No hace mucho me encontré con varios retratos de Cristo que alguien había publicado en internet. Utilizando como base la imagen de la Sábana Santa de Turín y con el uso de inteligencia artificial, las imágenes presentaban especulaciones sobre la apariencia de Jesús antes de su crucifixión.
Vi las imágenes con interés, preguntándome si producirían en mí una sensación de reconocimiento como cristiano. Sin embargo, no puedo decir que mi corazón se haya conmovido de alguna manera particular con esas imágenes.
Ciertamente no sentí lo que siento cuando alguien que me importa profundamente aparece ante mi vista. No me fue posible decir: «¡Oh, ese es Jesús! ¡Lo reconocería en cualquier lugar!».
Ninguna figura nos resulta tan familiar como Jesucristo. Al mismo tiempo, ninguna figura nos resulta tan desconocida.
Comencé a leer sobre Jesús por primera vez hace más de 50 años mientras trabajaba en el turno de medianoche en un restaurante de comida rápida. Hacía poco me había graduado de la educación secundaria y estaba tratando de decidir qué dirección debería tomar mi vida. Pensé que sería bueno tener una dimensión espiritual y exploré el misticismo oriental y el ocultismo, aunque no muy en serio.
Un día me di cuenta de que la Biblia era un libro espiritual. Entonces, durante mis descansos en el restaurante, comencé a leer el Nuevo Testamento.
No pasó mucho tiempo antes de que Jesucristo —no tanto su mensaje, sino su personalidad— captara mi atención. O tal vez debería decir que lo que me atrajo fue el misterio de su personalidad.
¿Qué clase de persona es tan convincente como para que alguien abandone su carrera o su familia para seguirlo? Estuve leyendo en los Evangelios cómo Pedro se alejó de la seguridad de sus redes de pesca y Mateo abandonó las lucrativas ganancias de la mesa de los impuestos. Aunque el Jesús que encontré en los Evangelios no era del todo nuevo para mí, era extraño.
He seguido leyendo sobre Jesús desde entonces y todavía me desconcierta. Aunque he sido pastor y profesor de un instituto bíblico, hay momentos en los que me pregunto si conozco a Jesús del todo. No quiero decir que cuestione si soy verdaderamente cristiano o si Él es mi Salvador.
Pero a menudo, cuando leo los Evangelios, el Jesús que encuentro no es el que esperaba. De pronto habla o actúa de maneras que me perturban. A veces, como los discípulos, me siento irritado y quiero preguntarle a Jesús: «¿En qué estabas pensando?». Otras veces me quedo asombrado y quiero decir: «¿Qué clase de hombre es este?».
En las relaciones ordinarias, tendemos a prestar especial atención a los tipos de detalles que las Escrituras ocultan sobre Jesús. No solo notamos el rostro y la forma, sino que prestamos atención a todos los pequeños detalles que contribuyen a la personalidad: el brillo en los ojos de alguien, la curva de una sonrisa torcida, los chistes que le hacen reír.
Personalidad es la palabra que utilizamos con más frecuencia para hablar de tales atributos. No es simplemente un sinónimo de individualidad, sino una descripción de las formas distintivas en que una persona expresa esa individualidad. La personalidad es la combinación de las características que identifican al individuo como individuo.
La Biblia tiene poco que decir acerca de esos detalles con respecto a Cristo. La información que proporciona es relativamente escasa, está dispersa a lo largo de los cuatro evangelios de forma fragmentaria, o solo puede adivinarse. El apóstol Juan podía hablar de lo que había oído con sus propios oídos, visto con sus propios ojos y tocado con sus propias manos; sin embargo, nosotros no podemos (1 Juan 1:1). Dependemos de lo que está escrito.
En consecuencia, si queremos conocer a Cristo a nivel personal, esa intimidad debe obtenerse de una manera diferente a la mayoría de nuestras otras relaciones. Al mismo tiempo, Jesús prometió una bendición especial a aquellos que aún no lo han visto y han creído (Juan 20:29).
Dios nos ha proporcionado dos vehículos principales para transmitirnos este conocimiento de Cristo.
La primera es lo que se ha registrado acerca de Él en las Escrituras. La segunda es el testimonio interno del Espíritu Santo, a quien también se le llama «el Espíritu de Cristo» (Romanos 8:9).
En 2 Corintios 4:6, el apóstol Pablo observa: «Porque Dios, que dijo: “¡Que la luz resplandezca en las tinieblas!”, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Jesucristo». Esto es algo curioso para aquellos que nunca han visto el rostro de Jesús.
