La alfabetización bíblica en una era posterior a la alfabetización

Siempre debemos ser personas de la Palabra, pero necesitamos una nueva comprensión de lo que significa tener una relación viva con las Escrituras.

Christianity Today May 3, 2024
Atahan Demir / Pexels / Edición por CT

Los cristianos son lectores. Somos «gente del Libro». Poseemos Biblias personales, traducidas a nuestras lenguas maternas y las leemos diariamente. Al pensar en un «tiempo devocional» matutino, nos imaginamos una mesa, una taza de café y una Biblia abierta con las esquinas dobladas, con pasajes resaltados y notas al margen. Para los cristianos, la lectura diaria de la Biblia es el estándar mínimo para la vida de fe. Algunos de nosotros podríamos pensar: ¿Qué clase de cristiano no alcanzaría este nivel mínimo?

Muchos nos sentimos identificados con esta visión de la fe. Ciertamente describe la forma en que yo fui criado. Y tiene sentido si pensamos en una foto instantánea de la iglesia cristiana en un momento y lugar específico de la historia (los evangélicos estadounidenses del siglo XX). Pero al pensar en una visión eterna de lo que significa seguir a Cristo, esta imagen se queda corta, y afectará seriamente nuestra capacidad de hacer discípulos en una cultura «posterior a la alfabetización», una cultura en la que la mayoría de la gente entiende los elementos básicos de la lectura, sin embargo, consumen abrumadoramente medios audiovisuales [enlaces en inglés].

Si miramos al pasado, podremos ver cómo esta idea del cristianismo centrada en la alfabetización fracasará en el futuro. Durante la mayor parte de la historia del cristianismo, la mayoría de los creyentes eran analfabetos. Leer la Biblia diariamente no era una opción porque leer no era una opción.

Esto no significa que las Escrituras fueran irrelevantes para la vida de los cristianos comunes. Sin embargo, las páginas sagradas no eran principalmente un asunto de devoción personal privada: eran un asunto público y se leían en la reunión del pueblo de Dios para el culto de adoración. La Biblia era el libro de la iglesia: un libro litúrgico, un libro cuyo hábitat natural era la voz del cuerpo de Cristo elevada en alabanza. Para escuchar la Palabra de Dios, te unías al pueblo de Dios. Quienes leían, lo hacían en voz alta para beneficio de todos.

En estos contextos, animar a alguien a leer la Biblia diariamente habría sido tan significativo como aconsejarle llenar el tanque de combustible de su avión privado. Al mirar en retrospectiva, la lección para nosotros es que lo que damos por sentado acerca de seguir a Cristo puede no ser cierto para todos los creyentes en todos los contextos. Lo que es apropiado o incluso necesario en nuestro tiempo y lugar puede no serlo para otros. El discipulado puede depender más de la tecnología y de las prácticas sociales de lo que a menudo creemos.

Consideremos, por ejemplo, los efectos de la imprenta, la educación pública y la alfabetización masiva en la iglesia. Los relatos del oscurantismo como una época en la que los líderes de la iglesia no permitían la alfabetización a menudo son imprecisos porque en realidad es imposible tener un público lector sin libros baratos, y es imposible tener libros baratos sin la imprenta. Los hábitos y propósitos de la lectura solo pueden tener lugar en una sociedad y en una cultura con un entorno moral y tecnológico enormemente complejo. Los hábitos de lectura que nos parecen necesarios en un momento y lugar serán innecesarios (si no imprudentes o absolutamente imposibles) en otro.

Además, no hay evidencia en las Escrituras que sostenga que la vida cristiana sea inherentemente una vida de lectura. ¿Cómo podría serlo, cuando cada libro del canon fue escrito en una época en la que la mayor parte del pueblo de Dios no sabía leer? Desde este punto de vista, nuestro énfasis en la lectura personal y privada de las Escrituras parece ser una innovación moderna que difiere, no solo de gran parte de la historia del cristianismo, sino también de la historia bíblica.

Por tanto, es un hecho que la alfabetización no puede ser sinónimo de un discipulado fiel. La pregunta es más bien: ¿Qué papel debe desempeñar la alfabetización masiva ya que se ha convertido en nuestra realidad social? En muchas tradiciones, la respuesta de la iglesia durante los últimos siglos ha sido poner una Biblia en manos de la gente tan pronto como sea posible, con la mayor frecuencia posible, y alentar la lectura de la Biblia como un componente central del caminar diario con Cristo. Los cristianos son lectores hoy debido a la extraordinaria visión y al trabajo incalculable de madres y padres en la fe, mismo que se remonta a una decena de generaciones atrás.

