En la película Memento, del año 2000, el protagonista Leonard Shelby tiene una lesión cerebral específica que le impide formar nuevos recuerdos a largo plazo. Puede recordar información durante 30 segundos o un minuto como máximo, pero luego lo olvida todo.
La desconexión de Leonard con su pasado lo deja en un perpetuo estado de desconcierto sobre cómo ha llegado a su situación actual: ¿De qué enemigo huyo y por qué? ¿Por qué llevo una pistola? Su confusión es consecuencia de la amnesia: la incapacidad de recordar su propia historia. Si Leonard pudiera reaprender y recordar las partes más importantes de su pasado, podría por fin volver a tener una existencia estable, con una comprensión sana de sí mismo y de la gente que lo rodea.
Ser evangélico hoy en día es similar a esto. Nosotros también estamos desconectados de nuestro pasado, aunque por razones más reversibles que una lesión cerebral. Como resultado, los evangélicos están ahora más divididos que nunca, y muchos de nosotros luchamos contra enemigos que una vez fueron amigos.
Pero, ¿y si nos detuviéramos a recordar nuestra historia? No solo recordaríamos quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí, sino que incluso podríamos redescubrir lo mejor que el evangelicalismo ha sido, es y puede volver a ser.
Por supuesto, uno de los mayores problemas hoy en día es que casi no parece haber consenso sobre lo que significa la palabra evangélico. Ojalá los evangélicos de todo el mundo pudieran ponerse de acuerdo sobre los parámetros básicos del evangelicalismo: algo lo suficientemente mínimo como para fomentar una sana diversidad, pero lo suficientemente sustancial como para garantizar la integridad doctrinal.
¿Y si ya existiera algo así?
Hace cincuenta años, en julio de 1974, unos 2700 líderes cristianos de 150 países viajaron a Lausana (Suiza) por iniciativa del evangelista estadounidense Billy Graham y el teólogo británico John Stott.
La conferencia se tituló oficialmente «Primer Congreso Internacional de Evangelización Mundial», pero pasó a conocerse como el primer encuentro de Lausana del 74. Y aunque solo incluyó a una parte de la iglesia mundial, la revista Time informó célebremente en su momento que el congreso era «posiblemente la reunión de cristianos de mayor alcance jamás celebrada».
Quizá el resultado más importante y duradero de esta reunión fue el Pacto de Lausana, que con el tiempo se convertiría en uno de los documentos más influyentes del evangelicalismo moderno. El propósito del documento era responder a una pregunta clave: ¿Hasta qué punto debemos estar de acuerdo unos con otros para trabajar juntos en la tarea de las misiones mundiales?
En aquella época, como ahora, el evangelicalismo estaba sintiendo los efectos de la controversia fundamentalista-modernista, que provocó profundas escisiones en casi todas las principales instituciones y denominaciones cristianas. El enfoque fundamentalista buscaba resolver las diferencias por medio de rigurosas pruebas de fuego y rigidez doctrinal. La perspectiva progresista evitaba los límites doctrinales, arriesgándose a apartarse sustancialmente del cristianismo histórico.
El enfoque evangélico de la diversidad ejemplificado en Lausana se caracteriza tanto por (1) una cuidadosa negociación de la unidad por encima de las diferencias que se fundamenta en confesiones en común del cristianismo histórico como por (2) la celebración de la diversidad en sí misma como un bien intrínseco, e incluso como prueba de una expresión del plan previsto por Dios para la iglesia global y universal de todos los creyentes.
El Pacto de Lausana ofrecía una definición teológica de la palabra evangélico y evitaba intencionadamente cualquier elemento sociopolítico asociado al movimiento. Tampoco se pronunció sobre una serie de cuestiones importantes, aunque secundarias, relacionadas con la teología, la doctrina y la praxis. Por ejemplo, no habla del bautismo, de los roles de género en el ministerio, ni de la edad de la Tierra y la evolución.
Al mantenerse al margen de este tipo de cuestiones, el Pacto de Lausana incluyó a cristianos de ambos lados de las líneas de desacuerdo que, de otro modo, podrían estar divididos. En su lugar, los líderes del congreso trataron de crear una comunidad unida en torno a un pacto que pasara por encima de tales diferencias, al servicio de una misión compartida para que «toda la Iglesia lleve todo el Evangelio a todo el mundo».
