La semana pasada vi una imagen que no me puedo quitar de la cabeza: un padre ucraniano sujetando la cara del cuerpo sin vida de su pequeño hijo, el cual estaba completamente cubierto por una manta manchada de sangre excepto por un halo de cabello rubio. Este padre, desconsolado, presionaba su rostro contra el pelo de su hijo, aferrándose a él, desesperado y destrozado. Cierro los ojos para orar y veo esta imagen.
Cuando pienso en ello, se me rompe el corazón. Pero también siento furia. Se parece a una especie de sentimiento de furia maternal. Un niño inocente fue asesinado violentamente porque el líder de Rusia decidió que quería apropiarse de un país vecino que goza de plena soberanía.
La violencia en Ucrania hace que me sienta impotente, como les pasa a muchos. Veo sin poder hacer nada cómo los tanques entran en las ciudades, cómo los objetivos civiles huyen a los refugios, como las vidas de familias enteras son brutalmente exterminadas [enlaces en inglés]. ¿Qué puedo hacer con esta ira y con este dolor?
Como dije hace poco cuando conversaba con David French y Curtis Chang, me doy cuenta de que acudo una y otra vez a los salmos imprecatorios. Cada mañana estoy orando el Salmo 7:14-16 con Vladimir Putin en mente: «Miren al preñado de maldad: concibió iniquidad y parirá mentira. Cavó una fosa y la ahondó, y en esa misma fosa caerá. Su iniquidad se volverá contra él; su violencia recaerá sobre su cabeza» (NVI).
Una imprecación es una maldición. Los salmos imprecatorios son aquellos que llaman a la destrucción, la calamidad y el juicio de Dios sobre nuestros enemigos. Honestamente, no suelo saber qué hacer con ellos. Oro sobre ellos solo como una práctica de memorización. Sin embargo, gravito hacia promesas más equilibradas sobre la presencia y la misericordia de Dios. Normalmente me siento incómoda con la violencia y la autodeclaración de justicia que parece jactanciosa que encuentro en esta clase de salmos.
Sin embargo, fueron escritos para momentos como este.
En el seminario, tenía un profesor norirlandés que vivió los violentos treinta años del conflicto armado nacionalista en Irlanda del Norte. Él había visto la violencia contra el inocente en persona.
Cuando era joven y estaba en el seminario, él reescribió un salmo para una tarea de clase. En él, oraba para que a cada terrorista que fabricara una bomba, esta le estallara en la cara. Su profesor estadounidense lo llevó aparte y lo regañó por utilizar una imagen tan violenta, y le dijo que necesitaba arrepentirse. Mi profesor, reflexionando sobre este recuerdo, me contó que se dio cuenta entonces de que su profesor estadounidense nunca había presenciado la violencia no provocada contra inocentes y niños.
Estos salmos expresan nuestra rabia contra las injusticias perpetradas sobre otros, y claman a Dios para que haga algo.
Yo me inclino fuertemente hacia la no violencia y el pacifismo cristiano. Pero reconozco que, en el pasado, ha habido ocasiones en las que el llamado a la paz ha estado basado en una comprensión ingenua de la maldad humana.
En Who Would Jesus Kill? [¿A quién mataría Jesús?], Mark Allman recapitula el punto de vista del teólogo del siglo XX Reinhold Niebuhr: «Los pacifistas cristianos sienten una confianza excesiva en la bondad humana; creen que la ley del amor del evangelio es suficiente para hacer desaparecer del mundo la violencia y el mal».
«Para Niebuhr», continúa él, «ese enfoque no solo es ingenuo, sino herético». Está basado en una visión de la naturaleza humana que, en esencia, está equivocada: una testaruda insistencia en que los humanos no somos tan malos ni somos capaces de cometer actos de auténtica maldad e injusticia.
El movimiento pacifista de los años sesentas a menudo encarnó esta ingenuidad. Con su rechazo de la idea del pecado y el mal, y llamando a «hacer el amor, no la guerra», a menudo cerró los ojos ante la profundidad de la depravación humana en el mundo. Se daba por hecho que la humanidad estaba en un arco de progreso ascendente que terminaría en una utopía. Pero, si somos ingenuos ante lo oscura que puede llegar a ser la oscuridad humana, nuestras oraciones y esperanzas a favor de la paz terminarán siendo endebles velos para la corrupción y la destrucción.
Los salmos imprecatorios nombran el mal. Nos recuerdan que aquellos que tienen un gran poder son capaces de destruir la vida de los débiles con aparente impunidad. Este es el mundo en que vivimos. No basta con juntar las manos, cantar Kumbayá y esperar que todo vaya bien. Nuestro corazón reclama que haya un juicio contra la crueldad que deja a padres llorando a solas sobre sus hijos enmudecidos. Necesitamos palabras para expresar nuestra indignación frente a este mal.
Aquellos de nosotros que deseamos una paz duradera no podemos basar esa esperanza en la idea de que las personas son inherentemente buenas y que por lo tanto no se merecen un juicio real. En cambio, encontramos esperanza en la creencia de que Dios está obrando en el mundo, y que Él es aún más real que el mal.
Esperamos que Dios lleve a cabo el verdadero juicio definitivo. Miramos hacia aquel que sabe el nombre de cada ucraniano y cada ruso, que los ama más de lo que yo puedo entender, y que vengará el mal y enderezará las cosas.
No evitamos la venganza porque pensemos que el mal humano no la merece, sino porque creemos que Dios es el vengador. No deseamos la paz solo porque nos indigna la violencia injusta, sino porque creemos que a Dios le indigna y se puede confiar en su juicio (no en el nuestro).
El Salmo 35:6-8 le pide a Dios mismo que actúe: «… sea su senda oscura y resbalosa, perseguidos por el ángel del Señor. Ya que sin motivo me tendieron una trampa, y sin motivo cavaron una fosa para mí, que la ruina los tome por sorpresa; que caigan en su propia trampa, en la fosa que ellos mismos cavaron».
Muy a menudo, en los salmos imprecatorios, pedimos que los actos malvados de las personas se vuelvan contra ellos de rebote. No oramos para que la violencia engendre más violencia, o para que el mal comience un ciclo de venganza o represalia. Oramos, en cambio, para que esas personas sean destruidas por sus propias conspiraciones y, como oraba mi profesor, para que sus bombas les exploten en la cara.
Si tú eres como yo y sueles sentirte más cerca de las partes más compasivas y menos violentas de la Biblia, esta clase de oraciones pueden ser discordantes. Sin embargo, nosotros que somos privilegiados, que vivimos lejos de la guerra y la violencia, corremos el riesgo de no tomar con suficiente seriedad el mal y la brutalidad.
Toda vía oro, todos los días y con tesón, por el arrepentimiento de Putin. Oro para que los soldados rusos bajen las armas y desafíen a sus líderes. Pero este también es el momento de asumir las oraciones imprecatorias. Este es el momento de confiar en la misericordia de Dios, pero también en su ira justa, amorosa y protectora.
Tish Harrison Warren es ministra ordenada en la Iglesia Anglicana de Norteamérica y autora de Liturgy of the Ordinary y Prayer in the Night (IVP, 2021). Puede seguirla en Twitter @Tish_H_Warren.
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.