En abril de 2021, me encontré sollozando inesperada e incontrolablemente mientras estaba sentado en una barbería para cortarme el pelo. Era la primera vez que realmente lloraba desde la muerte de mi padre un mes atrás.
He tenido una relación complicada con el duelo.
Seis años antes, había dejado el ministerio eclesial vocacional. Renuncié a una iglesia que había ayudado a fundar quince años antes y en la que creí que permanecería hasta mi retiro. Sin embargo, diversos conflictos y un liderazgo poco saludable habían causado estragos en mi alma y sentí que era hora de partir.
En los años intermedios, me encontré sentado en sofás, sillones y en salas de Zoom con varios terapeutas y guías espirituales, tratando de procesar mi agotamiento físico y emocional.
«Siento ansiedad», les decía.
«Tienes que trabajar en tu proceso de duelo», respondían.
«No puedo dormir», les decía.
«Tienes que trabajar en tu proceso de duelo», respondían.
«He perdido las ganas de trabajar duro y construir cosas. Normalmente, yo no soy así», les decía.
«Tienes que trabajar en tu proceso de duelo».
Recuerdo un día en particular sentado en la oficina de mi amigo Bob. Bob, un alma bondadosa y generosa, ya se había sentado conmigo durante incontables horas. Nuestra sesión terminó como cualquier otra, «¿cómo estás llevando tu proceso de duelo?».
Me dejé caer en una silla y miré la escultura de una fuente que tenía colgada en la pared. El agua se derramaba de capa en capa, como barriles cayendo en diferentes niveles en el juego Donkey Kong. Esta pregunta siempre me pareció como el barril que no lograba esquivar. Sacudí la cabeza y dije: «No sé qué diantres significa eso».
Bob tiene esa sonrisa sutil, casi imperceptible, cuando sabe que ha tocado un punto sensible. «Háblame de la última vez que lloraste por esto».
No estaba seguro de haber llorado, le dije. El asintió. «Piensa por qué y continuaremos ahí la próxima vez».
En su libro The Sermon on the Mount and Human Flourishing, el erudito bíblico Jonathan Pennington aboga por un cambio en nuestra forma de pensar acerca de dos palabras que se encuentran en el capítulo de las Bienaventuranzas: makarios y telios. Si lo interpretas bien, dice, «todo caerá en su lugar; si lo interpretas mal, todo se desmoronará».
Telios aparece en Mateo 5:48: «Por tanto, sean telios, así como su Padre celestial es telios». La mayoría de las traducciones al español lo traducen como «perfecto», pero Pennington sostiene que la palabra tiene vínculos importantes con la palabra hebrea shalom.
Shalom a menudo se traduce como «paz», pero la palabra «paz» es pasiva (lo que implica la ausencia de conflicto) mientras que shalom es activa. Shalom es un sentido de relación incondicional con Dios y una conciencia de la bondad que subyace a su cuidado y gobierno del mundo.
Esto también se relaciona con el concepto del sábado, el reposo de Dios. Traducir telios como «perfecto» hace de Mateo 5:48 un mandamiento ético, mientras que traducirlo como shalom nos invita a una relación sincera con Dios y a descansar en Él. Es una visión de gracia.
Presenta un argumento similar para reformular makarios, una palabra que aparece antes y repetidamente en las Bienaventuranzas como «bendición». Pero tanto Pennington como su colega estudioso del Nuevo Testamento Scot McKnight ven una idea más amplia en conexión con la filosofía griega.
En su libro The Sermon on the Mount, McKnight escribe que «toda la historia de la filosofía de “la buena vida”… está en juego cuando uno dice: “Bienaventurados son…”. Por lo tanto, este enjambre de conexiones nos lleva a considerar el gran término griego de Aristóteles, eudaimonio, que significa algo así como felicidad o la plenitud humana».
En su traducción de las Bienaventuranzas, Pennington establece la conexión directamente: «Plenos son los pobres en espíritu, porque el reino de los cielos les pertenece».
Pennington continúa reformulando la invitación de Cristo en el Sermón del Monte. En lugar de ver las Bienaventuranzas como una nueva ley, declarada desde lo alto como los Diez Mandamientos, más bien presentan una nueva visión de la buena vida que se encuentra a través de Jesús en el reino de Dios.
Dallas Willard a menudo se refería al Reino como el «mundo al revés», donde descubrimos que el verdadero shalom se encuentra en una vida completamente inversa a nuestras expectativas: pobreza de espíritu, humildad, persecución y, algo crítico para mí, duelo.
Mi papá se cayó en enero de 2021. No fue gran cosa; se sintió mareado y se desvaneció. Un mes después, mi mamá envió un mensaje de texto al resto de nuestra familia diciendo que estaba letárgico y mentalmente agotado. Fue al hospital esa noche porque nos preocupaba que hubiera sufrido un infarto, pero los exámenes resultaron negativos.