Aparentemente, a pesar de la falta de una descripción detallada de la apariencia o personalidad de Jesús en la Biblia, sabemos más de lo que pensamos.
Hay una luz que brilla en nuestros corazones y que revela el rostro invisible de Cristo. Si bien no sucede en un sentido literal, es cierto que es por medio del Espíritu que llegamos a conocer a Jesús personal e íntimamente. Él, a su vez, nos muestra la gloria del Dios invisible a través de su humanidad.
Los teólogos tienen mucho que decir sobre la cualidad de persona de Dios, especialmente en relación con la doctrina de la Trinidad en la iglesia. Sin embargo, han tenido menos que decir acerca de la personalidad de Dios. Una razón para este desinterés puede ser la preocupación por no antropomorfizar a Dios. Las Escrituras afirman repetidamente que Dios no es un hombre (Números 23:19; Job 9:32; Oseas 11:9).
En su libro The Evangelical Faith, el teólogo Helmut Thielicke advierte que hacer de la persona humana un modelo de Dios es un error: «Por lo tanto, queda descartada desde el principio cualquier equiparación entre Dios y la persona, o cualquier intento de hacer de la persona humana un modelo en el pensamiento de Dios… Ecuaciones de este tipo volverían a hacer de Dios una imagen de lo creado en el sentido de religión o idolatría humana».
Sin embargo, ¿qué analogía podría ser más antropomórfica que la que Dios eligió para sí mismo? Según Génesis 1:26–27:
Luego dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes y sobre todos los animales que se arrastran por el suelo». Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios; hombre y mujer los creó.
Es difícil ver cómo uno podría tener una relación personal con Dios tal como Él se presenta en estos versículos sin alguna correspondencia entre la naturaleza de Dios y lo que nosotros entendemos como personalidad. Incluso si se puede demostrar que la noción de personalidad no es relevante en este contexto, no puede carecer de significado en lo que respecta a Jesucristo. Hebreos 2:17 afirma que Jesús fue hecho como nosotros en la Encarnación, «para que en todo se pareciera a sus hermanos».
Jesús no era un cascarón vacío en el que se vertió la naturaleza divina. No llevaba simplemente un cuerpo carnal. Aunque existió como persona divina antes de la Encarnación, cuando se hizo carne, el Logos adquirió una nueva dimensión (Juan 1:1,14). Jesús no dejó de ser lo que era antes, sino que añadió a su persona la naturaleza humana. Al hacerlo, ambas naturalezas conservaron su plenitud.
Jesús no es la unión de dos personas, una humana y otra divina, que cohabitan en la misma carne. Él es la única persona de Cristo que es a la vez verdaderamente humana y verdaderamente divina en todos los sentidos. Como tal, posee una personalidad. Una de las razones por las que Jesús se hizo humano fue para proporcionar una «fiel representación» del ser de Dios (Hebreos 1:3). La humanidad de Jesús nos dice cómo es Dios.
«La personalidad», escribió Francis Rogers en 1921, es «la encarnación de la individualidad». Cuando hablamos de la personalidad de alguien, normalmente hablamos de la impresión que nos deja. ¿Son amigables o antipáticos? ¿Tienen sentido del humor o son muy serios? ¿Son tímidos o extrovertidos? Los exámenes de personalidad tienden a describir estos rasgos en polaridades. ¿Eres introvertido o extrovertido? ¿Eres una persona orientada a las tareas o a las relaciones? ¿Eres un líder o un seguidor? Sin embargo, la verdad es que estas cualidades forman parte de un continuo.
La personalidad es una descripción de nuestras formas de actuar y de relacionarnos con los demás. Incluye temperamento, hábitos de comportamiento, valores y preferencias. El carácter también se expresa a través de la personalidad, pero no necesariamente es idéntico a ella.
Las gracias que moldean el carácter de un cristiano —tales como el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23)— pueden ser las mismas para todos los creyentes, pero no todos expresamos esas cualidades de la misma manera.
Cuando se trata de la personalidad de Jesús, los Evangelios revelan relativamente poco de lo que normalmente nos interesa de las personas.
No sabemos nada exacto sobre la apariencia física del Salvador y casi nada sobre el sonido de su voz. Sabemos que era constructor, pero no a qué se dedicaba en su tiempo libre además de orar, ir a cenas, bodas y tomar cuando menos una siesta. ¿Cómo actuaba cuando estaba entre amigos? Sabemos que Jesús lloró, pero no sabemos qué lo hacía reír.
Sin embargo, hay algunos momentos en los Evangelios en los que las nubes del silencio se disipan y los rayos de la personalidad de Jesús se asoman.
