Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional del Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).
La muerte es siempre un tema sobre el cual no nos sentimos cómodos de hablar. Algunos tenemos miedo de nuestra propia muerte y de la nuestros seres queridos. Como capellán de hospital, me senté con muchas personas al pasar de esta vida. Algunos resisten la muerte amargamente mientras que otros encuentran consuelo pensando que ya se van a encontrar con su Salvador. Estos creyentes se dan cuenta que Dios siempre está con nosotros incluso en la muerte.
A menudo me he preguntado lo que Marta y María deben haber sentido cuando Lázaro murió. Después de todo, eran amigas muy cercanas de Jesús. Él había visitado su casa para compartir su mesa y para enseñar. Por lo tanto, le enviaron un mensaje diciéndole que Lázaro —su hermano y amigo— estaba gravemente enfermo. Y luego, esperaron. Un día. Dos días. Tres días. Cuatro días. Y para entonces ya era demasiado tarde. El funeral ya había terminado.
De hecho, ya habían pasado más de la mitad de los siete días de intenso luto que se acostumbraban en la tradición judía. Por cierto, para cuando Jesús decidió ir a Betania para visitarlos, ya había pasado el punto de no retorno. Sin duda, las hermanas se sentían miserables.
Cuando Marta oyó que Jesús estaba cerca, silenciosamente y discretamente dejó su casa y a su hermana. Sus amigos y otros dolientes habían venido a consolarlos. Sólo puedo imaginarme el estado de Marta mientras corría. ¡Oh, sí! Estoy seguro de que ella corrió para encontrar a Jesús. Su corazón estaba adolorido y casi a punto de estallar. Marta quería atacar con palabras amargas. Y lo hizo. En cuanto vio al Señor, preguntó apresuradamente: “¿Dónde estabas, Jesús? Tú sabes que si hubieras estado aquí, Lázaro no habría muerto.”
Sus palabras eran punzantes. Había estado reprimiendo su dolor. Jesús con calma y con cariño le dijo: “Tu hermano se levantará otra vez.” A lo que ella sarcásticamente respondió: “¡Sí, sí, lo sé!” Pero con cada latido de su corazón, ella realmente estaba diciendo, “quería que estuvieses aquí para prevenir este horrible evento.”
Mientras tanto, Jesús respondió: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” Entonces Jesús le hace una pregunta directa: “Marta, ¿crees esto?” A lo que Marta respondió, “Sí, señor. Yo creo.”
En la escena siguiente, Marta está susurrando al oído de María. Le dice a su hermana que acaba de encontrarse con Jesús y que pedía verla. Sin decir una palabra, María salta y se pone de pie y corre fuera de la casa. Esto es lo que había estado esperando. No es que María fuese desconsiderada con sus amigos que estaban en su casa. Simplemente, su corazón y su alma —preocupada como estaba— necesitaban cuidado. Necesitaban alivio. María necesitaba ver a Jesús. Sus amigos naturalmente asumieron que María había salido para ir a la tumba. Así que, la siguieron.
Cuando María se encontró con Jesús cayó de rodillas delante de él. Sólo me puedo imaginar sus lágrimas corriendo por sus mejillas ya agrietadas cuando mira a Jesús y audazmente declara: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. En su dolor, culpó a Jesús por la muerte de Lázaro. Tanto ella como su hermana creían que se hubiera podido evitar la muerte de su hermano. Murió, así que María dejó salir sus palabras atropelladoras.
El Dr. Tomás Rivera, uno de los amigos de mi padre, escribió mucho sobre su vida de migrante durante las décadas de los 40s y 50s. Cuando era joven, Tomás y su familia viajaban desde nuestra ciudad de Crystal City a buscar trabajo en “las piscas”. A pesar de su éxito posterior como profesor, nunca olvidó sus años formativos. En su libro, Y no se lo tragó la tierra, Tomás habló en una manera muy personal sobre el tema de la muerte en su familia.
Tomás culpaba a Dios por sus problemas. De hecho, maldijo a Dios cuando su padre casi muere por insolación debido a los soles intensos. Cuando su padre estaba en recuperación, Tomas se negó obstinadamente a arrepentirse. “Miró hacia el suelo y le dio una fuerte patada y dijo: ‘¡Todavía no, todavía no me puedes tragar!’”
Tomás, María y Marta no se dieron cuenta que Dios está presente con nosotros en todo momento, incluso durante momentos de dolor y duelo. El Evangelio de Juan dice que Jesús lloró frente a la tumba de Lázaro. Jesús se entristeció al ver a sus amigos en tanta agonía. Él hizo la pregunta que cualquiera de nosotros hace cuando un buen amigo ha muerto. “¿Dónde se le puso? ¿Dónde está?” Mientras Jesús caminaba con Marta y María a la tumba se turbo y se conmovió profundamente. Los espectadores declararon abiertamente, “¡Mira cómo lo amaba!”
La tumba era tan solo una cueva con una piedra muy grande en la entrada. Jesús les mandó: “Quiten la piedra.” Marta, la hermana práctica, se comienza a inquietar y a preocupar. Cuando ya no puede guardar silencio, le dice a Jesús, “¿Realmente piensas que deberíamos hacerlo? Señor, va a oler mal.”
¡Hay tanta vida en esa cueva como en el valle de los huesos secos de Ezequiel! Sin embargo, Jesús habla palabras de vida con una potente voz. “¡Lázaro, ven adelante!”
Tengo plena confianza de que María y Marta guardaron el aliento sin saber qué decir. Sin siquiera pestañear, deben haber fijado sus ojos sobre la apertura de la cueva. ¿Era posible? ¿Las engañaban sus oídos? ¿Escuchan verdaderamente el arrastrar de los pies vendados? Algunos de los espectadores se deben haber desmayado. Otros se deben haber quedado con las bocas abiertas —los ojos tan grandes como platillos— mientras que otros gritaban con alegría al ser testigos de que su amigo, que había muerto, salía de la oscuridad de la cueva a la luz del sol.
Me puedo imaginar las primeras palabras de Lázaro resonando desde la boca de la cueva: “¡De lo profundo, oh Jehová, he clamado a ti!” Lo que sucedió después dejó a todos en estado de shock. Nadie pensó en liberarlo de sus lazos. ¡Qué escena debe haber sido! La muerte, por mandato de Jesús, retiró el reclamo que tenía sobre Lázaro, y este fue restaurado a la vida! ¡La tierra no se lo tragó!
En nuestros momentos más oscuros, podemos responder con resentimiento dando patadas al suelo y agitando los puños delante de Dios. O podemos poner nuestra fe en el Mesías —el Señor sobre la vida y la muerte. No tenemos que ser testigos de una resurrección, como María y Marta. Tenemos la certeza de que Dios siempre está con nosotros. Podemos poner nuestra confianza en las palabras de Jesús quien prometido: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
Rev. Thelma Herrera Flores, MAR, es una diaconisa ordenada de la Iglesia Metodista Unida. Enseña sobre las religiones del mundo a nivel universitario en el departamento de filosofía del Tarrant County College en Fort Worth, Texas.