Para los que nos hemos beneficiado, la única respuesta adecuada es la gratitud. A menudo escucho chistes entre amigos sobre haber crecido entre juegos como el «versículo conocido» y «la memorización de los libros de la Biblia». Algunos afirman que todavía pueden enumerar a todos los reyes davídicos desde Salomón hasta el exilio. Estas bromas siempre están llenas de agradecimiento y tienen un toque de nostalgia. Es posible que hayan mirado esas prácticas con desdén hace 30 años, pero ahora, con sus propios hijos, recuerdan una infancia en la iglesia en la era analógica y se dan cuenta de cuánto se ha perdido.

La siguiente pregunta (¿Qué hemos perdido?) es perenne, pero últimamente se ha vuelto más aguda en relación con el estado de alfabetización de la próxima generación y su capacidad para interactuar con fluidez con un texto determinado. En un artículo para Slate de febrero de este año, Adam Kotsko hizo sonar una alarma con respecto a la comprensión de lectura de los estudiantes universitarios. En marzo, en Substack, Jean Twenge compartió una investigación empírica que respalda las preocupaciones de Kotsko.

Las estadísticas son desalentadoras. En 2021 y 2022, por ejemplo, 2 de cada 5 estudiantes del último año de educación secundaria [de aproximadamente 17 o 18 años de edad] de Estados Unidos informaron no haber leído un solo libro por placer durante el año anterior. Esta cifra es aproximadamente cuatro veces mayor que el resultado de 1976. Otros estudios sugieren cosas similares sobre los adultos estadounidenses, especialmente en el caso de los hombres.

Cada año, doy clases a cientos de estudiantes universitarios de todas las clases y especialidades, y estos informes concuerdan con mi propia experiencia. Mis estudiantes son en su mayoría evangélicos no denominacionales que asisten a una universidad cristiana privada de artes liberales en el oeste de Texas. Me gusta hacerles una encuesta anónima que plantea una sola pregunta: ¿Cuántos libros has leído de principio a fin? Mis únicas condiciones son que el libro no haya sido un libro asignado por un maestro y que fuera por encima del nivel de lectura de octavo grado (digamos, más difícil que Harry Potter). La mayoría de los estudiantes responden un número por debajo de cinco. Muchos enumeran dos, uno o cero.

Seguramente, hay muchas razones detrás de estos resultados. Como otros, me inclino a echarle la mayor parte de la culpa a la televisión, los servicios que transmiten programación en continuo, los teléfonos inteligentes y las redes sociales. Pero cualesquiera que sean las causas, esta es nuestra realidad.

La sociedad estadounidense ya no está compuesta por lectores de libros o de otras obras escritas que requieren una atención sostenida y racional —si es que alguna vez lo estuvo—. En palabras de Neil Postman, la cultura «tipográfica» nacida del protestantismo ya no existe, y esto es tan cierto dentro de la iglesia como fuera de ella.

La cuestión práctica, entonces, no es si este es nuestro mundo sino qué debemos hacer al respecto. ¿Cómo interactuamos con las Escrituras cuando la alfabetización masiva tal como la conocíamos ya no existe?

En uno de sus libros más recientes, Jessica Hooten Wilson escribe lo siguiente:

Contra la seducción de las pantallas, debemos volver al amor por el libro, comenzando y terminando con la Biblia, pero incluyendo otros libros que iluminen las Escrituras y nos muestren cómo vivir como Jesús en nuestro propio tiempo y lugar. La lectura debe ser una práctica espiritual diaria para el cristiano. Una vida de lectura contrarresta la malformación producida por las pantallas y la tecnología digital.

Asimismo, en un ensayo reciente en respuesta a Kotsko y otras elegías por la pérdida de alfabetización, Alan Jacobs escribe que «muchos padres están batallando» contra una infancia sin libros. En las iglesias evangélicas y las escuelas cristianas clásicas, los hábitos de lectura todavía se modelan, enseñan y «centran» en lo que significa ser creyente, prójimo, ciudadano. Primero en Wheaton College y ahora en Honors College de la Universidad de Baylor, Jacobs ve la huella que se dejó en estos estudiantes, que son producto de una peculiar subcultura para la cual «la lectura era una parte integral».

