Eran las 2:30 de la madrugada del 24 de febrero cuando Maksym Maliuta se quedó por fin dormido. Aquella noche había estado discutiendo con un compañero de clase que restaba importancia a las advertencias de una invasión de Ucrania por parte de Rusia diciendo que eran simplemente «pánico de los medios occidentales». No, insistió Maksym, las señales eran evidentes: Vladimir Putin estaba preparando una gran operación militar.
Maksym había dormido apenas dos horas cuando sonó el teléfono. Su primo llamó para decirle que llovían los ataques aéreos rusos sobre las ciudades de toda Ucrania. Maksym buscó en internet y encontró un video de misiles haciendo explosión en Kharkiv [Járkov], la segunda ciudad más grande de Ucrania. Luego fue a la habitación de sus padres para despertarlos y contarles la noticia: Putin estaba atacando su país.
Cuando Maksym fue hasta el cuarto de baño para lavarse, el impacto finalmente lo golpeó de lleno en la cara y comenzó a temblar. La posibilidad de una invasión rusa se había cernido sobre su conciencia desde que tenía diez años, cuando Rusia se anexionó Crimea en 2014. Y, aun así, le parecía irreal que estuviera pasando, «como una pesadilla que finalmente se hizo realidad».
Debería haber sido un alivio que los Maliuta se encontraran, de hecho, a medio continente de distancia de su hogar en Kyiv [Kiev].
El padre de Maksym, Ruslan, trabaja para un ministerio evangélico internacional, y siempre que gente fuera de Ucrania le preguntaba lo que pensaba al respecto, Ruslan respondía: «La guerra es posible, pero poco probable».
Sin embargo, a mediados de enero, mientras estaba en una caminata de oración, Ruslan comenzó a preguntarse si, como padre de cinco hijos, debía preparar un plan de evacuación, solo por si acaso. Se puso en contacto con un amigo que tiene un chalet en las montañas suizas. Ese amigo le ofreció el chalet como refugio temporal para su familia, pero le aconsejó: «Si yo fuera tú, pensaría en venir pronto».
Hasta entonces, la idea de dejar Ucrania había sido hipotética. Pero, según Ruslan y su esposa Anya oraban, sintieron una inquietante sensación de que no debían esperar. Tenían que irse pronto.
A los pocos días los Maliuta amontonaron sus pertenencias en la furgoneta familiar y se dirigieron a Suiza con sentimientos encontrados. Ruslan no estaba seguro de qué esperar: podía ser que regresaran a casa al cabo de un mes o que no volvieran a verla nunca más. Anya esperaba regresar en dos semanas.
Maksym, su hijo mayor, con dieciocho años, era el más pesimista: él temía que la guerra estallara en cualquier momento, que las bombas golpearan Ucrania antes incluso de haber salido del país. Cuando finalmente cruzaron la frontera húngara, sintieron alivio, y después tristeza. «Tenía la fuerte sensación de que no íbamos a regresar a casa por mucho tiempo», dijo Maskym.
Un mes después, cuando la invasión comenzó, los Maliuta se habían mudado temporalmente a un piso de alquiler al sur de Francia debido a un conflicto de fechas en el chalet. Habían convertido su estancia en unas minivacaciones al lado del mar, donde hacían excursiones y paseaban por la playa. Pero, desde casi tres mil kilómetros de distancia, llegó la noticia de la guerra como una nube de tormenta que absorbió la belleza y la calidez de la costa francesa.
Durante horas, Ruslan y Maksym estuvieron clavados frente a sus dispositivos, viendo cómo su país se convertía en humo y escombros. Parecía surreal. Ruslan reconoció un edificio que había sido destrozado por un misil: estaba a poca distancia del hospital donde habían nacido sus cinco hijos. Un amigo los llamó para contarles que estaba huyendo de Kyiv con su esposa y su hijo, sin tener ni idea de a dónde iban. Cuando un camión de la basura se detuvo cerca de su casa haciendo un gran ruido, Ruslan saltó de miedo.
Cuando finalmente la familia salió a pasear para tomarse un descanso de las noticias, Ruslan observó a las personas felices en la playa, sin comprender nada, sintiendo que miraba la vida a través de una pantalla. «Teníamos la clara convicción de que la vida había cambiado».
