Sarah Pierpont a menudo se encontraba postrada en cama por una enfermedad. Viviendo en la colonial New Haven en la década de 1750, consideró que era su deber dejar constancia de su dolor y sus lecciones espirituales por escrito. Trató de interpretar su enfermedad a través de su fe y se sintió aun peor cuando su mala salud la dejó sin poder escribir. Pierpont lamentó su debilidad física y espiritual al señalar: «… mi tabernáculo terrenal a menudo tiembla, y ahora parece estar muy tambaleante».
Pierpont encontró consuelo en la misericordia de Dios y quiso dar testimonio de ella de una manera reconocible para aquellos que hoy podrían orar de manera similar. Aun así, su urgencia por escribir sobre su enfermedad podría sorprendernos. Aunque la pandemia cobró mucha atención recientemente, no solemos nombrar la enfermedad como un tema favorito de conversación. Las quejas sobre los dolores y molestias de uno pueden hacer que los oyentes se estremezcan. Alguien demasiado diligente en compartir detalles de una enfermedad corre el riesgo de sonar como Debbie Downer de Saturday Night Live para los oídos contemporáneos.
Sin embargo, esto no era así en el mundo de los protestantes estadounidenses del siglo XVIII, para quienes la escritura era una respuesta importante a la experiencia de la enfermedad. En The Course of God’s Providence: Religion, Health, and the Body in Early America [El curso de la providencia de Dios: La religión, la salud y el cuerpo en los primeros años de Estados Unidos de América], Philippa Koch da vida a los creyentes de esa época que confiaban en la dirección de Dios en sus asuntos terrenales.
Koch sostiene que los protestantes del siglo XVIII mantuvieron la confianza en la providencia de Dios durante la enfermedad de formas muy características. La salud y el sufrimiento son preocupaciones perennes para los cristianos, como Koch observa con perspicacia (y la pandemia actual lo confirma ampliamente). La autora, que enseña estudios religiosos en la Universidad Estatal de Missouri, explora diversas corrientes de investigación en la historia del cuerpo humano y la religión.
Al analizar un período generalmente asociado con la Ilustración y la secularización, Koch cuestiona ciertas suposiciones comunes sobre la forma en que los estadounidenses de la época entendían la enfermedad. La narrativa convencional dice que en el siglo XVII los colonos estadounidenses se sometieron a la enfermedad, atribuyendo sus desgracias corporales a la buena (aunque inescrutable) voluntad de Dios. Sin embargo, apenas un siglo después, bajo la influencia del nuevo pensamiento científico, se habían inclinado hacia la concepción de los cuerpos como máquinas que podían repararse cuando se rompían, lo quisiera Dios o no.
Pero esta narrativa está equivocada en ambos extremos. Koch muestra que la confianza en la providencia no invitaba a la pasividad, sino a una respuesta activa a la bondad de Dios. Asimismo, las ideas que llegaron posteriormente en el siglo XVIII sobre la materia física se mantuvieron arraigadas en la visión providencial.
La narrativa de la enfermedad
El anticuado contraste que Koch refuta (entre un período colonial piadoso seguido abruptamente por una época secular) es cuando menos parcialmente culpable por hacernos creer que los primeros estadounidenses se sometieron pasivamente a la enfermedad. Los malentendidos sobre la predestinación también son culpables. Incluso los colonos más convencidos acerca de la doctrina de la elección no pensaban que la predestinación significaba que los humanos quedaran impotentes en la vida cotidiana. Confiar en la providencia no era una receta para la holgazanería.
Al contrario, según lo muestra Koch, creían que la providencia divina esperaba mucho de la acción humana. La enfermedad era una «oportunidad pedagógica» y los pastores propusieron muchas tareas que los enfermos podrían hacer en respuesta. Para empezar, la enfermedad puede causar el arrepentimiento. Si bien presionar a los enfermos al arrepentimiento puede parecer duro, Koch insiste en que esos llamados a arrepentirse de las faltas personales o comunitarias se recibieron de manera positiva como invitaciones activas para acercarse más a Dios.
El arrepentimiento y la oración tenían un papel importante en la habitación del enfermo, pero la primera orden del día era la reflexión. La principal obligación de la persona enferma era pensar. Los ministros instaban a los enfermos a hacer lo que Koch llama «retrospectiva», una forma particular de considerar el pasado y «su significado en términos de la historia de su vida y la vigilancia de Dios». Pensar, hablar y escribir se mezclaban en un esfuerzo por narrar la enfermedad, un proceso que Koch describe como «una práctica fundamental para los cristianos del siglo XVIII, quienes buscaban organizar e integrar la experiencia física y espiritual del sufrimiento dentro de su historia de vida». Retroceder más allá de las dificultades presentes recordaría ocasiones en las que Dios había provisto para uno mismo, para la familia o incluso para los precursores de la fe presentados en la Biblia. Narrar el dolor personal en el contexto de una perspectiva más amplia alentaba a los que lo sufrían a ver cómo encajaban en la misericordia y el cuidado continuos de Dios.
El argumento de Koch es el hilo conductor a través del libro, pero sus capítulos de rica textura hacen más que establecer la persistencia de la providencia. Ella presenta escritos espirituales de dos ministros bien conocidos, Cotton Mather y John Wesley, y algunos que son menos familiares, como Heinrich Helmuth (un pastor de Filadelfia nacido en Alemania), Richard Allen (fundador de la Iglesia Episcopal Metodista Africana), Absalom Jones (el primer sacerdote episcopal negro de Estados Unidos) y Samuel Urlsperger (que supervisó una comunidad pietista en Ebenezer, Georgia). En capítulos paralelos, Koch estudia los consejos de los ministros sobre salud a la par de las perspectivas de quienes no estaban en el ministerio. La paridad ilumina. Las guías de los clérigos y los diarios de las víctimas reflejaban un entendimiento compartido. La conversación no era simplemente dictada por las élites, sino que fluía en ambos sentidos. Ministros como Mather aconsejaron a los lectores cómo interpretar sus sentimientos, pero estas «palabras sanas» fueron moldeadas por su contacto personal con el sufrimiento, su propia debilidad o su testimonio de la muerte de esposas o hijos.