Esto inició un torbellino en el que pasó aproximadamente dos semanas en el hospital, donde las restricciones de COVID-19 impidieron que la mayoría de nosotros lo visitáramos. Solo pude verlo una vez: mi hermano y yo hablamos con él por teléfono a través de una ventana de vidrio. No creo que él siquiera supiera que estábamos allí.
Aproximadamente dos semanas después, en su cumpleaños número 75, se hizo algunos análisis de sangre y sus resultados condujeron a un escaneo corporal. Fue entonces cuando encontraron cáncer. Estaba en todas partes y su sistema inmunológico hiperactivo estaba atacando su mente. Al cabo de una semana, se había ido. Mi familia pasó solo unos minutos con él el día antes de su muerte, mientras luchaba por respirar por última vez.
Murió un domingo, su funeral se celebró el miércoles y la vida se reanudó el jueves.
Un mes después, estaba sentado en esa barbería cuando me llamó la atención un frasco con la marca «Barbicida», un desinfectante azul brillante que se usa para limpiar las tijeras y el peine del estilista. Recordé una escena de la serie Curb Your Enthusiasm, donde Jerry Seinfeld y Larry David hablaban sobre sus miedos a los gérmenes. Jerry dice que le gusta mantener sus bolígrafos en «Barbicida», seguido de un diálogo extendido entre los dos.
La escena me recordó las interacciones en Seinfeld entre Jerry y George Costanza (un personaje basado en Larry David). Como sucedía a menudo en el programa, Jerry no podía mantener la cara seria. Él y Larry reían y sonreían en cada línea.
Ese día, con mi mascarilla puesta, me reí un poco en voz baja. Entonces pensé en mi papá.
Cuando estaba en la escuela secundaria, veíamos repeticiones de Seinfeld durante la cena y episodios nuevos los jueves por la noche. Vivíamos con la televisión encendida y mi papá hablaba durante cada programa, repetía chistes justo después de que ocurrían, o si era algo que ya había visto antes, te decía que se avecinaba una broma momentos antes de que sucediera.
Al recordar la escena de Curb, pensé: «Debería enviarle un mensaje de texto cuando salga de aquí». Pero ese pensamiento se congeló en el aire. Él se había ido. En ese momento se había desatado un punto de anclaje de 41 años de mi vida y me pareció estar flotando en gravedad cero.
Mi risa en voz baja se hizo más fuerte y Jamie, que me había cortado el pelo durante años, pensó que me estaba riendo de la historia que me había estado contando sobre la pesca de tiburones leopardo.
Pero entonces, las lágrimas atravesaron la risa y comencé a desmoronarme. Ella dio un paso atrás mientras yo me doblaba hacia adelante en mi asiento y sollozaba. El calor subió a mi cara y cuello cuando pensé en las personas en la barbería que se preguntaban por qué un hombre adulto lloraba por un corte de pelo.
Me senté, hice contacto visual con Jamie y dije con voz ronca: «Mi papá acaba de morir».
Ella se quedó quieta por un largo rato antes de asentir en reconocimiento. «El mío también, hace un año. Todavía me golpea con fuerza, una y otra vez».
Jonathan Pennington traduce Mateo 5:4 como «Plenos los que lloran, porque serán consolados». Ese día me trajo una especie de consuelo y algo en mí empezó a resquebrajarse.
Hay una finalidad en la muerte de un ser querido que atraviesa la abstracción. La vida es inalterablemente diferente. Al aceptar la pérdida de mi padre y la forma desorientadora en que se produjo, encontré una comprensión del duelo que repercutió en cascada en mi memoria.
Esta increíble sensación de pérdida (pérdida de un sueño compartido, de una comunidad y de amistades) finalmente había encontrado un lugar para asentarse en mi corazón. Fue algo digno de lágrimas, pero también se mantiene en tensión mientras espera la renovación de todas las cosas que Cristo ha prometido.
Mientras lloraba a mi padre, aprendí a llorar otras cosas que no había logrado llorar en el pasado, y de alguna manera ese dolor me hizo sentir pleno.
Mi papá amaba a Jesús y sé que llegará el día en que lo volveré a ver. Pero perderlo —especialmente como nos pasó a nosotros— me ayudó a dar un paso hacia una forma de vida diferente, dándole sentido a una década que había sacudido mi alma por completo.
El último regalo que me dio mi padre fue el regalo del dolor. Y al abrazarlo, encontré una nueva comprensión de lo que significa la plenitud: las primeras brasas encendidas del verdadero shalom.
Michael Cosper es el director de pódcasts de Christianity Today.