No hace mucho, una de mis amigas llevó a mi hija al centro comercial junto con su familia. Yo estaba agradecida por una mañana de trabajo sin interrupciones, y estaba a punto de ir a recogerla cuando oí sonar el teléfono de mi esposo. Era el marido de mi amiga: «Hubo un tiroteo en el centro comercial. Ya hablé con mi esposa: ella y las niñas están bien, pero las tienen retenidas en el local y aún no las dejan salir».
Llegué al centro comercial en un tiempo récord y, mareada por la urgencia, enfrenté la espera más dura de mi vida. Esperé a recibir noticias de la policía; esperé para poder hablar con mi amiga y saber qué había pasado. Esperé a tener a mi hija en mis brazos; esperé para poder inspeccionar sus heridas; esperé para poder aliviar sus miedos y los míos.
El miedo urgente resuena en tantas cosas que nos rodean, ya sea directamente, en la vida de nuestros seres queridos, o en el torrente de información sobre guerras, enfermedades, corrupción y violencia. La necesidad es urgente, pero ¿dónde está nuestra esperanza? Mientras lucho por mantener a raya la desesperanza, imagino cómo se habría sentido la antigua comunidad judía mientras esperaba su liberación y la llegada del Mesías. Habían transcurrido 400 años desde la última vez que escucharon un mensaje de Dios, y estaban sometidos a una opresión abrumadora y a un cautiverio aplastante. Debieron de preguntarse si Dios se había olvidado de ellos y si realmente llegaría un Salvador.
Y entonces, un día, un hombre llamado Jesús entró en la sinagoga y se levantó para leer del rollo del profeta Isaías:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas noticias a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor». (Lucas 4:18-19)
No obstante, Jesús aún no había terminado. No se limitó a recordarles acerca de un futuro que podían esperar. En lugar de eso, hizo una proclamación asombrosa que los habría dejado boquiabiertos: «Hoy se cumple esta Escritura en presencia de ustedes» (v. 21).
Jesús hizo el anuncio oficial de que Él estaba marcando el inicio del reino de Dios. Cuando lo seguimos, ya no caminamos con desesperanza a causa de las malas noticias de nuestro mundo. En cambio, miramos a Jesús sentado en su trono. Podemos confiar en su promesa de redención, incluso cuando nos enfrentamos a circunstancias horribles en nuestras propias vidas, como el día que esperé a mi hija en el centro comercial.
Cuando por fin vi su rostro y pude abrazarla, sentí un alivio y un gozo sin precedentes. Me recordó que Dios no ha terminado. Que este no es el final. El Rey está aquí, y el jubileo eterno está cerca.
Kristel Acevedo es autora, profesora de la Biblia y directora de formación espiritual en Transformation Church, en las afueras de Charlotte, Carolina del Norte.