Ideas

No más domingos en el sofá

Durante la pandemia de COVID nos acostumbramos a quedarnos en casa. Sin embargo, es responsabilidad del pueblo de Dios exaltar el nombre de Cristo y aprender la Palabra de Dios, unidos.

A green couch on a yellow paper being folded away to reveal a church pew
Christianity Today August 28, 2025
Ilustración por Mallory Rentsch Tlapek / Fuente de imágenes: Getty

Es domingo por la mañana y reina el silencio en toda la casa. La primera luz de la mañana se asoma por las persianas, apenas lo suficiente para que mi marido lea la Biblia y yo escriba. Lo único que oigo es el sonido de la cafetera. Las mañanas de domingo son, sin duda, el momento más tranquilo de nuestro horario, por lo demás ruidoso y exigente.

Durante la pandemia, con las iglesias cerradas, descubrimos cómo disfrutar las mañanas de los domingos como momentos especialmente tranquilos y placenteros. Después de un par de horas de lectura tranquila, mi esposo, Chris, preparaba el desayuno. Nuestros tres hijos se levantaban de la cama alrededor de las 11 para comer panqueques, huevos y tocino. Luego, Chris y yo salíamos a caminar por nuestro vecindario, saludando a los vecinos. Durante los fines de semana que nos sentíamos más ambiciosos hacíamos senderismo.

Cuando nos asaltaba la idea de que no estábamos asistiendo a la iglesia, Chris y yo despertábamos a los niños un poco antes, alrededor de las 10:30. Y aunque en realidad solo perdían 30 minutos de sueño, se ponían de mal humor. Entrábamos todos en fila en la sala, nos sentábamos en nuestros sofás verdes y escuchábamos una prédica animada del pastor de una megaiglesia local. Las megaiglesias tenían una ventaja durante la pandemia, ya que lograron adaptarse fácilmente y producir transmisiones elegantes, mientras que las iglesias más pequeñas luchaban por improvisar.

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Sin embargo, después de que la pandemia se desvaneciera, nos resultó difícil romper con nuestra nueva rutina. Asistir a la iglesia en persona ahora se sentía como una serie de sacrificios. Teníamos que despertar a los niños a las 9:30, preparar el desayuno, vestirlos y salir por la puerta a tiempo. Todo este ajetreo significaba que Chris y yo teníamos menos paz, menos tranquilidad, menos lectura y ningún tiempo disponible para caminar tranquilamente por la mañana. Son las 8:09 a. m. ahora, mientras escribo esto. Para llegar a la iglesia esta mañana, tendré que dejar de escribir en 30 minutos.

Lector, no quiero hacerlo. No quiero hacer esos pequeños sacrificios. Las mañanas de domingo son reparadoras cuando son tranquilas y relajadas. Son buenas para todos nosotros.

O eso solía pensar, pero ya no.

La pandemia tuvo consecuencias de gran alcance en nuestra sociedad, especialmente para los más jóvenes, incluidos mis hijos. Mi hija más pequeña tuvo que interrumpir su año de jardín de infantes, de modo que cuando finalmente regresó a la escuela en persona, le resultó difícil hacer amigos. La escuela primaria virtual de mi hija del medio no la preparó para las muy diferentes demandas de la escuela secundaria. Y mi hijo de secundaria pasó demasiado tiempo en línea, absorbiendo geopolítica y noticias nacionales que lo dejaron estresado y con cierto nivel de cinismo.

Los domingos en casa renovaban nuestra energía individual y nuestra vida familiar, pero también exacerbaban nuestra sensación de desconexión de la vida comunitaria. Quedarnos en casa significaba que cada vez recibíamos más información de las pantallas, lo que a su vez presentaba un mundo cada vez más conflictivo.

Me di cuenta de que, al quedarme en casa en familia los domingos, les estaba diciendo sutilmente y sin querer a mis hijos que el mundo era demasiado aburrido y era un lugar demasiado tenso como para dedicarle los fines de semana. Les estaba dando el ejemplo de que podíamos alejarnos incluso de la vida en común con otros cristianos.