En cierto sentido, el pacto es una declaración corporativa de creencias compuesta por 15 artículos, una introducción y una conclusión. Con poco más de 3100 palabras, el documento es lo suficientemente corto como para ser mecanografiado de forma legible en dos caras de una sola página. Stott, presidente del comité de redacción, explicó en su exposición el razonamiento que subyace a cada artículo, y es una lectura obligada que acompaña al pacto.
Sería un error considerar este documento como una mera declaración de fe, ya que se concibió como un pacto, escribe Stott, un «contrato vinculante» que compromete a sus firmantes a un propósito y una asociación comunes. Tras 10 días de debate, discusión y negociación, la mayoría de los asistentes (2300 en total) firmaron el documento. Como explicó Stott: «No queríamos limitarnos a declarar algo, sino hacer algo: comprometernos en la tarea de la evangelización mundial».
Incluso ahora, el pacto está destinado a ser firmado por quienes lo lean y estén de acuerdo con él, y al hacerlo, nos comprometemos a cooperar unos con otros en la misión de Dios.
Como la mayoría de los evangélicos, nunca había oído hablar del Pacto de Lausana durante mis años de formación, ni me pidieron que lo firmara sino hasta que fui adulto. Soy indio de piel oscura y nací en el sur de California en 1978, hijo de inmigrantes de primera generación que ya eran cristianos. Mi padre estudió en la Universidad de Biola.
Y mientras los que estudiaban en instituciones cristianas en ocasiones llegaban a estar familiarizados con el Pacto de Lausana, yo estudié la secundaria en una escuela pública y asistí a una universidad estatal laica. Las iglesias a las que crecí eran no denominacionales, lo que tenía sus ventajas, pero también cierta amnesia sobre la historia del cristianismo.
Conocí acerca del Pacto a finales del año 2000, hace 24 años, cuando era estudiante de posgrado y estudiaba para ser médico científico. Me aceptaron en la Harvey Fellowship (una beca ofrecida a cristianos que se incorporan a campos poco representados) y todos los solicitantes debían firmar el Pacto de Lausana. El verano siguiente fui a Washington, DC, a un evento de una semana de duración para reunirme con un pequeño grupo de otros nuevos becarios Harvey.
Ese evento amplió sustancialmente mi experiencia de la diversidad evangélica. Ben Sasse, historiador de Yale y presbiteriano reformado, fue el primer cristiano que conocí que era capaz de presentar un argumento plausible acerca del bautismo de niños, aunque él y yo no estuviéramos de acuerdo. Mac Alford, especialista en Botánica de Cornell, fue el primer cristiano que conocí que afirmaba la evolución, algo que yo rechazaba en aquel momento.
Y aunque estos desacuerdos eran incómodos, al menos para mí, todos habíamos firmado el Pacto de Lausana (que no se pronuncia sobre ninguna de estas cuestiones) y, por tanto, ya nos habíamos comprometido a cooperar.
El Pacto de Lausana ofrece una explicación teológica de nuestras diferencias, basada en la creencia subyacente de que estas diferencias pueden ser intrínsecamente valiosas. Los líderes del congreso no estaban satisfechos con una reducida comunidad que estuviera de acuerdo, sino que buscaban una comunidad expansiva a través de nuestras diferencias.
El pacto explica, utilizando lo que Stott llamó «una traducción literal de Efesios 3:10», que nuestros diferentes puntos de vista sobre las Escrituras son un mecanismo por el que se nos revela la sabiduría de Dios:
La revelación de Dios en Cristo y en las Escrituras es inmutable. A través de ella, el Espíritu Santo sigue hablando hoy. Ilumina las mentes del pueblo de Dios en todas las culturas para que perciban su verdad de una manera fresca, a través de sus propios ojos, y así revela a toda la Iglesia cada vez más de la sabiduría multicolor de Dios.
En lugar de reducir los límites doctrinales para lograr una paz falsa, la invitación evangélica nos llama a leer la Biblia juntos, a resolver nuestras diferencias y a negociar, y estos instintos estaban claramente presentes en la forma en que se llegó al Pacto de Lausana.
