Ahora mismo, la segunda república más antigua del hemisferio occidental se está derrumbando. Las bandas militantes de Haití controlan más de la mitad de la capital, Puerto Príncipe. Ellos bloquean las carreteras y exigen sobornos a punta de pistola por cada caja de pañales, saco de arroz, caja de gasas y galón de gasolina que entra o sale de su puerto marítimo. Incendian barrios y organizan ataques coordinados contra comisarías de policía. Sacan a sus rivales de las camas de las salas de urgencias y los ejecutan al aire libre.
Así, la economía de Haití está en caída libre. Su inflación anualizada roza el 50 %. En algunas zonas, el combustible alcanza 10 dólares el galón en el mercado negro. La nación se desliza hacia la hambruna, un término que, aunque parezca mentira, rara vez se invoca allí. Miles de sus habitantes inundan los barcos con destino al sur de Florida, marchan a través de los continentes y se amontonan en la frontera entre Estados Unidos y México.
Para hacer frente a estas crisis, no hay gobierno. El jefe de Estado putativo de Haití, el primer ministro y presidente en funciones, Ariel Henry, asumió el cargo tras el descarado y extraño asesinato de un presidente impopular en 2021. Pero Henry también es impopular y hace tiempo que ha sobrepasado los límites constitucionales de su mandato. Para sustituirlo, Haití tendría que celebrar elecciones; sin embargo, sus últimas elecciones fueron hace tanto tiempo que todos los escaños de su asamblea legislativa están vacíos.
Pero Haití no puede celebrar elecciones con seguridad porque las fuerzas del orden están inmersas en una batalla contra las bandas, que se han vuelto tan poderosas que, según se dice, los jóvenes que quieren unirse a ellas son puestos en listas de espera. La policía nacional está mal pagada, mal equipada y quema neumáticos en las calles exasperada. Sí, la corrupción infecta sus filas. Pero, además, al menos 78 agentes han muerto en acto de servicio en los últimos 19 meses.
El pasado octubre, Henry pidió a la comunidad internacional «el despliegue inmediato de una fuerza armada especializada, en cantidad suficiente» para ayudar a contener a las bandas. Cuatro meses después, eso no ha ocurrido.
¿Cómo sucedió todo esto? Cuando trabajé en Haití a principios de la década de 2000, primero como periodista y luego con una organización de ayuda humanitaria, a menudo escuché tanto a haitianos como a extranjeros —conocidos ahí como blans— atribuir los problemas del país a causas imprecisas como la corrupción, la deforestación, el vudú, etc.
Sin embargo, hay explicaciones más específicas. Está el trauma colectivo provocado por la carnicería del régimen esclavista francés y por una guerra por la independencia que terminó en un genocidio de toma y daca en ambas partes. Dos décadas después de que los haitianos ganaran su libertad, Francia envió 14 buques de guerra a Puerto Príncipe y exigió 150 millones de francos para reconocer a Haití como nación, una suma que, según los economistas, dejó al país con un déficit de 21 000 millones de dólares. Y luego, en 1914 y 1915, los marines estadounidenses saquearon el oro del banco nacional de Haití y, meses después, regresaron y tomaron el control de los aranceles de importación y exportación, la principal fuente de ingresos del gobierno.
Los evangélicos, sin embargo, tenemos un punto de partida más fácil para entender la historia de Haití. Nos metimos nosotros mismos en ella.
Haití ha sido uno de los campos misioneros más activos del mundo para los evangélicos estadounidenses, tanto que, en 1983, el Papa visitó el país y lo convirtió en un punto de encuentro contra las preocupantes incursiones de los protestantes en territorio católico.
En 2020, según el Centro para el Estudio del Cristianismo Global, había unos 1700 misioneros profesionales en Haití, uno por cada 7000 habitantes. Nadie hizo un conteo del número de cristianos que hicieron viajes de corta duración antes de que la pandemia del COVID-19 los redujera, pero los estudios sugieren que solían ser hasta 85 000 al año, la gran mayoría provenientes de Norteamérica.