Nuestros hijos tomaron nota. Al principio se quejaban de que veían menos a sus amigos, pero luego empezaron a comunicar una creciente angustia por la vida pública. Me contaron sus preocupaciones por los tiroteos en las escuelas, la posibilidad que surgiera un reclutamiento militar forzado, historias de sus amigos mudándose a otras ciudades y su temor a los desacuerdos en nuestra familia extendida sobre cuestiones políticas. Por diversas razones, cada uno de mis hijos se volvió más ambivalente con respecto a las relaciones en nuestra familia, la iglesia y las escuelas. Nuestro alejamiento de la iglesia alimentó otros tipos de retraimiento. Echando la vista atrás, hoy puedo ver cómo esta trayectoria parece diseñada para producir depresión colectiva.

Al reflexionar sobre todo esto, puedo ver que el período de mayor crecimiento espiritual en mi vida guarda algunas similitudes con este.

Me faltaban un par de meses para cumplir doce años cuando mi hermana menor murió de una enfermedad cardíaca. Poco después de su muerte, mi padre construyó una casa nueva para nuestra familia. Al mudarme a esa casa tuve que dejar mi escuela y mi iglesia, ya que estaban demasiado lejos de nuestro nuevo vecindario. Para cuando comencé el séptimo grado apenas unos meses después, estaba abrumada por el dolor y no tenía primos, ni una comunidad religiosa, ni amigos de la escuela cerca para ayudarme. Nunca me había sentido tan profundamente sola antes de esa experiencia y nunca lo he sentido desde entonces.

Afortunadamente, nos unimos a Westover Hills, una congregación vibrante de 400 personas que acogió a nuestra familia en el punto más bajo de nuestras vidas. Aunque nuestro dolor nos hacía sentir aislados, seguíamos asistiendo a los servicios todos los domingos por la mañana y por la noche, y también todos los miércoles. Pronto, nuestra vida familiar se estructuró a través de nuestra participación en la iglesia. Mi padre se unió a la orquesta, mi madre al coro. Yo me uní al grupo de jóvenes y mi hermana menor, al grupo de niños.

Cuando miro hacia atrás, veo que mi familia avanzaba con dificultad, haciendo lo que podíamos en esas circunstancias. Pero también veo a los miembros del coro con sus túnicas malva con detalles en color arándano, con los brazos en alto y los ojos cerrados en oración; diáconos con hombros anchos y sonrisas; amigos en sus autos, recogiendo mi equipaje para ir a los eventos para jóvenes los viernes por la noche. La gente de Westover nos ayudó a atravesar el momento más difícil de nuestras vidas con su fidelidad, su buen ánimo, sus testimonios y sus oraciones. No eran solo nuestra iglesia, sino la iglesia, ayudándonos a mantener nuestra fe cuando teníamos el corazón roto. Sigo muy agradecida con ellos, y siempre siento en el fondo que Westover Hills de la década de 1990 es la comunidad a la que realmente pertenezco.

Westover me vino a la mente cuando mi esposo anunció recientemente que realmente necesitábamos regresar a la iglesia, en persona y para siempre: no más domingos en el sofá.

Nos comprometimos a asistir a la misma iglesia que habíamos estado viendo en línea, al menos por un tiempo. No podíamos arriesgarnos a perder impulso yendo a buscar iglesias. Necesitábamos la estructura y la regularidad de la iglesia todos los domingos en persona. La megaiglesia sería suficiente.

Esta iglesia tiene 22 000 miembros y a nuestro servicio asisten unas 5000 personas cada semana. Es una cantidad enorme de personas. Me siento como una hormiga cuando entramos y más aún cuando intentamos salir en un proceso que me hace pensar en la palabra «estampida». Hace dos semanas, esperamos 30 minutos para salir del estacionamiento.

Ahora, los domingos por la mañana, nos encontramos con muchos pequeños inconvenientes que se van acumulando. Trabajo… Es un trabajo conseguir que todos, incluida yo misma, entremos en el vehículo, nos mantengamos sentados en el banco de la iglesia y volvamos a casa.

Pero en esos bancos la experiencia de la iglesia es totalmente diferente. Nuestro pastor predica el mismo sermón en tiempo real y en línea, así que no es que el sermón sea diferente. Es la participación palpable de la congregación lo que marca la mayor diferencia.

