Era medianoche cuando sonó mi teléfono. Mientras frotaba mis ojos para despertarme, me di vuelta y vi el nombre de mi hermana mayor en medio del brillo de la pantalla.
«¿Hola?».
Al principio mi hermana no dijo nada, solo podía escucharla llorando. Cuando escuché su voz, me sacudió.
«¿Estás bien?», le pregunté.
Dijo: «Maté a mi bebé».
Contuve la conmoción en mi garganta. De pronto sentí el dolor de mi hermana en el pecho, aplastando mi corazón contra mis costillas. Bajé la escalera de mi litera, mis pies tropezando a cada paso, y pasé de puntillas frente a mi compañera de cuarto. «Un segundo», susurré, tapando el auricular de mi teléfono mientras salía de la habitación.
«Él me obligó a hacerlo», me dijo llorando. «No pensé que sería tan malo». Mis pies se clavaron en el pavimento áspero. «Maté a mi hija. Me voy a ir al infierno».
Eventualmente, entendí lo que había pasado. Mi hermana había estado embarazada y luego, a las 12 semanas, se realizó un aborto. Su novio la presionó diciendo que no tenía dinero para pagar los gastos de los hijos que ya tenía con otras mujeres, mucho menos otro hijo más.
Yo no estaba preparada. No tenía palabras.
Apreté el teléfono contra mi oído mientras escuchaba parado frente al viento.
Cuando éramos jóvenes, mi hermana y yo tuvimos muchas charlas a altas horas de la noche sobre nuestra determinación a ser mejores padres que los que tuvimos. El abuso que aguantamos por años cuando éramos niñas antes de ser adoptadas es demasiado grande para expresar, demasiado horrible para explicar con palabras. Nuestros padres eran adictos a las drogas. Nos causaban heridas y moretones, admiraban las marcas que sus cinturones infligían en nuestra piel, y apagaban sus cigarrillos en nuestros codos y rodillas. Hasta la edad de ocho años no comí nada más que comida de bebé.
Mi hermana y yo sobrevivimos juntas. Sin embargo, a medida que crecimos, mi hermana comenzó a excluirme de su vida. Se escapó de casa de repente y no hubo forma de contactarla. Había comenzado una relación con un hombre abusivo. Después de un tiempo, dejé de luchar por mantener la conexión. La puerta entre nosotros estaba cerrada, y yo dejé de intentar abrirla, hasta que esa noche fría de primavera volvió a abrirse.
Esa llamada desesperada ocurrió hace más de cinco años, pero las palabras de mi hermana todavía retumban en mis oídos. Ella pensó que estaba haciendo lo correcto. El padre era abusivo y el dinero escaso. Sin embargo, su angustia lo confirmaba: toda vida humana tiene valor intrínseco, sin importar la pobreza, la crueldad o el caos que rodeen al recién nacido. Mi hermana aprendió esto a las malas, al igual que la mayoría de las lecciones que ha aprendido en la vida.
«Cada niño, un niño deseado». La idea subyacente del eslogan de la organización proaborto Planned Parenthood en 1923 es horrible: si una mujer cree que no está preparada para ser madre, o que su pareja no está preparado para ser padre, o que su hogar será infeliz, entonces hay que animarla a abortar. No es solo una opción, es más bien una solución. Es responsable. Es lo correcto.
Los defensores del aborto llevan mucho tiempo afirmando que un mayor acceso al aborto garantiza un mejor futuro para las mujeres y los niños. En junio de 1978, la organización National Abortion Rights Action League publicó Legal Abortion: A Speaker’s and Debater’s Notebook. Entre otros puntos de discusión, este afirma que «una política que permita el libre acceso a la anticoncepción y al aborto reducirá en gran medida el número de niños no deseados y, por tanto, frenará el trágico aumento del abuso infantil en nuestro gran país». [Los enlaces redirigen a contenido en inglés].
Estos argumentos han persistido en el siglo XXI. En 2002, un artículo de la revista American Economic Review afirmaba que «los niños no deseados pueden estar más expuestos al maltrato y la negligencia por parte de sus padres o cuidadores en comparación con los niños deseados. (…) La disponibilidad del aborto puede reducir el número de niños no deseados… lo que lleva a tasas más bajas de abuso y negligencia infantil».
«Hay mucho que decir a favor de evitar que nazcan bebés que no van a ser deseados y que, por ende, van a tener una infancia horrible», argumentaba un columnista de The Guardian en 2016. «Hace unos años, las cifras de criminalidad de Nueva York bajaron drásticamente en comparación con periodos anteriores, y los investigadores relacionaron el hecho con un alto número de abortos en el año en el que [podrían] haber nacido los potenciales criminales».
Los niños «no deseados» tienen menos probabilidades de tener éxito en la escuela y de ganar dinero, escribió un trío de profesores de psicología en la época de la filtración de información sobre el caso Dobbs: «Nos centramos en prevenir la transmisión de factores de riesgo que atenten contra el bienestar económico, social, físico y mental de padres e hijos».
«Cada niño, un niño deseado». Según esta formulación, la dignidad de un niño es determinada no por el hecho de su mera existencia, sino por el grado de deseo que sus padres sienten por tenerlos, y su probabilidad de «éxito» en el futuro. La condición de persona de un niño es contingente. Para los niños que sufren, niños como mi hermana y yo, sería mejor no haber nacido nunca antes que sufrir esas quemaduras de cigarrillo y de haber recibido comida para bebé durante el almuerzo.
Pero la probabilidad de una crianza difícil, incluso una traumática como la que yo viví, nunca se soluciona quitándole al niño la oportunidad de vivir. El aborto descarta el poder redentor de Dios y la «deseabilidad» inherente al hecho de que fuimos creados.
El libro de Génesis nos dice que somos santificados, separados, creados a imagen de Dios (Génesis 1:26–27). El Salmo 139 esclarece el valor intrínseco que Dios deposita en cada persona, un valor que proviene solo del Padre, no de cualquier padre terrenal. Somos una «creación admirable», entretejidos, y nuestros días han sido diseñados.
Marcos 8:36 nos muestra que una sola alma humana tiene más valor que un mundo entero de posesiones materiales: «¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde la vida?». Incluso en las circunstancias más difíciles, incluso si un niño nace con una malformación o si nace en la pobreza o en un ambiente hostil, Dios imparte un valor infinito a su vida. Mi hermana debería haber tenido a su hija, aun a pesar de su novio, su inestabilidad y su pasado. Aun con todo el dolor que vivimos, me alegra que nuestros padres nos hayan tenido.
La mano de Dios es evidente a través de toda mi vida, especialmente después de que dos personas maravillosas me adoptaron. Fui la primera en mi familia en graduarse de la universidad, y me gradué con altos honores. Dios me dio dones en la escritura y la música. El ministerio de jóvenes en el que sirvo me brinda una oportunidad de mostrarle amor a todos los niños y jóvenes.
«Cada niño, un niño deseado» implica que todo lo bueno que hay en mi vida en el presente no valdría el dolor de mis malos comienzos. Sin embargo, sé que eso no es cierto.
Mi hermana April hoy es madre. Tiene dos hermosos hijos, Edward y Justin. April se enteró de que estaba embarazada de Edward solo un mes después de haber perdido a su hija. «Cuando quedé embarazada otra vez al mes siguiente», reflexiona, «fue casi como si Dios estuviera diciendo: “¿Pensaste que no sabía lo que estaba haciendo?”».
Randi Bianchi es escritora y administradora en una iglesia.