Culture

La alegría de una Navidad sin regalos

En plena temporada de consumismo, le pedí a Dios que me mostrara formas de enseñar a mis hijos el valor de dar.

Empty Christmas gifts.
Christianity Today December 18, 2025
Ilustración de Elizabeth Kaye

Hace tres años, un día les anuncié a mis cinco hijos: «Este año no habrá regalos de Navidad».

«Pero ¿por qué, mamá? ¡Ya les prometí a mis amigos que participaría en el intercambio de regalos!», protestó inmediatamente mi hija mayor, que entonces cursaba el quinto grado.

Quería decirle que dar regalos no tiene nada que ver con el nacimiento de Jesús y que deberíamos sentirnos tristes e incluso culpables por entregarnos al consumismo excesivo mientras la gente de Ucrania, Israel y Palestina está sufriendo enormemente.

«Están sucediendo cosas terribles en el mundo en este momento», respondí. «Muchos niños están pasando por momentos difíciles. Algunos han perdido a sus padres. Otros no tienen suficiente comida. Comprar regalos para nosotros mismos en un momento como este no es lo correcto».

«Está bien, supongo que tiene sentido», dijo mi hijo que entonces estudiaba el segundo grado y que por lo general es tranquilo, aunque lo dijo sin mucho entusiasmo.

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«Pero entonces, ¿cómo celebraremos la Navidad, mami?», preguntó mi hija, que estaba en el jardín de niños, frunciendo el ceño.

Su pregunta me tomó por sorpresa. Mientras buscaba una respuesta adecuada, mis dos hijos más pequeños se fueron corriendo con sus juguetes de Paw Patrol, sin darse cuenta de lo que mi declaración anterior significaba para la temporada navideña. Recurrí a una respuesta probada y verdadera: «Oraremos y Jesús nos dará sabiduría».

No me malinterpreten: no estoy en contra de dar y recibir regalos de Navidad. Pero nuestra Navidad sin regalos se convirtió en una especie de día de descanso para nuestra familia, una pausa tranquila durante el ajetreo de las fiestas. Al optar por dar regalos a personas necesitadas, practicamos la generosidad desinteresada a fin de recordar al Dios que dio a su propio Hijo, su presencia salvadora, Emanuel, como el mayor regalo de la humanidad (Juan 3:16; Mateo 1:21-23).

Durante mi infancia, mientras crecía en la provincia suroccidental de Jeollabukdo, Corea, en la década de 1990, no sabía lo que realmente significaba la Navidad. El 25 de diciembre era un día común y corriente para la mayoría de los coreanos de la época. Las fiestas tradicionales coreanas, como Seollal, el Año Nuevo Lunar, y Chuseok, el festival de mediados de otoño, eran mucho más importantes, ya que la gente viajaba a sus lugares de origen para ver a sus familiares y celebrar durante varios días.

La Navidad era solo un día festivo, por lo que mi familia no viajaba a Seúl para ver a nuestros familiares. En Nochebuena, solía actuar en un belén viviente o cantar villancicos con los niños de la iglesia, pero siempre me sentía fuera de lugar por ser la única niña con acento de Seúl. El día de Navidad normalmente no tenía nada más que hacer que quedarme en casa y ver películas navideñas estadounidenses en la televisión con mis dos hermanas pequeñas. En silencio, envidiaba cómo los niños de esas películas solían encontrar regalos lujosos bajo el árbol de Navidad, ya fueran de Papá Noel o de sus padres.

En aquella época, nunca me atrevía a pedirles a mis padres un regalo. Tampoco teníamos árbol de Navidad, ni real ni artificial, en nuestro pequeño apartamento de alquiler. En el fondo de mi corazón, deseaba tener uno, aunque sabía que mis padres tenían demasiadas preocupaciones como para dedicar algún esfuerzo a estas tradiciones extranjeras. Simplemente no podían permitirse mucho, ya que el negocio de mi padre estaba al borde de la quiebra.

Sin embargo, en la Navidad del año en que cumplí 14 años, mi familia recibió un regalo inesperado que me enseñó lo que realmente significa regalar.

Cuando regresé a casa del colegio unos días antes de las vacaciones, me encontré con nuestro pastor en la puerta de nuestro apartamento, luciendo como un verdadero Santa Claus, con un gran saco al hombro. «No le digas a nadie que he estado aquí», me susurró el pastor Chae.

Cuando mi madre salió corriendo para darle las gracias, ya se había ido. Lo único que quedó fue un saco de arroz de cien libras, suficiente para alimentar a nuestra familia durante un mes. «Oh, pastor… ¿cómo lo sabía? Acabamos de terminar nuestra última taza de arroz», dijo mi madre con voz temblorosa.

