Ningún resultado me habría sorprendido en esta contienda electoral. No me gusta hacer predicciones, pero en mi calidad de experta personal de la madre de mi excompañera de piso, en agosto me aventuré a compartirle que mi instinto me decía que Donald Trump se llevaría el estado de Pensilvania y, con él, la victoria. Y así sucedió.
Ninguno de los dos resultados me habría gustado. Sé que ese es el tipo de cosas para las que los afiliados partidistas no tienen paciencia, especialmente cuando la victoria o la derrota se sienten tan frescas. Pero la verdad es que no quiero que Trump ni su rival, Kamala Harris, sean presidentes de Estados Unidos. Creo que él tendrá (y que ella habría tenido) un mal desempeño. En algunos asuntos, creo que ambos habrían tenido el mismo tipo de mal desempeño; en otros, creo que el uno o la otra es peor.
No quiero analizar todo eso aquí. La decisión ha sido tomada, y habrá tiempo de sobra para análisis políticos y encuestas más adelante. En esta ocasión quiero hablarle a los cristianos desde mi punto de vista externo a ambos grupos, pero como amiga de gente en ambos bandos. Mientras reflexiono sobre este resultado y considero todo lo que no ha cambiado en nosotros, y para nosotros y nuestro prójimo tras estos resultados, me he encontrado meditando con frecuencia en dos pasajes de las Escrituras.
«Todo tiene su momento oportuno», dice Eclesiastés 3:1 (NVI), y esta semana es un buen momento para volver a leer Eclesiastés, especialmente su octavo capítulo, que rebosa de prudencia y ecuanimidad ante las turbulencias políticas y sociales.
«Obedece al rey», aconseja 8:2, pero, al parecer, no porque sea un buen rey. Actúa, en cambio, por deber a Dios (v. 2), negándote a defender «una mala causa» y reconociendo que, siendo realistas, el rey hará «lo que él quiere hacer» (v. 3).
No dediques demasiado tiempo a preocupaciones y anticipaciones, ya sea que tu preocupación sea la administración Trump o las reacciones en su contra: «El ser humano tiene en contra un gran problema: que ninguno conoce el futuro ni hay quien se lo pueda decir» (v. 7).
Por mucho que esperemos o temamos ahora, no sabemos lo que ocurrirá después. A veces, «el pecador puede hacer lo malo cien veces y vivir muchos años» (v. 12). A veces, «hay hombres justos a quienes les va como si fueran malvados y hay malvados a quienes les va como si fueran justos» (v. 14).
«Hay veces que el ser humano domina a otros para su propio mal» (v. 9). Y a veces, «a los malvados no les irá bien ni vivirán mucho tiempo. Serán como una sombra, porque no temen a Dios» (v. 13). A veces, más bien, «le irá mejor a quien teme a Dios y le guarda reverencia» (v. 12).
En cualquier caso, nuestra única preocupación debe ser el estado de nuestros corazones delante de Dios, pues «ni la maldad deja libre al malvado» (v. 8). No siempre podemos apartar sus garras de los demás, pero, con la ayuda de Dios, podemos arrancarlas de nosotros mismos.
Sin embargo, no basta con rechazar la maldad y la mala causa. No queremos ser casas barridas (Lucas 11:25), sino llenas de la semejanza de Cristo, reconstruidas como pequeños puestos de avanzada de su reino, reconocibles como quienes han sido reclamados por Él.
A la prudencia de Eclesiastés 8, añadamos también las exhortaciones de Hebreos 13. Éste es el capítulo que declara: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por siempre» (v. 8), y esa es una palabra oportuna en este momento. No obstante, también lo son las muchas instrucciones del capítulo para la vida cristiana bajo presión.
Ante todo, «sigan amándose unos a otros fraternalmente» (v. 1). «No se olviden de practicar la hospitalidad» (v. 2), y «acuérdense de los presos, como si ustedes fueran sus compañeros de cárcel, y también de los que son maltratados, como si fueran ustedes mismos los que sufren» (v. 3). Nunca es más necesario ese consejo que si nos encontramos a nosotros mismos del lado que tiene el poder. Los primeros lectores de Hebreos eran una minoría pobre e impotente en su sociedad, y sin embargo tenían un deber para con el forastero, el preso y el afligido. ¿Cuánto más nosotros?
Más allá de eso, «obedezcan a sus dirigentes y sométanse a ellos» (v. 17) y eviten toda «clase de enseñanzas extrañas» (v. 9). Honren el matrimonio y rechacen la inmoralidad sexual y el amor al dinero, dos de los mayores ídolos de nuestra cultura (vv. 4-5). Alégrense, «porque Dios ha dicho: “Nunca los dejaré; jamás los abandonaré”» (v. 5).
En este contexto, «podemos decir con toda confianza: “El Señor es quien me ayuda, no tengo miedo; ¿qué me puede hacer un simple mortal?”» (v. 6). Es precisamente en este contexto en el que recordamos que «aquí no tenemos una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad venidera» (v. 14).
Y, sin embargo, la ciudad presente está inequívocamente ante nosotros y es imposible ignorarla. Quizá estés contento con su nuevo rumbo, o quizá estés de luto. En cualquiera de los dos casos, todo sigue igual… y nosotros también.
Contrariamente a algunas respuestas electorales sensacionalistas, Estados Unidos de América no es diferente de lo que era el lunes, y tampoco lo son nuestros deberes como cristianos. Los familiares, amigos y miembros de la congregación que votaron de forma diferente a la nuestra también pensaban de forma diferente hace unos días. Lo que amamos de ellos sigue siendo lo mismo. Las bondades que nos han hecho siguen siendo las mismas. Y lo que nos parece equivocado, incoherente o molesto de ellos también sigue siendo igual. Eran pecadores entonces y lo son ahora. Todos lo somos.
«Oren por nosotros», como suplica el autor de Hebreos en 13:18. «Estamos seguros de tener la conciencia tranquila y queremos portarnos honradamente en todo»; sin embargo, muy a menudo, somos débiles. Nos equivocamos. Pecamos. Nos esforzamos más por ver lo que depara el mañana que por ver a Cristo. Hay un momento oportuno para todo, y éste es el momento de la humildad, la gracia y la oración.
Bonnie Kristian es la directora editorial de ideas y libros de Christianity Today.