Hace cinco años, trabajaba como abogada defensora de niños. Un día entré en la sala de descanso de la oficina que compartía con otros abogados y me encontré con un compañero nuevo que tomaba su almuerzo. Darryl (no es su nombre real) no era el típico asistente jurídico. Hacía poco que había salido de prisión después de cumplir una sentencia de dieciocho años por asesinar a su compañero de piso. Darryl tenía veinte años cuando fue sentenciado. No estoy segura de por qué cometió ese asesinato, pero sé que estaba implicado con una banda local. Después de que a Darryl se le negara la libertad condicional una y otra vez, su abuela le pidió a uno de mis compañeros de trabajo que lo representara en una audiencia. Mi compañero accedió y Darryl fue liberado. Ahora, con 39 años, desempeñaba su primer trabajo legal como empleado en nuestra oficina.
Darryl no estaba acostumbrado a tener amigos —al menos, no amigos buenos— así que a menudo yo pasaba por su despacho solo para saludar. Me sentaba y hablaba con él durante el almuerzo, y siempre le ofrecía ayuda si tenía alguna pregunta. Conforme fue pasando el tiempo, encontré oportunidades para compartir más acerca de mi fe y mi ministerio. Me preguntaba sobre mi fin de semana y los planes que tenía por las tardes, así que le hablaba acerca del albergue local para personas sin hogar donde colaboraba y el estudio bíblico al que asistía. Le dije que solía ir a las prisiones y cárceles locales para decirles a las mujeres lo mucho que Dios las ama.
Un día él me preguntó: «¿Crees que Dios podría amar a alguien como yo después de las cosas horribles que he hecho?». Le dije que sí y le describí el increíble amor y perdón de Dios. Después de unas semanas, Darryl vino a mi oficina con una nueva pregunta: «¿Cómo se hace cristiana la gente?». Ese día nos olvidamos de que yo era abogada. Nos olvidamos de que estábamos en el trabajo. Solo éramos dos pecadores en busca de un Salvador. Le compartí mi propia historia, de cómo una pequeña niña herida necesitaba que alguien la amara. Le hablé del dolor que había experimentado y de un Dios que caminó junto a mí a cada paso del camino. Me hice vulnerable y le pregunté si estaba interesado en seguir a Jesús. Él dijo: «Supongo que eso es lo que estoy intentando hacer ahora mismo». Oramos, él confesó y decidió seguir a Jesús. Parecía como si se le hubiera quitado un peso de encima.
Lo invité a mi iglesia esa misma noche para un estudio bíblico y le presenté a algunos hombres devotos. En una conversación con uno de ellos dijo que quería ser bautizado. Me sorprendió, pero me alegró. Ellos le informaron de que podía hacerlo más adelante, pero él insistió. Así que nuestro equipo de bautismos le hizo a Darryl varias preguntas, le explicaron con claridad la importancia del bautismo y oraron con él. Entonces le pusieron un traje bautismal.
Darryl era un hombre grande, así que a él y a los otros hombres les preocupaba la logística de sumergirlo en el agua y levantarlo de nuevo. Entonces apareció un ejército de hombres. Le dijeron a Darryl que no se preocupara; ellos lo bajarían y lo levantarían del agua de nuevo. Con una mirada de determinación, él dijo: «Hagámoslo». Mis amigos y yo esperamos junto a la tina de bautismos, aplaudiendo y animando. Cantamos: «Ven y llévame a las aguas, llévame a las aguas, llévame a las aguas, ¡para bautizarme!». Cuando salió del agua, sonreía y agitaba la cabeza, como si estuviera diciendo «¿Qué me acaba de pasar?». Estábamos conmovidos. Sin palabras. Agradecidos con Dios.
Invité a Darryl a que se uniera a nuestra iglesia el domingo. Durante varias semanas, Darryl me acompañó mientras yo recogía gente para ir a la iglesia y al estudio bíblico. En el auto, él me contaba historias de su infancia. Cuando era niño fue abandonado y abusado. Sus dos padres eran adictos a las drogas y al alcohol, y pasaron gran parte de su infancia en la cárcel. Debido a su peso, fue víctima de acoso escolar. Los niños lo ataban, lo empujaban y lo llamaban «cerdito». Su depresión se convirtió en agresión y en su adolescencia se convirtió en el sicario de una banda local. Cada vez que compartía estas historias, volvía a ser el niño herido de aquel entonces.
En uno de esos paseos en auto, mientras dejábamos a algunas personas en la iglesia, Darryl recibió varias llamadas de teléfono de personas que le preguntaban dónde estaba. Yo veía que le pasaba algo, pero tenía miedo de preguntarle. Insistí un poco y al final me preguntó: «¿Puedes llevarme a ver a mi abuela? Necesito despedirme de ella». Darryl creía que su abuela era la única persona que realmente lo había amado, aunque sentía que él solo había sido una carga para ella. Ahora estaba recibiendo tratamientos paliativos finales y no había esperanza de que viviera mucho más. Estuvimos en silencio la mayor parte del viaje mientras yo intentaba buscar las palabras adecuadas. Cuando llegamos, le pregunté si necesitaba que entrara con él, pero él quiso entrar solo. Así que oré por él y me marché.