Aunque la conferencia en sí solo duró 10 días, el proceso de redacción del pacto llevó meses de diálogo y negociación. Pero con 2700 delegados en la conferencia, ¿qué tanta cooperación fue posible? Bastante, según parece. En la valoración de Stott: «Puede decirse verdaderamente, entonces, que el Pacto de Lausana expresa un consenso de la mente y el estado de ánimo del Congreso de Lausana».
La redacción del documento fue asignada a un pequeño comité que incluía a Stott; al entonces presidente del Wheaton College, Hudson Armerding; y a Samuel Escobar, un teólogo peruano de la InterVarsity Christian Fellowship.
Meses antes de la reunión de julio, se enviaron a los asistentes documentos de todos los ponentes de la reunión y se les pidió que enviaran sus comentarios por escrito. Redactado por J. D. Douglas, quien en aquel momento era editor de Christianity Today, el borrador preliminar se basó en los temas clave y las ideas de estas ponencias.
En su exposición, Stott explica: «Ya puede decirse verdaderamente que este documento surgió del Congreso (aunque el Congreso aún no se había reunido), porque reflejaba las aportaciones de los principales oradores cuyas ponencias se habían publicado con antelación».
Antes del Congreso, se envió un primer borrador a varios asesores, cuyos comentarios sirvieron para orientar la primera revisión del documento. A continuación, el comité supervisó una segunda revisión.
Pero los redactores también querían participar, escuchar y aprender de los propios asistentes. Así, a mediados de la reunión de julio, se entregó a cada asistente una copia del tercer borrador del pacto y se les pidió que enviaran sus respuestas y las debatieran en pequeños grupos que se organizaron cada día.
A partir de esta retroalimentación, se presentaron las objeciones y enmiendas sugeridas para que el comité de redacción las considerara. Según Stott, el congreso:
… respondió con gran diligencia. Se recibieron cientos de propuestas (en las lenguas oficiales), se tradujeron al inglés, se clasificaron y se estudiaron. Algunas enmiendas propuestas se anulaban entre sí, pero el comité de redacción incorporó todas las que pudo.
En última instancia, esta negociación influyó sustancialmente en el documento final en torno a tres temas principales. En primer lugar, se añadió una declaración cuidadosamente negociada sobre la inerrancia bíblica. En segundo lugar, se reforzó la declaración del pacto sobre la responsabilidad social. En tercer lugar, se introdujeron varios cambios para reflejar las preocupaciones y la sabiduría de la iglesia global fuera del mundo occidental. Creo que estos tres temas resumen las lecciones de Lausana para nuestro momento actual.
I. El artículo sobre la autoridad de las Escrituras se reforzó para incluir una declaración cuidadosamente negociada sobre la inerrancia, influida por las aportaciones de Francis Schaeffer y otros, que decía que la Biblia es «sin error en todo lo que afirma». Este cambio específico fue muy discutido, lo que supuso un reto importante para el comité de redacción.
Por un lado, las razones para incluir una declaración sobre la inerrancia eran poderosas. Una visión diferente de las Escrituras era la causa de muchos desacuerdos profundos entre evangélicos y cristianos progresistas. La afirmación modernista, impulsada por la alta crítica, era que la Biblia tenía «autoridad», pero que su mensaje estaba siempre sujeto a cambios debido a sus numerosos errores.
Junto con esta afirmación, muchos cristianos liberales rechazaban la creencia en la Resurrección, el Nacimiento Virginal y la historicidad de Adán y Eva. Y aunque estas tres afirmaciones clásicas del cristianismo no tienen la misma importancia, rechazar cualquiera de ellas supone una importante revisión con consecuencias de largo alcance.
Aclarar la naturaleza de este desacuerdo sobre las Escrituras estaba en el punto de mira de los organizadores de la conferencia. Por una buena razón, los evangélicos no podían colaborar fácilmente en las misiones mundiales con aquellos cuya interpretación del Evangelio no incluyera, por ejemplo, la resurrección corporal de Jesús, ya que se trataría de un Evangelio totalmente distinto (Gálatas 1:6-9). Como dijo el apóstol Pablo: «Y si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria y todavía están en sus pecados» (1 Corintios 15:17, NVI).