Si usted es uno de ellos, o si su hermano, hija, padre o amigo formó parte de ese vasto grupo, entonces usted conoce el regalo que Haití le hizo a la Iglesia: un patio de recreo para el retiro espiritual. El viaje de servicio se convirtió en una faceta definitoria de la relación del cristianismo estadounidense con la nación. Los grupos misioneros construyeron allí una vasta red de instalaciones que ofrecían experiencias similares a las de los campamentos, cuyos beneficios, según admiten sin reparos los líderes, benefician sobre todo a los visitantes. Cualquiera que sea su opinión sobre las misiones a corto plazo, una gira por Haití (o varias) ha moldeado la fe de generaciones de estadounidenses.
Por supuesto, pocos de ellos viajan a Haití en este momento. Pero su trabajo tuvo efecto: casi todos los haitianos dicen profesar la fe cristiana, y entre una cuarta parte y la mitad de ellos son protestantes.
Entonces, ¿por qué Haití no es más fuerte? La crisis actual de Haití es, ante todo, una tragedia para los haitianos. La compasión más simple exige que no miremos hacia otro lado. Pero también es un ajuste de cuentas. ¿Cómo es posible que el campo más evangelizado del mundo se haya convertido en una nación sumida en una preocupante anarquía?
A grandes rasgos, hubo dos épocas de misiones evangélicas en Haití. En la primera, un grupo relativamente pequeño de misioneros consideraba que su vocación era difundir el Evangelio y ayudar a construir y defender un Estado haitiano que bendijera a su pueblo. En la segunda época, una legión de misioneros promovió el Evangelio construyendo un Estado paralelo propio. Aliviaron a los haitianos de los daños de una dictadura brutal, pero en el proceso se convirtieron en instrumentos involuntarios del régimen, encubriéndolo mientras saqueaba al Estado haitiano.
Todo esto preparó a Haití para la implosión que se está produciendo ante nuestros ojos. La culpa, por supuesto, no es solo de los misioneros. La comparten naciones enteras, organizaciones internacionales e individuos. Pero por ahora, miremos la viga en nuestro propio ojo. Si hay una próxima era de misiones en Haití, será juzgada por lo que hagamos en este momento, y por si seremos capaces de recuperar el espíritu con el que los haitianos nos acogieron allí por primera vez.
Para entender la primera era de las misiones evangélicas en Haití, pensemos en Mark Bird, un metodista inglés de poco más de 30 años. Bird llegó a Haití en 1839 para tomar el timón de la pequeña misión metodista del lugar. Fue uno de los pocos misioneros blancos del país. (En esa época, los otros pocos esfuerzos misioneros en el lugar fueron dirigidos por creyentes negros que escapaban de Estados Unidos en la era anterior a la Guerra de Secesión, inspirados por la perspectiva de una nación dirigida por negros).
En 1843, Bird y su congregación de 100 miembros en Puerto Príncipe fundaron una escuela. O, para ser más precisos, el gobierno fundó una escuela. El presidente de Haití deseaba impulsar la mejora de la educación y la ciudad necesitaba poner en marcha media docena de escuelas primarias gratuitas. Así que le pidieron a Bird que dirigiera una de ellas en la recién construida capilla de los metodistas.
El gobierno financió la escuela con el equivalente en el siglo XIX a un par de miles de dólares al mes, y la misión aportó algunos profesores y el resto del presupuesto. Pronto se matricularon 180 alumnos.
En 1844, Haití se asoció con los metodistas para abrir escuelas en otras ciudades. Un folleto del gobierno de ese año pedía a las iglesias que ayudaran a construir la nación y, sorprendentemente, desafiaba a los misioneros y pastores a predicar contra el racismo de los negros hacia los mulatos que alimentaba los enfrentamientos políticos y desgarraba a Haití.
«La influencia de la religión en la educación pública y en la felicidad de un pueblo ya no es discutible», así tradujo Bird parte del mensaje francés en sus escritos. «Que la Palabra sagrada saque de sus errores a quienes, por ignorancia, depravación o cualquier otra causa, hayan sido inducidos a dar alguna importancia al color de la piel».
