En un reciente artículo del New York Times [enlaces en inglés], Jeremy Greene, de la Universidad John Hopkins, resume el impacto físico que los dos últimos años tuvieron en la sociedad. Dice: «Lo que estamos viviendo ahora es un nuevo ciclo de consternación colectiva».
Consternación colectiva. Hay un dolor universal que clama por el fin de nuestra aflicción actual (Romanos 8:22). El lamento de «¿Cuánto más, Señor?» resuena mientras atravesamos un segundo adviento marcado por la pandemia.
Sentir que he estado en espera crónica me ha llevado de regreso al tema bíblico de la redención: consuelo en el albor de la pérdida o la decepción. En las narrativas del nacimiento de Jesús nos encontramos con Simeón y Ana, quienes también «aguardaba[n] con esperanza la redención» (Lucas 2:25). Ellos tienen mucho que decirle a nuestro presente.
La redención viene a nosotros en nuestra impotencia
Dos cosas destacan en estos personajes. Lo primero es que ambos son gente excepcional. Las Escrituras describen a Simeón como un ser justo y devoto (Lucas 2:25). Lucas asigna un lugar a Ana entre los profetas (v. 36), lo que quiere decir sin más, como lo explica Dan Darling, que «ella tenía un don y no tenía miedo de declarar la palabra del Señor».
Una segunda observación, más terrenal, es que ambos eran muy mayores. Simeón sabía que su final en la tierra estaba cerca. Ana tenía 84 años, muchos más de la esperanza de vida de la época (v. 37).
Aunque pueda parecer que su edad sea algo fortuito, en realidad está destacando su excepcionalidad. A pesar de ser justos y dignos de admiración, ellos no podían alargar sus propios días. Ambos eran conscientes de su fragilidad y de su incapacidad para cambiarla.
En otras palabras, estaban llegando a su final, que es precisamente cuando Cristo aparece. Muy a menudo, la gracia aparece cuando ya no nos quedan recursos propios para suplir la necesidad.
Una crisis global tiene la capacidad de poner de manifiesto los límites humanos y su falta de control. Al igual que muchos durante los dos últimos años, yo también me agoté mientras intentaba «entender» y crear estrategias para salir adelante, todo con un mínimo efecto. Aceptar la impotencia del momento ha dejado más espacio para ver la mano de Dios en ello.
La redención consiste en dar la bienvenida al cambio
Lucas presenta a Simeón con una palabra que normalmente se traduce como «en espera» (prosdejomenos). Pero también se podría transmitir como «preparado para recibir». El término expresa la disposición a dar la bienvenida.
Ese énfasis transforma el concepto de espera y pasa de ser una resistencia insoportable a ser una anticipación activa. Simeón contaba los días para que Dios revelase lo que le había prometido personalmente.
Del mismo modo, Ana se había plantado en la presencia de Dios durante décadas, convirtiendo el duelo de una joven viuda en una oración que duró una vida entera. Esperar en el Señor se convirtió en su práctica diaria. Ann Voskamp escribió una vez: «Esta espera en Dios es el verdadero trabajo del pueblo de Dios».
Mi propia espera a menudo se siente más como impaciencia e irritación. Aprieto los dientes e intento aguantar hasta que supero aquello que parezca ser la prueba del momento. Quiero salir, no dar la bienvenida.
¿Cómo sería pasar a una mentalidad en la que estemos dispuestos a recibir antes que a escapar? La dificultad parece diferente a través de los lentes de la curiosidad y de la bienvenida. Podemos adoptar la perspectiva de George MacDonald y decir: «Venga pues la aflicción, si es la voluntad de mi Padre, y que sea mi molesta amiga».
El propio nombre de Simeón nos da una pista de cómo hacerlo, porque viene de una palabra que significa «escuchar inteligentemente». Yo tengo mucha más práctica en escuchar con miedo. O enfadado. O sin ganas. Simeón, por otro lado, es retratado como un alguien que escuchaba deliberadamente al Espíritu de Dios. Se nos dice que el Espíritu Santo estaba con él (v. 25), que el Espíritu Santo le revelaba cosas (v. 26) y que el Espíritu Santo lo movía (v. 27).
