De niña, mi gemela y yo organizábamos a menudo elaborados concursos de repostería durante las vacaciones de Semana Santa. Un año, hice una tarta de Pascua con tres cruces de chocolate y una corona de espinas, y los decoré en grandes charcos de sangre de mermelada.
Claro, era innecesariamente horripilante, y no me sorprende que las esponjosas magdalenas de pollitos que preparaba mi hermana fueran las preferidas. Sin embargo, la verdad es que desde muy joven he evitado la propensión a evitar la crudeza de la Pascua. Para mí, su carácter sangriento es la razón misma por la que la Cruz trae tanta esperanza.
Muchos cristianos de todo el mundo celebrarán el Domingo de Ramos este fin de semana para conmemorar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Hace unos 2000 años, multitudes de judíos extendieron ramas de palma en la vía pública para dar la bienvenida a su «Mesías», el rey conquistador que creían que derrocaría al gobierno romano y los liberaría de su hostil ocupación.
Aunque hoy en día muchos oprimidos siguen necesitando desesperadamente este tipo de liberación física, el viaje de Jesús no terminó ahí. Por el contrario, su camino hacia Jerusalén culminó en la cruz, lo que trajo un tipo de liberación totalmente distinto.
El Domingo de Ramos marca el comienzo de la Semana Santa, los días previos a la traición, muerte y resurrección de Jesús. Es un periodo del antiguo calendario eclesiástico en el que los cristianos esperan con gozo la victoria del Domingo de Resurrección.
Pero también es un tiempo de gran dolor, marcado por el sufrimiento, la traición y el quebrantamiento. Y, por eso, habla con fuerza a aquellos cuyos países, relaciones o situaciones de salud mental son cada vez más inestables. En un mundo que necesita desesperadamente esperanza, no podemos pasar por alto la angustia de la Semana Santa y pasar directamente al triunfo de la Pascua.
Los primeros días de la Semana Santa insinúan una inminente fatalidad.
El Lunes Santo marca el día en que Jesús maldijo a la higuera por no producir fruto y luego volcó las mesas del templo. Al día siguiente, Martes Santo, Jesús siguió enseñando en Jerusalén, desafiando a los líderes religiosos e informando a los discípulos de su inminente crucifixión. La indignación mostrada por los maestros de la ley prepara el escenario para los siguientes días de la vida de Jesús.
El Miércoles Santo es un día especialmente oscuro, que hace referencia a la traición de Judas Iscariote. La falsedad de Judas habría sido inmensamente dolorosa para Jesús. Él no era un observador distante en la periferia, sino uno de los principales discípulos de Jesús: un amigo íntimo y compañero de viaje. Esta tragedia se agrava cuando Judas lamenta más tarde su decisión de contribuir a la muerte de Jesús pero, sabiendo que era incapaz de revertirla, opta trágicamente por acabar con su propia vida.
Sin embargo, incluso en los momentos más oscuros, hay esperanza. Las primeras palabras de Jesús desde la Cruz fueron «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Quizá Jesús estaba le asegurando a su amigo (entre otros) que no todo estaba perdido: que, por muy profunda que sea nuestra depravación, siempre existe la promesa de la transformación.
Algunas iglesias y tradiciones celebran una comida de Jueves Santo, recreando la última cena de Jesús con sus discípulos. Allí, al compartir la comida y la bebida, Jesús informó a sus seguidores que su cuerpo sería partido y su sangre derramada, por ellos y por muchos.
Más tarde, esa misma noche, en el Huerto de Getsemaní, cuando su muerte se acercaba y muchos decidieron abandonarlo, el sudor de Jesús cayó como gotas de sangre (Lucas 22:44). Algunos especulan con la posibilidad de que hubiera padecido hematohidrosis, una condición médica poco frecuente en la que los capilares que rodean las glándulas sudoríparas se rompen en caso de angustia y trauma extremos.