El regalo del pastor Chae puede parecer algo simple, pero satisfizo nuestra necesidad más urgente. Mi madre nunca le había contado de nuestra difícil situación económica, pero él sabía lo que necesitábamos porque nos había estado observando con un corazón sensible y devoto.

Siempre que nuestro pastor nos dio regalos, él no esperaba nada a cambio, ni siquiera una palabra de agradecimiento. Más tarde, mi madre me contó que ese no era el único regalo secreto que nos había hecho. Una vez, en la iglesia, mis hermanas pequeñas oraron para tener bicicletas. Unas semanas más tarde, allí estaban, delante de la puerta de nuestro apartamento.

Mi verdadera intención al declarar una Navidad sin regalos era enseñarles a nuestros hijos lo que se siente al estar en necesidad. Pero prohibir los regalos en Navidad sin encontrar otra forma de celebrarla podía hacer que las fiestas se sintieran vacías, como si les estuviéramos quitando su alegría.

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Mientras oraba para encontrar ideas que hicieran que nuestra Navidad sin regalos fuera significativa y satisfactoria, el Espíritu Santo me recordó un versículo de la Biblia: «El que tiene dos camisas debe compartir con el que no tiene ninguna —contestó Juan—, y el que tiene comida debe hacer lo mismo» (Lucas 3:11, NVI). Cristo nos enseñó que debemos amar a nuestros vecinos de manera tangible y sincera, tal como lo hizo el pastor Chae con nuestra familia. Como acto de obediencia a Cristo, tal vez podríamos dejar de satisfacer cada uno de nuestros deseos y dedicarnos a ayudar a personas cuyas necesidades eran mayores que las nuestras.

Esa Nochebuena, nos reunimos en nuestra sala de estar y vimos algunos videos cuidadosamente seleccionados sobre las guerras en Ucrania e Israel-Palestina. Aunque estos videos no mostraban muchas escenas violentas, todos sentimos el peso del sufrimiento de la gente en esos lugares. A mis hijas se les llenaron los ojos de lágrimas. Mi hijo mayor se tapó la boca con las manos, mientras que mis dos hijos pequeños se pusieron serios y mantuvieron la mirada fija en la pantalla.

Luego, leímos juntos la historia de la Navidad de Mateo 1. Hablamos sobre lo que realmente significaba el nacimiento de Jesús: que vino a dar su vida para salvar a toda la humanidad, incluidas las personas que viven los horrores de la guerra. Mi esposo y yo oramos. Los tres hijos mayores nos siguieron. Guié a los dos niños pequeños para que repitieran una sencilla oración después de mí: «Querido Dios, gracias por mostrarme a estos niños. Jesús, quédate con ellos. Jesús, ayúdalos. En el nombre de Jesús. Amén».

Con los recursos que ahorramos al renunciar a los regalos entre nosotros, buscamos formas de proporcionar ayuda tangible a alguien de la edad de mis hijos. A través de la página web de una organización cristiana de ayuda humanitaria, encontramos a Darvin, de El Salvador. Darvin compartía el mismo cumpleaños que nuestro hijo mayor, aunque era dos años más joven. Vivía en una pequeña granja con su abuela y algunas gallinas. Le encantaba jugar al fútbol y soñaba con viajar algún día a África.

Juntos, decidimos enviar a Darvin una donación mensual de 43 dólares durante el tiempo que necesitara ayuda. Esta cantidad ayudaría a Darvin a asistir a la escuela y recibir atención médica. A pesar de que nuestra donación parecía modesta, esperaba que él pudiera experimentar la misma sensación de asombro que Dios nos había dado a mi madre y a mí cuando nuestro pastor nos sorprendió con un saco de arroz hace tantos años en Navidad.

Durante los dos años siguientes, volvimos a las costumbres navideñas habituales. Hicimos un pequeño intercambio de regalos con la familia de mi hermana y dejamos que los niños participaran en los intercambios secretos de regalos en la escuela. Pero este año, estoy pensando en recuperar nuestra tradición de no tener regalos.

«¿Quieren volver a tener una Navidad sin regalos para que podamos enviar algo especial a Darvin? ¿Podríamos incluso empezar a ayudar a otro niño?», les pregunté a mis hijos recientemente. Para mi sorpresa, todos, incluidos mis hijos menores, que ahora tienen seis y cuatro años, asintieron con entusiasmo.

Al día siguiente, una de mis hijas compartió con sus compañeros de tercer grado que nuestra familia no intercambiaría regalos este año. «¿Por qué no?», preguntó su maestra sorprendida.

«Porque hay niños que no tienen regalos», respondió ella. «Y podemos compartir los nuestros con ellos».

Ahrum Yoo es estudiante de doctorado en Antiguo Testamento en el Seminario Teológico de Dallas.

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