Pero también, en el contexto inmediato, la conferencia de Lausana fue una respuesta a la Conferencia de Bangkok sobre la Salvación Hoy, convocada el año anterior (1973) por el Consejo Mundial de Iglesias (CMI). Incluso el lugar se eligió en parte por la proximidad de Lausana a Ginebra, donde tiene su sede el CMI.
En la Conferencia de Bangkok habían participado delegados evangélicos, así como cristianos liberales y convencionales, muchos de los cuales se habían alejado de la ortodoxia. Y aunque su informe final incluye una concesión a los evangélicos, afirmando con Hechos 4:12 que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres [excepto Jesús] mediante el cual podamos ser salvos», otras peticiones para reforzar la teología del Evangelio, haciendo eco de la Declaración de Frankfurt de 1970, en la que los cristianos alemanes se opusieron al «giro humanista» de las misiones en el CMI, fueron rechazadas como contribuciones occidentales que no hablaban en nombre de todos.
Además, el informe de Bangkok incluía declaraciones que calificaban cualquier liberación de la opresión social como una forma de salvación, incluyendo «la paz del pueblo en Vietnam, la independencia en Angola, la justicia y la reconciliación en Irlanda del Norte y la liberación del cautiverio del poder». En Christianity Today, Peter Beyerhaus escribió:
Aquí, bajo una cobertura aparentemente bíblica, el concepto de salvación se ha ampliado tanto y se ha despojado de su carácter distintivo cristiano que cualquier experiencia libertadora puede ser llamada «salvación». En consecuencia, cualquier participación en esfuerzos libertarios se llamaría «misión».
Beyerhaus añadió que la conferencia también presentó el maoísmo, es decir, el comunismo de China, como una alternativa aceptable al cristianismo. Del mismo modo, que la iglesia del profeta Simón Kimbangu, quien afirmaba ser la venida encarnada de Dios Padre y que su hijo era la segunda encarnación de Jesús, se presentó como un ejemplo loable de un ministerio indígena.
Más que comentarios improvisados, se trataba de atractivos presentados intencionalmente por los dirigentes del CMI a las iglesias asiáticas y africanas, y cualquier objeción teológica se desestimaba como un intento inútil de asimilar las iglesias indígenas al pensamiento occidental.
Aunque nadie puede dictar a quién se le permite autoidentificarse con el término cristiano o incluso evangélico, el Pacto de Lausana fundamenta la unidad cristiana en la misión compartida de proclamar todo el Evangelio a todo el mundo. Esta misión es la razón por la que nos unimos a esta comunidad, a menudo incómoda, conocida como la Iglesia, a pesar de nuestras diferencias.
Los serios desacuerdos sobre la naturaleza del Evangelio a menudo se remontan a dos formas fundamentalmente diferentes de entender las Escrituras. Todo el mundo en este debate podía estar de acuerdo en que la Escritura era «autorizada», pero ¿eran sus enseñanzas siempre cambiantes y llenas de errores?
Por otra parte, incluso para muchos cristianos ortodoxos, el término inerrancia seguía siendo un punto de fricción. Inerrancia era una palabra cargada, puesto que algunos fundamentalistas ya la utilizaban como prueba de fuego doctrinal. Para agravar el problema, el término estaba mal definido, ya que aún faltaban años para que se redactaran las declaraciones de Chicago sobre la inerrancia y la hermenéutica en 1978 y 1982, respectivamente. No es de extrañar, por tanto, que muchos asistentes se opusieran firmemente a que el pacto utilizara el término inerrancia en su declaración sobre las Escrituras.
La solución de Stott a este callejón sin salida se fraguó en el proceso de negociación y fue una solución sabia. En lugar de exigir la palabra inerrancia, la sustituyó por una definición concisa y destacada del término diciendo que la Escritura es «sin error en todo lo que afirma». Los evangélicos que se oponen al término inerrancia podrían afirmar esto, pero muchos progresistas no lo harían.
II.El congreso también reforzó el artículo del pacto sobre la responsabilidad social. Una vez más, los redactores se distinguieron tanto de los progresistas del CMI como de la reacción exagerada de los fundamentalistas al evangelio social del liberalismo.
Trazar el camino que Billy Graham siguió en cuestión de la justicia social proporciona algunos antecedentes importantes. En 1953, rompiendo con su educación tradicional del sur de los Estados Unidos, Graham empezó a insistir en que sus audiencias fueran «integradas», es decir, con negros y blancos sentados uno al lado del otro.