Para decenas de millones de ucranianos, el 24 de febrero partía el tiempo en dos eras: antes y después. Para Ruslan y Maksym, las semanas que siguieron parecieron una pesadilla sin fin. Pero la familia tenía que tomar una decisión: ¿cómo iban a responder? ¿En quiénes se convertirían en esta nueva era?
Ruslan recordó a Viktor Frankl, psiquiatra y superviviente del Holocausto, que una vez dijo que aquellos que encontraban significado y propósito eran capaces de sobrevivir los horrores de los campos de concentración, mientras que, tanto los que se aferraban a un optimismo irreal como los que se entregaban a la desesperación, estaban condenados.
«Estamos viviendo una época de grandes cambios», dice Ruslan. «No sabemos lo que vendrá, pero tenemos que estar preparados en nuestra relación con Dios, nuestras prioridades y las cosas fundamentales: comprender quiénes somos, y lo que significa estar preparados para lo que venga».
Nadie está nunca completamente preparado para la guerra, ni siquiera los que toman precauciones.
Sobre el papel, Julia Sachenko estaba más preparada que la mayoría. Ella lidera la rama ucraniana de A21, una organización global contra el tráfico de personas. Debido a que Sachenko y su equipo trabajan para un grupo internacional, al equipo de seguridad de A21 le preocupaba que, si los rusos ocupaban Ucrania, pudieran argumentar sospechas de que Sachenko y su equipo fueran espías. A21 aconsejó al equipo de Sachenko, incluyendo a sus cónyuges e hijos, que salieran de Kyiv y se reubicaran en una casa de campo a 25 millas (40 km) de la capital.
El 12 de febrero todo el personal se mudó a esa casa y comenzaron a trabajar juntos sin saber qué esperar. Cuando no parecía que algo fuera a suceder, se pusieron nerviosos, echando de menos sus hogares. Sachenko los convenció de quedarse hasta el 25 de febrero. Pero el día 24, las tropas rusas entraron en Ucrania.
Sachenko y su equipo empacaron rápidamente. Ella tenía dos maletas: una llena de ropa para ella y sus hijos; la otra, llena de documentos del trabajo. Su marido la ayudó a llevar a sus dos hijos, de cuatro y seis años, hasta su Volkswagen Tiguan. Veían los misiles volar sobre sus cabezas. Se despidieron con un beso. Ya habían acordado que, si pasaba algo, él, como pastor en Kyiv, se quedaría con su congregación, mientras Sachenko llevaría a los niños a la seguridad de Polonia.
Frente a sus hijos, Sachenko intentó fingir que se trataba de una aventura en carretera. Pero apenas podía ver el camino a través de las lágrimas. Un miembro de su equipo que iba con ella en el vehículo leía el Salmo 91 una y otra vez: «Yo le digo al Señor: “Tú eres mi refugio, mi fortaleza, el Dios en quien confío”».
Más de seis millones de refugiados [enlaces en inglés] han huido de Ucrania, mientras que más de siete millones se han desplazado internamente —alrededor de una cuarta parte de la población entera del país—, una escala de sufrimiento humano y desplazamiento forzado que, según Naciones Unidas, «excede en gran manera el peor escenario planeado».
Sachenko es una entre los más de tres millones de refugiados que han cruzado la frontera hacia Polonia, un país de 38 millones de personas donde los refugiados ucranianos pueden obtener permiso de trabajo, seguridad social gratuita, escuelas y ayudas para familias con hijos. La gran mayoría de ellos son mujeres y niños que llegan traumatizados, sin pertenencias y sin empleo. Muchos dicen que planean regresar a casa. Pero, aunque la guerra terminara hoy, a algunos les llevaría meses y años regresar mientras Ucrania reconstruye su economía y su infraestructura, y retiran los campos de minas que fueron esparcidos como confeti por su territorio.
Incluso cuando ha parecido que la guerra amaina —como ocurrió a principios de abril, cuando los militares rusos se retiraron de las regiones del norte para centrar los ataques en el sur y el este—, muchos refugiados dijeron sentirse atrapados como en un limbo. No saben cuándo será seguro regresar a casa ni qué hacer mientras tanto.
