Las cuestiones de género y sexualidad plagan la iglesia evangélica, desde la SBC hasta la PCA [enlaces en inglés]. Proliferan los libros sobre el tema. En ese contexto, es comprensible que algunos vean la nueva película de Barbie como otra andanada en la guerra de los sexos. Sin embargo, el último proyecto de Greta Gerwig tiene demasiadas capas como para ser leído a través de una hermenéutica literalista.
En lugar de ofrecer una afirmación ciega del feminismo o una crítica del patriarcado, la película explora cómo utilizamos la ideología para eludir el trabajo mucho más complejo de crecer como seres humanos. Las guerras de género no son el argumento, sino más bien el escenario. Dan forma al mundo en el que Barbie y Ken buscan la madurez.
Pensemos en el personaje de Ken. Condenado para siempre a ser «solo Ken», el pretendiente de Barbie encuentra su identidad a través de su relación con ella. Se somete aduladoramente a ella y la sigue al Mundo Real. Sin embargo, una vez allí, vislumbra una vida diferente, en la que los hombres gobiernan pero, sobre todo, se sienten vistos y valorados. Ken acredita por esto a El Patriarcado™ y se lleva la idea de la superioridad masculina de vuelta a Barbie Land como un atajo para su propio crecimiento.
La película concuerda con las recientes observaciones de Christine Emba de que los hombres modernos se encuentran en «una crisis de identidad generalizada: como si no supieran cómo ser». Esta pérdida de sí mismos, argumenta, es lo que alimenta la popularidad de los gurús de la masculinidad de derecha, desde Jordan Peterson a Andrew Tate. Esas voces parecen ofrecer a los jóvenes un camino a seguir. El hecho de que ese camino a menudo se incline hacia la misoginia, como sucede en el caso de Ken, es solo una parte del argumento.
Al final, Ken considera las raíces de su descontento, que no tienen tanto que ver con el orden social como con el hecho de haber abdicado de sí mismo a través de la pose y de una identidad basada en el desempeño.
El viaje de Barbie también se aleja de los estereotipos de género y se dirige hacia la madurez personal. Pero a diferencia de Ken, que aprende a reconocer su propio valor, ella aprende a aceptar su propia imperfección.
Cuando a Barbie le asaltan inexplicablemente pensamientos de muerte y se le caen los talones al suelo, busca la ayuda de la Barbie Rarita, una marginada que actúa más bien como una gurú. En una escena que nos recuerda a The Matrix, Barbie Rarita le ofrece una opción: puede volver a la irrealidad en que vivía, o avanzar hacia el conocimiento al emprender una aventura en el Mundo Real.
Sin embargo, en lugar de una pastilla azul o una roja, le ofrece un tacón rosa o unas sandalias Birkenstock (que serán de utilidad ahora para sus pies planos). Aunque Barbie quiere elegir el tacón alto y volver a su estado de ignorancia, varias preguntas y retos la obligan a abandonar Barbie Land en busca de respuestas.
Tanto Barbie como Ken se aventuran más allá de las trivialidades plastificadas para descubrir su plena (y sexuada) humanidad. Aunque estas preguntas existenciales son refrescantes en una película convencional, la verdadera magia se encuentra en cómo avanzan hacia la madurez: a través de la imperfección y el error.
Como señala la crítica de Vox (y excolumnista de CT) Alissa Wilkinson, la película es como una nueva narración de la Caída. Tanto en el Génesis como en Barbie, una mujer prototípica alcanza el conocimiento prohibido y luego se lo ofrece a su compañero masculino. Ambos encuentran como resultado la pérdida de la inocencia y el exilio de la perfección.
Para los evangélicos, enmarcar el proceso de maduración a la luz del pecado original puede resultar profundamente inquietante, sobre todo porque Gerwig parece sugerir que el conocimiento experimental es necesario para el desarrollo humano. Por el contrario, entendemos la narración del Génesis como una historia de rebelión. Al elegir lo que estaba prohibido, la mujer y el hombre desobedecen y caen bajo una maldición que asolará toda su existencia, desde la tierra bajo sus pies (planos) hasta sus propios cuerpos.
Es más, gran parte de la teología y la práctica evangélicas tienen como objetivo revertir esta maldición. Entendemos a Jesús como el Segundo Adán, venido para redimir y restaurar lo que se había perdido (Romanos 5:12-20). Esperamos el día en que volvamos a ser perfectos.
Sin embargo, dentro de este marco, a veces pasamos por alto el proceso por medio del cual Dios nos santifica. Al confesar nuestra pecaminosidad, nos convencemos de que la vida con Cristo será una línea ascendente de un desempeño siempre a la alza y que finalmente desembocará en la perfección. Tras haber comenzado por el Espíritu, de pronto estamos bastante convencidos de que podemos continuar con nuestras propias fuerzas. No obstante, en la medida en que este enfoque del discipulado niegue nuestra humanidad, nos resultará difícil vivir con nuestra imperfección. Como me dijo un consejero hace poco: «No eres un ángel, Hannah. Eres un ser humano».
En este punto, la teología puede ayudarnos. Teólogos como Ambrosio, Agustín, Aquino y Wycliffe, mientras acertadamente entendieron la Caída como una pérdida, también la llamaron la «caída afortunada»: una caída que revela la bondad de Dios de un modo que la perfección humana no puede. John Milton expresa esta idea en El paraíso perdido:
¡Oh bondad infinita, bondad inmensa!
Que hasta del mal haces nacer todo este bien,
trocando en bienes los males,
maravilla más grande que la de la creación,
al salir la luz de las tinieblas!
No pecamos para que la gracia abunde (Romanos 6:1); y, sin embargo, la gracia abunda. De alguna manera, Dios puede tomar nuestros fracasos y sacar de ellos una comprensión más rica y profunda tanto de nosotros mismos como de su gracia. En una ironía divina, solo entendemos la gracia cuando la necesitamos. O como dice Jesús en Lucas 7:47, al que se le perdona poco, ama poco, mientras que al que se le perdona mucho, ama mucho.
De este modo, la santificación requiere que dejemos atrás formas plásticas de ser y abracemos la humanidad que Dios nos ha dado, por imperfecta que sea. Exige que pasemos de las formas idealizadas a la complejidad de las vidas encarnadas. Exige que abandonemos Barbie Land.
Para los cristianos, este proceso está apuntalado por la propia encarnación de Cristo, quien afirmó la bondad de la existencia humana incluso en un mundo maldito. Y está asegurado por la muerte y resurrección de Cristo, que ofrecen perdón y esperanza frente a nuestros fracasos.
Cuando aceptamos la imperfección de nuestras vidas y aceptamos un mundo marcado por la duda, el pecado y la muerte, lo hacemos confiados en la realidad del amor de Dios por nosotros. Al final, no son nuestros errores los que nos hacen seres completos, sino que es Dios quien redime nuestros errores. Es Dios quien, a pesar de conocer cada una de nuestras debilidades y desobediencias, nos llama a descansar en su perfecta obediencia.
O, como dijo hace poco un amigo mío, es Dios quien, a través de Cristo, dice a sus tambaleantes hijos: «Sé exactamente por qué estás donde estás, incluso más que tú mismo. Las razones son aún más profundas de lo que sabes. Y Yo voy a responder personalmente por ti. Solo vive y sé».
De este modo, el amor de Dios nos hace reales.
Hannah Anderson es autora de Made for More, All That's Good y Humble Roots: How Humility Grounds and Nourishes Your Soul.
Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.