En 1960, Graham predicó en reuniones de avivamiento ampliamente publicitadas en varios países de África, en las que predicó el Evangelio a multitudes gigantescas en estadios abarrotados, pero no estuvo dispuesto a predicar el Evangelio a multitudes segregadas por el apartheid sudafricano.
Las acciones deliberadas de Graham fueron claras declaraciones sociopolíticas sobre la integración racial en la iglesia, lo que enfureció a muchos fundamentalistas, incluidos los de su propia denominación: los bautistas del sur.
Una semana después del desplante de Graham al apartheid en Sudáfrica, el evangelista fundamentalista y locutor Bob Jones padre respondió en un mensaje radiofónico de Pascua titulado «¿Es la segregación bíblica?». Con un argumento basado en una lectura torturada de Hechos 17:26, Jones enseñó que la respuesta era sí. Los esfuerzos por integrar las razas y acabar con la segregación, sostenía, iban en contra del orden creado por Dios y desviaban la atención de la tarea de compartir el Evangelio. En esto, Jones hacía eco de las opiniones de muchos cristianos del sur de Estados Unidos.
Aunque el apartheid continuó hasta la década de 1990, Graham predicó finalmente en Sudáfrica en 1973, justo un año antes de Lausana, quizá en una de las primeras grandes reuniones del país en las que se sentaron juntos negros, blancos y morenos. Ante una multitud integrada de 100 000 personas, el predicador sureño clamó: «El cristianismo no es una religión de blancos… Cristo le pertenece a todas las personas».
Graham era amigo de Martin Luther King Jr. y a veces un aliado público de la causa de King, y siguió creciendo en su deseo de ver la justicia racial a lo largo de su vida. Pero Graham se preguntaba si había hecho lo suficiente, y en 2005 expresó su arrepentimiento por no haber impulsado los derechos civiles con más fuerza, deseando haber protestado con King en las calles.
Este contexto da vida a la versión final del texto del pacto, que distingue la labor de proclamar el Evangelio —centrándose en el mensaje de Dios para nosotros específicamente en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo— de la tarea de la justicia social:
Aquí también expresamos arrepentimiento tanto por nuestra negligencia como por haber considerado a veces que la evangelización y la preocupación social se excluyen mutuamente. Aunque la reconciliación con el hombre no es la reconciliación con Dios, ni la acción social es evangelización, ni la liberación política es salvación, no obstante afirmamos que tanto la evangelización como involucrarse en materia sociopolítica forman parte de nuestro deber cristiano.
En respuesta a la Conferencia de Bangkok, el Pacto de Lausana deja claro que la liberación de la opresión no es sinónimo del concepto bíblico de salvación. Sin embargo, el Pacto también evitó el error fundamentalista de descuidar la justicia social e incluso pidió a los evangélicos que se arrepintieran de disociar el cristianismo de su legítima preocupación por el orden social.
Estas son lecciones fundamentales para nosotros hoy. Las dificultades que enfrentamos en el presente para hablar y pensar sobre la raza, la diversidad y la justicia social no son nuevas. El debate teológico sobre el evangelio y la justicia social es al menos tan antiguo como la controversia entre modernistas y fundamentalistas. Los evangélicos rechazaron con razón el evangelio social y las formas particulares de la teología de la liberación que se apartaron de la enseñanza cristiana histórica. Sin embargo, a menudo hemos sido demasiado condescendientes —y no nos hemos preocupado por ello— en nuestra búsqueda de la justicia.
En la actualidad, la teoría crítica de la raza (CRT, por sus siglas en inglés) y las iniciativas de diversidad, equidad e inclusión (DEI) son objeto de una polémica batalla. Hay muchas maneras de definir y aplicar la CRT y la DEI, algunas de las cuales se aproximan a versiones secularizadas de la teología de la liberación. Sin embargo, el deseo motivado por incluir y fomentar la diversidad en la sociedad es admirable y, en última instancia, refleja el anhelo del reino de Dios. Esta es la razón por la que muchos llamados cristianos en favor de la justicia racial están impulsados por el lenguaje y las preocupaciones de las Escrituras e incluso se basan en la persona de Jesucristo.
