Theology

Desaprender el evangelio de la eficiencia

La tecnología nos lleva hacia la optimización; sin embargo, la obra de Dios en nuestras vidas toma una ruta más lenta.

Mixed media painting of chicory flowers on canvas.

Chicory, Emily Verdoorn, 2025, técnica mixta sobre lienzo, 28 x 35 cm. Usada con permiso.

Christianity Today July 16, 2025
Pintura de Emily Verdoorn.

Muchos valoramos los resultados más que el proceso, especialmente cuando este lleva tiempo. Sin duda, no ayuda que la tecnología actual haya hecho que la espera sea opcional en muchos casos, con soluciones como las respuestas eficientes de los chatbots de inteligencia artificial y las entregas del mismo día de Amazon. Nuestra cultura de gratificación instantánea menosprecia las prácticas tediosas, el crecimiento lento y el desarrollo a largo plazo: queremos lo que queremos, y lo queremos ya.

La frase «El tiempo es oro» no es bíblica; sin embargo, en la iglesia hemos adoptado este lema y hemos bautizado un evangelio de la eficiencia. Esta mentalidad ha transformado no solo nuestra perspectiva sobre el dinero, sino también nuestra comprensión de Dios y la vida cristiana. En una cultura que prioriza la eficiencia, la productividad y la comodidad, valores como el desarrollo humano y la profundidad relacional se ven eclipsados por expectativas cada vez más irreales, y por sentimientos de aislamiento, agotamiento y descontento en un afán por lograr más y ser más. En todo esto, operamos bajo la suposición tácita de que estamos destinados a hacerlo todo: que somos o deberíamos ser infinitos. Sin embargo, esa es una cualidad que solo Dios posee.

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Con demasiada frecuencia, la iglesia ha intentado resolver el problema de las obligaciones interminables como lo hace el mundo, es decir, buscando mejorar nuestra gestión del tiempo: madrugar, ser más disciplinados, adoptar los últimos avances tecnológicos que prometen una mayor optimización. Pero nuestro énfasis en la velocidad puede llevarnos a malinterpretar a Dios y su manera de obrar, lo que inevitablemente nos llevará a malinterpretarnos a nosotros mismos.

En otras palabras, ¿qué pasa si nuestro problema fundamental no es funcional, sino teológico?

El Dios de las Escrituras claramente tiene una jerarquía de valores diferente a la nuestra. Es paciente, reflexivo y fiel. Se toma su tiempo con calma, pues su mayor valor no es la eficiencia, sino el amor. Necesitamos conectar nuestra teología (nuestra visión de Dios) con nuestra antropología (nuestra visión del ser humano) y dejar que los valores de Dios moldeen los nuestros, en lugar de proyectar los nuestros sobre Él.

Los cristianos siempre han creído que Dios no es una deidad regional ni tribal, sino el creador del cielo y la tierra. Por ello, los teólogos han hablado a menudo de la independencia de Dios: que solo Dios existe y se autodetermina, y que todas las criaturas, incluyéndonos a nosotros, dependen necesariamente de Él. Esta es la esencia de la distinción entre Creador y criatura.

Aunque la palabra dependencia tiene por lo general una connotación negativa en la cultura occidental, en la teología cristiana es un término positivo. Parte de lo bueno que Dios vio al crearnos reside en que fuimos creados para depender de Él, de nuestro prójimo y del resto de la creación. Dieterich Bonhoeffer argumentó que, si bien el pecado puede distorsionarlas, estas dependencias no son resultado de la Caída, sino un reflejo del diseño original de Dios. El hombre autodidacta es un mito; después de todo, ¡todos tenemos ombligo! Dependemos de los demás de innumerables maneras, y nuestras limitaciones nos impulsan hacia Dios, hacia los demás y hacia la tierra. Fue la intención de Dios que las criaturas humanas crecieran en sana dependencia.

En su libro God’s Provision, Humanity’s Need, la teóloga Christa L. McKirland describe el concepto de la «necesidad fundamental», según la cual las características de una criatura determinan sus necesidades. Cuando se satisfacen esas necesidades, la criatura prospera; cuando le son negadas, sufre. McKirland afirma: «Una rosa necesita la luz del sol para florecer porque es una planta. Una ballena necesita plancton para florecer porque es un animal, y los humanos necesitamos una relación personal con Dios en segunda persona».

