Bienaventurados sean los agnósticos

Cómo aprendí a ver a mi esposo no creyente a través de los ojos de Dios.

Christianity Today June 24, 2016
Christopher Michel/Wikimedia

Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).

Me senté en las gradas de arriba, me dolía la cintura. Estaba escuchando a la última oradora en una conferencia, tan atrás en los asientos más elevados que tenía que entrecerrar los ojos para divisar a la pastora alta y tatuada parada en la plataforma. Me moví en el asiento, indiferente y lista para estirarme, pero antes de que me pudiera mover, la pastora entró a la bendición final—una bendición-improvisada en las Bienaventuranzas.

“Bienaventurados sean los agnósticos,” dijo. “Bienaventurados sean los que dudan. Los que no están seguros, a los que aún se les pueden tomar por sorpresa.”

Casi no escuché nada después de eso. Mi mente estaba absorta en la frase “Bienventurados sean los agnósticos” porque mi esposo ya no cree en Dios, y hay momentos cuando yo misma tampoco sé en lo que creo. Su des-conversión sucedió hace algunos años, lo que llevó a nuestro matrimonio y familia a tambalearse.

Nuestra historia es casi una anomalía. La tendencia de los millennials de abandonar su fe y/o su iglesia ha sido ampliamente documentada. Una encuesta en el 2015 por el Pew Research Center indica que “el número de adultos estadounidenses que no se identifican con ninguna religión institucionalizada está aumentando” y que “la caída en la afiliación cristiana es particularmente pronunciada entre los adultos jóvenes.” Aunque el aumento de los llamados nones religiosos (los que no se identifican con ninguna religión) se ha analizado a fondo en los círculos cristianos por los últimos años, no hablamos con intención expresa sobre las complicaciones matrimoniales que resultan de esa tendencia. Cuando un millenial casado abandona la fe, ¿qué pasa con el cónyuge después de esto?

En nuestra historia, la desviación lenta de la fe ha estado pasando por largo tiempo. Mi esposo y yo asistimos a una escuela evangélica conservadora y juntos personificamos el cliché de bienhechores de universidades cristianas. Nos conocimos en un viaje misionero a Denver, donde nos juntamos con personas sin hogar en un hospicio y ministramos a niños que vivían en moteles plagados de drogas y prostitución. Nos enamoramos mientras encontrábamos a Dios en las personas en las calles y respirábamos el aire de las montañas de Colorado. Éramos sólo un par de jóvenes idealistas de 20 años de edad en fuego por Jesucristo, el Campeón de los pobres, y estábamos seguros de que podríamos seguir a Dios juntos.

Pero después, le siguió la vida después de la universidad. Conocimos personas que pensaban distinto a nosotros. Hicimos nuevos amigos que no conocían a Jesucristo como su Señor y Salvador, y sin embargo amaban a sus hijos y a la tierra a su alrededor de manera que algunas personas dentro de la iglesia no lo hacían. Nuestras normas convencionales nos hacían distinguir el bien del mal en términos completamente legalistas que no supimos qué hacer cuando descubrimos a un mundo con matices de gris.

Mientras yo luchaba con el cinismo y me llenaba de indignación de los clichés cristianos que ya no me parecían sinceros, mi esposo cuestionaba absolutamente todo con respecto a su fe. Durante la universidad, él servía en los barrios bajos en el extranjero, y después de algún tiempo, la violencia y la pobreza que vio parecían incompatibles con un Dios justo y amoroso. Tras ingresar a la escuela de postgrado para estudiar fisiología vegetal, se encontró con una nueva libertad en la comunidad científica que—diferente de algunas de las escuelas cristianas e iglesias aisladas a las que había asistido—no trataba de empujar ambigüedades en paquetes impecables. Después de todo eso, se divorció él mismo de toda noción de Dios.

“Hasta aquí,” me dijo hace unos años por la navidad cuando nuestra hija tenía dos años. Al oír esas palabras me sentí como traicionada. Nos habíamos casado y nos habíamos comprometido tanto con Dios como el uno con el otro, y al darle la espalda a la fe me dejó abandonada. Nunca habíamos sido una pareja que tuviera devocionales en las noches o que orásemos juntos regularmente, sin embargo habíamos compartido la convicción de que el seguir a Jesucristo era de lo que se trataba nuestra vida juntos. Cuando él comenzó a cuestionar todo, supuse que tarde o temprano regresaría y encontraría una fe sutil que abrazara el misterio. Pero, se declaró a sí mismo: “hasta aquí llegué” y dejó de asistir a la iglesia conmigo y mi pequeña niña.

