History

Los desastres a menudo traen más revelación que castigo

Un terremoto del siglo XVIII y las tragedias más recientes pueden enseñarnos mucho sobre el pensamiento ilustrado y el juicio divino.

Christianity Today October 11, 2024
Edits by Christianity Today. Source: Jacques-Philippe Le Bas / Wikimedia Commons

El 1 de noviembre de 1755 fue un día soleado en la ciudad de Lisboa. Como uno de los puertos comerciales con más trasiego de Europa, la ciudad portuguesa era increíblemente rica y extremadamente religiosa. Era el centro del comercio de bienes y, detestablemente, también de esclavos. Tanto la ciudad como aquellos que la visitaban por negocio obtenían grandes riquezas de esta industria.

Lisboa también tenía 40 parroquias, 90 conventos y 150 hermandades y sociedades religiosas; de hecho, más del diez por ciento de los residentes de la ciudad eran miembros de alguna orden religiosa.

El 1 de noviembre también era el Día de Todos los Santos, y las muchas iglesias de Lisboa estaban llenas de parroquianos para la segunda misa del día, alrededor de las nueve de la mañana, cuando de pronto los sacudió un gran terremoto.

El terremoto fue tan grande que se sintió en gran parte de Europa occidental y del norte de África. Provocó un tsunami cuyas olas llegaron hasta Inglaterra, y después un incendio destruyó gran parte de lo que había quedado en pie.

Al final de la tragedia, el diez por ciento de la población lisboeta murió, y casi todas las iglesias importantes de la ciudad quedaron destruidas.

Al igual que ahora, la gente dio por hecho que había un significado detrás de la tragedia y buscó explicarla con base en la naturaleza del mundo y en el fracaso de los humanos para hacer las cosas bien. Y tanto el significado como el juicio de Dios están ahí: pero tal vez no de la manera que esperamos.

Durante la Ilustración prevaleció una perspectiva pulcra y positiva del mundo. Los filósofos del siglo XVIII defendían que el universo estaba ordenado según un conjunto de reglas coherentes. Al observar la naturaleza y utilizar la razón, decían, se podían deducir los caminos de Dios. A Dios, por lo tanto, se le podía conocer a través del orden del mundo.

En su libro Teodicea de 1710, Gottfried Wilhelm Leibniz defendía que el mundo que Dios había creado era suficientemente bueno como para excusar la ocurrencia de males ocasiones; de hecho, este mundo que tenemos es «el mejor de los mundos posibles».

Cualquier mundo bueno, según entendía, podría contener tragedia, pero la bondad siempre sobrepasaría la pena. Leibniz no estaba defendiendo que los sucesos que parecen ser malos fueran en realidad buenos, sino que cualquier realidad alternativa sería peor, aunque no tuviera los mismos problemas que la nuestra.

También afirmaba que podemos confiar en que el mundo es exactamente como Dios lo diseñó. Si Dios fuera un relojero, entonces los relojes funcionarían como Dios se lo había propuesto. En su entendimiento, la gente que piensa que el mundo podría ser mejor está equivocada: Dios habría fabricado relojes perfectos, y si algún crítico demandara otra clase de perfección, esa no sería, de hecho, perfección.

Lo mismo sucedía con la creación: es tal como se pretendía que fuera. Aunque no siempre podamos discernir su buen significado, no obstante la bondad siempre está ahí.

El Ensayo sobre el hombre de Alexander Pope afirma estos principios:

Toda naturaleza no es sino arte, desconocido para ti;
Toda oportunidad, dirección, que tú no puedes ver;
Toda discordia, armonía no comprendida;
Todo mal parcial, bien universal.
Y, a pesar del orgullo, a pesar de la razón errada,
Una verdad es clara: «Lo que es, está bien».

Esta perspectiva de los sucesos condujo a un espíritu de optimismo acerca de los asuntos humanos: nada podía ir realmente mal. De hecho, la palabra optimismo se acuñó en 1733 para describir, como escribe el profesor de literatura Nicholas Shrady, «el espíritu de la época».

Así pues, el espíritu de la época dejó a los ilustrados europeos con la impresión de que podían descubrir la explicación de cualquier cosa, y que sería una explicación satisfactoria.

