Este artículo ha sido adaptado del boletín de Russell Moore. Suscríbete aquí. [Enlaces en inglés].
En las últimas semanas, Estados Unidos ha dado marcha atrás de múltiples maneras a la dirección en la que había venido avanzando con respecto a la invasión rusa de Ucrania: se puso del lado de Rusia en una resolución de las Naciones Unidas, congeló la ayuda a Ucrania para su defensa contra las fuerzas rusas y presentó en televisión la acalorada discusión con el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky que tuvo lugar en la oficina del presidente de los EE. UU.
Como muchos han señalado, los costos geopolíticos, militares y diplomáticos de atacar a los aliados y apaciguar a los enemigos son incalculables. Sin embargo, los cristianos en Estados Unidos también deberíamos considerar el costo moral de abandonar a Ucrania.
En la mayoría de las situaciones de política exterior, las cuestiones morales suelen ser discutibles, incluso turbias. Tanto los buitres como las palomas suelen estar de acuerdo en los ideales y valores subyacentes que hay que defender, pero discrepan sobre la forma más prudente de alcanzarlos.
Sin embargo, a veces esos ideales y valores se ponen a prueba. En esos momentos, lo que está en juego no es solo la supervivencia de las naciones o incluso del mundo, sino las conciencias de quienes se alinean con lo que es incuestionablemente malo.
Durante la mayor parte de la primera mitad del siglo XX, la izquierda en Estados Unidos (y en muchas partes del mundo) —o al menos sus sectores más fervientes— defendió, si no al propio comunismo, sí a la Unión Soviética y su promesa de una utopía revolucionaria de igualdad y justicia. A menudo, esto se hacía con una actitud del tipo «no estoy de acuerdo con todo lo que hacen los soviéticos, pero no son tan malos como los pintan», desentendiéndose de las atrocidades cometidas por el estado soviético.
George Orwell definió célebremente la ideología en juego cuando escribió: «El nacionalista no solo no desaprueba las atrocidades cometidas por su propio bando, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera oír hablar de ellas».
Orwell fue especialmente duro con el comunismo de sus compatriotas británicos. Observó que en la Inglaterra de su época no existía un verdadero sentimiento revolucionario, un verdadero deseo de derribar el statu quo.
«Es natural, por tanto, que el movimiento comunista inglés esté controlado por personas mentalmente serviles a Rusia y que no tengan otro objetivo real que manipular la política exterior británica en favor de Rusia», concluyó. «El tipo de comunista más ruidoso es en realidad un agente publicitario ruso que se hace pasar por socialista internacional. Es una pose que se mantiene fácilmente en tiempos normales, pero que se vuelve difícil [de sostener] en momentos de crisis», porque las brutalidades de la URSS tienen que justificarse de forma que puedan parecer moralmente coherentes.
«Cada vez que Stalin cambia de aliados, el “marxismo” tiene que adoptar una nueva forma a martillazos», continuó Orwell. «El dogma incuestionable del lunes puede convertirse en la herejía condenable del martes, y así sucesivamente».
La disonancia cognitiva moral de todo esto se ponía de manifiesto cada vez que Stalin cambiaba de aliados. Los que eran «héroes de la Revolución» se convertían de repente en enemigos en los juicios de exhibición. El fascismo era un mal, pero solo hasta la firma del Pacto entre Hitler y Stalin. Y después volvió a ser un mal cuando Hitler y los soviéticos se separaron.
Con el tiempo, los hechos que muchos siempre habían conocido se hicieron indiscutibles: que los soviéticos estaban matando de hambre a los ucranianos, por ejemplo, y que los disidentes eran llevados a campos de concentración y asesinados. Los que se oponían a los anticomunistas tenían que encontrar una forma de ignorar estas atrocidades o de justificarlas sin repudiar los ideales que habían declarado anteriormente y sin admitir que se habían visto moralmente comprometidos por su propia ideología.
En su análisis de la religión estadounidense de la primera mitad del siglo XX, el historiador Martin E. Marty (quien falleció la semana pasada) señaló la angustia del ministro unitario John Haynes Holmes al predicar en 1940 un sermón titulado «Por qué los liberales nos equivocamos con la Revolución rusa». Holmes, muy conocido en su época, era un «hombre de izquierdas» y había defendido durante años a la Unión Soviética y su promesa de una sociedad justa.
Pero el Pacto entre Hitler y Stalin dejó a Holmes conmocionado. Llegó a describir su defensa de la URSS como «la desilusión suprema» de su vida. «He sido iluso, engañado y deshonrado», dijo, «vendido por aquellos en quienes más confiaba; y estoy tan profundamente afligido como absolutamente asqueado por lo que ha ocurrido».
«[Holmes] se culpó a sí mismo y a sus compañeros por no haber leído correctamente los signos de los tiempos», escribió Marty. «Los liberales, en su preocupación por luchar contra la injusticia económica, habían permitido que continuaran males que “en nuestros propios corazones sabíamos que estaban mal”».
«A veces nosotros habíamos caído en doctrinas que sostienen que el fin justifica los medios», escribió Marty sobre la confesión de Holmes. «Fue el Pacto Hitler-Stalin lo que, en opinión de Holmes, arrancó de los ojos de los liberales los últimos velos del autoengaño y los puso “firmemente en contra del régimen cruel y sangriento que deberían haber descubierto años antes”».