Al menos a un alto nivel, los objetivos declarados de la CRT y la DEI no son el problema, si bien tememos que muchos enfoques para alcanzar esos fines sean erróneos o destructivos. Para aquellos de nosotros preocupados por las versiones antibíblicas de la CRT, el mejor antídoto podría ser seguir el ejemplo del Pacto de Lausana. Que articulemos una sólida teología de la justicia y la llevemos a la práctica en nuestras acciones, y que nos arrepintamos de nuestros fracasos pasados en la búsqueda de la justicia.
III.Al estudiar el Movimiento de Lausana, siempre me sorprende el orgullo, la alegría y el amor de sus miembros por la diversidad de la Iglesia mundial no occidental y su deseo de amplificar su voz. La conferencia está estructurada para incluir a personas de los países más remotos, menos representados y con menos recursos. Ofrece tarifas escalonadas para garantizar que los participantes con menos medios puedan asistir. Aunque los organizadores reúnen en cada encuentro al grupo de cristianos más diverso y global de la historia, siempre expresan su tristeza por los rincones de la Iglesia que no pueden asistir.
Dicho esto, el compromiso de Lausana con la participación mundial se enfrentó a varios obstáculos al principio de su historia, empezando por su primera reunión, en la que más de 1000 de los 2700 asistentes procedían de países en desarrollo.
Antes de Lausana, algunos líderes africanos pidieron una «moratoria» para los misioneros occidentales y el dinero recaudado a través de sus redes. Esto se debía en parte a que muchos se oponían a los modelos paternalistas que veían en las misiones, a menudo alimentados por grandes desequilibrios de riqueza.
Las misiones occidentales, aunque bienintencionadas, han sido a veces explotadoras y no han logrado crear relaciones sanas y de colaboración que beneficien a los países no occidentales. Y sin duda, la asociación de la cultura occidental con el cristianismo por parte del movimiento misionero distorsionó el Evangelio y a menudo fue un obstáculo para el resto del mundo.
Los organizadores de Lausana invitaron al congreso a cristianos de todos los bandos en cuanto a este debate, incluido el teólogo keniano John Gatu, autor de la moratoria. En el congreso, el grupo de la Estrategia Nacional para África Oriental, formado por unos 60 africanos, se ocupó de esta petición. Se produjo un debate sólido y razonable entre Gatu, que defendía la moratoria, y Festo Kivengere, un obispo anglicano de Uganda que argumentaba en contra. Al final de la semana, ambas partes habían limado sus diferencias lo suficiente como para ofrecer una declaración consensuada al congreso:
La idea que subyace a la moratoria se refiere a la excesiva dependencia de los recursos extranjeros, tanto de personal como financieros, que a veces obstaculiza la iniciativa y el desarrollo de la responsabilidad local. [Nuestro] grupo considera que la aplicación del concepto de moratoria debe considerarse en situaciones específicas y no de forma general.
Con la retirada efectiva de la moratoria, el resto del congreso —y el comité de redacción, mayoritariamente occidental— podría haber respondido triunfalmente evitando el tema por completo. Pero en lugar de eso, el comité reconoció la legitimidad de las preocupaciones africanas y modificó el borrador para que dijera: «También reconocemos que algunas de nuestras misiones han sido demasiado lentas a la hora de equipar y animar a los líderes nacionales a asumir las responsabilidades que les corresponden».
En otra parte, en su artículo sobre «Evangelización y cultura», el pacto también incluye el reconocimiento de que, aunque «el Evangelio no presupone la superioridad de ninguna cultura sobre otra», las «misiones mundiales han exportado con demasiada frecuencia con el Evangelio una cultura ajena».
En estas declaraciones, la Iglesia no occidental corrigió acertadamente a la occidental, y esta respondió con arrepentimiento. Una vez más, la «sabiduría multicolor de Dios», por recordar la frase del pacto, surgió, no a pesar de los desacuerdos, sino a causa de los que era necesario resolver.
En la raíz de esta cuestión estaba el deseo común de los cristianos no occidentales de ser acogidos como iguales. Y el Pacto de Lausana saludó abiertamente la belleza de esta visión:
Nos alegramos de que haya amanecido una nueva era en las misiones. El papel dominante de las misiones occidentales está desapareciendo rápidamente… demostrando que la responsabilidad de evangelizar pertenece a todo el cuerpo de Cristo.