Esa es una forma elegante de decir que fuimos diseñados para relacionarnos con Dios de forma bidireccional. En el siglo XVII, el teólogo John Owen llamó a esto «comunión» y lo definió como «relaciones mutuas», lo que significa que estamos destinados a un compromiso personal con Dios. Sin esa interacción, la criatura humana se marchita, mientras que un aumento en esa relación, tanto en cantidad como en calidad, resulta en una vida humana más plena.

El verdadero florecimiento humano no solo requiere agua o alimento, oxígeno o compañía humana, sino también una comunión activa con Dios.

Sin embargo, nuestra relación con Dios rara vez es eficiente. A menudo se siente lenta e incluso incómoda. Por ejemplo, cuando Dios extiende su gracia a nuestras vidas quebrantadas y necesitadas, ¿por qué no nos libera inmediatamente de nuestras faltas? ¿Por qué no se borran nuestros malos hábitos ni se producen virtudes positivas en nosotros instantáneamente? Si a Dios no le gustan ciertas actitudes y comportamientos, ¿por qué el Todopoderoso no nos transforma de repente para que nunca fallemos?

Los cristianos sentimos culpa y vergüenza no solo por nuestra continua lucha con el pecado, sino también por nuestras limitaciones como criaturas. Cuando no priorizamos nuestra relación con Dios o no tenemos la energía para hacer todo lo que creemos necesario, sentimos que deberíamos saber más, hacer más, ser más: siempre más. Y como tan a menudo no alcanzamos el ideal divino, nos preguntamos si Dios está constantemente decepcionado o incluso enojado con nosotros.

Pero ¿podría ser que Dios valore el proceso de nuestro crecimiento y el trabajo que conlleva, no solo el resultado? El supremo valor de Dios no es la eficiencia, especialmente no en un sentido simple o mecánico. Es el amor.

El amor a menudo contradice nuestras nociones de eficiencia. Una de las cosas más ineficientes que podemos hacer es amar a otro ser vivo. Amar a otra criatura requiere energía, flexibilidad y muchísima paciencia. Pero el Creador todopoderoso siempre ha priorizado el amor y el crecimiento saludable sobre la eficiencia mecánica. Como leemos en 2 Pedro:

Pero no olviden, queridos hermanos, que para el Señor un día es como mil años y mil años, como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan. (3:8-9)

A Dios le interesa más la relación que la velocidad de nuestro progreso; le preocupa más elevar nuestra mirada, suscitar nuestro canto y estimular nuestra imaginación con su bondad y gloria, que simplemente llevarnos a la meta. Y como saben la mayoría de los artistas o autores, la eficiencia mecánica suele ser enemiga de la creatividad.

¿No habría sido mucho más eficiente que Dios creara al mundo entero en tonos de negro, blanco y gris? ¿Por qué la extravagancia de las plumas de un pavo real, la unicidad de la orquídea, la complejidad de la voz humana y la trascendencia de un orgasmo en el matrimonio? ¿Era realmente necesario tener tantos colores, tanta diversidad, profundidad y asombro?

Alguien con una mentalidad industrial moderna podría acusar a nuestro Creador de ser indulgente, derrochador y excesivo. Pero Dios no es descuidado ni negligente; más bien, es resuelto y sabio, paciente y deliberado en todo.

El Dios que creó el cosmos valoró el proceso mediante el cual lo creó. En lugar de chasquear los dedos, Dios pronunció su Palabra, y su Espíritu se movió sobre la superficie las aguas turbulentas para establecer orden en el vacío (Génesis 1:2-3). Tardó seis días en crear todo lo que existe (fueran días de 24 horas o no). Dios podría haber creado todo instantáneamente, pero Génesis describe al Creador tomándose su tiempo y descansando después. Este proceso, que algunos podrían considerar ineficiente, Él lo consideró «bueno» (1:10, 25).

En lugar de la eficiencia, a Dios le interesa cultivar el amor, la belleza, la maravilla, la comunidad y la adoración. A veces obra con rapidez, convirtiendo instantáneamente el agua en vino o resucitando a los muertos. Pero Dios a menudo opta por caminos más lentos que involucran a su pueblo en el proceso: el Éxodo duró décadas, y requirió fe y crecimiento por parte del pueblo hebreo (Éxodo 23:30).