Sachenko todavía estaba en el coche cuando se dio cuenta de lo que iba a hacer exactamente durante su exilio.
Les tomó a ella y a su equipo dos días y dos noches pasar el paso fronterizo de Hrushiv a Budomezh. La fila de coches allá era de más de tres kilómetros de largo. Sachenko estimó que avanzaban cincuenta centímetros cada veinte minutos. Aunque sus hijos dormitaban irregularmente en el asiento trasero, ella se pellizcaba a sí misma para seguir despierta en la oscuridad. Hicieron sus necesidades detrás de unos arbustos que hedían a excrementos humanos, y comieron galletas y chocolate hasta que un hombre de la zona les ofreció sopa de remolacha caliente, té y huevos cocidos.
En el puesto fronterizo, Sachenko se sintió sobrecogida por la enorme y caótica multitud, la mayoría mujeres con niños arrastrando maletas y mochilas. La gente se empujaba, los niños lloraban y gritaban, los maridos y padres se despedían abrazando a sus familias mientras los guardias fronterizos alejaban a los hombres ucranianos, la mayoría de los cuales tenían prohibido abandonar su país en caso de que fueran requeridos para luchar.
Sachenko vio a extranjeros en coches privados ofreciendo viajes hacia toda Europa. Después de diez años trabajando contra el tráfico de personas, estaba entrenada para ver las señales de riesgo. Muchos de esos extranjeros actuaban con amabilidad y compasión, ¿pero cuántos serían unos depredadores lanzándose sobre una camada de víctimas desesperadas y vulnerables dispuestas a aceptar cualquier ayuda?
Ella reconoció en ese momento una necesidad crítica: una que su equipo estaba preparado para suplir de manera única. Sachenko y su equipo hablaban ucraniano y comprendían la mentalidad de los refugiados de guerra, puesto que ellos mismos se habían convertido en refugiados. Ahora se encontraban allí, entrando en un país que estaba recibiendo más refugiados ucranianos que ninguno.
Cuando finalmente cruzaron a Polonia, el rostro de quien los recibía no era extraño: el pastor de la Iglesia Zoe de Varsovia los había esperado en la frontera durante dos días en un clima bajo cero. Cuando el equipo de Sachenko llegó a Varsovia, la Iglesia Zoe había reservado habitaciones de hotel para ellos y pronto les conseguiría un apartamento.
La hija de uno de los miembros del equipo había cumplido ocho años mientras cruzaban la frontera, y el hijo de Sachenko había cumplido siete, así que la familia del pastor preparó una tarta de chocolate, regalos y huevitos de chocolate para los niños: un pequeño gesto que puso alegres tanto a los niños como a los adultos.
Pero la mente de Sachenko no podía dejar de pensar en los refugiados vulnerables que no tendrían un equipo de bienvenida esperándolos. Se comprometió a quedarse en Polonia al menos seis meses para hacer lo que pudiera por ayudarlos.
«No creo que Dios nos trajera a Polonia por casualidad», dijo Sachenko a su equipo. «Estamos aquí para un momento como este».
Tenían trabajo que hacer.
«Para un momento como este».
He escuchado esta frase a menudo durante mi reportaje. Puede que la guerra no tenga sentido, pero la respuesta cristiana tiene implicaciones profundas y eternas. «La iglesia siempre ha predicado: “Ama a Dios, ama a las personas”, dice Czeslaw Kusmider, pastor en Przemyśl, Polonia, cuya congregación trabajó contrarreloj para hospedar a más de cuarenta refugiados por noche. «Ahora Dios está diciendo: “Quiero comprobar el amor que dicen que tienen por mí y las personas”. Ya no lo estamos diciendo: lo estamos haciendo».
