Este fragmento está adaptado del boletín de Russell Moore. Puede suscribirse aquí [en inglés].
A diferencia de Macaulay Culkin, el niño de diez años que protagonizó la famosa película navideña Mi pobre angelito [en inglés Home Alone (Solo en casa)], su hermano menor Kieran Culkin rechazó muchas oportunidades para convertirse en un niño estrella. Aprendió por observación que no quería una vida de fama, sabiendo que podía conducir a cosas como el abuso de sustancias, batallas legales por custodia y otras similares [enlaces en inglés].
Es posible que nos sintamos tentados a ver las decisiones que famosos como los hermanos Culkin tomaron para sus vidas desde cierta distancia. Pero quizá estemos mirando más bien a un espejo colectivo. Hoy la fama no es algo que solo les sucede a las estrellas, sean niños o no. Gracias a la era de las redes sociales, muchos de nosotros nos estamos convirtiendo en «miniestrellas», con la única diferencia real del tamaño de nuestra audiencia.
Los «Archivos de Facebook» que se filtraron hace poco y que hablan de cómo opera la red social de forma interna, incluyen datos sobre el daño que el uso de Instagram inflige en la autoimagen de los adolescentes, especialmente de las chicas. Todo niño o adolescente se enfrenta al miedo a ser juzgado por sus compañeros. También temen sentirse excluidos de su grupo social. (Por esto mismo, pocos de nosotros alguna vez deseamos viajar en el tiempo a nuestros días en la escuela secundaria).
Sin embargo, el mundo de las redes sociales parece aumentar estas dinámicas, donde casi todo el mundo es seguido por una especie de paparazzi que nos expone y somete a la aprobación o la desaprobación de nuestros compañeros y conocidos y, a menudo, incluso de completos extraños.
El filósofo Alain de Botton defendía en su libro The School of Life [La escuela de la vida] que un modo de medir tu paternidad es preguntarle a tus hijos si aspiran a ser famosos. Él dice que la búsqueda de la fama es diferente a otras aspiraciones (también arriesgadas) de conseguir riqueza, poder o placer. El deseo de ser conocido, argumenta él, está ligado «al íntimo deseo de gustar y ser tratado con justicia y amabilidad por desconocidos».
«La fama es profundamente atractiva porque parece ofrecer beneficios muy significativos», escribe. «La fantasía funciona así: cuando eres famoso, allá donde vayas tu buena reputación te precederá. La gente pensará bien de ti porque tus méritos se han explicado de forma extraordinaria por adelantado».
De Botton dice después que «el deseo de fama tiene sus raíces en la experiencia del abandono: una herida», y añade que: «nadie querría ser famoso si, en algún momento del pasado, no le hubieran hecho sentir extremadamente insignificante».
Si soy famoso, continúa el argumento subconsciente, no tendré que enfrentar juicio o rechazo alguno. No solo mis padres me admirarán, sino que tendré una comunidad instantánea y segura. Sin embargo, dice de Botton, lo contrario es cierto: «La fama hace a la gente más vulnerable, no menos, porque los expone a un juicio ilimitado».
La fama siempre ha sido un atractivo, al menos para algunos seres humanos. No se necesita mirar más allá de las pirámides para llegar a esa conclusión. Sin embargo, la mayoría de las personas a lo largo de la historia humana comienzan su viaje de autodescubrimiento en presencia de una «audiencia» muy limitada: familia extendida, una tribu o una comunidad local.
Sin embargo, hoy en día, niños fácilmente impresionables están formando su identidad a través de los canales de las redes sociales, que abarcan a un público mucho más amplio. Los estudios muestran que aplicaciones como Instagram son un riesgo para la salud psicológica de los adolescentes, y no solo porque los niños pueden ser acosados en línea (aunque eso también ocurre). Aunque estos jóvenes reciban afirmación de parte de una colección de extraños en línea, casi siempre buscarán mantener esa atención en el futuro.