Hace cincuenta años, los evangélicos empezaban a ser conscientes de cómo sufrían las iglesias no occidentales cuando el evangelio se vinculaba demasiado estrechamente a las culturas y países occidentales. Y en nuestros días, estamos viendo de primera mano los peligros y el daño que esta vinculación ha causado también en las iglesias occidentales.
Cuando identificamos el cristianismo con Occidente, Estados Unidos o cualquier otra entidad sociopolítica, nuestro testimonio y nuestra comprensión del evangelio se distorsionan. Y cuando ignoramos toda la diversidad de voces de la iglesia mundial, descuidamos la «sabiduría multicolor» de Dios.
El Pacto de Lausana creó un tipo de movimiento inusual: una red de cristianos de todo el mundo procedentes de diversas denominaciones y organizaciones. Y aunque el propio congreso estaba compuesto exclusivamente por protestantes, el pacto que adoptaron estaba intencionadamente alineado con otras ramas del cristianismo. Al menos entre los compañeros de Harvey, muchos católicos y cristianos ortodoxos también lo han firmado.
Un cristiano de China me contó una vez que le pidieron que firmara el pacto, lo que le produjo verdadero temor y preocupación. En China, las firmas eran pruebas físicas que el gobierno utilizaba para identificar a los cristianos y perseguirlos, por lo que le habían enseñado a no firmar nunca algo que lo implicara tan profundamente. Aun así, tras mucho pensarlo, decidió firmar el pacto, la única declaración de fe que ha firmado nunca. Muchos de nosotros nunca sufriremos una persecución como la que él sufrió, pero al firmar el pacto nos solidarizamos con él y con tantos otros como él.
Especialmente fuera de Estados Unidos, la comunidad de Lausana ha seguido creciendo y, aunque sigue estando llena de desacuerdos, ha mantenido a la vista la misión de Aquel que es más grande que todas nuestras diferencias.
La comunidad de Lausana sigue reuniendo a nuevas generaciones de líderes. Quince años después del congreso de 1974, en 1989, se celebró en Manila la Segunda Conferencia Internacional para la Evangelización Mundial, conocida como Lausana II. En este congreso participaron 4300 delegados de 173 países, incluida la Unión Soviética. Y en 2010, 21 años después, el Tercer Congreso de Lausana se reunió en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. En esta ocasión, 4000 delegados de 198 países se reunieron en persona, pero muchos más participaron virtualmente.
En septiembre de este año, se celebrará en Seúl el cuarto congreso, al que asistirán 5000 delegados en persona–entre los que me incluyo– y otros 5000 virtualmente. Decenas de miles más asistirán a reuniones satélite en todo el mundo.
Mucho ha cambiado desde la última reunión en 2010. Nuevas guerras asolan el mundo y hay rumores de guerra incluso en Corea, donde nos reuniremos. Estados Unidos se prepara para otras polémicas elecciones presidenciales, al igual que muchos otros países, y varias convenciones denominacionales siguen divididas por las tensiones entre el fundamentalismo y el progresismo.
Aún así, mi esperanza es que los evangélicos tengamos una vez más la oportunidad de recordar quiénes somos, de dónde venimos y por qué es vital que trabajemos para superar nuestras diferencias en lugar de ignorarlas, reprimirlas o dividirnos por ellas. Y tal vez, al reorientarnos hacia el trabajo de la misión global de Dios, podamos recuperar la mejor versión de lo que ha significado ser evangélico.
De cara a Seúl este año, insto a todos los creyentes –evangélicos o no– a que lean, discutan y consideren la posibilidad de firmar el Pacto de Lausana. Que los líderes de las iglesias lo enseñen desde el púlpito para que las congregaciones puedan luchar con lo que nos exige. Que nos recuerde la hermosa y querida comunidad de diferencias y desacuerdos a la que hemos sido llamados.
Hagamos juntos un pacto, una vez más, para asumir la gran tarea de las misiones mundiales, para que toda la Iglesia de Dios pueda llevar todo el evangelio a todo el mundo.
S. Joshua Swamidass es médico científico, profesor asociado de laboratorio y medicina genómica en la Universidad Washington de San Luis, fundador de Peaceful Science y autor de The Genealogical Adam and Eve.