En la primera batalla de Armagedón, el comandante enemigo fue asesinado con el más rudimentario equipo de acampada. La especulación acerca de la siguiente ronda ha sido material para libros y películas de superventa repletas de conjeturas acerca de gobiernos mundiales, naves de guerra voladoras con son tanto langostas como escorpiones, códigos de barras, conspiraciones, la Unión Europea, armas nucleares y un meteorito gigante dirigiéndose a la tierra con Bruce Willis a bordo.
Pero la primera vez que se libró una guerra en Har-Magedon (la colina de Megido), el golpe definitivo se dio con el objeto más cotidiano imaginable. A Sísara, jefe del poderoso ejército cananeo, le atravesó la cabeza Jael, una mujer que vivía en una tienda, empuñando un martillo y la estaca de su carpa (Jueces 4:17-22).
Es una historia impactante por muchas razones. Una mujer, Débora, estaba juzgando Israel, algo que por sí solo es inusual. El hombre a cargo de liderar el ejército israelita, Barac, se negó a luchar a menos que ella fuera con él. Israel ganó la batalla a pesar de las sobrecogedoras probabilidades en su contra. Cuando se celebró la victoria con una canción (Jueces 5), los personajes principales fueron (de nuevo) tres mujeres: Débora, descrita como «una madre en Israel»; Jael, la que empuñó el martillo; y la espeluznante madre malvada de Sísara. Y la estaca en la sien es simplemente inolvidable.
No obstante, esta historia también forma parte de un patrón recurrente en las Escrituras, en las cuales Israel derrota a sus enemigos con herramientas en vez de armas. En este caso, Israel no tiene escudos ni lanzas, sino que conquista, en cambio, con una estaca y con el «mazo de trabajo» (5:26). Otro juez, Samgar, derrotó a los filisteos con una vara para arrear bueyes (3:31). Gedeón ganó con cántaros y trompetas (7:19-23). Al rey filisteo Abimélec lo mató una piedra de moler arrojada desde un muro (9:53) en la segunda vez en cinco capítulos que se describe a una mujer misteriosa reventándole la cabeza a un hombre poderoso con una herramienta doméstica. Lo muros de Jericó se vinieron abajo con el uso de un instrumento musical (Josué 6). Moisés sacó a los israelitas de Egipto utilizando un bastón diseñado para pastorear ovejas. Parece ser que a Dios le gustan las herramientas comunes: lo que se usa para cocinar, construir, labrar y crear cultura. Pero ¿por qué?
El propósito más obvio es recordarle a Israel, una y otra vez, que la seguridad militar no proviene de la fuerza, los números, la artillería o la habilidad, sino del poder de Dios que lucha a su favor. En ese sentido, la victoria de las herramientas sobre las armas se enlaza con un patrón bíblico mayor en el cual los ejércitos fuertes que adoran a falsos dioses se ven superados por ejércitos débiles que adoran al Dios verdadero.
La propia extrañeza del arma es la clave del asunto: nadie podría ganar con eso, a menos que Dios esté con ellos. Puede ser la estaca de una carpa o una vara para el ganado. Puede ser un ángel. Puede ser un hueso de quijada, un guijarro, una canción, o un altar empapado en agua que de repente prende fuego. Sea cual sea el medio para la victoria, hay que aceptar que el éxito de Israel «no será por la fuerza ni por ningún poder, sino por mi Espíritu —dice el Señor Todopoderoso—» (Zacarías 4:6).
También hay aquí un esperanzador contraste escatológico. El triunfo de las herramientas sobre las armas, del trabajo sobre la guerra, es en sí misma una declaración profética de la paz que en última instancia Dios traerá al mundo. Los mazos y las piedras de moler derrotan escudos y carretas porque, al final, el mundo se llenará de granjeros y molineros en vez de generales y ejércitos. El futuro, tal como lo vio Isaías, es uno en el que las trampas de la guerra son redundantes: «Todas las botas guerreras que resonaron en la batalla, y toda la ropa teñida en sangre serán arrojadas al fuego, serán consumidas por las llamas» (Isaías 9:5). La guerra cósmica acabará. Todos los enemigos de Cristo estarán bajo sus pies. Las espadas y lanzas serán obsoletas, de tal modo que serán convertidas en arados y hoces, es decir, en lo mejor para cosechar los campos y viñedos del nuevo mundo de Dios, y harán pan y vino con el grano y las uvas.
El contraste definitivo, sin embargo, lo encontramos en la cruz. Roma, la mayor fuerza militar que el mundo había visto, reúne a un batallón de soldados para examinar al rey de Israel. Ellos están armados; Él está desnudo. Ellos vienen con espadas y lanzas; Él viene con nada más que el nombre de Dios el Señor. Ellos llevan las armas más avanzadas disponibles. Él lleva las mismas herramientas habituales de carpintero con las que creció: clavos, martillos y tablas de madera.
Aun así, cuando la polvareda se asienta, los soldados no tienen nada que hacer frente al carpintero. Y la cabeza del enemigo es machacada, justo en la sien.
Andrew Wilson es pastor de enseñanza en la iglesia King’s Church de Londres y autor de Spirit and Sacrament (Zondervan). Síguelo en Twitter @AJWTheology.
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.