Los pastores polacos dicen que no saben de ninguna iglesia en Polonia que no esté ayudando de algún modo a los ucranianos. En muchos pueblos las iglesias han sido las primeras en responder: ellas han recogido a los refugiados en la frontera, los han alimentado, vestido y hospedado; han ayudado a inscribir a sus hijos en las escuelas; los han conectado con las iglesias de otras ciudades; han orado por ellos; y los han bautizado. Aunque a muchas iglesias les faltan los recursos de las agencias gubernamentales y los grupos de ayuda internacionales, cuando se alían entre ciudades, países y denominaciones como si fueran una red de ferrocarriles, son capaces de actuar instantáneamente, prestando sus servicios con suavidad y eficacia, sin sentirse abrumados por la burocracia gubernamental.
Muchas iglesias de Polonia tienen congregaciones pequeñas; algunas apenas pueden permitirse un ministro a tiempo completo. La Iglesia Luz de Dios de Lublin, por ejemplo, solo tiene treinta miembros, la mayoría de ellos estudiantes universitarios o recién graduados. Cuando los visité, estaban hospedando a sesenta refugiados por noche en cuatro lugares diferentes.
¿Cómo puede una iglesia de treinta miembros hospedar a un grupo que les dobla el tamaño? Jan Lukasik, de 22 años, sonríe mientras flexiona su brazo: «Tenemos una fe muy fuerte en Dios». Lukasik y su esposa ucraniana, Ania, se casaron en enero. Desde el 24 de febrero el teléfono celular de Ania no ha dejado de sonar con mensajes de refugiados ucranianos. Ella dejó su trabajo como psiquiatra infantil para servirlos a tiempo completo. El día que conocí a los Lukasik en uno de los refugios dirigidos por la iglesia, el teléfono de Ania sonaba cada pocos minutos. «Putin me arrebató a mi esposa», bromeó Jan un poco en serio.
La Iglesia de La Luz de Dios tiene reuniones de oración cada tarde en sus cuatro refugios: habitaciones en edificios de oficinas y un apartamento. Los voluntarios comparten el evangelio u ofrecen oraciones siempre que pueden. Ania dijo que al principio le ponía nerviosa que la gente estuviera resentida con Dios, preguntándose por qué Él había permitido que estas cosas horribles sucedieran. Pero nadie lo ha hecho, y nadie ha rechazado el ofrecimiento de oración.
«En momentos de muerte y sufrimiento», dice ella, «Dios es la única esperanza. Vemos todo el mal que nos rodea, pero también vemos a Dios en las personas: gente que no es rica ni poderosa, pero aun así hace todo lo que puede por compartir el amor de Dios».
En toda Polonia las iglesias han doblado su tamaño. «Todo el mundo es creyente ahora», dice Andrii Kokhtiuk, pastor en Ząbki, una ciudad al norte de Varsovia. «Están clamando a Dios. El terreno está maduro para crecer y plantar».
Algunos cristianos sienten que Dios está utilizando a los refugiados ucranianos para bendecir a los polacos. Menos del 0.1 por ciento de la población polaca se identifica como cristiana evangélica, y aunque la mayoría se identifica como católica romana, menos de la mitad asisten regularmente a misa, y muchos ven el catolicismo solo como parte de la cultura polaca.
Mientras tanto, Ucrania ha sido una incubadora de megaiglesias evangélicas, seminarios, organizaciones de beneficencia y misiones desde la década de 1990, después de la disolución de la Unión Soviética. Aunque muchos países europeos se secularizaron, las iglesias ucranianas enviaron miles de misioneros a Rusia, al centro de Asia y Europa. Ahora muchos de estos evangélicos están siendo dispersados en un éxodo masivo desde Ucrania. «Somos misioneros involuntarios para toda Europa», dijo Kokhtiuk.
Jonasz Skrzypkowski, cuyo padre pastorea la Iglesia Bautista de Chełm en la ciudad de Chełm en Polonia, a 15 millas (25 km) al oeste de la frontera con Ucrania, dijo que le sorprendía la fe de los refugiados. Conoció a una pareja de más de sesenta años que cruzó la frontera desde Irpin con sus dos nietas. Se acababan de comprar una casa con los ahorros de toda su vida, pero el fuego de artillería ruso había destrozado esa casa como si fuera una galleta. La pareja no sabía dónde ir. «Pero Dios conoce nuestro camino», dice Skrzypkowski que le dijeron. «Ellos no dejan de decir “Alabado sea el Señor, alabado sea el Señor”. No tienen resentimiento, ni culpan a Dios. ¿Se lo pueden imaginar?».