Los líderes religiosos le tienden una trampa a Jesús, esperando que sanara en sábado. En respuesta, Él se les queda mirando, «enojado y entristecido por lo obstinados que eran» (Marcos 3:5).
Un confundido joven cree que ya es lo suficientemente bueno para heredar la vida eterna y pregunta qué más debe hacer. En respuesta, Jesús lo mira con amor (Marcos 10:21).
Jesús toca a un leproso y le habla con ternura a una mujer tímida (Lucas 5:13; 8:48). Jesús llora, consuela, reprende y amenaza. El Dios que se nos revela a través de la humanidad de Cristo es alguien que no solo habla con voz de trueno, sino que también solloza y suspira.
La personalidad es nuestro punto de conexión con otros seres humanos. Los conocemos como individuos a través de sus personalidades. Nos vinculamos con personas que tienen personalidades similares a la nuestra. Con la misma frecuencia, tomamos nota de nuestras diferencias. La identidad no es solo una cuestión de saber quiénes somos: también nos ayuda a saber quiénes no somos.
Ante los escasos detalles de los Evangelios sobre la personalidad de Jesús, podemos sentirnos tentados a crear un modelo para hacer que él que se parezca a nosotros mismos.
En un ensayo publicado por Christianity Today en 2010 sobre el fracaso de los historiadores a la hora de reconstruir un «Jesús histórico», Scot McKnight describió cómo les dio a los estudiantes una prueba psicológica estandarizada dividida en dos partes. En la primera parte, los estudiantes respondieron preguntas sobre la personalidad de Jesús. En la segunda parte, describieron y compararon sus propias personalidades. «La prueba no se trata de respuestas correctas o incorrectas, ni está diseñada para ayudar a los estudiantes a comprender a Jesús», explicó McKnight.
Más bien, la prueba reveló que la gente tiende a pensar que Jesús es como ellos. Los introvertidos piensan que Jesús es introvertido; los extrovertidos piensan que es extrovertido.
«Si la prueba se aplicara a una muestra aleatoria de adultos», escribió McKnight, «los resultados serían considerablemente similares. En un grado u otro, todos conformamos a Jesús a nuestra propia imagen».
Nuestra imagen mental de Jesús a menudo está moldeada tanto por suposiciones culturales y experiencias personales como por las Escrituras. Es por eso que el Jesús que imaginamos a menudo nos resulta tan familiar y cómodo. Creemos que se parece a nosotros: que comparte nuestros gustos y refleja nuestras expectativas, que las verdades que defiende son aquellas de las que ya estamos convencidos, y que la vida cristiana que Jesús exige se parece a la que ya estamos viviendo. El Jesús republicano, el Jesús «concienciado», el Jesús varonil y rudo, el Jesús gentil, el Jesús mítico: todos ellos son, hasta cierto punto, versiones simuladas del Jesús bíblico.
En el mejor de los casos, pueden enfatizar ciertas características que vemos en las descripciones que los Evangelios hacen de Él. Pero, sobre todo, son imágenes que resuenan con valores que ya tenemos. En el peor de los casos, son ídolos que hemos creado a nuestra propia imagen.
No necesitamos una fotografía para ver la gloria de Dios manifestada en el rostro de Cristo, pero sí necesitamos la Palabra y el Espíritu. La revelación de Cristo sobre el Padre se da a conocer cada vez que leemos acerca de las palabras y acciones de Jesús en las Escrituras. El Espíritu de Dios usa esa Palabra para resplandecer en nuestros corazones y revelarnos tanto al Padre como al Hijo. Así como Jesús nos revela al Padre, el Espíritu Santo nos da a conocer a Cristo.
Esta comprensión, que se obtiene mediante la Palabra y se aplica por el Espíritu junto con nuestras experiencias, nos proporciona un sentido de quién es Jesús más claro que cualquier imagen, porque proporciona un conocimiento personal de Cristo que obra de adentro hacia afuera.
En este conocimiento hay mucho más que un simple conjunto de rasgos, de los cuales sin duda sacaríamos conclusiones equivocadas. Gran parte de nuestro interés en la personalidad de Jesús no surge del deseo de comprender mejor a Jesús, sino del deseo de mostrar que Jesús piensa y actúa como nosotros. En cambio, la comprensión que el Espíritu Santo proporciona va en la otra dirección.
El conocimiento de Jesús que realmente tenemos va más allá de una lista de gustos y disgustos, o del tipo de peculiaridades que normalmente atribuimos a la personalidad. Para nosotros los creyentes, conocer a Jesús implica incorporar a Cristo a nuestra manera de pensar y actuar.
