Tenía seis años cuando descubrí que mi hermana y yo no teníamos el mismo padre. Tenía seis años cuando me di cuenta de que alguien podía casarse más de una vez. Tenía seis años cuando comencé a hacer preguntas sobre cómo se forman las familias, y también sobre cómo se desmoronan.
Yo estaba de pie en el borde de nuestra estrecha cocina, horas después de haberme ido a la cama. Los terremotos nos habían despertado a menudo desde que nos mudamos allí, pero esta vez eran voces familiares las que lo sacudían todo.
Todo lo que escuché claramente fue a mi hermana, Cathy, decir: «Me voy a regresar a Estados Unidos para vivir con mi papá».
Hasta el día de hoy, lucho por recordar las semanas posteriores a esa noche. No sé qué fue lo que le dije a mi hermana, ni lo que mi hermana o mis padres me explicaron a la mañana siguiente. Pero, si recuerdo lo que Cathy llevaba puesto en el aeropuerto el día que se fue: un abrigo con patrón de zigzag blanco y negro que le llegaba hasta los tobillos.
La vi irse, y con apenas una pizca de comprensión sobre lo que estaba sucediendo, me convencí a mí misma de que todo era mi culpa.
Cuando regresamos a casa, fui directamente a la habitación de Cathy, mi hermana adolescente. Cuando aún estaba en casa, ella no me dejaba entrar. Pero ese día, después de perderla, me senté allí durante horas buscando pistas. Leí sus cuadernos escolares y estudié una carta, asiendo todo con fuerza sobre mi regazo como si algo o alguien pudiera venir en cualquier momento a arrebatármelo.
Después de eso, pasé gran parte de mi infancia sola, jugando con muñecas en el cuarto de juegos del sótano.
Si el clima lo permitía, mi madre a veces me dejaba pasear por el vecindario a pie o en bicicleta. Para una ciudad tan grande, Tokio era segura. Deambulaba por aceras concurridas y calles vacías, siempre sola, siempre viendo hacia el interior de los ventanales. Me familiaricé con la sensación de ver todo desde fuera.
Esos cuatro años de vivir en el extranjero cuando era niña —especialmente el tiempo después de que mi hermana se fue— me capacitaron en observación silenciosa y me enseñaron a ser alguien que nota cosas.
Creo que Moisés también era alguien que notaba cosas.
Moisés tenía cuarenta años cuando comenzó a conectarse públicamente con su identidad étnica. En el libro de Éxodo, podemos echar un vistazo a su historia, comenzando cuando una familia real egipcia lo adoptó y salvó su vida. No tenemos muchos detalles sobre cómo habría sido para un israelita como Moisés ser criado por la realeza egipcia, pero me imagino que debe haber tenido una amplia gama de emociones ligadas a su doble cultura. Cuando vio a un hombre egipcio maltratando a un esclavo hebreo, reaccionó con ira y le quitó la vida.
Pasarían otros cuarenta años —esta vez en el desierto, en una cultura completamente diferente—, antes de que encontráramos de nuevo a Moisés luchando con su identidad.
Como padre primerizo, Moisés llamó a su hijo primogénito Gersón, que significa «extranjero», porque Moisés había sido un «extranjero en tierra extraña» (Éxodo 18:3). Puedo imaginar la gravidez de la carga de ser extranjero sobre los hombros de Moisés —lo suficientemente pesada como para envolver la identidad de su hijo en ella—. «Hola, mi nombre es peregrino y extranjero».
Llamó a su siguiente hijo Eliezer, diciendo: «El Dios de mi padre me ayudó y me salvó de la espada del faraón» (Éxodo 18:4, NVI). Un hijo llevó el peso de la peregrinación de Moisés; el otro, llevó el recuerdo del rescate de Dios mientras Moisés huía de casa.
La historia de Moisés está llena de fracturas familiares, pérdidas, soledad, errancia, quebrantamiento y luchas con una doble cultura; pero también es la historia de un Dios que lo persiguió, no después de que todos estos detalles antitéticos se resolvieran, sino justo en medio de ellos. Sus antepasados, su identidad cultural, su fe y su propia relación con Dios están entrelazadas con la formación de su propia familia y las generaciones venideras.