Y aquí estamos de nuevo, frente a una nueva defensa de una Rusia sedienta de sangre y sedienta de imperio, dirigida por asesinos y oligarcas que han invadido ilegalmente un país vecino, han secuestrado niños y han matado ucranianos, mientras la Iglesia Ortodoxa Rusa la vitorea como una «guerra santa» de la cristiandad rusa contra el decadente mundo occidental.
Las voces que antes estaban a favor de Ucrania ahora tienen que encontrar la forma de cambiar junto con la ideología, convenciendo a los demás de que algo ha cambiado más allá del precio de la admisión al grupo. Podrían decir que Zelensky fue grosero por llevar su uniforme de combate al Despacho Oval y no vestir un traje formal (sin embargo, nadie se opuso a que Elon Musk llevara camiseta y gorra de béisbol al mismo lugar).
O podrían argumentar que Zelensky es un dictador porque la ley ucraniana suspende las elecciones en tiempos de guerra (cuando se podría argumentar con la misma falacia que EE. UU. es una dictadura porque no hay elecciones presidenciales en los cuatro años que median entre los que la Constitución especifica que deben celebrarse).
Algunos cristianos incluso sugieren que Ucrania se opone a la libertad religiosa, cuando prácticamente todas las minorías religiosas dan testimonio de lo contrario: de que Rusia, de hecho, es la perseguidora de los protestantes evangélicos e incluso del clero ortodoxo ruso que no se adhiere a las directrices de Putin.
Quizá lo más peligroso de todo (por lo que supone para las conciencias de quienes argumentan de tal manera) sea la idea de que Ucrania está condenada a perder. No les quedan cartas que jugar, se afirma, por lo que el mundo libre debería ponerse del lado de los vencedores, o al menos no hacer nada para interponerse en su camino.
Los que ahora emiten sus reprimendas contra Ucrania ni siquiera fingen que hacerlo sea moral. En lugar de ello, parecen defender una visión del mundo en la que todo el mundo es igual de corrupto y asesino, por lo que EE. UU. debería simplemente dividir el mundo en esferas de influencia, independientemente de quién sea saqueado o asesinado en el proceso.
El politólogo Mark Lilla explicó recientemente el estado psicológico de esta visión moral del mundo en términos completamente independientes de la guerra entre Rusia y Ucrania, usando —por irónico que parezca— a uno de los mayores gigantes intelectuales y literarios rusos, el novelista Fiódor Dostoyevski.
«En muchas de sus novelas nos encontramos con personajes aparentemente malvados quienes en realidad solo han perdido toda esperanza, pues su bondad original les ha sido robada por alguien o por circunstancias que escapan a su control», escribe Lilla. «Y para superar el trauma, se convencen a sí mismos de que la bondad no existe, y se convierten en prostitutas, vagabundos, borrachos o revolucionarios, deleitándose en su bajeza. Pero luego su mundo se desmorona cuando conocen a personas realmente buenas y llegan a odiarlas».
Dostoyevski no fue el primero en ver esta dinámica psicológica. Milenios antes, el libro del Génesis nos relató la historia de Caín y Abel. Caín, enfurecido porque Dios había aceptado la ofrenda de Abel y había rechazado la suya, asesinó a su hermano. Al ser interrogado por Dios, Caín creyó que su agresión estaba escondida a salvo en el pasado. Pero Dios le dice: «¡Qué has hecho! (…) Desde la tierra, la sangre de tu hermano me reclama justicia» (Génesis 4:10, NVI).
El apóstol Juan, uno de los discípulos más cercanos de Jesús, le explicó a la iglesia cristiana primitiva lo que ocurre en este antiguo relato: «No seamos como Caín que, por ser del maligno, asesinó a su hermano. ¿Y por qué lo hizo? Porque sus propias obras eran malas y las de su hermano, justas» (1 Juan 3:12).
Jurídicamente, Ucrania le pertenece a Ucrania. Moralmente, un pueblo tiene derecho a defenderse de la extinción de su pueblo y de la apropiación de su tierra. La Biblia nos dice de otro hombre asesinado, Nabot, quien perdió sus tierras injustamente.
El rey Acab le exigió a Nabot que le vendiera su viña, pero Nabot replicó: «¡El Señor me libre de venderle a usted lo que heredé de mis antepasados!» (1 Reyes 21:3). El rey se fue a casa «deprimido y malhumorado», pero cambió de parecer cuando su mujer, Jezabel, maquinó un plan para inculpar y ejecutar a Nabot con cargos inventados para poder quedarse con sus tierras.
Me resulta extraño que algunas de las mismas personas que utilizan el nombre de Jezabel como un epíteto para referirse a las mujeres que llevan pantalones entallados o son maestras en la escuela dominical, no hagan caso alguno cuando ellas mismas defienden el mismo tipo de crímenes reales que Jezabel cometió.
Las decisiones sobre la guerra y la paz suelen ser moralmente complejas. Pero en este caso, la defensa de lo indefendible se produce mediante un argumento de darwinismo social que ya está vaciando gran parte de la vida estadounidense [de sus valores y su moral]. Este punto de vista afirma que el poder de hacer algo es en sí mismo una justificación moral, o peor aún, que las consideraciones morales son en sí mismas un signo de «señal de virtud» y debilidad. Ya hemos visto a dónde conduce esto.
Para los cristianos, exige algunas preguntas: ¿Quién preferirías ser, Nabot o Acab? ¿Abel o Caín? Puede que la respuesta a estas preguntas no resuelva la guerra en Europa, pero sí revelará algo sobre ti.
Russell Moore es editor jefe de Christianity Today, donde dirige el Proyecto de Teología Pública.