Después de eso, los hombres de mi iglesia me dijeron que no consideraban que fuera sabio que Darryl y yo viajáramos juntos y solos en auto. Aunque mis intenciones eran buenas, ellos dijeron que era mejor que él fuera a la iglesia acompañado por otro hombre. En esa misma época yo conseguí otro trabajo, y debido a ello mi contacto con Darryl disminuyó.
Nos reunimos para almorzar un día y nos pusimos al día. Él estaba agradecido de estar fuera de la cárcel, pero le costaba vivir su nueva vida. Mientras comíamos, alguien se le acercó, queriendo hablarle. Darryl saludó al hombre pero en seguida se deshizo de él. A mí me empezó a preocupar que Darryl estuviera dando pasos hacia atrás. Aun así, tenía esperanza de que fuera por buen camino. Más o menos un mes después recibí un correo electrónico breve y vago de parte de Darryl que decía que las cosas no estaban yendo bien. Fue la última vez que escuché de él.
Una mañana, un mes después de que Darryl me enviara ese correo, me levanté y comencé a escuchar las noticias. Dos adolescentes habían sido agredidas con arma de fuego: una estaba muerta y la otra en condición crítica. El sospechoso había huido y la policía lo buscaba. Las lágrimas me nublaron la visión cuando vi la fotografía del sospechoso. Era Darryl.
Las noticias indicaban que la adolescente asesinada era la hija de la exnovia de Darryl. La chica herida era su sobrina. Los medios informaban que Darryl le había disparado a las chicas después de que él y su novia hubieran terminado su relación.
Durante semanas, por todos lados la gente hablaba del monstruo que había cometido ese crimen atroz. No tenían ni idea de que yo lo conocía. No conocían su historia ni las condiciones que lo habían dejado destrozado. No sabían la batalla interna que había en mi corazón y mi mente en torno a todos los hechos del caso.
Cuando la policía arrestó a Darryl, él se disculpó delante de las cámaras de televisión y le pidió a la gente que no juzgara a otros prisioneros por sus acciones. Mientras estaba en la prisión del condado le envié pasajes de las Escrituras y notas de ánimo. También le envié a dos de mis amigos más queridos. Ellos me aseguraron que Darryl había recibido mis tarjetas y que él sabía lo mucho que yo lo quería, pero también me informaron de que estaba muy deprimido. Que no podía encontrar consuelo tras lo que había hecho.
Me dolía el corazón. ¿Podría haber hecho algo diferente? ¿Había hecho lo suficiente? ¿Lo abandoné?
Entonces, un día recibí una llamada de teléfono de uno de los hombres que había visitado a Darryl. «Encontraron a Darryl muerto en su celda hoy», me dijo. «Se ha ido». Lloré y grité como si fuera mi propio hermano. Era un dolor que no había sentido nunca. ¿Estaba en el cielo? ¿Era esa la voluntad de Dios? El dolor se clavó dentro de mi alma.
Me juzgaba a mí misma. Juzgaba mi ministerio. Me preguntaba si podría haber hecho más para discipularlo. Él tenía problemas de confianza. ¿Pasárselo a otras personas fue lo correcto? ¿O tendría que haberlo puesto en contacto con mis amigos antes?
El discipulado no siempre funciona como pensamos que debería. Cuando los que están bajo nuestro cuidado se convierten en grandes hombres y mujeres de Dios, es glorioso. Pero cuando pasan por reveses o se apartan de la fe, puede ser devastador.
Mi excompañero de trabajo, quien le ofreció a Darryl el empleo, me dijo que hizo todo lo que pudo. Lo ayudamos a encontrar empleo y un apartamento. Lo invitamos a ser parte de nuestras vidas. Aun así, me preguntaba si las cosas podrían haber sucedido de otra manera.
En mi empleo actual, trabajo para garantizar la protección de niños que han sido abusados o abandonados. Hace poco puse la fotografía de Darryl en mi despacho para recordar por qué lucho por proteger a los niños. Darryl sufrió abuso y abandono, cuando lo que necesitaba era amor y apoyo. Necesitaba adultos que le sirvieran de modelo para mostrarle un modo de vida diferente.
Yo seguiré amando sin temor. Seguiré caminando junto a los que están en prisión y en los albergues. Sé bien que enfrentaré decepciones. Pero no perderé la fe. Como dijo Jesús, «no son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos» (Marcos 2:17). Todavía creo que todo el mundo puede cambiar por el poder de Dios.
Carmille Akande es abogada licenciada y ministra que visita prisiones, albergues para personas sin hogar, hospitales y residencias, y allá donde va comparte el amor de Jesús. Puedes seguirla en Twitter: @CarmilleAkande.