Puedes imaginar la angustia que provocó que un desastre natural de proporciones bíblicas golpeara la ciudad de Lisboa tan solo veinte años después de que empezara a existir el «optimismo». ¿Cómo podría alguien despachar tal destrucción como un «mal parcial» al servicio del «bien universal»?

Ciertamente, el terremoto de Lisboa y el daño inmenso e injusto que causó no fue el mejor de todos los mundos posibles. ¿Acaso «el mejor de los mundos posibles» no habría evitado que miles de hombres, mujeres y niños murieran en la iglesia durante un terremoto? La muerte y la destrucción indiscriminadas realmente no encajan con ninguna perspectiva optimista.

En vez de conducir al optimismo, percibir este mundo y sus eventos como la mejor (y única) opción podrían conducir con facilidad hacia el fatalismo con respecto a los asuntos humanos.

De este modo, sorprendentemente, el deísmo —la creencia que sostiene que Dios estableció las cosas en movimiento y luego dejó de actuar— y el fatalismo —en el cual ni los humanos ni Dios puede intervenir en el curso de los eventos— están estrechamente relacionados, porque ambas ideologías presentan a un Dios apartado del impacto que tienen los eventos sobre las vidas de los humanos.

Estas posturas nos llevaría a pensar que no tiene sentido apelar a Dios ni ponernos nerviosos cuando ocurren cosas malas. Ya sea que Dios pretende todo lo que ocurre o que no se involucre en nada de lo que pasa, lo que tenga que ser será.

Como ocurre con el optimismo, el fatalismo puede satisfacer la ira y el dolor que sentimos cuando vemos que la calamidad golpea a los que son obviamente inocentes. ¿Qué hay del pesimismo? ¿Ofrecerá respuestas satisfactorias? Tras el terremoto de Lisboa, Voltaire llegó a una conclusión bajo ese enfoque. Escribió su famoso «Poema sobre el desastre de Lisboa» y articuló el dilema de tres frentes que ha ocupado desde entonces a los teólogos: si Dios es bueno, y Dios es poderoso, ¿entonces cómo ha ocurrido este hecho infernal?

Si lo que sucedió es justo, entonces Dios es un tipo malvado. Si no, podemos rechazar la idea de un Dios soberano.

En palabras de Voltaire:

Filósofos engañados que gritan: «Todo está bien»,
¡vengan y contemplen estas ruinas espantosas! (…)
Frente a los gritos ahogados de sus voces moribundas
y frente al espantoso espectáculo de sus humeantes cenizas
¿Dirán ustedes: «Este es el efecto necesario de las leyes eternas
elegidas libremente por Dios?».

Voltaire rechazó con razón el consuelo de Leibniz de que este era «el mejor de los mundos posibles». Él, como otros, no era capaz de ocultar su juicio de que el terremoto de Lisboa no tendría que haber ocurrido si realmente todo estuviera bien. Si este es el mejor de los mundos posibles, ¡muéstrenme los otros!

Una teodicea que explicara el desastre no tendría que implicar a un Dios injusto o que no fuera soberano. A pesar de las objeciones de Voltaire, ver la catástrofe de Lisboa como una respuesta directa al pecado se convirtió en una narrativa bien estructurada, una en la cual Dios seguía siendo justo y seguía teniendo el control.

Era particularmente fácil para las figuras protestantes decir que el desastre había sido un juicio divino sobre la Lisboa católica. Prácticamente todas las iglesias católicas importantes de la ciudad habían sido destruidas por la cataclísmica combinación de terremoto, agua y fuego. El Palácio dos Estaus, cuartel general de la Inquisición portuguesa, también quedó destruido. La enorme riqueza de Lisboa y su participación tanto como centro de la Inquisición como del comercio de esclavos hicieron que se convirtiera en una candidata particularmente adecuada para ser señalada como culpable. Interpretar el desastre de esta manera era demasiado tentador.

Las figuras religiosas del momento encontraron irresistibles los paralelos bíblicos. Dios ya había destruido la tierra una vez con una inundación (con Noé, en Génesis 7) y también había utilizado el fuego para incendiar una ciudad pecadora (con Sodoma, en Génesis 19). Los terremotos a veces eran presagios del juicio divino en la Biblia (Lucas 21:11).