Como padre, disfrutaba viendo a mis hijos pequeños aprender y crecer a medida que desarrollaban nuevas habilidades y competencias, incluso cuando esto implicaba fracasar, caer o hacer un desastre en el proceso. En cambio, solemos pensar muy mal de nuestro Padre celestial en situaciones similares, aunque quizá nunca lo admitamos. Parecemos creer que Dios espera que seamos impecables al instante, que nunca cometamos errores ni nos desmoronemos. Cuando pensamos que solo valora la eficiencia y la productividad, malinterpretamos cómo responde a nuestras necesidades.

Olvidamos que el plan original del Creador incluía limitaciones y dependencia, y que su ternura hacia nosotros solo aumenta con nuestra profunda necesidad de Él. El mismo Espíritu de la creación es el Espíritu de la santificación; Dios obra en nosotros a lo largo de toda nuestra vida, no solo en el momento de nuestra conversión. Crecemos espiritualmente cultivando poco a poco nuestro deleite en Dios, en nuestro prójimo y en el resto de la creación (Génesis 2:15; Mateo 22:37-39). Dios valora el proceso, no solo el resultado final (Santiago 1:4).

Como observa el profesor y autor Leopoldo A. Sánchez M., nuestra respuesta a la obra santificadora de Dios en nosotros como criaturas implica «una entrega gozosa a las manos del Espíritu escultor». Esta dependencia puede ser gozosa porque nuestro Creador no espera que seamos dioses; nos pide, en cambio, que confiemos y dependamos de Él como Dios. Descuidar nuestra realidad como criaturas puede producir timidez en lugar de confianza, miedo en lugar de esperanza y agotamiento en lugar de descanso.

Siempre que fallamos, ya sea por el pecado o simplemente por ser criaturas con capacidades limitadas, es de gran ayuda para nuestra alma recordar que nuestra fe no se basa en nuestro propio poder o integridad, sino en el hecho de que podemos confiar en Dios.

La productividad y la eficiencia no son metas terribles, pero pueden ser destructivas cuando las aplicamos a los humanos como si fuéramos simples máquinas complejas. Los humanos no solo necesitamos que nos recarguen las pilas ni que nos atiendan: fuimos creados para dormir, comer, festejar, reír y vivir en relación con Dios y los demás.

Oliver Burkeman, en su perspicaz libro Four Thousand Weeks: Time Management for Mortals, describe el problema a un nivel práctico:

La cultura de la conveniencia nos seduce y nos lleva a imaginar que podríamos encontrar espacio para todo lo importante si tan solo pudiéramos eliminar las tareas tediosas de la vida. Pero es mentira. Hay que elegir pocas cosas, sacrificar todo lo demás y lidiar con la inevitable sensación de pérdida que esto conlleva.

¿De verdad lo creemos? Con demasiada frecuencia, imaginamos que, si somos más rápidos, tomamos mejores decisiones y nos organizamos mejor, podremos alcanzar todas nuestras metas. Estas creencias suelen operar en lo más profundo de nuestra mente, generando un profundo descontento.

Este afán mecánico por una productividad cada vez mayor, provoca que la máxima eficiencia y la comodidad personal actúen como papel de lija en nuestras almas. Anhelamos, en cambio, dedicar tiempo a la intimidad, a la pertenencia y a la sana dependencia. Sí, la pereza y la negligencia pueden ser dolorosas y destructivas para el desarrollo humano, pero también lo son las exigencias incesantes de maximizar la productividad.

Nuestro Creador no es ni perezoso ni tiránico. Al contrario, es sabio, compasivo y decidido, y esto debería moldear nuestra visión de la fidelidad. El Dios que se sintió cómodo tomándose su tiempo durante su proceso original de creación es el mismo Dios que se siente cómodo al realizar la obra de una nueva creación en nosotros a lo largo del tiempo. Con gentileza, pero con confianza, debemos recordarnos que «el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús» (Filipenses 1:6).

Dios no nos promete ni un cambio ni una victoria instantáneos: promete que está obrando, que no nos abandonará y que tiene una visión más amplia que la nuestra. Que su paciencia y perspectiva nos den la valentía que necesitamos para este día, este mes y esta vida.

Kelly M. Kapic es profesor de estudios teológicos en Covenant College en Lookout Mountain, Georgia. Es autor o editor de más de quince libros, entre ellos You’re Only Human y Embodied Hope, ambos ganadores del Premio del Libro de Christianity Today.

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