Cada año, cuando se acerca el Miércoles de Ceniza, una colina que está cerca de nuestra casa en las montañas del oeste de Carolina del Norte se cubre de pequeños capullos de narcisos amarillos. Estas son las primeras flores que aparecen en la primavera, y sus tonos dorados resaltan con gran contraste contra los colores grisáceos y amarronados del todavía presente invierno.
Sin embargo, a pesar de su esplendor, la vida de los brotes es breve. Durante los días posteriores a su floración, los narcisos son azotados por el inclemente viento frío de las montañas que siempre se queda más tiempo de lo que esperamos. Cualquier helada o nieve tardía inevitablemente se posará sobre sus frágiles pétalos, y acortará aún más el tiempo en que pueden lucir su belleza. Después de algunas semanas, las flores que siguen en pie cambian de color y se marchitan, y eventualmente caen al suelo congelado, apagando así nuestra esperanza de la cercanía de días más cálidos.
No es de extrañar que Job, un hombre cuyo sufrimiento ocupa un lugar destacado en la narrativa bíblica, comparó la fragilidad de su vida con aquella de una delicada flor. A pesar de que Job poseía una extraordinaria riqueza, a pesar de que había sido contado entre los justos, seguía siendo vulnerable. Era un hombre íntegro, prudente, y tan susceptible a la calamidad como cualquier otro. Sus posesiones fueron destruidas por el fuego y por asaltantes, sus hijos murieron en un desastre natural, y su salud sucumbió bajo una dolorosa enfermedad. Cuando estas catástrofes vinieron sobre su vida, Job cobró plena consciencia de aquello que es terriblemente cierto para todos nosotros: nuestros días son breves, efímeros, cada uno de ellos vivido bajo las consecuencias del pecado original.
Para muchos de nosotros, es fácil sentir una sensación de control. En términos generales, nuestra generación tiene acceso sin precedentes a comida, agua, un techo y atención a la salud. Nuestra capacidad para tomar decisiones sobre nuestro futuro laboral, con quién nos casaremos o a qué comunidades nos uniremos es algo que no tiene precedentes.
Mientras tanto, la industria del bienestar y de la autoayuda ha infundido en nosotros la falsa ilusión de que podemos eludir cualquier sensación o circunstancia que nos haga sentir incómodos. Uno puede aliviar el cansancio extenuante con una receta para preparar una bebida verde o con algún aceite esencial, podemos controlar el desorden de nuestras vidas con la aplicación móvil perfecta para la gestión del tiempo, y podemos aliviar nuestras tristezas pasando tiempo en las redes sociales o en alguna plataforma que ofrezca películas o series.
Además, como cristianos podemos creer que una teología bien fundada y un compromiso firme con determinadas disciplinas espirituales puede servirnos como una defensa contra las incontables opciones que se nos ofrecen a diario. Quizás los amigos de Job tenían esto mismo en mente cuando llegaron a acompañar a su compañero.
Lentamente, la mentira se va asomando: tengo control sobre lo que me acontece; puedo evitar el sufrimiento.
Esta ilusión de invencibilidad explica por qué tantos de nosotros nos sentimos desconcertados y confundidos —quizás hasta ofendidos— cuando inevitablemente encontramos pruebas en el camino. Darnos cuenta de que el sufrimiento y la muerte forman parte de lo que significa ser humanos nos lleva a reconocer con humildad nuestras limitaciones, sin importar qué virtudes, poder de decisión o privilegios tengamos. Nuestras vidas no son como fortalezas bien construidas, sino más bien como flores efímeras. Todos nosotros estamos expuestos y somos vulnerables como esos narcisos que brotan y florecen en medio del frío inclemente.
Jesús nos recuerda la incómoda realidad de que Dios hace que «llueva sobre justos e injustos» (Mateo 5:45). Sin embargo, en el mismo pasaje, Jesús nos dice que no tengamos miedo; que no nos preocupemos por lo que comeremos, beberemos o vestiremos. «Observen cómo crecen los lirios del campo», dijo (Mateo 6:28).
Los lirios están revestidos de belleza en todo tiempo, sin poner en ello ningún esfuerzo. «No trabajan ni hilan» porque Dios es el artista que mira cuando florecen y cuando se marchitan. Y el mismo Dios conoce lo que nosotros necesitamos. La humillación que acompaña a la indefensión a veces puede llevarnos a una forma inesperada de descanso; a dar un paso atrás en nuestros esfuerzos por controlar los resultados y a encontrar un respiro de nuestras labores.
Trato de observar con detalle cómo crecen los narcisos y admirar su esplendor en lugar de limitarme a lamentar su brevedad. Aunque la vida de esas flores es corta, ciertamente son un rayo de esperanza, un recordatorio tangible de los cambios de estación, de que el calor siempre viene, y de que la gloria es posible incluso en los entornos más hostiles. Dios, y solo Dios, es capaz de hacerlo.
Nunca ha habido un invierno en que esa colina no haya resucitado con belleza. Aquellos narcisos son como un milagro, un anticipo de una resurrección más grande que vendrá. Y aún la esperanza más débil, si recibe el cuidado de Dios, puede florecer en gozo eterno.
Amanda Held Opelt es autora, oradora y compositora. Escribe sobre el dolor, la creatividad y la fe, y ha escrito dos libros.