Cuando el edificio de la escuela de Puerto Príncipe no fue suficiente, Bird buscó ayuda para financiar un edificio exclusivo. Más de 160 haitianos y empresarios nacidos en el extranjero se comprometieron a hacer donaciones mensuales. El presidente dio dinero. Casi todo el presupuesto se recaudó localmente. Bird inició la nueva escuela en julio de 1846 al son de flautas y violines, y con un himno escrito específicamente para la ocasión.
El gobierno y los metodistas siguieron aunando esfuerzos hasta bien entrado el siglo XX. Los funcionarios concedieron subvenciones para la construcción y reparación de iglesias y escuelas metodistas. También financiaron actividades de evangelización. En 1881, los registros muestran que el gobierno aportaba el 42 % del presupuesto de la iglesia metodista. Los haitianos no dependían de los misioneros; la misión dependía de los haitianos.
En aquella época, no era del todo inusual que los misioneros ingleses del Imperio Británico recibieran ayuda financiera de los gobernadores coloniales. Pero esta dinámica era sorprendentemente diferente: los misioneros metodistas blancos trabajaban codo con codo con el gobierno independiente de un pueblo anteriormente esclavizado, en un periodo en el que, 600 millas al norte, en Estados Unidos, la Guerra de Secesión iba y venía y Jim Crow entraba en la adolescencia. El Estado haitiano vio a los misioneros como socios en la construcción de la nación y confió valiosos recursos a su supervisión. Los misioneros veían el Evangelio como un don para individuos y sociedades enteras, y confiaron al Estado haitiano el futuro de sus programas.
Hubo otros como Bird. Ellos, como el resto de los misioneros en Haití desde entonces, no encontraron circunstancias fáciles. Sufrieron al menos media docena de importantes golpes de Estado y revoluciones que sacudieron a Haití durante ese periodo. Pero el metodismo «siempre fue un jugador en el juego», me dijo Leslie Griffiths, un ministro metodista y miembro de la Cámara de los Lores de Gran Bretaña que escribió una historia sobre los wesleyanos del siglo XIX en Haití. «Produjo figuras políticas, institucionales e incluso literarias de gran importancia nacional».
La segunda era de las misiones evangélicas comenzó en la década de 1920 y ya estaba muy avanzada en la década de 1950. Impulsada por el prestigio mundial de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial y por un nuevo interés en evangelizar el hemisferio occidental, una oleada de misioneros llegó a las costas mayoritariamente católicas de Haití.
El torrente coincidió con el ascenso de François Duvalier, un médico de voz suave y gafas que se educó en la Universidad de Michigan y fue conocido como «Papa Doc». Fue elegido presidente de Haití en 1957 y se convirtió en uno de los autócratas más despiadados del hemisferio occidental: creó un temible grupo paramilitar para castigar a los disidentes, desvió los ingresos del gobierno y la ayuda extranjera para enriquecerse a sí mismo y a sus partidarios, y supervisó el asesinato o la ejecución de unas 30 000 víctimas.
Mientras Duvalier arrestaba y exiliaba a docenas de clérigos católicos a quienes consideraba una amenaza para su poder, cortejaba agresivamente a los evangélicos estadounidenses. Su régimen se acercó a una amplia franja de grupos eclesiásticos estadounidenses a través de los medios de comunicación cristianos y de conferencias.
Por ejemplo, en noviembre de 1959, Duvalier envió a un miembro de su comité de asuntos exteriores a una convención de empresarios cristianos en un hotel frente al mar en el centro de Miami. Arthur Bonhomme era senador haitiano, predicador metodista laico y arquitecto de la estrategia evangélica de Papa Doc. Solo tres meses después de que la policía haitiana detuviera a varios católicos por rezar en protesta por la expulsión de algunos sacerdotes, Bonhomme subió al podio y leyó un mensaje de Duvalier: «Les aseguro que mi deseo es ver a Haití evangelizado, y que nuestra constitución y nuestras leyes garantizan la protección de cada misión que venga».
