Soy tanto lo suficientemente joven como lo suficientemente vieja para recordar las pulseras con las letras WWJD [What Would Jesus Do?,¿Qué haría Jesús?] de finales de los 90 e inicios de los 2000. Se trataba de un símbolo que nos ayudaba a preguntarnos diariamente qué haría o diría Jesús en cualquier situación.
Lo que algunos no recuerdan es que el movimiento WWJD no fue recibido sin crítica de diversas fuentes dentro del mundo cristiano [enlaces en inglés]. Al haber crecido en círculos evangélicos, recuerdo que muchos afirmaban que esa era la pregunta equivocada. Otros, tacharon al movimiento WWJD como un fenómeno «cristiano cultural» que ponía el enfoque en ser mejores personas en vez de en ser salvados a pesar de quienes somos.
Los evangélicos modernos aún tenemos dificultad en cuanto a priorizar imitar a Cristo como un mandato de las Escrituras. Hay muchas razones para esto, algunas de las cuales se relacionan con la historia del Protestantismo y, en especial, con la teología evangélica moderna y reformada.
Por ejemplo, una historia de portada de CT de 1965 explica cómo, en un esfuerzo por resistir la deconstrucción liberal del siglo anterior, la cual promovía una parodia de la imitación a Cristo, los teólogos protestantes y neoortodoxos exageraron y eventualmente omitieron la doctrina por entero.
Hasta el día de hoy, muchos cristianos siguen divididos con respecto a si nuestra fe se trata más acerca de creer y compartir el mensaje de lo que Dios hizo en Cristo, o acerca de seguir las enseñanzas de Jesús por medio de nuestras obras y palabras. Esto, por lo regular, se puede reducir a si los cristianos se enfocan más en la ortodoxia (la creencia correcta) o en la ortopraxis (la acción correcta).
Pero, así como Tish Harrison Warren señaló recientemente, hay un paso adicional que une a estas dos posturas: la ortopatía, es decir, el cultivo de las pasiones correctas. La ortopatía se refiere a las pasiones del corazón, como lo que amamos y lo que deseamos.
Luke Burgis argumentó en CT que la razón por la que nos encanta la serie The Chosen es que los seres humanos estamos programados para la imitación o la mímesis. Él explica que, en última instancia, aprendemos a desear a través de la imitación, y no al revés.
«Terminamos queriendo las cosas que nos son modeladas como deseables y valiosas», dice Burgis, «no en lo que respecta a nuestras necesidades básicas —comida, refugio, seguridad— sino a los deseos metafísicos que la gente desarrolla para convertirse en cierto tipo de persona».
Para los cristianos, la persona ideal es Jesús, cuya vida fue narrada en los evangelios.
«Nos convertimos en aquello que imitamos», menciona Burgis. «Imitar los deseos de Cristo es reordenar los nuestros; es moldearlos con base en los suyos».
La imitación es parte del proceso por medio del cual abrazamos y encarnamos nuestra semejanza con Cristo. Aún más importante, la naturaleza de la santificación —es decir, la práctica de nuestra salvación— consiste en reflejar cada vez más la etiqueta de cristiano (o pequeño Cristo) a lo largo de nuestras vidas.
Entonces, ¿cómo podemos recuperar una visión bíblica integral de la imitación de Cristo, particularmente en una era en la que los cristianos se dividen por diferencias en cuanto a énfasis y expresiones teológicas? Esta Semana Santa es la oportunidad perfecta para reavivar esta discusión; para meditar mientras llegamos al domingo de Resurrección y celebramos la vida de Cristo, así como su muerte, resurrección y ascensión.
Siendo humanos como Dios
Las Escrituras proponen una noción radical de que los seres humanos pueden y deberían ser como Dios. Fuimos creados a «imagen de Dios» (Génesis 1:27, NVI) y llamados a ser «imitadores de Dios» (Efesios 5:1, NBLA).
Pero, para poder saber qué es lo que significa para los humanos reflejar a Dios o imitarle, debemos saber lo que significa ser humanos y lo que significa ser como Dios. Desafortunadamente, la humanidad ha malinterpretado ambas partes de esta ecuación desde el inicio de los tiempos.
