Una de las escenas más impactantes del Nuevo Testamento tiene lugar cuando Jesús entra en el templo y empieza a volcar las mesas.
Encuentra a mercaderes vendiendo animales y cambiando dinero, convirtiendo el lugar de culto en un mercado para obtener ganancias. Lo que debería ser tierra santa, ahora bulle en codicia. Su respuesta es rápida y agresiva.
No se limita a regañar. Los expulsa. Voltea sus mesas.
Sí, sigue siendo Jesús. Pero no el que solemos imaginar: el que acoge a los niños, cura a los enfermos y come con los pecadores. El Príncipe de Paz. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Es este el mismo Jesús que hemos visto a lo largo de los Evangelios? ¿Por qué reaccionó así? ¿Qué hizo que se indignara tanto?
Jesús aprovechó la oportunidad para ofrecer una enseñanza para aquellos que le escuchaban: «¿No está escrito: “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos”? Pero ustedes la han convertido en “cueva de ladrones”» (Marcos 11:17, NVI).
El contexto nos ayuda a entenderlo. En el siglo I, el templo de Jerusalén estaba dividido en tres secciones: una para los hombres judíos, otra para las mujeres judías y una tercera donde se invitaba a los gentiles (no judíos) a orar y buscar a Dios. Los cambistas y los vendedores de animales se encontraban probablemente en el patio de los gentiles, una sección destinada a los extranjeros, ya que allí se realizaban los cambios de moneda para los que llegaban con dinero extranjero.
Es probable que estos viajeros hubieran viajado durante semanas, tal vez meses, a fin de ofrecer una oración en el templo. Pero al llegar, se encontraban con un caos. Muy pronto se encontraban distraídos y desconcentrados por comerciantes explotadores que promovían sus productos, gritaban precios y cambiaban dinero. En lugar de encontrar un espacio sagrado para orar, encontraban a un grupo de mercaderes buscando aprovecharse de ellos. El mismo lugar que se suponía debía estar destinado a acercarlos a Dios ahora se había convertido en una barrera para experimentar su poder y presencia.
Lo sagrado había sido devorado por lo superficial.
Eso es lo que provocó la justa ira de Jesús. Un espacio sagrado había sido secuestrado. Se había colocado un obstáculo en el camino de los que buscaban al Señor. Como lo expresó R. C. Sproul, los mercaderes «no tenían nada que hacer en ese lugar, violando el diseño de Dios para que los gentiles oraran allí».
Por eso Jesús declaró: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos». Les estaba recordando que Dios ama a todas las naciones. Que se complace cuando vienen con corazones sinceros y arrepentidos. Al hacerlo, dejó muy claro el propósito del templo: servir como puente espiritual para que las personas se conectaran con Dios, no como un lugar para perderlo de vista.
Hoy en día, ya no nos reunimos en un templo físico. En cambio, la iglesia, el cuerpo de creyentes de todo el mundo, es el templo viviente de Dios (1 Corintios 3:16-17; 2 Corintios 6:16). Y aunque la estructura ha cambiado, la iglesia sigue teniendo el mismo propósito. Seguimos llamados a ser un puente. Seguimos llamados a ayudar a las personas a encontrar el camino hacia Cristo. La pregunta es: ¿Lo estamos haciendo?
Es una pregunta difícil, pero debemos plantearla.
¿Hay algo en nosotros, o en los edificios de nuestras iglesias, que les impide a las personas buscar al Señor?
¿Nos hemos convertido más en una barrera que en un puente?
Si Jesús entrara hoy en nuestras iglesias, ¿volcaría nuestras mesas?
¿Estamos ayudando a las personas a conectarse con Dios, o simplemente las estamos distrayendo con ruido?
¿Hemos creado obstáculos al enfocarnos tanto en cosas triviales?
Pastor, tu trabajo no es mediar en el acceso a lo sagrado. No eres un sacerdote del Antiguo Testamento que guarda el Lugar Santísimo. Eres un pastor. Tu responsabilidad es guiar a los que buscan al Señor hacia su propio encuentro con Dios.
Como escribe Pablo en Efesios 4:11-13:
Él mismo constituyó a unos como apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; y a otros, pastores y maestros, a fin de capacitar al pueblo de Dios para la obra de servicio, para edificar el cuerpo de Cristo. De este modo, todos llegaremos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios…
Nuestro llamado es edificar al pueblo de Dios y guiarlos a Cristo. Pero, ¿qué pasa si en lugar de guiarlos a Cristo, los guiamos a nosotros mismos?
La tentación es común entre los pastores: atraer a las personas con nuestro carisma o con nuestras habilidades de comunicación; convertirnos en el centro de atención en lugar de ser los guías. Y hemos visto los frutos podridos que eso produce.
No necesitamos más casos de estudio sobre cómo esta cultura de iglesia que gira en torno al pastor puede causar estragos en la misma.
Los titulares siguen apareciendo: abundan los escándalos, los pastores caen en desgracia, la confianza se ve traicionada.
La atención que se presta en Occidente a los pastores famosos ha distorsionado nuestra visión del llamado pastoral. Ahora, corremos el riesgo de formar líderes jóvenes que busquen dedicarse al ministerio pastoral, no por un llamado bíblico, sino porque anhelan ser reconocidos, tener una plataforma, acumular seguidores y obtener la promesa de una carrera exitosa.