En 1960, mientras Estados Unidos interrumpía la ayuda a Haití preocupado por el autoritarismo de Duvalier, este recibía a evangélicos en el palacio presidencial, instándolos a que le dijeran a su gobierno que siguiera enviando la ayuda. En 1963, el presidente John F. Kennedy cortó por completo la financiación a Duvalier. Su administración empezó a canalizar la ayuda a Haití a través de grupos sin ánimo de lucro, incluidas agencias de ayuda y misiones cristianas. La floreciente comunidad humanitaria mantuvo el flujo de recursos para los desesperados haitianos y ofreció cobertura a Duvalier. Duvalier redobló su opresión mientras los extranjeros atendían las necesidades de su pueblo.
Los cristianos no ignoraban los crímenes del dictador. Aunque el alcance de la sed de sangre de Duvalier no salió a la luz de inmediato, los medios de comunicación estadounidenses hicieron eco con regularidad de su brutalidad, como tras la ejecución masiva de cientos de disidentes en 1964. Sin embargo, en 1968, Bonhomme declaró a CT: «Duvalier es un instrumento de Dios. Si estuviera tan equivocado, sería un enemigo de la Palabra de Dios».
Y así, a principios de la década de 1970, misioneros y grupos de ayuda afluyeron a Haití a un ritmo vertiginoso. Hasta cuatro o cinco denominaciones estadounidenses establecían misiones en Haití cada año, un país con una superficie del tamaño de Maryland. Abrieron cientos de escuelas, clínicas, orfanatos, emisoras de radio y programas de alimentación. Charles-Poisset Romain, sociólogo y teólogo haitiano, autor de una de las historias del protestantismo más importantes del país, afirmó que Haití fue en los años 70 el campo misionero más activo del hemisferio occidental.
Duvalier murió en 1971 y traspasó su reino ilícito a su hijo de 19 años, Jean-Claude «Baby Doc» Duvalier, quien gobernó otros 15 años. Durante el reinado de la familia, Haití se desmoronó. Su economía se desintegró. Los Duvalier apenas invirtieron en servicios como educación, infraestructura o servicios de salud. La policía y el sistema judicial de Haití, secuestrados para los fines del régimen, no ofrecían protección real a los ciudadanos más vulnerables del país. Los profesionales formados (las clases directivas y creativas que Haití necesitaba desesperadamente para enderezarse) huyeron por millares.
El Estado haitiano nunca se recuperó en realidad. En las tres décadas y media transcurridas desde el final de la era Duvalier, no se ha producido ninguna fusión de las dos repúblicas de Haití: la constitucional y la «República de las ONG», como se denomina comúnmente al país.
La Iglesia también quedó frágil y mal equipada para ayudar. Algunos pastores y teólogos haitianos piensan que el explosivo crecimiento evangélico en los números se produjo a expensas del crecimiento en profundidad. Los misioneros a menudo transmitían una forma de fe ortodoxa pero no contextualizada. Los creyentes aprendieron a evitar el vudú, pero no a relacionarse con una cultura impregnada de él. Se les enseñó a evitar involucrarse en cosas mundanas como la política y la participación cívica porque eran caldo de cultivo para la corrupción.
Guenson Charlot, presidente de la Universidad Emaús, universidad y seminario wesleyano cerca de Cabo Haitiano, me dijo: «Algunos de los pastores más antiguos no adoptan la postura que nosotros, los más jóvenes, estamos adoptando ahora. Lo que ocurre fuera del mundo eclesiástico no les concierne. Deben haberlo aprendido de algún lado».
A finales del siglo XX, mientras el Estado haitiano se deterioraba, las misiones evangélicas florecían. Entonces, ¿cómo debe responder ahora la Iglesia? Lo que este momento requiere no es culpa, sino generosidad. Los cristianos son, por norma, bendecidos para ser una bendición.
A principios de este año, el embajador de Haití en Estados Unidos, Bocchit Edmond, se dirigió a líderes eclesiásticos, donantes y directores de varias organizaciones sin ánimo de lucro por medio de una llamada de Zoom. Les suplicó que retomaran la petición de ayuda militar de su país que emitieron hace meses. «Tienen que hablar con los líderes de las iglesias con las que están conectados», dijo Edmond. «Pónganse en contacto con las oficinas de senadores [y] representantes».