La Iglesia Bautista de Chełm fue la primera de su zona en abrir un centro para refugiados. El primer día acudieron veinte personas. El segundo, 120. El tercer día y todos los demás de las siguientes semanas, llegaron 200 personas. Al principio, la congregación de 80 miembros estaba inquieta. Ya era bastante difícil pagar las facturas de la iglesia. ¿Cómo podrían pagar los gastos de cientos de refugiados?
«Así que dimos un paso de fe», dice Skrzypkowski. Utilizó su tarjeta de crédito para comprar colchones nuevos. La pequeña iglesia sirvió 350 comidas calientes al día por medio de la ayuda de restaurantes locales y vecinos. Gracias a las donaciones, la iglesia envió cinco camiones a Ucrania llenos de comida y víveres que tenían un valor de 40 000 dólares cada uno. El presupuesto anual total de la iglesia es de 50 000 dólares.
«Dios nos cambió completamente», dijo Henryk, el padre de Jonasz y pastor de la iglesia. «Despertamos de nuestra vida cómoda. Ahora comprendemos de verdad lo que significa ser el cuerpo de Cristo».
El día que conocí a Jonasz, parecía exhausto. Se dejó caer en los escalones frente al púlpito con un quejido. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se sentó. Pero también parecía esperanzado. «Oramos para que Dios use al pueblo de Ucrania», dice, «al igual que Dios usó la diáspora judía de Jerusalén para hacernos llegar el evangelio a nosotros».
Los ucranianos me contaron que están sobrecogidos y animados por la efusión de apoyo y compasión de parte de otros países. Cuando Ruslan y Maksym Maliuta viajaron a Polonia para presentarme a las iglesias y ministerios que ayudan a los ucranianos, miraron a su alrededor con asombro. Allá donde mirasen en el Aeropuerto Chopin de Varsovia veían a personas expresando su apoyo a Ucrania, la bandera nacional amarilla y azul, señales y carteles ofreciendo ayuda a los ucranianos y trabajadores sociales con chalecos brillantes hablando ucraniano. Incluso los asistentes de vuelo de su avión polaco se habían colocado la bandera ucraniana en la solapa. «Se sintió un poco como estar en casa», reflexionó Ruslan.
Además de su trabajo diario con un ministerio infantil y juvenil global llamado OneHope, Ruslan lidera un equipo de trabajo especial sobre Ucrania para la Alianza Evangélica Mundial (AEM). Hasta ahora, la AEM está apoyando económicamente a unas veinte denominaciones y redes de iglesias evangélicas en Ucrania, Polonia, Eslovaquia, Moldavia, Rumanía y Hungría, con base en las conexiones de Ruslan. Esa obra, sabe él, habría sido mucho más difícil, o incluso imposible, si siguieran en Ucrania, preocupados por la supervivencia de su familia bajo el asedio.
Cuando nos encontramos en Polonia, en marzo, estaba allá oficialmente para la AEM. Pero él y Maksym también tenían objetivos personales: anhelaban algo de alivio de su sensación de impotencia y lejanía. «Todo el mundo —todos los ucranianos que no están en Ucrania— sienten la culpabilidad del superviviente», me contó Maksym. «Sientes que todo tu país está sufriendo, y tú no estás ahí».
A lo largo del viaje, lo vi revisar constantemente diversos canales de la aplicación de mensajería Telegram, leyendo silenciosamente acerca de un hospital y una escuela en Mariupol que fueron bombardeados, y acerca del superviviente del Holocausto de 96 años de edad que fue asesinado en Kharkiv [Járkov]. Absorbió la información sintiéndose un tanto insensible. Lógicamente, comprende las calamidades de la guerra, pero la realidad no lo impactó sino hasta que se encontró de pie en un almacén de suministros de emergencia para zonas de guerra en Ucrania.
Allí, los voluntarios que llevaban chalecos amarillos que decían: «Ora por Ucrania» empaquetaban suministros médicos y kits de primeros auxilios que irían para los soldados ucranianos del frente de guerra. Usaban maquinaria para cargar palés de carne enlatada, aceite para cocinar, trigo sarraceno, harina, azúcar y pañales en camiones de tres metros. Casi todos estos voluntarios eran ucranianos, muchos refugiados. Ahí fue cuando Maksym comprendió la magnitud de la guerra: toda esta comida era para personas reales. Para su gente.