En el Jardín del Edén, se les ofreció a Adán y Eva una fruta que los haría divinos. La expresión hebrea no dice «serán como Dios», sino un plural: «serán dioses». Sucumbieron pronto a la tentación y tomaron la oferta de divinidad ofrecida por Satanás, la cual ofrecía la sabiduría y agencia de un Dios todopoderoso, que se rinde cuentas solo a sí mismo.
Hay un proverbio africano que dice: «Nunca desees la fruta de un árbol que no puedes trepar». Sin embargo, eso fue precisamente lo que Adán y Eva hicieron. Sucumbieron ante el deseo de escapar de sus limitaciones humanas y volverse dioses en la tierra. El problema era que ellos no sabían lo más fundamental sobre lo que significaba vivir o comportarse como el Dios que los había creado.
La raza humana ha pasado de generación en generación ese apetito maldito de divinidad. Continuamos construyendo torres que llegan a los cielos y seguimos cayendo en engaños tontos y ofertas falaces buscando escapar de la condición humana en la que nacimos.
La ciencia y la tecnología han encontrado maneras increíbles de mejorar nuestra calidad de vida. Pero también hay una tendencia creciente hacia el transhumanismo que va desde las pociones antiarrugas hasta la inteligencia artificial; hay una multitud de métodos modernos que persiguen la omnisciencia, la omnipotencia y la omnipresencia, entre otras cosas.
Y aunque estos son atributos esenciales de la naturaleza de Dios, no son características divinas que los seres humanos fuimos llamados a imitar. Es más, nuestra búsqueda de la autodeificación nos hace creer que podemos escapar de nuestra humanidad.
Dios hizo lo contrario. Poseyendo la invulnerabilidad que le otorgaba su divinidad, Jesús abrazó por completo el estado de humanidad; no solo durante el tiempo que vivió en la tierra, sino por la eternidad. La encarnación ha sido descrita como un inmenso o asombroso intercambio en el que Dios se volvió humano en Cristo para que nosotros pudiéramos ser como Dios, pero de manera opuesta a la decisión de Adán y Eva.
Martín Lutero escribió: «Porque en Adán ascendimos hacia la igualdad con Dios, Él descendió para ser como nosotros, para devolvernos al conocimiento de sí mismo». Y «a través del régimen de su humanidad y su carne, en la que vivimos por fe, Él nos hace de la misma forma que Él es».
Solo en la persona de Jesús podemos entender tanto lo que significa ser humano como lo que significa ser como Dios, de la misma forma en que cada característica divina y humana que fuimos creados para reflejar —y llamados a imitar— fue encarnada completa y perfectamente en Cristo.
Reflejar a Dios al imitar a Cristo
Imitar a Jesús y reflejar al Padre van de la mano, ya que solo Cristo encarna la esencia divina de Dios. El resto de los humanos nacen en un mundo con una semejanza tenue y distorsionada debido a nuestro estado caído y pecaminoso.
Las Escrituras dicen: «Él [Cristo] es la imagen del Dios invisible» (Colosenses 1:15 NVI), «El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es» (Hebreos 1:3) porque «Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo» (Colosenses 2:9).
Cuando uno de sus discípulos preguntó: «Señor, muéstranos al Padre, y con eso nos basta», Jesús respondíó: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14:8-9). O como T.F. Torrance dijo: «Así, no hay ningún Dios que respalde a Jesucristo, sino solo este Dios cuya cara vemos en la cara del Señor Jesús».
Según continúa diciendo, esto significa que: «Solo existe el Dios que se revela a sí mismo en Jesucristo, de tal manera que hay una perfecta consistencia y fidelidad entre lo que Él revela del Padre y lo que el Padre es en su realidad inalterable».
Puesto de una forma diferente, como mencionó Michael Ramsey, exarzobispo de Canterbury: «Dios es como Cristo y en él no hay nada que sea diferente a Cristo».
Esto significa que, al imitar a Cristo, estamos reflejando la perfecta y completa imago Dei.
Al seguir el ejemplo de Jesús (lo cual solo es posible en el poder y la presencia del Espíritu Santo) podemos ser «llenos de la plenitud de Dios» (Efesios 3:19). En la santificación que tiene lugar a lo largo de nuestras vidas, «… todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria» (2 Corintios 3:18, NBLA, énfasis del autor).
