Tuve una infancia inusual para un estadounidense. Los miembros de mi familia extendida eran organizadores sindicales y radicales de izquierda, y mis padres incluso habían sido miembros del Partido Comunista Americano. Mi adoctrinamiento en los dogmas del comunismo y el ateísmo fue profundo y duradero. Al mismo tiempo, mi padre me enseñó a amar la ciencia y la razón, y me enseñó la importancia de hacer preguntas. Estos dones, junto con mi entrenamiento en pensamiento e investigación científica, eventualmente abrieron la celda de la prisión que mantuvo cautiva mi alma durante esos primeros años.
Liberarme fue un proceso lento, similar a tratar de raspar la puerta de un calabozo con una cuchara sin filo. Cuando era joven, mi curiosidad me llevó a hacer preguntas. Vi contradicciones en algunos aspectos de lo que me habían enseñado. Si los humanos fueran un producto ciego del azar evolutivo, sin un propósito o significado especial, entonces, ¿cómo podrían tener sentido los objetivos establecidos del socialismo: promover la dignidad y el valor humano? Y si la religión, particularmente el Cristianismo, fue realmente un mal histórico tan terrible, ¿por qué tantos miembros del clero cristiano participaron en el movimiento para conseguir derechos civiles?
Cuando estudié ciencias y comencé mi carrera de investigación en bioquímica y biología molecular, formé un apego apasionado a una vida de conocimiento arraigada en la cosmovisión científica. Encontré consuelo y alegría en la belleza, la complejidad y la sabiduría de la descripción científica de la realidad. Pero también comencé a preguntarme si podría haber algo más en la existencia humana que la ciencia y la razón pura.
Descubrimientos sorprendentes
En este punto, la cuestión de la fe estaba fuera de la mesa. Sabía que la evolución era verdadera y que la Biblia (que en realidad no había leído) era falsa. Sabía que un dios sobrenatural que vivía en el cielo era un cuento de hadas. Sabía que la ciencia tenía las llaves para desbloquear todos los misterios. ¿O las tenía?
Me molestó saber que, según la ciencia, algunas cosas son realmente desconocidas. Es imposible saber, por ejemplo, la posición y la velocidad de un electrón simultáneamente. Esta es una característica crítica de la mecánica cuántica, a pesar de que tiene poco sentido racional. Si el principio de incertidumbre es verdadero (y debe serlo, ya que tanta tecnología moderna se basa en él), entonces, ¿qué tan válida es la idea de un mundo puramente determinista y predecible?
También comencé a contemplar otras preguntas. ¿De dónde vino el universo? ¿Cómo comenzó la vida? ¿Qué significa ser un ser humano? ¿Cuál es la fuente de nuestra creatividad: del arte, la poesía, la música y el humor? Quizás, pensé, la ciencia no puede decirnos todo.
Ahora comenzaba a preguntarme seriamente sobre todo el tema de la religión. Conocí cristianos que eran inteligentes y de mentalidad científica, y por primera vez asistí a un servicio religioso. Me sorprendió lo que encontré. Nadie me miró con sospecha, y no escuché ninguna condenación atronadora de los pecadores. El pastor habló sobre el poder del amor. La gente a mi lado me estrechó la mano y me deseó paz. Todo era bastante hermoso, y decidí regresar.
Luego leí los Evangelios y tuve otra conmoción: los encontré hermosos e inspiradores. Por lo que pude ver, llevaban el halo de la verdad. Y el Libro de los Hechos me golpeó como verdadera Historia, en absoluto como un relato ficticio inventado para esclavizar a las masas: el tipo de lectura que mi educación marxista me habría condicionado a afirmar.
La puerta de la celda de mi prisión se estaba abriendo, y yo estaba allí mirando hacia un mundo nuevo, el mundo de la fe. Sin embargo, tenía miedo de irme por completo. ¿Y si estaba siendo engañado, guiado hacia una trampa? Permanecí atrapado en ese lugar de indecisión durante varios años. Y luego el Espíritu Santo me llevó al umbral.
