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¿Eres introvertido? Tus hermanos en la iglesia te necesitan igual

Los introvertidos no necesariamente deben convertirse en extrovertidos. Pero la introversión no debe ser una excusa para no amar al pueblo de Dios.

A collage of organic cutout shapes, with images of silhouettes of people inside.
Christianity Today October 17, 2025
Ilustración de E. S Kibele Yarman

En algún lugar de los círculos inferiores del mundo de las pesadillas de los introvertidos, a medio camino entre la Avenida de la Celebración de Cumpleaños en la Oficina y (escalofrío) el Distrito de Redes Profesionales, se encuentra una iglesia a la que solía asistir.

Introverts in the Church: Finding Our Place in an Extroverted Culture

No me malinterpreten: a pesar de que solo asistí unos pocos meses, me encantaba esta iglesia. Revitalizó mi comprensión de la guía práctica de la Biblia para las congregaciones locales. Sin embargo, cada domingo me invadía un temor tangible a medida que se acercaba la bendición final.

En la mayoría de las iglesias, cuando el servicio termina y la gente comienza a irse, los introvertidos tienen opciones. En lugar de quedarnos para socializar, podemos mezclarnos con el tráfico que sale hacia los baños y las mesas de refrigerios. En esta iglesia, sin embargo, te sentabas de nuevo y entablabas una conversación con tu vecino de banco más cercano, a menudo durante diez minutos o más.

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Esta práctica no era una orden desde el púlpito. No era algo impuesto por los líderes. Sucedía porque todos querían que ocurriera. Probablemente se les había enseñado a creer que cuando los hermanos y hermanas se reúnen para adorar, no deberían interactuar como extraños en la calle.

La teoría de esa iniciativa tenía lógica. Sin embargo, me parecía una conspiración elaborada para hacer que los introvertidos se sintieran cohibidos. Me veía obligado a entablar una conversación superficial mientras contaba los minutos que faltaban para poder hojear las más recientes adquisiciones de la librería de la iglesia en feliz soledad.

Adam S. McHugh probablemente tenía en mente experiencias similares cuando, hace poco más de 15 años, escribió Introverts in the Church: Finding Our Place in an Extroverted Culture [Introvertidos en la iglesia: encontrar nuestro lugar en una cultura extrovertida]. (En 2017 se publicó una edición revisada y ampliada). Según McHugh, las iglesias evangélicas suelen fomentar formas de compañerismo y espiritualidad que favorecen a las personas que disfrutan charlar más que a las que son calladas. Pensemos, por ejemplo, en el tiempo de café y comunión después del servicio, que McHugh compara de forma divertida con una tertulia en la que se sirven cocteles sin alcohol. O pensemos en los grupos pequeños que fomentan la «vulnerabilidad» espontánea y abundante. O en los modelos evangelísticos que valoran y exaltan las respuestas ingeniosas rápidas y las estrategias de venta por encima de la escucha paciente.

McHugh, que fue pastor y capellán, ofrece una visión perspicaz de los arquetipos extrovertidos dentro del ministerio cristiano. Como señala, muchas congregaciones esperan carisma desde el púlpito y una cordial palmada en el hombro en la fila de saludo. Me sentí identificado cuando describió que prefería el estudio y la preparación de sermones más que las dimensiones más sociales y colaborativas del liderazgo eclesiástico. (McHugh dejó más tarde el pastorado para convertirse en sumiller en una de las regiones vinícolas de California, una experiencia que relata en detalle en Blood from a Stone).

Gran parte del libro gira en torno a dos «viajes» que McHugh recomienda a todos los cristianos introvertidos. Primero, un viaje hacia adentro, mediante el cual llegamos a aceptar nuestras personalidades como dones divinos y a no verlas como discapacidades sociales y emocionales. No obstante, esto no significa deleitarse en el aislamiento, porque McHugh también esboza un viaje hacia el exterior, que nos ayuda a aprender cómo buscar la comunión cristiana de una forma que refleje nuestro «yo auténtico». En lugar de «disfrazarnos» de personas sociables, escribe, debemos «ampliar nuestras preferencias de personalidad sin distorsionarlas».

A partir de este punto, podría parecer que estoy criticando los consejos de McHugh, pero no es así. Sí, anoté varias preguntas y contraargumentos en los márgenes, pero debo reconocer que McHugh finalmente abordó cada uno de ellos. Nuestras diferencias, si es que las hay, se reducen a cuestiones de énfasis.