La palabra contemplar se traduce mejor del griego como «observar como en un espejo», lo que enfatiza la meta suprema de la vida cristiana: parecerse más a Jesús. De hecho, «cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es» (1 Juan 3:2, NVI); y aunque «… ahora vemos de manera indirecta y velada, como en un espejo… entonces veremos cara a cara» (1 Corintios 13:12).
No solo estamos destinados a «ser transformados según la imagen de su Hijo» (Romanos 8.29), sino a través de Él, los seres humanos somos capaces de «tener parte en la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4). Así, el llamado a ser imitadores de Jesús habla de algo mucho más profundo que una simple imitación de sus palabras o acciones. Algo que requiere tener parte de la persona de Cristo.
Podemos imitar a Cristo porque permanecemos en Él y Él en el Padre (Juan 14:20) y Cristo permanece en nosotros a través del Espíritu que mora dentro de nosotros (Efesios 3:16-7). Es solo «Cristo en ustedes» quien nos da «esperanza de gloria» (Colosenses 1:27), lo que incluye compartir su vida divina, naturaleza divina, herencia eterna e íntima relación con el Padre.
Por tanto, la participación por imitación es una forma de morada, en la que el Espíritu nos une con Cristo y encarna su carácter en nosotros en un proceso de Cristificación, por llamarlo de alguna manera.
Encarnación e incorporación
Las Escrituras dicen que la Iglesia universal es la encarnación corporativa de Jesús (1 Corintios 12:27), lo que significa que aquellos que están en Cristo son la nueva localización de su presencia en la tierra.
Pero, aunque ya somos miembros de su cuerpo, somos llamados a comportarnos como si lo fuéramos, a revestirnos del Señor Jesucristo (Romanos 13:14), porque: «De este modo sabemos que estamos unidos a él: el que afirma que permanece en él debe vivir como él vivió» (1 Juan 2:5-6).
Encarnar la vida de Cristo debería influenciar cada aspecto de nuestro ser y de nuestro comportamiento, como lo modela la Trinidad. Así como Jesús hizo «solamente lo que ve que su Padre hace» (Juan 5:19) y el Espíritu «dirá solo lo que oiga» (16:13), nosotros debemos hablar «las palabras mismas de Dios» y servir «como quien tiene el poder de Dios» (1 Pedro 4:11).
De hecho, Jesús hizo una promesa radical: «Ciertamente les aseguro que el que cree en mí las obras que yo hago también él las hará, y aun las hará mayores, porque yo vuelvo al Padre» (Juan 14:12).
La llave para encarnar a Cristo se encuentra en Filipenses 2:1-11, en donde Pablo exhorta a los creyentes a «tener un mismo parecer, un mismo amor, unidos en alma y pensamiento» en sus relaciones; a cultivar la misma mentalidad «de Cristo Jesús», quien «siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse» sino «se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos».
Jesús no consideró su estatus divino como algo a que aferrarse, como Adán y Eva hicieron con el fruto prohibido. Al contrario, se humilló a sí mismo y se volvió dependiente de Dios como un niño, modelando tanto una sumisión alegre al Padre como un amor sacrificial por la humanidad. De esta manera, los mandamientos de amar a Dios y amar a las personas (Mateo 22:37-40) deberían ser pasiones hermanas en nuestros corazones: la ortopatía en obra, modelando todas nuestras creencias, deseos y acciones.
Para poder hacerlo debemos hacer morir nuestras ambiciones autodeificantes y reorientarnos en cuerpo, mente y espíritu para reflejar la imagen de Cristo. Debemos permitirle al Espíritu Santo Cristificarnos, tanto colectivamente como un cuerpo eclesiástico unificado, como individualmente como sus miembros.
Al permanecer en Él y Él en nosotros, podemos tomar nuestra cruz y crucificar nuestra carne, servir a nuestro prójimo, buscar el reino de Dios y disfrutar la vida abundante y todo fruto del Espíritu. Todo esto para que al interactuar con aquellos alrededor nuestro, ellos se encuentren con la esperanza de gloria.
Stefani McDade es una editora asociada de Christianity Today.
Traducción por Hilda Moreno Bonilla.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.