Escuchar inteligentemente significaba que Simeón discernía la diferencia entre sus propios impulsos y la guía de Dios. Significaba estar dispuesto a asumir los mensajes difíciles y no solo lo que quería escuchar. Y significaba dar un paso en obediencia y actuar con base en lo que había escuchado.
La redención sobrepasa nuestras expectativas
El resultado de la escucha de Simeón es una de las escenas más tiernas de las Escrituras: Simeón entra al templo para descubrir a María y José con su recién nacido. Entonces toma en brazos al bebé Jesús (v. 28). Él tiene la distinción de ser la única persona en la Biblia de la que se dice explícitamente que tomó a Cristo niño en sus brazos.
Al hacer esto, proporcionó una imagen impactante no solo de haber conocido a Jesús, sino de haberlo recibido en sí mismo. Cuando Simeón miró a los ojos nuevos del anciano de Días, para él Cristo pasó de ser «Dios con nosotros» a ser «Dios conmigo». El consuelo no tiene un significado real hasta que la verdad general se enfrenta a dimensiones personales y concretas.
Aparentemente, no cambió nada en la vida de Simeón, aunque él le dijo a Dios que ya podía morir en paz (Lucas 2:29). Su inquietud interna había sido calmada por Cristo, y su alma descansaba. Simeón sabía que la redención de Israel no era un suceso o un cambio, sino una persona.
Ana respondió a Jesús en gran medida igual que Simeón. Su mera existencia era la única evidencia que ella necesitaba para reconocer la mano redentora de Dios. Cristo —un bebé que todavía no sabía ni andar— se convirtió en el foco de atención de su alabanza.
Ponemos nuestra esperanza en las respuestas más que en aquel que responde. Podemos orar teniendo en mente respuestas muy específicas y únicas, y podemos pensar que solo eso aceptaremos como respuesta adecuada de parte de Dios. Cuando Él no responde según nuestras estrechas directrices, nos desesperamos. Mientras tanto, Cristo se acerca a nuestra aflicción sin hablar, como un bebé, envuelto de una forma que no esperábamos.
La iglesia que pastoreo se reunía en una escuela secundaria antes de la pandemia. Debido al confinamiento, de repente nos encontramos con que éramos una congregación sin hogar. Y siguió siendo así durante 18 meses. Regresar a los servicios en persona el otoño pasado fue como empezar de nuevo. Los números siguen siendo bajos. Y nuestras capacidades se encuentran limitadas. Las tradiciones navideñas se han reducido.
Pero estamos aprendiendo a estar presentes en esta pequeñez, preparados para recibir. Y abrazamos la vulnerabilidad. A fin de cuentas, Cristo se ha dado a conocer de maneras inesperadas a través de las mismas limitaciones que nosotros nos esforzábamos por superar. Resulta que un bebé no solo es pequeño: también es precioso y maravilloso.
La redención crece al compartirla.
Ana insistió en hablar de Jesús a todo aquel esperaba la redención (v. 38). De nuevo, Lucas regresa a la palabra prosdejomenos. Las innumerables multitudes a las que Ana habla de Jesús están marcadas por esa misma disposición a recibir.
Ana no veía a Jesús como una revelación secreta exclusivamente para ella. Nada de tacañería posesiva, nada de mentalidad de escasez. Como ocurrió en la alimentación de los cinco mil, el evangelio siempre se multiplica para saciar a las multitudes hambrientas e incluso deja sobras. Se supone que el consuelo de Dios va a alcanzar incluso a los de fuera.
Ana no esperó a ver cómo se desarrollaba la vida de Cristo antes de esparcir la palabra. Ella no esperó a ver primero cómo iban las cosas. Y el hecho mismo de compartirlo expandió su propio gozo.
Todos somos parte de la audiencia de Ana. Todo el mundo busca que lo rescaten, que los males se resuelvan, que el sufrimiento se acabe en estos tiempos desconcertantes que nos asedian. Con alegría Ana nos señala a todos hacia el niño y repite el mensaje: Él lo es todo. Él es nuestra redención. Y no hay escasez en Él, y como dice Isaías 9:7, su paz cada vez mayor no tendrá fin.
Jeff Peabody es escritor y pastor de la Iglesia New Day en Federal Way, Washington.
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.