Esto no es lo que Jesús tenía en mente.
Cuando esta imagen distorsionada del ministerio pastoral entra en la iglesia, comienza a cambiar y dar forma a todo lo demás que hace la iglesia. Sin darnos cuenta, comenzamos a preocuparnos más por la mercadotecnia que por la intercesión. Confiamos más en el alcance de las redes sociales que en el poder del ayuno. Nos regocijamos cuando las iglesias están llenas, sin importar si las personas están realmente siendo discipuladas. Comienza a sentirse normal y no nos damos cuenta de lo lejos que nos hemos desviado.
Con buenas intenciones, muchos de nosotros hemos adoptado estilos, estrategias o servicios que creemos que definen cómo debe ser una iglesia «moderna». Hemos acortado los servicios por conveniencia. Hemos simplificado el programa de los servicios y ajustado cada transición. Elaboramos mensajes tan suavizados que ya no penetran en el corazón.
Para hacer espacio para el siguiente servicio, apresuramos a la gente a salir del santuario, cancelando cualquier posibilidad de promover el compañerismo y de permitir que la gente establezca lazos de comunidad. Lo que debería sentirse como una familia comienza a sentirse como un evento forzado. Y en algún punto de ese proceso, el pastor ha dejado de oler como oveja. Ya no está entre el rebaño, sino rodeado de cámaras y luces.
Hemos cambiado la profundidad por la velocidad y la rendición por el brillo.
Pastor, las personas en tu iglesia no necesitan otra celebridad a quien seguir, sino un pastor a quien acudir. Necesitan un pastor. Tu llamado no es impresionarlos, sino discipularlos, asegurándote de que sus corazones se moldeen cada vez más a la imagen de Cristo.
A. W. Tozer diagnosticó una vez este mismo problema:
Si el Espíritu Santo fuera retirado hoy de la iglesia, el 95 % de lo que hacemos continuaría y nadie notaría la diferencia. Si el Espíritu Santo hubiera sido retirado de la iglesia del Nuevo Testamento, el 95 % de lo que hacían se detendría y todo el mundo habría notado la diferencia.
Es un análisis convincente.
Lo que necesitamos no es otra mejora en el estilo o la estrategia, sino una reforma genuina y un retorno a nuestro verdadero llamado: conectar a las personas con Cristo y ver a Cristo formado en ellas. Nuestros servicios dominicales son importantes. Una buena producción tiene valor. Pero estas cosas nunca pueden reemplazar el poder del evangelio.
Por supuesto que queremos que nuestras iglesias crezcan. Y muchos pastores sueñan con dirigir algún día una iglesia grande y próspera.
Pero debemos ser honestos con nosotros mismos: ¿qué impulsa ese deseo?
Es fácil caer en el juego de las comparaciones. Miramos a las iglesias más grandes y nos preguntamos: ¿Estoy haciendo algo mal? ¿Por qué tengo tan pocos seguidores? ¿Por qué no soy más relevante? Pero, ¿y si nos estamos midiendo con un estándar equivocado? El crecimiento en sí mismo es bueno, pero cuando está impulsado por la inseguridad o la vanidad, también puede ser una trampa.
¿Es posible que alguien que nunca ha oído hablar de Cristo entre en una de nuestras iglesias, escuche un concierto refinado de tres canciones, experimente una producción impecable, reciba un mensaje motivador y se marche sin haber podido orar y conectar con Dios? Al igual que los visitantes extranjeros en los días de Jesús, ¿es posible que vinieran buscando a Dios y solo encontraran ruido y distracción?
El deseo del corazón de Dios es que su casa sea un lugar donde las personas puedan encontrarlo verdaderamente. Un lugar donde puedan orar, hablar con él, confesar, adorar, pedir y rendirse. Si nuestros servicios son tan rápidos, cuidados y entretenidos que nadie tiene tiempo para hacer precisamente eso, hemos perdido completamente el objetivo.
Cuando Cristo regrese, no te preguntará cuántos seguidores tienes. No te preguntará cuántas personas sintonizaron tu pódcast.
No le importará cuántos metros cuadrados tenía tu edificio o cuántos álbumes lanzó tu equipo de adoración. No le impresionará el número de asistentes a tus producciones de Navidad o Pascua. Ya fueran diez, cien o diez mil, la pregunta no será sobre números, sino sobre mayordomía.
Simplemente preguntará: ¿Qué hiciste con las personas que te confié?
La parábola de los talentos nos recuerda que Dios no se conmueve por nuestros números. Se conmueve por cuán fielmente administramos lo que ha puesto en nuestras manos.
Ese es nuestro trabajo. Como cuerpo de Cristo y como pastores, es nuestro llamado representarlo tan claramente, tan humildemente, que las personas vean a Jesús a través de nosotros sin ninguna interrupción o distracción.
Nosotros no somos los protagonistas. Nuestros sueños en el ministerio no son lo importante.
Debemos apartarnos del centro de atención y dirigir toda la atención hacia Jesús.
Originario de Paraguay, Sebastián Franz forma parte del liderazgo de la Iglesia de Dios United en Oklahoma City y, junto con su esposa, dirige el ministerio orientado a jóvenes adultos y el pódcast Volviendo a la Esencia.