En otras palabras, llegamos a conocer a Jesús personalmente, no solo al leer sobre Él, sino al llegar a ser como Él. Hay dos características importantes de esta experiencia. Una es que es progresista. Esta transformación no ocurre instantáneamente cuando nacemos de nuevo: es más bien continua y solo se perfecciona en la eternidad.
La otra es que esta experiencia se integra con la singularidad de nuestras personalidades distintivas. A medida que nos parecemos cada vez más a Cristo, nuestro carácter distintivo no desaparece. En cambio, Cristo se muestra a través de los diversos estilos de personalidad de quienes le pertenecen.
Si la personalidad es realmente la encarnación de la individualidad, uno pensaría que cada uno de nosotros conocemos nuestra personalidad mejor que nadie. Después de todo, es lo que somos. Sin embargo, la popularidad de las pruebas, tests y descripciones que prometen resumir los rasgos de nuestra personalidad parece sugerir lo contrario. Quizás sea más fácil tener conciencia de cómo son los demás que de cómo somos nosotros mismos. O tal vez hacemos estas pruebas con la esperanza de confirmar lo que ya sabemos sobre nosotros mismos, para identificarnos con un grupo social en particular.
Sin embargo, si bien las pruebas de personalidad y las encuestas pueden ser una forma valiosa de sintetizar datos sobre las personas, también pueden ser demasiado reduccionistas y no pueden contar la historia completa. En lugar de resaltar las formas únicas en que Cristo obra a través de cada individuo, pueden clasificar a los individuos en categorías que a menudo son demasiado amplias o vagas y finalmente no son útiles.
Es más, no hacen justicia a la forma misteriosa en que Dios obra a través de lo improbable para lograr sus objetivos. Dios a menudo obra a pesar de nuestras personalidades tanto como a través de ellas.
En un sermón sobre la piedrecita blanca y el nombre nuevo de Apocalipsis 2:17, George MacDonald describe que cada persona tiene una relación individual y única con Dios. «Él es para Dios un ser peculiar, hecho a su manera y a la de nadie más», dijo.
Para MacDonald, esto significa que cada persona es bendecida con un ángulo de visión distintivo cuando se trata de entender a Dios:
Por lo tanto, [cada individuo] puede adorar a Dios como ningún otro hombre puede adorarlo; puede entender a Dios como ningún otro hombre puede entenderlo. Este o aquel hombre puede entender más a Dios, quizás pueda entender a Dios, pero ningún otro hombre puede entender a Dios como él lo entiende.
A medida que la verdad se desarrolla en nuestra experiencia diaria, no solo aprendemos acerca de Jesús: lo exhibimos de una manera tan única como la idea que describe MacDonald. En palabras de MacDonald, cada uno de nosotros es «para Dios un ser peculiar, hecho a su manera y a la de nadie más». Puede que compartamos algunos rasgos con los demás, pero nadie más es exactamente como nosotros. Este conocimiento experiencial de Cristo mediado a través de nuestra propia experiencia también se refracta a través de nuestras personalidades distintivas, de la misma manera que la luz brilla a través de los vitrales.
Quizás los estudiantes que completaron el perfil psicológico sobre Jesús en la clase de McKnight tenían razón después de todo: no al pensar que Jesús era como ellos, sino al revés.
Como dice el poeta Gerard Manley Hopkins en «As Kingfishers Catch Fire»:
Cristo juega en diez mil lugares,
Hermoso de miembros y hermoso de ojos, no los suyos.
Para el Padre a través de los rasgos de los rostros de los hombres.
Aquellos que conocen a Cristo por experiencia sirven como medio a través del cual otros ven a Jesús. Sus vidas son el escenario en el que Él actúa, y su belleza se revela a través de ellas. Más que la belleza de un único perfil de personalidad, se trata de una imagen con una variedad incalculable. Y si bien Jesús es un ser humano con una personalidad real, también es el Dios que ha elegido revelarse a través de aquellos a quienes ha creado y salvado.
Mientras somos «transformados a su semejanza con más y más gloria» (2 Corintios 3:18), Jesús se muestra a sí mismo —retomando la teoría de los héroes de Joseph Campbell— como el Salvador con 1000 rostros. Reflejamos a Jesús de la misma manera que un diamante revela su gloria: en innumerables facetas.
John Koessler es escritor, presentador de pódcasts y profesor emérito jubilado del Instituto Bíblico Moody. Su último libro es When God Is Silent, publicado por Lexham Press.