Esta escritura retrospectiva recíproca, argumenta Koch, «imaginó y creó una comunidad». Los líderes religiosos adaptaron sus enseñanzas sobre la providencia de acuerdo, tanto con las necesidades de sus feligreses, como con los desarrollos intelectuales del siglo XVIII. Las nuevas ideas sobre la salud y la medicina orientaron las respuestas a las epidemias coloniales, desde la viruela en Boston en 1721 hasta la fiebre amarilla de Filadelfia en 1793, pero la comprensión científica predominante del cuerpo todavía estaba formada por opiniones consensuadas sobre la providencia.
Para ilustrar este pensamiento providencial persistente, Koch dedica un capítulo al consejo sobre el nacimiento y la maternidad. Desafortunadamente, la autora presenta sus argumentos casi de forma defensiva sobre este enfoque: «La maternidad no es un enfoque típico de la investigación intelectual sobre temas como la providencia, la Ilustración y la secularización; sin embargo, la maternidad es un fenómeno humano generalizado y significativo, profundamente considerado en el pensamiento cristiano y la experiencia vivida».
La primera mitad de esa oración merece un matiz de triunfo aún más rico, ya que la autora, al localizar un punto ciego en el ámbito académico, demuestra nuestra necesidad de su análisis. Pero la segunda mitad subraya lo absurdo de ese punto ciego. Que Koch se sienta obligada a afirmar el estatus de la maternidad como «un fenómeno humano importante y significativo» sería casi gracioso si su ausencia en las discusiones sobre «la providencia, la ilustración y la secularización» no fuera tan escandalosa. Finalmente, la maternidad es la precondición para la existencia de todos. Al menos en el «pensamiento cristiano y la experiencia vivida», la maternidad ha recibido la debida consideración. Los cristianos han visto el parto y la lactancia como signos, no solo de promesa y amor sacrificial, sino también, dados los peligros asociados con el nacimiento, de la fragilidad de la vida humana.
Koch reconoce acertadamente la maternidad como algo relevante para su investigación. En el siglo XVIII, los «hombres parteros», con modelos corporales más mecanicistas y técnicas más intervencionistas, aparecieron en contraposición a la partería tradicional. No obstante, los debates sobre la salud de la mujer siguieron basándose en opiniones providenciales sobre la naturaleza y la maternidad. Koch aborda temas como el parto y la lactancia, pero dice menos de lo que yo hubiera deseado sobre el embarazo, el cual me parece que es una experiencia que evoca pensamientos de providencia más que ninguna otra.
Mejor «retrospectiva»
The Course of God’s Providence proporciona un análisis perceptivo de la imaginería del mundo en el que los estadounidenses en una época anterior experimentaron la enfermedad y el cuidado de Dios. Los lectores deberían querer entender esto para su beneficio. Pero, por supuesto, como intuye Koch mientras escribe en medio de la pandemia, los lectores también buscan conocimientos sobre sí mismos y su propia era.
La idea que Koch excava del siglo XVIII también es útil para nuestro tiempo. La narrativa es una respuesta necesaria a la enfermedad. Los enfermos, tanto entonces como ahora, podrían aprender a ubicar sus aflicciones inmediatas en un contexto más amplio de fe. Podríamos tratar de comprender el significado del sufrimiento y luego compartir las percepciones extraídas de esa reflexión. Esta práctica es mejor que el ejercicio actual que a menudo se describe como «crear significado», ya que aplica un significado compartido a los caprichos de la vida individual. Reconocer con claridad la salud y los propósitos de Dios es adecuado no solo para las epidemias sino también para el sufrimiento privado, sea este grande o pequeño.
A la mayoría de nosotros nos vendría bien una retrospectiva de la enfermedad. Reflexionar de esta manera sobre cada dolor de garganta o malestar estomacal puede parecer peligrosamente ensimismado, pero también podría cambiar el enfoque de las tristezas propias a la empatía por los demás. Entre las partes más dolorosas de la enfermedad, como ilustra Pierpont, puede estar su poder para silenciar o marginar a quienes la padecen. Escribir puede sacar a los enfermos del aislamiento. Pensar de manera providencial sobre la enfermedad procede de la comunidad y ayuda a reforzar esa comunidad.
La relevancia del argumento de Koch no es solo que los estadounidenses del siglo XVIII podían creer en la providencia, sino lo que hicieron al respecto. Que las voces de este libro arrojen luz positiva sobre situaciones difíciles no parece solo un ejemplo de creencia en la providencia de Dios, sino la puesta en práctica de esa creencia, es decir, la esperanza. Koch menciona la esperanza, pero la esperanza irradia de estos personajes con más frecuencia de lo que se reconoce. La virtud de la esperanza es activa, anclando eventos espantosos en promesas seguras incluso cuando lo bueno es difícil de ver.
Es por eso que la retrospectiva es una respuesta tan saludable. Mirar hacia atrás de esa manera no obliga a los creyentes a abrazar explicaciones simplistas sobre los propósitos de Dios. Pero sí mantiene la bondad constante de Dios directamente a la vista en medio del dolor causado por el sufrimiento corporal.
Agnes R. Howard es profesora de humanidades en Christ College en la Universidad de Valparaiso. Ella es la autora de Showing: What Pregnancy Tells Us about Being Human .
Traducción por Sergio Salazar
Edición en español por Livia Giselle Seidel