Cuando estalló la guerra, la Iglesia Pentecostal para Ucrania en Varsovia, una iglesia de inmigrantes ucranianos, recibió tantas donaciones de la gente local y de otras iglesias en Europa que las cajas y los embalajes se esparcían por todo el espacio del local alquilado de la iglesia. Antes de llegar a enviar un solo camión a Ucrania, Oleksandr Demianenko, el pastor, sabía que tendrían que alquilar un almacén.
Ese almacén es ahora un bullicioso centro de reunión de ucranianos de todas partes del mundo. Refugiados, misioneros, ministros y voluntarios de Ucrania, Norteamérica, Estonia, los Países Bajos y España: una diáspora antes esparcida ahora se congrega en este edificio de Varsovia por medio de una identidad, una fe y una misión comunes.
Los primeros días de la guerra, las oraciones de Demianenko consistieron en gran medida en lágrimas. Lloró durante tres días bajo el peso de la muerte, el sufrimiento y la desesperanza. Canceló los servicios regulares de la iglesia y llamó a su congregación a orar. Era tiempo de prepararse para la acción.
Desde el 24 de febrero, los teléfonos celulares de los miembros de la iglesia no han dejado de sonar con llamadas y mensajes de iglesias de Ucrania pidiendo ayuda. «Ni siquiera podía ir al baño», me dijo un diácono. Ha calculado que ha recibido más de cinco mil mensajes en un mes.
La iglesia desarrolló rápidamente un sistema logístico para su almacén. Hicieron un equipo de coordinación. Mantuvieron una lista con las solicitudes que recibían de los líderes de las iglesias, misma que se movía rápidamente mientras respondían a las necesidades enviando víveres y organizando transportes para evacuación. Calcularon el costo de cada camión lleno de suministros y lo redujeron pidiendo los productos directamente a las fábricas. También movilizaron una red de iglesias desde Europa hasta Norteamérica para que enviaran donaciones y víveres al almacén, proporcionaran transporte para las evacuaciones y ofrecieran cobijo a los refugiados. La mayoría de los días, Demianenko está en el almacén desde la mañana hasta la medianoche, reuniéndose con líderes de iglesia y coordinando las rutas de cada día para los camiones de reparto.
«Nunca habíamos visto nada así», dice. «Antes, cada cual peleaba por su propio pan. Ahora, todo el mundo se pelea por dar pan». Esto, declara él, «es extraordinario y sobrenatural. Esto es Dios». Su rostro se ilumina mientras ofrece una gran sonrisa. «Y solo es el comienzo. Seremos diferentes después de esto. Cambiaremos», se golpea el corazón, «aquí».
Demianenko dice que cree que Dios lo llamó a Polonia en preparación para esta crisis. «Yo no me quería mudar a Polonia», recuerda. Estaba cómodo en Ucrania. Era propietario de una casa, tenía un buen ministerio, tres niños pequeños y una esposa que tampoco se querían mudar a Polonia. «Pero Dios me dijo: “Tú no lo entenderás ahora, pero en su momento lo entenderás”. Todo lo que sabía era que teníamos que prepararnos para algo».
Eso fue hace cinco años. Demianenko plantó una iglesia en Varsovia, y después otras 17 más por toda Polonia. Para cuando comenzó la guerra, toda esta red de iglesias «se volvieron hacia el lado correcto», dice Demianenko. «Estábamos preparados porque ya estábamos muy bien conectados».
Pero deja claro que la misión original de su iglesia no ha cambiado: «Seguiremos a Jesucristo. Difundiremos el evangelio hasta que Cristo regrese. Cumpliremos la voluntad de Dios. Amaremos a nuestros enemigos… incluso a los rusos».