En persona, se puede escuchar y ver cómo la predicación llega a los hermanos creyentes. Hace tres semanas, oí a un hombre decir con énfasis y en un tono grave y entrecortado: «Dilo de nuevo», cuando nuestro pastor destacó un punto crucial en su sermón.

En otra ocasión, una persona que estaba justo delante de mí pasó tres minutos asintiendo intermitentemente con la cabeza en señal de acuerdo durante una sección de la prédica sobre la rendición. Estaba sentada con su hija más pequeña justo a su lado, casi en su regazo, y tres niños justo al lado. Cuando nuestro pastor mencionaba un punto, ella asentía. Él repetía o ampliaba una idea, ella asentía de nuevo. Más tarde, el pastor preguntó: «¿Cuántas personas aquí han sentido alguna vez que no son dignas de un llamado que sienten que Dios ha puesto en sus vidas?». Al momento, se levantaron varias manos a nuestro alrededor.

Hace unas semanas, más de 200 personas fueron bautizadas. Desde nuestros asientos, pudimos ver sus cuerpos sumergiéndose en el agua en el escenario principal. Observamos sus rostros en detalle en las pantallas gigantes, televisadas junto a las palabras de la canción de adoración que todos estábamos cantando. Otra persona se sumergió en el agua y después salió sonriendo. Levantó los brazos en señal de triunfo y la congregación estalló en vítores: un rugido de celebración.

No habría visto nada de esto en línea: ni los gestos de asentimiento, ni las manos, ni la vulnerabilidad de decir es verdad que lucho porque me siento indigno. Podría haber visto a la misma persona bautizándose en mi pantalla, pero no habría estado allí para animar a la congregación.

Ahora me doy cuenta de que nosotros hacemos del evento un evento. La congregación, los laicos, juntos, respondiendo a las ideas, a los bautismos, a la necesidad de oración y a la oportunidad de alabar. Modelamos vulnerabilidad y fidelidad unos para otros. Sin nuestras voces, nuestros movimientos de cabeza, nuestros aplausos y aliento, la iglesia no sucede. No solemos oír hablar de la liturgia en una megaiglesia como esta, pero el término proviene de una combinación de palabras griegas que significan pueblo y trabajo. Y es verdad, se necesita trabajo para llegar a la iglesia el domingo y participar, pero es nuestro trabajo. Solo nosotros podemos hacerlo.

Desde que volvieron a participar en la iglesia en persona, mis hijos parecen estar más seguros del mundo. Todavía están conscientes de sus problemas, pero tienen un conocimiento visceral de lo que se siente en una comunidad que da vida y lo que significa cobrar ánimo, juntos, porque Cristo ha vencido al mundo (Juan 16:33).

No se trata de un conocimiento que solo yo pueda darles. Puedo enseñarles, y un pastor puede predicarles, pero solo una comunidad de creyentes puede crear el contexto en el que nuestra enseñanza y nuestra predicación tengan un sentido sólido y encarnado. Cada vez que mis hijos escuchan a alguien animar al pastor, animar a un compañero de la congregación o alzar la voz en alabanza sincera, ven que Dios ha sido fiel a personas reales y vivas. Dios se hace cada vez más visible, cada vez más plausible, a medida que presencian la adoración en tiempo real.

Al reflexionar sobre el tiempo en el que nos apartamos de la iglesia, siento un renovado sentido de responsabilidad. Las personas enfrentan desafíos, tanto a nivel personal como familiar. Todos llegamos a momentos críticos. Todos soportamos el dolor y nos quedamos atrapados en la tristeza. Es tarea de los laicos reunirse, exaltar el nombre de Cristo, recibir la Palabra de Dios, llevar las cargas de los demás (Gálatas 6:2) y fomentar la fe de los demás mientras ellos, nosotros, sanamos y nos acercamos más a Dios.

Yo quiero hacer mi parte.

Erica Bryand Ramírez es socióloga de la religión y enseña historia cristiana en el Seminario Truett de Baylor. Vive en San Antonio con su esposo Chris y sus tres hijos.

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