Sucedió un día mientras viajaba solo en la autopista de Pennsylvania, en la parte rural en medio del estado, con un largo camino por recorrer. Al encender la radio, escuché la voz inconfundible de un predicador cristiano evangélico, del tipo que solía burlarme y evitar. Pero este predicador era realmente bueno. No tengo idea de lo que estaba diciendo, pero su voz e inflexión eran fascinantes y escuché durante unos minutos antes de apagar la radio. Conduciendo en silencio por un tiempo, comencé a preguntarme cómo sonaría yo si alguna vez intentara predicar —después de todo, siempre me gustó hablar. Me reí un poco, pensando en lo que podría decir. Lo primero que me vino a la mente fue algo sobre la ciencia: cómo, si hubiera un Dios, podría haber usado la ciencia para crear el mundo.
Y entonces sucedió algo. Sentí un escalofrío que subía y bajaba por mi espalda y pude oírme hablar en mi mente, predicando, de hecho. Pude ver una audiencia frente a mí, personas en un estadio al aire libre, vestidas con ropa de verano. Dirigí el auto hacia el carril derecho y disminuí la velocidad. No fue una visión exactamente, pero fue intensa. Sabía que no estaba inventando las palabras, estaba escuchando tanto como la audiencia.
Hablé sobre saber que Jesús me ama. Con una voz llena de emoción apasionada, le aseguré a la multitud que cualesquiera que fueran sus pecados, no eran peores que los míos, y que gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, todos podríamos ser salvos. Expliqué que el amor de Dios es más poderoso que cualquier otro tipo de amor y que cualquiera puede tenerlo sin merecerlo.
En algún momento durante esta experiencia, me detuve en el arcén de la carretera, donde me senté al volante llorando por un tiempo. Nunca había considerado las cosas que «yo» había estado diciendo. Algunos de los conceptos no me eran familiares. La única explicación que pude entender fue que el Espíritu Santo había entrado en mi vida de manera dramática. «Gracias, Señor», dije en voz alta entre sollozos. «Creo y soy salvo. Gracias, Señor Jesucristo».
Alegría y liberación
Cuando recuperé la compostura, percibí un gran sentimiento de alegría y liberación. No tenía más dudas, ni rastro de vacilación: había cruzado, pisando sobre las ruinas de la celda de mi prisión hacia mi nueva vida de fe. Desde ese día en adelante, he dedicado mi vida al alegre servicio de nuestro Señor.
Hoy, soy un miembro activo de mi iglesia y he servido como líder durante varios años. Soy miembro de la Afiliación Científica Americana (American Scientific Affiliation), la organización más grande de cristianos en las ciencias, y vicepresidente de su capítulo metropolitano en Washington, DC. También sirvo como editor en jefe de la revista en línea de la ASA «Dios y la Naturaleza» («God and Nature»). Ayudo a mi esposa, que es codirectora de una organización benéfica local que distribuye alimentos a los necesitados. Soy un evangelista activo en línea.
En el camino, hice muchos descubrimientos. Aprendí sobre el poder de la Biblia como una guía de Dios a las preguntas centrales de nuestra existencia. Aprendí que el verdadero propósito de la ciencia es describir cómo son las cosas, no involucrarse en especulaciones fuera de lugar sobre por qué el mundo es como es. Aprendí que las burlas ateas modernas sobre la falta de propósito y la falta de sentido del universo y de nuestra propia existencia no solo son falsas, sino destructivas. Lo más importante, aprendí que nada de lo que he aprendido vino por mi propio mérito, sino sólo por la gracia de nuestro Señor, cuyo amor y misericordia están más allá de la comprensión.
Sy Garte es un bioquímico que ha enseñado en la Universidad de Nueva York, la Universidad de Pittsburgh y la Universidad de Rutgers. Es autor del libro The Works of His Hands: A Scientist’s Journey from Atheism to Faith (Kregel Publications).
Traducido por Livia Giselle Seidel