Los recordatorios diarios de la guerra perforan la vibrante energía del almacén. El día que conocí a Demianenko le acababan de informar que las fuerzas rusas supuestamente habían bombardeado los camiones que habían salido de su almacén cerca de Borodyanka, al noroeste de Kiev. Un conductor murió; otro estaba herido y finalmente murió después en el hospital, me dijo. Un refugiado, voluntario en el almacén, hacía poco había recibido la noticia de sus familiares en Mariupol: su sobrino había salido para buscar comida para bebés y aparentemente se había cruzado con la artillería rusa. Su familia recogió las partes de su cuerpo y lo enterró en el patio de la casa.
Estas historias y los titulares incesantes golpearon de lleno a los Maliuta cuando recibieron una llamada de un familiar a finales de abril: una prima de la esposa de Ruslan, Anya, había muerto en Mariupol, quizá tras derrumbarse un edificio. También habían muerto dos de los hijos de ella tras recibir disparos de los soldados rusos, según los informes.
Cuando la gente discute sobre los pros y contras de forzar una zona de exclusión aérea o de aplicar sanciones desde Occidente, Ruslan sacude la cabeza: «A mí ya me dan igual las discusiones teóricas».
Cuando se mueve por los sofisticados rascacielos y los gigantes centros comerciales de estilo occidental en Varsovia, Ruslan recuerda lo que su país ha perdido: «Esta podría haber sido Ucrania dentro de unos años».
En la Estación Central de Ferrocarril de Varsovia, Ruslan permanece quieto durante mucho tiempo en un balcón del segundo piso, mirando a las masas de refugiados necesitados. La estación de tren solía evocar la anticipación de la aventura y las vacaciones. «Pero aquí puedes sentir la aprehensión», dice Ruslan. «Ninguno de ellos está aquí por gusto».
Sus necesidades son cruciales y a largo plazo, lo que hace que a algunos les preocupe cómo responderá la sociedad polaca, que ya cruje bajo el peso de casi tres millones de refugiados en el país.
«No soy demasiado optimista», dice el obispo Marek Kaminski, que lidera la Iglesia Pentecostal de Polonia, una denominación de 275 iglesias.
Kaminski fue muy claro al expresar su opinión acerca del apoyo a los refugiados en 2015 durante la crisis de migración, cuando Polonia, junto con Hungría, cerraron sus fronteras a los refugiados que venían de África y Oriente Medio. Las encuestas de opinión mostraban entonces que unas tres cuartas de la población polaca desaprobaban recibir a los refugiados. Hoy están respondiendo de manera muy diferente con los ucranianos, con quienes comparten una cultura, un lenguaje y un trasfondo similares. Actualmente, gran parte de la población polaca y de los líderes se sienten «movidos a compasión», señala Kaminski, pero ¿qué ocurrirá cuando las buenas emociones desaparezcan?
«En un nivel personal y como sociedad, queremos amar a nuestros invitados, pero nuestras vidas han cambiado tanto que no queremos que suceda». Aun así, el evangelio llama a los cristianos a una clase diferente de vida, dice.
En enero, Kaminski predicó un sermón llamando a su iglesia a convertirse en una «iglesia apostólica». Animaba a las iglesias de Polonia a orar globalmente. «Es el momento de que dejemos de preocuparnos solo de nosotros mismos. Es el momento de mirar a otras personas». No se dio cuenta de que estaba siendo profético. Y añadió: «Ahora, dos meses después, todo el mundo está orando por Ucrania. Dos meses después, se han formado millones de relaciones entre las naciones… Nos convertimos en una iglesia apostólica. Esta es nuestra misión apostólica».
En Varsovia, Julia Sachenko también está ocupada con una misión: y su vida ha cambiado para ser algo que ella nunca quiso. Funcionalmente, es una madre soltera, una refugiada que lidera campañas internacionales para la concienciación y la prevención del tráfico de personas para los refugiados ucranianos. A veces, en medio del día, Sachenko se sobresalta con una dosis de surrealismo: ¿Se trata de un sueño? ¿Realmente estoy en Varsovia, separada de mi marido porque mi país está en guerra, mientras hay gente que está muriendo y siendo traficada?