Así pues, no es sorprendente que figuras como John Wesley interpretaran el suceso como una señal de que Dios estaba utilizando los medios naturales para impartir justicia. Su hermano, Charles Wesley, incluso llegó a escribir un himno basándose en los sucesos, conmemorando el juicio de Dios en la canción:

¡Oh, aflicción! Para los hombres que habitan sobre la tierra
que no temen el ceño fruncido de Dios,
cuando Dios revele toda su ira
¡y derrame sus juicios!
Pecadores, esperen las lluvias más fuertes,
prepárense para encontrarse con su Dios
cuando ¡he aquí! el séptimo ángel derrame
su copa en el aire.

Shrady señala que «ni los incendios de Roma o Londres, ni los saqueos de Cartago o Constantinopla» se asemejaron a la destrucción de Lisboa.

No fueron solo los protestantes los que llegaron a la conclusión de que Dios estaba castigando a Lisboa por su infidelidad espiritual. El misionero jesuita Gabriel Malagrida también declaró enérgicamente que el terremoto de Lisboa había sido una señal de la ira de Dios:

Aprende, oh Lisboa, que los destructores de nuestras casas, palacios, iglesias y conventos, la causa de la muerte de tantas personas y las llamas que devoraron vastos tesoros, son tus abominables pecados, y no los astros, las estrellas, los vapores y la exhalaciones, ni fenómenos de similar naturaleza.

Hacer comparaciones con Sodoma y Gomorra, o Jericó, parecía obvio.

Por lo general, la gente moderna rechaza la visión de que los desastres naturales son señales del juicio divino. Es menos probable hoy que en épocas pasadas que se prediquen sermones o se escriban himnos acerca de lo adecuado que es que Dios destruya el mundo a través de un terremoto.

The Church of St. Nicholas, drawn on location immediately after the earthquake and fires in Lisbon in 1755.
La iglesia de San Nicolás, dibujada en el lugar inmediatamente después del terremoto y los incendios de Lisboa en 1755.

Creemos saber cómo discernir un acto divino de uno natural, y creemos que preferimos la explicaciones científicas a las sobrenaturales.

Y, aun así, los «desastres naturales» revelan algo acerca de la situación humana y el juicio justo que Dios hace al respecto.

Aunque somos reticentes a considerar que el juicio divino sea la causa del desastre humano, o pensar que los desastres se envían para castigar a personas, sí podemos decir que estos sucesos revelan verdades cuando ocurren. Lo que sale a la luz, a menudo, es lo que creemos acerca de Dios y de los demás, y cómo hemos fallado a la hora de seguir los mandamientos de Dios.

Hay dos significados de la palabra juicio que es necesario entender.

El primero es una serie negativa de eventos que Dios dispone porque está furioso con los destinatarios. Esta forma de juicio está dirigida y es proporcional. Este es el juicio que uno se imagina con fuego y azufre en el tormento eterno. A fin de cuentas, aquellos a quienes les afecte esta clase de juicio divino, se lo merecen.

Esta clase de juicio ocurre en el mundo real. El primer ejemplo está en la historia de Noé. Se nos dice que la maldad de los humanos había aumentado hasta niveles intolerables: «dijo [Dios] a Noé: “He decidido acabar con toda la gente, pues por su causa la tierra está llena de violencia. Así que voy a destruir a la gente junto con la tierra”» (Génesis 6:13). 

Aunque Dios promete no volver a destruir a la humanidad con un diluvio, hay más ejemplos de desastres que llegaron como juicio de Dios por el pecado. Dios destruye a Sodoma a través de un desastre natural (Génesis 19).

El juicio, en este sentido, normalmente no es una perspectiva útil para describir sucesos modernos devastadores. También suele ser una perspectiva teológica incorrecta. El mismo Jesús rechaza esa línea de pensamiento en Juan 9, cuando dice que el pecado no es la razón de la ceguera de un hombre.

Piensa también en el libro de Job, donde el texto dice que Dios encontró que Job era justo y fiel antes de la muerte de sus hijos, la pérdida de sus riquezas y el sufrimiento que le provocó la enfermedad (1:8).

Hacia el final del libro, Dios les dice a los amigos de Job que estaba furioso con ellos: «lo que ustedes han dicho de mí no es verdad», cuando decían que el pecado de Job era la explicación para el desastre que había sufrido (42:7).

Interpretar la tragedia humana como el resultado de los pecados del sufriente nunca es la mejor práctica teológica. Como aprendieron los amigos de Job, puede que a Dios no le agrade que la gente utilice la calamidad como evidencia de que alguien necesita arrepentirse.