Cualquier observador de Haití dirá que la comunidad internacional está esperando a que Estados Unidos dé el primer paso. «Hay que hacer algo», dijo Edmond. «No pueden dejar que Haití desaparezca, sumiéndose cada día más en la desesperación».
Es evidente que se necesita algún tipo de intervención. EE. UU. y Canadá han apoyado a la policía de Haití con algo de formación y equipamiento, pero los cristianos que se preocupan por Haití deberían presionar para conseguir algo más contundente. Encuestas recientes muestran que los haitianos apoyan abrumadoramente una fuerza de seguridad internacional. Es razonable mostrar preocupación por otra excursión militar estadounidense en Haití; algunas intervenciones anteriores fueron vergonzosamente mal concebidas e inoportunas. Pero una lección que deberíamos aprender de la era Duvalier es que, si los haitianos nos suplican que actuemos, no hacer nada no acabará bien.
Si eso tiene éxito, entonces vendrá la parte difícil. Una vez que las bandas estén bajo control, los haitianos tendrán que embarcarse en nada menos que una reconstrucción total del Estado: reconstruir su democracia, reintegrar a los miembros de las bandas [a la sociedad] y restaurar la atención médica básica y la educación que son inadecuadas para empezar. Y si los evangélicos no quieren que el país vuelva al caos y al derramamiento de sangre, las misiones y los grupos de ayuda cristianos deben formar parte de ese proceso.
Los misioneros, los grupos a corto plazo y los donantes que vuelvan a Haití tendrán que encontrar formas de invertir en las instituciones haitianas, no solo en las suyas. Tendrán que redescubrir los ejemplos de Bird y otros como él, e inspirarse para imitarlos en el siglo XXI.
El primer paso, y el más sencillo, será asegurarse de que los grupos misioneros inviertan en los líderes haitianos que ya tienen delante de sus narices: promover a los empleados haitianos a los niveles más altos, si es que aún no lo han hecho, y darles el mayor voto en los procesos de toma de decisiones de las organizaciones.
El siguiente paso será identificar a aquellos líderes a quienes los patrones evangélicos habituales en Haití han pasado por alto. Esto será menos intuitivo. Por ejemplo, en lugar de financiar la educación superior solo de los haitianos carismáticos lo suficientemente inteligentes como para ganarse la simpatía de los equipos misioneros visitantes y de futuros benefactores, ¿podrían esos equipos financiar un programa de jóvenes becarios administrado a través de un grupo de jóvenes haitianos o de una escuela secundaria [bachillerato]?
Sin embargo, el replanteamiento de los esfuerzos misioneros tendrá que ir aún más lejos. Si queremos un Haití y una Iglesia haitiana que dentro de 50 años sean realmente diferentes de lo que son hoy, la próxima era de las misiones debe incluir proyectos y asociaciones que muchos de nosotros nunca hemos intentado, como trabajar con iglesias haitianas de confianza para establecer fondos de becas para los hijos de los policías mal pagados, o contribuir directamente al presupuesto de una clínica pública de escasos recursos en la calle de un complejo misionero.
No será fácil. Tendrá sus riesgos. Y será frustrante. Pero ya hemos visto la alternativa: si no hay un Estado haitiano que funcione, me han dicho los líderes de múltiples ministerios, su misión podría no sobrevivir mucho más tiempo.
Los haitianos ayudaron a los evangélicos a construir un imperio misionero en su patio trasero. Ahora nos toca a nosotros retribuir con nuestro capital social y nuestras finanzas, y hacer caso por fin a las palabras del profeta Jeremías (29:7): «… busquen el bienestar de la ciudad adonde los he deportado, y pidan al Señor por ella, porque el bienestar de ustedes depende del bienestar de la ciudad».
Andy Olsen es redactor jefe de CT. Esta es la traducción de la versión recortada publicada en la revista impresa de CT. Lea aquí el artículo completo publicado en inglés.
Traducción por Sergio Salazar.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.