A veces, Sachenko solo quiere una larguísima siesta. «Pero nos damos cuenta de que no podemos descansar justo ahora. No es momento de que descansemos». Ella cree que su equipo tiene las habilidades, la experiencia y la capacidad específicas que Europa necesita ahora mismo. Si el equipo de A21 se tomara un descanso, el alivio y la liberación seguramente vendrían de otros lugares, «¿pero qué pasaría con nosotros?», dice ella, refiriéndose a Ester 4:14. «Dios nos ha preparado para un momento como este, ¿y si no hiciéramos nada? Ni siquiera quiero estar en esa posición».
Una noche, después de leer los informes de violencia indiscriminada en las regiones de alrededor de Kyiv, Sachenko le contó a su marido lo sobrecogida que se sentía. Él le recordó el pasaje en Mateo 24, cuando Jesús les dijo a sus discípulos que no se alarmaran por las guerras o los rumores de guerra. «Nos habíamos acostumbrado a un cristianismo cómodo», le dijo.
Lo que está pasando es terrible, pero hace que su esposo esté más seguro de servir y amar a los que siguen vivos. «Y yo pienso: Tiene razón. Tiene mucha razón», dice Sachenko.
Tanto para Ruslan como para Maksym, la vida en la era después del 24 de febrero también ha cambiado. Maksym ha dejado de leer obsesivamente las noticias. Está tratando de encontrar una nueva normalidad: dando paseos diarios, cumpliendo las tareas de la escuela. Está en contacto con amigos de Ucrania, no solo intercambiando hechos y noticias, como se ha dado cuenta de que había estado haciendo, sino que ahora busca escuchar lo que está pasando en sus vidas.
Durante su primer día en Polonia los Maliuta recogieron al primo de Maksym, que acababa de cruzar la frontera ese día. Ruslan había intentado ayudar a la familia de su hermano a salir de Ucrania, pero su sobrino, que cumpliría los 18 en dos semanas, no podía esperar mucho más antes de correr el riesgo de ser encarcelado por marcharse. Ahora comparte habitación con Maksym en Suiza.
Durante la cena, mientras Maksym y su primo charlan con emoción, riéndose y bromeando, me acuerdo de que Maksym solo es un estudiante de 18 años. Es fácil olvidarse de lo joven que es realmente, de cuánto le ha robado la guerra de ese optimismo de la juventud de tener toda la vida por delante. Antes del 24 de febrero, su vida tenía estabilidad. Tenía familia y hogar, una rutina de clases y trabajo, amigos y planes de verano, sueños profesionales. «Pero, ahora, no sé qué pasará mañana», dice. En agosto su familia tendrá que dejar el chalet suizo. Pero ¿adónde irán?
Aunque luchan contra la culpabilidad del superviviente, el duelo y el miedo, tanto Maksym como Ruslan creen que están aquí por una razón. Ruslan dice que le anima ver a los cristianos de Ucrania haciendo lo que debería hacer la iglesia de un país en guerra. Le anima ver a los cristianos de Europa haciendo lo que deberían hacer por los expatriados, los extranjeros, las viudas y los huérfanos. Y le anima saber que él también tiene un papel que jugar: «Estamos donde Dios nos quiere. Es un recordatorio de que Él está al mando… Él decide dónde tenemos que pararnos cada uno de nosotros, y nuestra mejor respuesta es decirle “sí”. Es una pequeña parte de lo que Dios está haciendo en toda la iglesia, pero me siento bendecido de que Maksym y yo seamos capaces de unirnos a otros».
Tal vez esa sea la razón por la que, en el almacén de Varsovia, a pesar de la presencia pesada de la guerra, también sea tangible otra presencia, una de esperanza y anticipación: e incluso de alegría. Mi última noche allí, mientras cenamos Domino’s Pizza y helado napolitano, Demianenko animó a su grupo de voluntarios a que siguieran insistiendo con fe: «El Espíritu Santo nos está haciendo más semejantes a Jesucristo. Cuando nos parecemos a Jesús, estamos mostrando a otros el camino a Jesús. No lo comprendemos todo, pero seguimos confiando en Jesús».
Un voluntario dijo en voz alta: «¡Dios es bueno!».
El grupo le respondió a coro: «¡Todo el tiempo!».
«¡Dios es bueno!».
«¡Todo el tiempo!».
Sophia Lee es escritora global de CT.
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.