Es decir, incluso cuando alguien esté «ganando» en el juego de las redes sociales, el miedo al fracaso lo hace todo más intenso: como una estrella infantil con adorables hoyuelos en las mejillas que se preocupa por no volver a ser contratado cuando se convierta en un adulto desgarbado. Esta clase de presión ya es suficientemente mala cuando se está buscando hacer carrera en el cine, pero puede ser mucho peor cuando se trata de la vida de alguien fuera de la pantalla.
El peligro está ahí no solo para los que se sienten aplastados bajo el peso del juicio ajeno, sino quizá incluso más para las personas que han aprendido mecanismos de defensa para protegerse del juicio social. Algunos terminan como trols, atacando de manera preventiva a los que tienen el potencial de hacerles daño, mientras que otros pueden convertirse casi en sociópatas en cuanto a su insensibilidad con respecto a las opiniones de los demás. Con el tiempo, construyen un duro exoesqueleto de cinismo con el que pueden filtrar no solo el juicio de los extraños en línea, sino también el consejo de los amigos en la vida real.
No hay respuestas fáciles aquí, especialmente mientras avanzamos hacia la siguiente fase de la conectividad en el «metaverso» o sus equivalentes. Pero, como ocurre con la mayoría de cosas, creo que la respuesta correcta a la amenaza de la influencia de las redes sociales es tanto individual como colectiva.
Cada uno de nosotros necesita aprender cómo desarrollar un individualismo bíblico correcto, es decir, que Dios nos recibe en su reino, no de colectivo en colectivo, de nación en nación o de grupo en grupo, sino de uno en uno.
El mensaje de «debes nacer de nuevo» no solo fue dirigido de manera genérica a la humanidad o a los fariseos, sino de manera individual a un fariseo en particular llamado Nicodemo —quien tenía tanto miedo de perder su estatus frente a sus compañeros que se acercó a Jesús de noche (Juan 3)—. Cuando nos damos cuenta de que personalmente estamos delante del rostro de Dios —y que cada uno de nosotros rendirá cuentas ante el tribunal de Cristo—, solo entonces podemos ser liberados de los incontables minitribunales que se forman en torno a nuestras vidas diariamente.
Lo que nos libera no es solo la visión de un único tribunal, sino también la visión de Aquel que está sentado en ese tribunal. Es el tribunal exclusivo de Cristo. Él no es alguien que nos juzga según nuestros impresionantes logros, nuestras imágenes editadas o nuestro estatus según cierto sistema en las redes sociales. Jesús es el único que vino a buscarnos cuando estábamos perdidos… y después hizo una fiesta de celebración cuando nos encontró (Lucas 15:3-7).
Por eso es que Pablo pudo escribir a los corintios: «muy poco me preocupa que me juzguen ustedes o cualquier tribunal humano» (1 Corintios 4:3, NVI). (No le preocupaba siquiera su propio juicio). En cambio, se entregaba con confianza al juicio de un Cristo que realmente sabía quién era —un asesino en serie con celo religioso—, y lo amaba de todas maneras.
El lado comunitario de la solución es darse cuenta de que la amabilidad y la comunidad no pueden encontrarse de manera universal o genérica. En cambio, debemos buscar —como Seth Godin expone desde una perspectiva de mercado— «la audiencia más pequeña viable». Por eso Jesús nos colocó a todos en el contexto de un cuerpo de iglesia: un grupo de personas que realmente se reúnen alrededor de una mesa.
Alain de Botton bien señala que «no hay atajos para la amistad, que es lo que la persona famosa está buscando en realidad». En verdad no los hay. Como cristianos, sabemos que la verdadera compañía ocurre cuando nos reunimos alrededor del pan y el vino, la confesión y el arrepentimiento, la misión y el servicio; cuando nos reunimos con un grupo tangible de personas en cuya presencia uno puede aprender a amar y ser amado. No hay atajos para eso.
Quizá eso es lo que la iglesia tiene para ofrecer al mundo ahora mismo y de forma única: el mensaje de que no tienes que ser famoso para ser conocido. No tienes que ser perfecto para ser amado. No necesitas tener la razón para ser justificado. Quizá incluso los niños estrella pueden volver a ser de nuevo como niños pequeños. E incluso en un metaverso, ninguno de nosotros está solo en casa.
Russell Moore lidera el Proyecto de Teología Pública de Christianity Today.