Viernes Santo puede parecer un nombre inapropiado para un día marcado por el derramamiento de sangre, el sufrimiento y la muerte. Pero lo ostensiblemente malo alcanza lo bueno, ya que el cuerpo quebrantado de Jesús en la cruz se convierte en la fuente de la redención de la humanidad. C. S. Lewis escribió en Mero Cristianismo: «Su muerte ha lavado nuestros pecados, y… al morir Él inutilizó la muerte misma». La cruz, que era un instrumento de muerte —una muerte lenta, vergonzosa y brutal—, se convierte finalmente en un símbolo de vida.
Sin embargo, en nuestro intento de pasar rápidamente del horror del Viernes Santo al gozo del Domingo de Resurrección, muchos de nosotros descuidamos el Sábado Santo, el último día de la Semana Santa.
La Semana Santa del año pasado entrevisté al profesor John Swinton, antiguo enfermero psiquiátrico reconvertido en teólogo práctico, quien afirmó que el Sábado Santo nos impide desarrollar una teología de la gloria, que pasa por alto el sufrimiento de la muerte y se dirige directamente a la Resurrección. Nos recuerda que algunas personas están pasando por momentos oscuros y que debemos sentarnos con ellas en su desesperanza, llorando con los que lloran (Romanos 12:15).
El Sábado Santo nos incita a tomarnos en serio el sufrimiento. También nos asegura que no luchamos solos. A lo largo de su vida, Jesús sufrió dolor en todos los niveles posibles: físico, psicológico y espiritual. Aunque esto no elimina en absoluto nuestro propio dolor, la imagen bíblica nos muestra que, sea lo que sea con lo que nos encontremos —enfermedad física, lucha por la salud mental o duda espiritual—, Jesús ha estado allí. Él no solo conoce las profundidades de las emociones humanas, sino que también las ha experimentado.
Mucha gente conoce el versículo más breve de la Biblia: «Jesús lloró» (Juan 11:35). Sin embargo, la mayoría de las traducciones del griego original no reflejan bien este pasaje. En otras partes, en los versículos 33 y 38, la misma palabra griega para «llorar» transmite una emoción gutural profunda, que también podría traducirse como «Él resopló como un caballo furioso». Él no solo estaba apenado por la muerte de su amigo Lázaro: estaba furioso porque sabía que la vida no estaba destinada a ser así, ni lo sería para siempre.
Cuando nos sentimos frágiles, perdidos y solos, un cuento de victoria recubierto de azúcar no resuena con nuestro dolor. Necesitamos una esperanza concreta que haya sondeado las profundidades de la desesperanza, sudado sangre y experimentado una muerte atroz, pero que también declare que ese no es el final de la historia.
El viernes es bueno porque el Domingo de Resurrección está a la vista. Si Jesús resucitó de entre los muertos, entonces la muerte no tiene la última palabra. La Semana Santa y los eventos que condujeron a la crucifixión de Jesús nos aseguran que somos amados, que no estamos solos en nuestro dolor y que somos dignos de ser rescatados.
Durante la pandemia de COVID-19, sufrí un aborto espontáneo y, en ese momento, las manos llenas de clavos y el cuerpo ensangrentado de Jesús me hablaron con más fuerza que nunca. Y cuando más tarde concebí y di a luz a una niña, le pusimos por nombre Edén Gracia para que sirviera de recordatorio de que la pérdida no es el final de nuestra historia. Por muy rotas que estén ahora nuestras vidas, nunca debemos perder la esperanza de la restauración prometida por Dios.
En El Retorno del Rey, de J. R. R Tolkien, el hobbit Samwise Gamgee le pregunta a Gandalf: «¿Todo lo triste va a resultar falso?». Para nosotros, la respuesta es sí. La resurrección de Jesús nos ayuda a dar sentido a la Cruz, pero también nos proporciona una salida a nuestro sufrimiento. Es decir, apunta a una realidad futura sin más dolor, en la que todo lo triste dejará de ser verdad.
Ruth Jackson es presentadora del pódcast Unapologetic, es productora y presentadora de Premier Unbelievable y copresentadora de The CS Lewis Podcast con el profesor Alister McGrath.