Theology

El solsticio de verano nos recuerda la gracia de Dios para todos

El Señor permite que el sol salga sobre buenos y malos. Aquí su importancia.

Christianity Today June 17, 2022
Mathieu Bigard / Unsplash

En el primer día del verano del hemisferio norte, el sol permanece por largas horas en el cielo; por eso se suele llamar «el día más largo del año». En realidad, la posición del sol no será diferente a la habitual, pero nuestra percepción sí lo será debido a la inclinación de la Tierra sobre su eje cuando orbita alrededor del Sol.

Donde yo vivo, en el Atlántico medio de los Estados Unidos, disfrutaremos de más de catorce horas de luz solar, pero para los que viven mucho más al norte —en lugares como Svalbard, Noruega— el sol sencillamente no se pondrá. (La gente del hemisferio sur disfrutará del mismo fenómeno seis meses más tarde, cuando se intercambien las estaciones).

Tradicionalmente, el solsticio de verano ha sido un momento de celebración, hogueras y verbenas: ha inspirado historias como El sueño de una noche de verano de Shakespeare e incluso la construcción de maravillas arquitectónicas [enlaces en inglés] como Stonehenge y la gran pirámide de Guiza.

Para muchas culturas paganas, la mitad del verano era un tiempo de rituales y sacrificios, puesto que los humanos adoraban al sol como la fuente de la vida. Pero hay una diferencia entre adorar al sol y adorar a la luz del sol. Y, sorprendentemente, al menos para nuestra sensibilidad moderna, las Escrituras nos invitan a hacer esto último.

El Salmo 19 —el salmo que nos cuenta que «los cielos declaran la gloria de Dios»— nos llama a meditar en la órbita del sol según va trazando su camino por el cielo. El autor lo compara a un atleta que corre por un circuito:

Sale de un extremo de los cielos
y, en su recorrido, llega al otro extremo,
sin que nada se libre de su calor. (v. 6, NVI)

Para el salmista, el arco de la órbita solar (la misma órbita que hace que el solsticio de verano sea tanto posible como predecible) revela algo del carácter de Dios. En otro lugar, las Escrituras aluden al papel de la órbita solar en la definición «de los días y de los años» (Génesis 1:14-19), mientras que el paso constante de las estaciones nos habla de la fidelidad de Dios mismo. Así le promete el Señor a Noé después del diluvio:

Mientras la tierra exista,
habrá siembra y cosecha,
frío y calor,
verano e invierno,
y días y noches. (Génesis 8:22)

Encontrar verdades teológicas en los fenómenos naturales puede parecer extraño para los lectores modernos —y quizá puede que incluso dé la sensación de paganismo—, pero esta hermenéutica encaja perfectamente con la tradición de la teología natural o la revelación general.

El mundo natural es una de las primeras maneras en que Dios se reveló a sí mismo a la humanidad desde el principio de los tiempos. Y, por lo tanto, aunque estamos más acostumbrados a conocer a Dios a través de los textos sagrados y de las proclamaciones proféticas, los santos de la historia le han encontrado a través de su creación.

En un himno de principios del siglo XIII, el Cántico del hermano sol (basado en el Salmo 104), San Francisco de Asís alaba a Dios por medio de la grandeza del sol:

Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos alumbras.
Y él es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.

Pero la revelación general también conlleva una especie de advertencia, recordándonos dónde estamos en relación con nuestro Creador. Por mucho que minimicemos nuestra vulnerabilidad o intentemos escapar de la incómoda verdad de nuestra dependencia, el mundo natural es capaz de devolvernos a la realidad.

Cuando los amigos de Job le amonestan por culpar a Dios de su sufrimiento, Job les recordó que incluso los animales saben que su bienestar descansa en las manos del Creador. «Pero interroga a los animales, y ellos te darán una lección; pregunta a las aves del cielo, y ellas te lo contarán; habla con la tierra, y ella te enseñará; con los peces del mar, y te lo harán saber. ¿Quién de todos ellos no sabe que la mano del Señor ha hecho todo esto? En sus manos está la vida de todo ser vivo, y el hálito que anima a todo ser humano» (Job 12:7-10).

Sencillamente, no podemos eludir el testimonio de la creación: somos criaturas dependientes cuya única esperanza está en nuestro Creador.

Al meditar en el solsticio de verano en nuestra tierra que gira alrededor de una abrasadora masa de gloria, no puedo evitar pensar en lo frágil que es nuestra vida en este planeta. La inclinación correcta del eje, la distancia adecuada, la longitud de órbita necesaria: todo sostenido por Aquel que lo puso en movimiento en primer lugar y lo mantiene en un acto de creación continua.

A la luz de todo esto, comprendo por qué la gente ha adorado al sol. Comprendo lo fácil que es ver al mismo sol como tu fuente de vida, darte cuenta de lo dependiente que eres de sus rayos y reaccionar al respecto. Pero nuestra dependencia solo es la mitad de la historia. El mundo natural —específicamente, el sol— también revela la bondad y la gracia del Dios del que dependemos.

Regresando al Salmo 19, David sugiere que la gloria de Dios es como el calor del sol: «sin que nada se libre de su calor» (v. 6). La presencia de Dios impregna cada recoveco y rendija de la tierra. Esta va «por toda la tierra (…) hasta los confines del mundo» (v. 4).

Pero así como Dios se revela generosamente como la fuente de nuestras vidas, también se muestra generoso y su gracia nos cambia.

En el sermón del monte, Jesús apela a la órbita solar para enseñar una nueva ética del reino de los cielos. Como hijos de nuestro Padre, dice, no solo debemos amar a nuestros amigos, sino también a nuestros enemigos, y orar por aquellos que nos persiguen. Y debemos hacerlo porque esto es lo que nuestro Padre hace.

Nuestro Padre «hace que salga el sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos» (Mateo 5:45). Él no diferencia entre los que se merecen los tibios rayos del sol y los que no; Él extiende la gracia de la vida a todos: incluso a los que se resisten a Él o incluso lo odian.

Cuando sentimos el brillo del sol sobre nuestro rostro, cuando festejamos bajo sus rayos extendidos, recordamos que nuestras vidas dependen de su calidez de un modo muy real y práctico. La energía que brilla desde el cielo permite que las plantas crezcan y sostiene a todos los que llaman hogar a esta tierra. Esa luz cae sobre todos —sin importar que amemos y adoremos al Creador o no— y es la misma luz que nos instruye en su camino.

Cuando la autosuficiencia y la ingratitud nos tientan a olvidarnos de la fuente de la vida (Jeremías 5:24), oramos para que la bondad de Dios, al igual que el sol, continúe brillando sobre nosotros y nos conduzca al arrepentimiento. Oramos para poder estar abiertos a lo que esta luz nos enseña y a aquello que nos hará más parecidos a nuestro Padre del cielo: un Padre tan rico y cariñoso que los rayos de su amor inundan toda la tierra, para que nada se pueda esconder de ellos.

Hannah Anderson es la autora de Turning of Days, All That’s Good, y Humble Roots: How Humility Grounds and Nourishes Your Soul.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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