Sin embargo, en el Antiguo Testamento Dios mandó el mensaje de que traería juicio como castigo si la gente no cambiaba su conducta. Por ejemplo, muchos profetas, incluyendo a Jeremías (Jeremías 21:11-14), profetizaron una conexión directa entre la conducta del pueblo y un castigo específico que vendría a continuación, como el exilio. En tal caso, cuando Dios envía una advertencia a una comunidad por medio de los profetas, la tragedia se puede atribuir al juicio divino.

Pero este no es el único significado que puede tener juicio. La segunda forma de juicio es una evaluación. Uno emite un juicio después de cenar en un restaurante, o después de la defensa oral de una tesis doctoral, evaluando las condiciones y la presentación que uno ha observado.

Puede ser que la gente también haga un juicio después de ser pillados conduciendo bajo los efectos del alcohol: tal vez se den cuenta de que la bebida se les ha ido de las manos y que necesitan ayuda.

El juicio en este sentido es menos un castigo y más una revelación o visión fresca de las condiciones que ya existen. Es donde uno toma una perspectiva nueva y realista. Puede ser un punto de inflexión.

En este sentido, un suceso devastador puede revelar algo que necesitamos saber y de lo que tenemos que encargarnos. La bebida que se tomaba todos los días antes parecía inofensiva; sin embargo, después de ser condenado por conducir bajo los efectos del alcohol, lo vemos como parte de un consumo excesivo habitual que exige una acción.

Podríamos llamar a esta clase de juicio «juicio de revelación». Tras una tragedia, el juicio de revelación quizá nos permita discernir cosas importantes acerca de Dios, de nosotros mismos y del mundo.

Aunque los teólogos siempre se apresuran a separar la realidad del «mal natural» del «mal moral» (un tsunami vs. una invasión), suele ocurrir que los desastres naturales muestran el fracaso humano.

Cuando sucede un terremoto, la gente que vive en casas inadecuadas o temporales tienen riesgo de perder mucho más. Cuando un huracán se aproxima a tierra, los que no tienen transporte ni recursos económicos son menos capaces de ser evacuados con rapidez.

Piensa en esto: cuando el huracán Katrina golpeó Luisiana en 2005, los estadounidenses se enfurecieron con razón, no por la parte «natural» del desastre, sino con los que no habían gobernado bien.

Por ejemplo, no se había llevado a término un proyecto de ingeniería que llevaba décadas en proceso para proteger Nueva Orleans contra las esperadas tormentas, a pesar de ser una clara necesidad. Entretanto, la zona fue sacudida por tres huracanes de categoría cuatro que produjeron decenas de muertes.

Las desigualdades raciales que precedieron al huracán Katrina también fueron evidentes en la recuperación del desastre. La escasez de recursos que plagaba las zonas habitadas por gente de raza negra en Nueva Orleans antes del huracán continuó después del mismo en la forma de recursos inadecuados para la evacuación y la reconstrucción.

En este segundo sentido del juicio de revelación, los desastres naturales pueden revelar cómo son realmente las cosas. Se pierden vidas reales. Los supervivientes experimentan un sufrimiento real. No son simulacros. Pero tampoco demuestran la debilidad de Dios, o su ausencia, o su frialdad. En cambio, prueban la calidad de la mayordomía de las personas.

Es muy común que salga a la luz que los líderes hayan sido negligentes y explotadores, que a los pobres se les haya dejado solamente con las malas opciones de manera injusta, que los proyectos de ingeniería que podrían proteger nuestras vidas hayan sido amañados, o que los vecinos no hayan cuidado unos de otros. Aunque deberíamos aprender de Jesús y de los amigos de Job a no llamar a los huracanes castigos de Dios, el huracán Katrina sí sirvió como una revelación de hasta dónde nos habíamos desviado de nuestro llamado de cuidar del pobre y el desamparado (Isaías 1:17) y administrar la tierra (Génesis 1:28).

Los ciudadanos de Lisboa vieron la destrucción total de su ciudad. Descubrieron que su visión de cómo funcionaba el mundo no se alineaba con la visión de Dios. Habían llegado a pensar que el suyo era «el mejor de los mundos posibles», pero ahora tenían que considerar qué significaba realmente afirmar que Dios era bueno y que había creado un mundo bueno.