Las luchas que ahora enfrentamos como una pareja con fe dualista son innumerables. Cuando nuestra hija nació, nos paramos juntos en su dedicación, pero tan sólo tres años más tarde, mi esposo me dijo que se sentía incómodo hacer lo mismo para nuestro nuevo bebé. Cuando mi hija pregunta sobre cómo los animales fueron creados —“Dios los hizo, ¿no?” —Mi esposo contesta, “Bueno, algunas personas creen eso, pero no yo.” Ahora tenemos que hablar sobre las oraciones de acción de gracias por los alimentos y si mandar o no a nuestra hija a la Escuela Bíblica de Vacaciones. Una de las pérdidas más grandes ha sido no poder compartir la misma comunidad; aún estamos buscando lugares y amistades donde ambos nos sintamos cómodos y donde seamos aceptados por nuestras distintas creencias.

Este cambio de fe en nuestro matrimonio a veces lo he sentido como un puñetazo inesperado, la persona que quedó atrás. Me he sentido sola y enojada. He pasado por un ciclo de sentimientos de miedo, tristeza, y esperanza frágil. Las expectativas que tenía para mi vida han sido invertidas por la des-conversión de mi esposo y a veces, he cuestionado la misma bondad de Dios por permitir que esto acontezca. Como Lauren Winner escribe en su libro Still: Notes from a Mid-Faith Crisis: “Algunos días no estoy segura si mi fe está llena de duda o si, gentilmente, mi duda está llena de fe.”

El lidiar con la des-conversión de mi esposo ha sido un desvío tambaleante en mi jornada de fe ya a la deriva, particularmente en lo que concierne a cuestiones sobre la salvación y la condenación. Es difícil disfrutar una noche romántica, por ejemplo, si uno está constantemente intentando salvar el alma del cónyuge de las llamas del infierno. Generalmente, no trato de convertir a mi esposo cuando lavo las vasijas del desayuno o en cualquier otra ocasión. En primer lugar, yo sé que eso sólo lograría alejarlo más. Tengo que confiar en que Dios aún está buscando a mi esposo y que esa es la obra del Espíritu Santo, no la mía, de volverlo a la fe.

En mi propia fe, aún me apego a la mayoría de las dogmas principales del cristianismo ortodoxo (aunque no creo que el asentir mentalmente a una lista doctrinal es lo que me hace cristiana). A pesar de mi propia incertidumbre, todavía asisto a la iglesia con mis dos pequeños hijos. He encontrado refugio en una pequeña iglesia menonita que valora comunidad, hospitalidad, y servicio. A diferencia de algunas iglesias evangélicas, nunca me siento presionada de hablar sobre mi “relación personal con Cristo.” Aunque esa relación importa, el cuerpo congregacional de Cristo es más grande que yo, y mi participación en la iglesia se ha convertido más importante que el saber siempre las respuestas correctas. En nuestra iglesia, ya sean cínicos o instigadores, todos servimos dando la bienvenida o pasando los boletines. Tanto a los misioneros como a los inconstantes se les pide que se den de voluntarios con las familias refugiadas o que traigan aperitivos para después del culto.

No todas las iglesias invitan a todo asistente a participar de este modo. Una de las razones principales citadas en un estudio Barna sobre las personas que han dejado la iglesia fue que “se siente que son hostiles con los que dudan.” Mi esposo y yo somos microcosmos de estas tendencias culturales, como algunos de nosotros los millennials nos asimos de la iglesia (yo) y otros se separan de ella (mi esposo). En medio de estas fracturas, necesitamos que la iglesia pida y valore nuestras contribuciones. Necesito que la comunidad cristiana me apoye al luchar por criar a mis hijos en un hogar con fe dualista, y necesito que amen a mi esposo en medio de su incredulidad. Un modo en que mi comunidad de la iglesia lo hace es a través de darle una calurosa bienvenida en el contado/inusual domingo que asiste, aceptándolo tal y donde está sin motivos ocultos.

“Bienaventurados sean los agnósticos,” dijo la predicadora, sus brazos extendidos hacia la multitud. Sus palabras desencadenaron más o menos una epifanía. Cuando habló, pensé en mi esposo, el hombre que he resentido por dejarme sola en mi lucha de creer, y lo vi ahora a través de otros ojos. Lo vi a través de los lentes del amor, la manera en que Dios lo ama y se deleita en él. Las palabras de la pastora me recordaron que todos los humanos somos amados muchísimo por Dios, ya sea que crean en un Dios de amor o no. Y aunque lucho para reinventar mi matrimonio, encuentro gran consuelo en ver a mi esposo—y a mí misma—tal como somos: inconstantes, volubles y desobedientes, amados, atesorados, y bendecidos.

Stina Kielsmeier-Cook es ex-intercesora de vivienda para los refugiados y ama hablar de política social, ser madre, y de su vecindario en Minneapolis. Ella escribe un blog en stinakc.com y tuitea @stina_kc.

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