Lee Isaías 9:2–7
Después de las horas de calor, el atardecer nos llama con su suave luz y su agradable frescura. Las últimas horas rompen el día como un huevo para revelar la yema dorada del sol poniente. Sería enrevesado tratar de explicar la oscuridad sin describir la luz; probablemente sea imposible, ya que la luz se vislumbra en el horizonte incluso en los momentos más oscuros.
Sin embargo, el profeta Isaías se había despertado con el alba. Era un profeta de Judá que ejerció su ministerio durante el reinado de cuatro reyes; descendiente de una familia de rango y estatus; un hombre de familia; alguien que tenía un espíritu dispuesto a hacer aquello para lo que el Señor lo había llamado. Encargado de ser portavoz de Dios, hablaba con fuerza profética aunque sus palabras cayeran en oídos sordos y se le irritara la garganta.
Su obra y sus escritos contienen algunas de las palabras más profundas de todas las Escrituras, que se hacen eco de temas como la santidad, la justicia, la lealtad, la confianza, la rectitud y la esperanza. Las palabras que leímos hoy en Isaías 9:2–7 revelan destellos de esta verdad, reflejando el contraste entre la luz y la oscuridad, la esperanza y el desaliento, el honor y la afrenta.
Este contraste está prefigurado incluso en los nombres que Isaías da a sus hijos: el primero se llama Sear Yasub, o «un remanente volverá», y el segundo Maher Salal Jasbaz a manera de advertencia, «pronto al saqueo, presto al botín». Se trata de un juego de equilibrios que no se contradicen ni se anulan entre sí, sino que dan cuerpo al tema hacia el que nos dirige esta historia unificada a lo largo de la temporada de Adviento (7:3, 8:1).
En palabras simples, no es posible explicar las tinieblas sin describir la luz. «El pueblo que andaba en la oscuridad ha visto una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombra de muerte una luz ha resplandecido» (v. 2).
Cuando nos alejamos de Dios, hay una oscuridad espiritual que nos persigue y nos sobresalta. Cuando Dios obra de una forma asombrosa en nuestros corazones, empezamos a redirigirnos, a redireccionarnos, a reorientarnos hacia la luz, y la encontramos tan real, tan sustentadora, que la noble tripulación del Viajero del Alba de C. S. Lewis la llamó «potable». Comenzamos a experimentar la bondad de lo que está por venir como «luz potable», y esa brecha en las nubes, la luz del sol en nuestra espalda, alimenta el tamborileo hacia la libertad, una libertad que viene de alinear nuestros valores, lealtad, obediencia, deleite y esperanza con un Dios de amor inquebrantable.
Isaías sabía que Belén sería el lugar donde Dios haría el dobladillo de las vestiduras de la eternidad. Este «Príncipe de Paz» experimentaría un día la forma más verdadera de oscuridad imaginable —una oscuridad que nadie más podría soportar— para que nosotros pudiéramos caminar en la luz.
Isaías previó una luz futura y dio la bienvenida al amanecer que un día rompería tras una larga y oscura noche, arrojando rayos de esperanza 700 años en el futuro. Vio a un heredero radiante que vendría como un campesino, aunque fuera el Mesías. Jesús hace brillar una luz más allá de la noche, despierta al alba y marca el rumbo de una historia de redención: un bebé que crece para convertirse en un hombre que experimentaría la verdadera oscuridad, para que nosotros, con los ojos adormecidos, podamos contemplar la luz eterna.
Morgan Mitchell sirve como pastor en San Diego, y se especializa en grupos pequeños, discipulado y predicación.