Cuando el mundo entero pareció cerrarse en marzo del año pasado, yo me refugié en la cocina. Hice rollos de canela y muffins de moras azules. Freí donas y trencé un pan dulce finlandés. Para muchos, hornear pan se convirtió en el privilegio colectivo del confinamiento. Teníamos tiempo para esperar a que se elevara la masa.
Pero esos días cubiertos de harina ahora me parecen lejanos. Cientos de miles han fallecido desde entonces. Miles de negocios han cerrado para nunca abrir otra vez. Muchos niños no han podido volver a la escuela de forma presencial. Muchas iglesias, incluida la mía, no han vuelto a tener reuniones presenciales. Nuestro año de pandemia, aunque fue diferente para cada uno, nos ha desarmado, limitado y enseñado de muchas maneras a través de las pérdidas.
Nos plantea una pregunta urgente: ¿De dónde podemos sacar la fuerza de voluntad para poner en práctica los hábitos espirituales de preparación para la Pascua, con sus privaciones y renuncias, después de un año que se sintió como «cuaresma permanente»?
Por fuera, estos 40 días de abnegación pueden parecer lo último que necesitamos. Y, sin embargo, yo argumentaría lo contrario. Nuestras vidas durante la pandemia nos han enfrentado cara a cara con la misma tentación que consternó a los monjes siglos atrás: el pecado de la acedia, esto es, la incapacidad de «provocar en nosotros mismos el más mínimo interés», como lo describe Kathleen Norris en Acedia & Me [La acedia y yo]. En este contexto, la estructura de la Cuaresma representa para nosotros no solo una piedra de molino (Lucas 17:2), sino que se convierte también en una fuente de vida. Nos proporciona una salida de las oscuras aguas de la acedia.
Durante el siglo IV, Evagrio Póntico escribió la primera lista formal de los ocho vicios mortales que acechaban a los eremitas del desierto. En esa lista de pecados reconocibles (gula, lujuria, avaricia, orgullo), Evagrio también incluyó la tristeza y la apatía, las cuales siglos después fueron entendidas en conjunto como la acedia.
Rebecca DeYoung explica en Glittering Vices [Vicios relucientes] que la acedia no se refiere solo a la pereza como podemos llegar a suponer. Se manifiesta de dos formas casi idénticas: es el espíritu incansable que llama al monje a alejarse de su lugar de aislamiento y de su dedicación a la oración y el estudio; y es también el espíritu indolente que produce la languidez espiritual y vocacional.
La acedia puede ser un acto de movimiento, o puede ser un acto de inercia, pero según lo explica DeYoung, siempre es la «resistencia a las demandas del amor». En otras palabras, la pereza de la acedia no es tanto un fracaso de trabajar sino un fracaso de amar.
En su primera forma, el monje querrá salir de su lugar de aislamiento. Inventará razones buenas para evadir su trabajo. ¡Seguramente habrá alguna viuda que visitar, un lecho de muerte que atender! En la segunda forma, la acedia produce languidez, una falta de disposición para involucrarse en el trabajo que Dios le ha encomendado al monje. La única cura para la acedia, escribe Evagrio, es permanecer donde uno está y perseverar. En palabras de Norris, «la perseverancia cura la languidez».
La acedia nos ofrece un lente útil para mirar nuestro año de pandemia. Las restricciones que nos fueron impuestas han cancelado automáticamente el tipo de acedia que probablemente habríamos satisfecho en otras circunstancias. Cuando la vida se tornaba aburrida (y nos aburríamos de nosotros mismos), planeábamos vacaciones, salíamos a cenar, y nos manteníamos ocupados con mandados y con las actividades de nuestros hijos, incluso con eventos de la iglesia: cualquier cosa que nos mantuviera lejos de la peligrosa quietud donde Dios podría hablarnos. Nos escapábamos de nuestro lugar de aislamiento y de su llamado a ocuparnos de la turbulencia que tiene lugar dentro de nosotros.
Pero aunque la pandemia nos ha impedido «escapar de la escena», por así decirlo, ha magnificado las condiciones de la otra forma de acedia: la inercia y la pereza. Hay tantas cosas que simplemente no nos sentimos motivados a hacer. Después de meses de sobrellevar la vida en sus formas más tediosas y banales, nos sentimos exhaustos. Conozco a personas que están rindiéndose y abandonando sus iglesias, sus matrimonios, o su fe porque sienten que todo es mucho trabajo y esfuerzo, pero poca diversión. «Tengo un deseo intenso de algo nuevo», me dijo una amiga hace poco.
Entonces, ¿cuál es la cura para la acedia?
Durante el último año, la mayoría de nosotros ha renunciado de manera involuntaria a formas preciadas de convivencia y comunión, y probablemente ha experimentado poco progreso en su crecimiento espiritual. ¿Debemos persistir en este esfuerzo de abnegación? La respuesta es: sí. Como escribió Benito de Nursia, la vida cristiana es una «cuaresma permanente». Nuestra tarea diaria es «odiar las insistencias de la propia voluntad».
A medida que pienso en mi propia lucha con la acedia en este año de pandemia, parece que aún tengo más pecados que eliminar, incluso el pecado de sentirme en pleno derecho a algo más que la banalidad. Me parece que incluso tengo muchas más razones para volverme a Dios en estos 40 días y dedicarme una vez más a la confesión y al arrepentimiento.
Quizás lo más importante que la Cuaresma me recuerda es que no he de mirar solo hacia mi interior, sino que tengo que mirar a Cristo. Esta mirada fija en Él es la idea central del libro de los Hebreos, dirigido a cristianos que sufrían, no por una pandemia, sino por las pruebas de la persecución, prisión, la pérdida de propiedad y mucho más.
Mire a Cristo, exhorta el escritor de Hebreos, quien corrió su carrera con paciencia (o perseverancia, Hebreos 12:1-2, LBLA). Mire a Cristo, nuestro hermano y fiel sumo sacerdote, siempre dispuesto a ayudarnos (2:14-17). Mire a Cristo, el Hijo de Dios, quien «aprendió obediencia por lo que padeció» (5:8).
«Por tanto, no desechéis vuestra confianza, la cual tiene gran recompensa. Porque tenéis necesidad de paciencia (o perseverancia), para que cuando hayáis hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa» (Hebreos 10:35-36).
Si la perseverancia es la cura para la acedia, debemos pedírsela a Cristo. ¿Por qué? Porque la mayoría de nosotros es hábil para evadir el trabajo que la gracia hace posible, estemos o no confinados en nuestras casas. Donde sea que nos encontremos, queremos lo más glorioso y extraordinario de la vida: no lavar los platos, ni la tarea, ni la reunión por Zoom con nuestro grupo pequeño. Con frecuencia nos sentimos tentados a pensar «quizás no vale la pena el esfuerzo», escribió [enlace en inglés] J. L. Aijian. «La acedia lanza a sus víctimas pensamientos como estos en un esfuerzo estratégico para impedir que persigan su vocación espiritual».
En contraste, los hábitos de la Cuaresma simplemente nos piden que permanezcamos, y que perseveremos con paciencia en la monotonía diaria del amor.
Jen Pollock Michel es autora de Teach Us to Want, Keeping Place, Surprised by Paradox y, recientemente, A Habit Called Faith. Vive con su esposo y sus cinco hijos en Toronto.
Traducción por Sofía Castillo.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.