitando ayuda farmacológica.

En última instancia, mi batalla contra el problema de salud mental de la ansiedad postparto se convirtió en una invitación a una vida espiritual más profunda. Tenía que enfrentarme a mi gran miedo de un mundo material en el que las sustancias químicas podían destruirnos. Pero lo que no había considerado era que lo material, lo químico y lo físico también podían salvarnos.

Había crecido leyendo pasajes de la Biblia que afirman la encarnación de Jesús y su importancia para nuestra salvación, pero no conseguí integrarlo en mi propia experiencia sino hasta que fui adulta.

La iglesia siempre ha batallado con la idea de que Dios haya abrazado el mundo material por medio del Cristo encarnado. Esto se hace evidente en las controversias cristológicas del siglo IV. Por ejemplo, a Ario y Apolinar les costó aceptar el hecho de que Jesús fuera «de carne y hueso» (Hebreos 2:14-17).

En respuesta a esto y a otras herejías de su época, Gregorio Naciaceno explicó que solo la humanidad holística de Cristo podía expiar nuestro pecado y todos sus efectos: porque «lo que no se asume no se sana». En otras palabras, Jesús se tenía que volver un humano completo para sanar completamente nuestra humanidad caída.

En esos momentos de crisis, yo no necesitaba que Jesús solamente fortaleciera mi espíritu: necesitaba que también sanara mi cuerpo. Y ya sea que esa sanación venga por medios sobrenaturales o naturales, sabemos que toda buena dádiva y todo don perfecto descienden de lo alto (Santiago 1:17).

Lentamente, con la iluminación del Espíritu santo, comencé a ver mis brillantes píldoras ansiolíticas como parte de la buena provisión de Dios para el buen cuerpo que él había creado, no como una señal de una fe débil. Porque igual que Jesús había abrazado su cuerpo físico, así también debía hacerlo yo.

Hoy cepillo el cabello de mis hijas y superviso que se laven los dientes. No consiguen quedarse quietas durante el ritual, y en seguida se escapan para jugar algo nuevo. Desde el cuarto de baño las escucho reír mientras lleno un vaso de agua para tomar mi Prozac.

Me lo trago y parece una especie de sacramento bendecido: una afirmación del cuerpo que Jesús creó, que un día será totalmente sano, igual que su cuerpo resucitado.

Katherine Lee es poeta y madre. Escribe memorias acerca del modo en que su maternidad ha sido definida por las mujeres de su familia. Su maestría en teología ha dado forma a esta búsqueda de maneras sorprendentes.

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