Cuando veo el temor y la rabia de Moisés, y la forma en que huyó, me veo a mí misma. Cuando leí sobre su encuentro con un Dios que aún no conocía, y su vacilación e inseguridad para dejar que Dios lo guiara, recuerdo mi propia vacilación y cómo preferí esconderme.
Puedo empatizar con Moisés cuando considero su preocupación de que nadie en su cultura natal lo escucharía o le creería, a pesar de ser «poderoso en palabra» e «instruido en toda la sabiduría de los egipcios» que lo adoptaron (Hechos 7:22). Cuando imagino sus sentimientos de estar entre varios mundos y culturas, me siento más completa.
Pienso en cuando Moisés se vio obligado a dejar a su hermana por las faltas y el pecado de los demás. Pienso en cómo el corazón duro y el liderazgo narcisista de Faraón deben haberse incrustado en la historia de Moisés. ¿Se burló Faraón de él por parecerse a los hebreos en lugar de a los egipcios?
No importa cuán asimilado hubiera estado en la cultura egipcia, su cultura de nacimiento habría hablado a través de su color de piel, la textura de su cabello y la forma de sus ojos. Estoy seguro de que se habría sentido solo. Su privilegio y su asimilación en la cultura egipcia lo separaron de su cultura natal; a su vez, su origen y sus irrevocables lazos hebreos lo separaron de la cultura que lo adoptó.
Es liberador para mí darme cuenta de que a Moisés no se le pidió que negara su identidad étnica y cultural para conocer a Dios y guiar a otros. De hecho, sucedió todo lo contrario. Su capacidad para entender tanto a los hebreos como a los egipcios fue lo que lo hizo excepcionalmente calificado para liderar a un grupo diverso de personas hacia un futuro distinto. Fue capaz de manejar tensiones y considerar ángulos en los que otros podrían no pensar naturalmente.
Cuando Dios se presentó por primera vez a Moisés a través de una zarza ardiente, anunció que Él era el Dios del padre de Moisés, es decir, su padre hebreo (Éxodo 3:6). Dios conectó los puntos de la vida de Moisés, comenzando con su cultura de nacimiento, y se nombró a sí mismo desde ese punto de referencia. Moisés se vio obligado a abandonar a su familia de origen porque ni él, ni una familia como la suya, tenían cabida en el sistema del mundo en el que nació.
Él había sido señalado para morir; sin embargo, Dios hizo un camino para que floreciera en una cultura que inicialmente quería destruirlo. Moisés vivió en un espacio intermedio a lo largo de su viaje. No había ningún lugar al que pudiera ir, ninguna identidad que pudiera elegir para sí mismo; cada espacio contenía pérdida y dolor. Sin importar cuán lejos huyera, cada lugar lo llevaba de regreso a sus dos mundos: aquel en el que nació, y aquel en el que se crió.
Nosotros también llevamos las historias de nuestras familias junto con la redención intencional de Dios que encontramos en ellas. Moisés llamó a su primer hijo «extranjero», y Gersón ciertamente se convertiría en un peregrino y extranjero. Pero la redención reflejada en el nombre de su segundo hijo también nos lleva a todos los peregrinos y extranjeros a reconocer que no estamos solos.
Dios usa nuestros apellidos e historias, incluso las partes vergonzosas, para guiarnos a su shalom.
Tasha Jun es una coreana estadounidense que escribe sobre la fe, la identidad cultural y étnica, y vive anhelando el shalom. Tasha vive en el Medio Oeste de los Estados Unidos con su esposo y sus tres hijos.
Adaptado de Tell Me the Dream Again: Reflections on Family, Ethnicity, and the Sacred Work of Belonging por Tasha Jun. Derechos de autor © 2023. Utilizado y traducido con permiso de Tyndale House Publishers, una división de Tyndale House Ministries. Todos los derechos reservados.
Traducción por Sergio Salazar y Livia Giselle Seidel.