Tomemos, por ejemplo, el relato de McHugh sobre el viaje hacia adentro, que se basa en gran medida en nociones terapéuticas de sanación y autoaceptación. Los introvertidos, dice, llevan las cicatrices del rechazo y la incomprensión de sus compañeros, colegas y seres amados. En un momento dado, escribe sobre «distinguir entre los componentes sanos de nuestra personalidad, aquellos que son naturales y deben celebrarse, y los mecanismos de defensa que son síntomas de nuestras heridas».

En mi experiencia, habiendo cuidado de heridas como las que menciona, no minimizaría su gravedad ni sentiría recelo contra nadie por buscar el consuelo que merecen. Por otra parte, el planteamiento de McHugh oscurece una tercera posibilidad: que la introversión, en determinadas circunstancias, revela corazones que necesitan limpieza más que sanación.

Este pensamiento incómodo surge en mi mente cada vez que me sorprendo a mí mismo planeando rutas de escape para el domingo por la mañana. ¿No se supone que las reuniones de la iglesia ofrecen un anticipo del cielo? Quizás McHugh respondería con alternativas razonables al autorreproche: tal vez, después del culto, la mayoría de los introvertidos prefieren el silencio reverente, la oración en un ambiente tranquilo o diálogos sobre temas profundos en lugar de conversaciones superficiales en un vestíbulo ruidoso.

Sin embargo, mi reflexión personal durante mis viajes hacia adentro sugiere una respuesta menos halagadora: que no siempre amo al pueblo de Dios como debería. Cuando quiero evitar a otros, los estoy viendo como obstáculos que me impiden leer libros o mirar el fútbol los domingos por la tarde.

McHugh acierta cuando dice que no debemos culpar aquellas disposiciones de la personalidad dadas por Dios por nuestras deficiencias espirituales que en realidad no tienen relación con ellas. Expresa claramente que el hecho de tener una personalidad más reservada no justifica alejarse de la comunidad cristiana ni descuidar el amor a nuestro prójimo. Pero aunque el libro reconoce las tentaciones habituales a las que los introvertidos deben resistirse, parece reacio a considerar que la introversión en sí misma puede ser corrompida por el pecado.

Si el modelo de viaje hacia adentro que describe McHugh casi subestima la naturaleza caída de los humanos, su modelo de viaje hacia afuera juega con sobrevalorar los tipos de personalidad como dones que nutren a la iglesia. Estoy de acuerdo en que los introvertidos y los extrovertidos bendicen al cuerpo de Cristo de manera complementaria. Sin embargo, no me deja de incomodar la idea de que los introvertidos se acerquen deliberadamente a las culturas eclesiásticas como introvertidos.

Es cierto que McHugh admite los límites de las etiquetas de personalidad. No nos definen, afirma, y no deberían tener mayor peso que la forma en que nos definen las Escrituras. Aun así, sospecho que soy más cauteloso con nuestra manía cultural por las insignias de identidad, que van desde las lecturas alfabéticas de Myers-Briggs hasta las permutaciones numéricas del Eneagrama.

Estos ejercicios pueden ayudar a explicar quiénes somos y qué nos motiva. Sin embargo, en extremos, pueden persuadirnos a centrarnos demasiado en nosotros mismos. McHugh presenta una visión interesante de introvertidos y extrovertidos que se edifican unos a otros en los perfiles y las complejidades de sus personalidades. Pero me preocupa que estas conversaciones desvíen la atención de la narrativa bíblica de la redención, las riquezas de la historia de la iglesia y otros temas más importantes.

La versión de 2017 de Introverts in the Church comienza con un tono alegre, señalando la reputación favorable de la que cada vez goza más nuestra tribu de introvertidos. El prefacio rinde homenaje al éxito de ventas de Susan Cain de 2012, Quiet: The Power of Introverts in a World That Can’t Stop Talking. «En algún momento», bromea, «los introvertidos se volvieron atractivos». Promete celebrar más «lo que somos» que disculparse por «lo que nos falta».

Es una mejora en comparación con la estigmatización de los introvertidos como bichos raros antisociales. Pero yo no participaría de ninguna celebración de victoria. Nunca he dejado que los estereotipos me desanimen, pero tampoco quiero permitir que la aclamación cultural me haga sentir enaltecido. Si hay algo que los introvertidos conocemos, es el valor de mantenernos al margen.

Matt Reynolds es editor senior de libros de Christianity Today.

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