Fue necesario que sucedieran eventos que llevaran sus teodiceas al límite para revelar que la manera en que habían concebido el poder de Dios era inadecuada. Esto también es juicio divino.

St. Paul’s Church, drawn on location immediately after the earthquake and fires in Lisbon in 1755.
Iglesia de San Pablo, dibujada en el lugar inmediatamente después del terremoto y los incendios de Lisboa de 1755.

A nuestra manera, recientemente hemos pasado por una época de desastres: una pandemia que mató a millones de personas, huracanes y tormentas, incendios destructores, inundaciones devastadoras, una preocupante agitación social y una confianza cada vez menor en las instituciones sociales y políticas.

Las explicaciones predominantes que la Ilustración ofreció ante el desastre —que era un pequeño desliz en un mundo bueno, o solo sucesos puestos en movimiento por un Dios neutral o inútil— no eran explicaciones satisfactorias. Y la idea de que siempre que algo va mal significa que Dios está castigando a la gente es una explicación demasiado satisfactoria que, sin embargo, suele ser incorrecta.

Y no hemos superado estos errores. En lenguaje actualizado, a menudo afirmamos que los sucesos que dejan muchas víctimas no son en realidad grandes problemas y que se deben enfrentar tan solo siguiendo adelante sin necesidad de un Dios confiable, o bien, que la santidad personal (o alguna otra característica) los hubiera evitado.

Así como el terremoto de Lisboa chocó contra el optimismo y la fe de los europeos ilustrados, puede que esta época moderna haya sacudido a nuestra sociedad. La pandemia de coronavirus reveló lo débiles que se habían vuelto los fundamentos de nuestra confianza.

Para aquellos que aprecian su salud e independencia, esta época de desastres ha revelado lo vulnerables e interdependientes que somos en realidad. Las diferencias en las preferencias en cuanto al riesgo, la cooperación y la autonomía han provocado la ruptura de relaciones.

De este modo, los sucesos naturales recientes en realidad han servido como juicio. Es posible que esta temporada de disrupción nos haya mostrado algo: algo que ha llegado de manera tan improbable como un juez zurdo (Jueces 3). 

Tal vez ahora seamos capaces de admitir cuánto hemos dado por sentado que contamos con nuestra salud y que las enfermedades se pueden atender fácilmente. Tal vez podamos admitir cuánto hemos descuidado los lazos de la comunidad, y que hemos preferido nuestra privacidad y unas cuantas relaciones que hemos escogido.

No obstante, en estos años se nos ha revelado una verdad acerca del mundo: todos nosotros somos susceptibles en gran manera a la enfermedad, a la tragedia y a la división, así como a la angustia que suele acompañarlas.

Como personas separatistas, rápidamente abandonamos la comunidad; preferimos nuestra propia comodidad y rápidamente nos olvidamos de la asamblea de creyentes, en cualquier forma que esta tome. No solamente hemos preferido la compañía de aquellos que están de acuerdo con nosotros, sino que también hemos rechazado a los que no lo están.

De este modo nos hemos encontrado siendo juzgados, mientras nuestras iglesias están vacías y nuestras comunidades marcadas por la soledad. Somos mucho más susceptibles de lo que nos hubiera gustado pensar. Quizá hemos sido juzgados por Dios, como los bancos vacíos en las iglesias pueden testificar, a causa del fracaso de no haber sido pacientes unos con otros en amor, de no perdonar con rapidez y de no abrazar a aquel que tiene una ideología distinta a la nuestra.

Los feligreses de Lisboa encontraron sus celebraciones religiosas interrumpidas por el terremoto y el fuego. Los grandes pensadores de su época se encontraron con que sus creencias básicas acerca del mundo eran claramente contradichas por el agua y las llamas.

Es posible que nosotros también nos encontremos con que nuestros mayores logros —nuestra tecnología, nuestros modelos de iglesia, nuestros sistemas políticos— han sido interrumpidos por los sucesos naturales. Sin llegar a ver las tragedias más recientes como algo enviado por Dios a manera de castigo, quizá podamos recibirla como una revelación, una respuesta a aquellos que necesitan reparación.

Kirsten Sanders es fundadora de la iniciativa Kinisi Theology Collective, un proyecto de teología pública.

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