¿Alguna vez has oído la trillada frase cristiana que dice: «Dios no te va a dar más de lo que puedas soportar»? No es que este aforismo no tenga algo de verdad. Las Escrituras dicen en 1 Corintios 10:13 que «Dios es fiel y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar». Pero la conocida frase yerra al poner el énfasis en lo que nosotros somos capaces de aguantar —con nuestras propias fuerzas y suficiencia—, en lugar de reconocer que Dios es quien proveerá cuando nosotros no podamos más.
Recuerdo las noches que pasé sobre el piso frío de mi cocina —mi cuerpo débil por meses transcurridos sin apetito, en mares de lágrimas, con las mejillas encendidas, y la sensación de estar sola en la noche, todas las noches—. Incluso durante esa temporada de quiebres inesperados, una y otra vez Jesús vino a mi encuentro en ese piso, mientras yo clamaba por reconciliación, redención y renuevo. Él escuchó cada oración, ya fueran palabras o balbuceos, y vio mi debilidad completamente al descubierto. Cada minuto se sentía como una maratón. Pero con cada aliento, Jesús me invitó a su gracia suficiente, con la que fortaleció mi debilidad con su poder perfecto. En mi propia vida sentí lo que el Señor le dijo al apóstol Pablo: «Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Corintios 12:9).
Tocar fondo fue precisamente lo que creó espacio en mí para que Dios entrara y me lavara con su misericordia, y me revistiera con su fuerza. Mi debilidad absoluta se convirtió en la morada donde su gloria podía habitar. Y como dijo Pablo: «Por lo tanto, gustosamente presumiré más bien de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo» (v. 9).
Como un ser humano falible que ha pasado por las penas que otros quizás no estén dispuestos a compartir públicamente, en lo profundo de mi ser tengo la certeza de que Dios no nos creó para que carguemos solos con el peso de las dificultades de la vida. Si Dios realmente nos diera solo lo que podemos soportar, no habría necesidad de un salvador más allá de nosotros mismos, y la sangrienta muerte de Jesús habría sido innecesaria. El peso del dolor de este mundo descansaría plenamente sobre nuestros hombros al navegar por una relación rota que quizás no se pueda reconciliar, al llevar la carga de una enfermedad que nunca imaginamos tener, o cualquier otro suceso desconocido que se nos presente.
Antes bien, si pasamos por dificultades que exceden nuestras fuerzas, la sangre de Jesús es el regalo más grande e inmerecido que podamos recibir jamás. Nuestra completa incapacidad de salvarnos a nosotros mismos resalta la realidad de nuestra absoluta necesidad de un salvador.
Al tener a Jesús como nuestro Salvador, podemos tener gran consuelo en saber que su corazón es tierno hacia nuestro dolor porque Él también sufrió aflicciones inimaginables. Su inocencia es la prueba de que Él es el único digno de ser el Cordero ofrecido en sacrificio por nuestros pecados. Es una verdad poderosa que el inocente tuvo que llevar el peso y el castigo de cada pecado, y es precisamente por esta razón que debemos creerle a Cristo cuando dice que su gracia es suficiente. La gloria de Dios brilla con más fuerza cuando dejamos que nuestras debilidades proclamen su infinita gracia, poder y fuerza.
Aun con su fuerza soberana, Cristo no reconcilió ni redimió ni renovó las circunstancias por las que oré con tanto anhelo alguna vez en el piso de mi cocina. En cambio, lo que yo pensaba que era firme, eventualmente se convirtió en polvo. Y aun así, descubrí que había sido liberada: liberada de la expectativa de una vida en mis términos en la que el sufrimiento tenía que ser contenido y las relaciones protegidas. En el extremo opuesto a la autodependencia, encontré reposo en mi relación con Cristo; encontré reconciliación, redención y renuevo en Él, y no en mis circunstancias.
Que nuestra debilidad —ya sea en oscuras noches en el piso de la cocina o en cualquier otro lugar donde nuestra falibilidad sea imposible de negar— sea un testimonio de la fortaleza de Cristo, nuestro Salvador, quien habita en las profundidades y en las alturas. Que confiemos en su suficiencia, porque cuando somos débiles, entonces somos fuertes.
Kaitlyn Rose Leventhal es una artista profesional de pintura abstracta, y vive en Columbia Británica, Canadá, con su esposo y su perro.