Como colega lector, maestro y padre de niños amantes de los libros, estoy lejos de disentir con la conclusión de Jacobs de que «la más extrema rendición no es inevitable. Pensándolo bien, después de todo, la resistencia no es inútil». Es posible educar a los niños para que sean lectores, enseñarles a amar la lectura. Mi objetivo con los estudiantes es el mismo: convertir a tantos como pueda del atractivo de la pantalla al amor por la página. De vez en cuando lo logro. ¡La lucha vale la pena, sin importar las probabilidades!

Sin embargo, me temo que nosotros, los educadores y los padres (y junto con nosotros, los pastores y ancianos) nos estamos enfocando tanto en el árbol que no estamos viendo el bosque. Recordemos la afirmación de Hooten Wilson: La lectura debe ser una práctica espiritual diaria para el cristiano. ¿Es esto cierto? Ya hemos visto que no puede ser cierto sin reservas. Pero, incluso teniendo en cuenta este contexto e intención, ¿es cierto?

No, no creo que sea así. Y lo mismo sucede con los estudiantes de Wheaton, Baylor y las academias cristianas clásicas. Estas son batallas nobles, pero siguen siendo escaramuzas menores en una guerra perdida; de hecho, una guerra que ya se ha perdido a nivel nacional. En general, los estadounidenses, chicos y grandes, no leen libros. Y todas las líneas de tendencia apuntan en la dirección equivocada.

De hecho, hagamos una pausa en esa última frase: «en la dirección equivocada». Esto traiciona mi propia clase y prejuicio. ¿Todos deben ser lectores, es decir, leer diariamente libros por placer? ¿Es la lectura una parte esencial de la buena vida? ¿Es una parte esencial de la vida cristiana?

No estoy muy seguro. Para ser claro, no puedo asegurar tener respuestas definitivas a estas preguntas. Lo que tengo son ideas tentativas que requieren una mayor exploración, sobre todo por parte de las iglesias y los educadores cristianos. Permítanme cerrar mi argumentación con algunas de ellas.

Primero, estamos en medio de un cambio tecnológico sísmico que ya ha sacudido el suelo bajo los pies de los cristianos. No debemos seguir fingiendo que el viejo mundo todavía está con nosotros. Esto incluye la naturaleza de la relación de los creyentes comunes con la Biblia.

En segundo lugar, los cristianos viven dentro de un entorno social más amplio. Si las formas en las que entendemos el discipulado diario dependen tanto de la tecnología como de la cultura en general, y esas influencias hoy son muy diferentes de lo que eran hace uno o dos siglos, entonces deberíamos esperar que las prácticas de discipulado también difieran. Esto no significa que seamos transigentes en cuanto a la doctrina, la necesidad de la disciplina espiritual o nuestro deber de amar a Dios y al prójimo. Significa más bien que nuestras disciplinas y deberes tomarán diferentes formas en diferentes circunstancias, y que debemos discernir cuidadosamente si nos aferramos a prácticas antiguas porque son realmente esenciales para nuestra fe (por ejemplo, la oración) o simplemente porque sentimos nostalgia.

En una cultura donde la mayoría de las personas no leen libros diariamente, la mayoría de los cristianos probablemente tampoco leerán diariamente el Libro de la iglesia [enlace en español]. Esto, a menos que creamos que la lectura privada e individual de la Biblia es tan fundamental, tan no negociable, que nuestras iglesias deberían dedicar recursos extraordinarios para convertirla en una posibilidad contracultural en la vida de cada creyente común y corriente.

Estas iglesias no solo fundarían y apoyarían academias o escuelas de educación clásica. También se comprometerían a ser consistentemente contraculturales frente a todo el ecosistema de la tecnología digital: sin pantallas en el culto; sin IA en la predicación ; sin transmisión en línea; sin teléfonos inteligentes en el edificio; sin presencia en las redes sociales; sin usar aplicaciones en las clases bíblicas; nada más que Biblias físicas traídas de casa. Iglesias como estas tendrían una visión clara y no se engañarían sobre la naturaleza de la amenaza. No intentarían quedarse con el postre y comérselo también.

Estoy abierto a ese enfoque. Pero a menos que estemos dispuestos a llegar tan lejos, me parece que las iglesias del Occidente moderno deberían aceptar que vivimos en una era posterior a la alfabetización y, por tanto, debemos ministrar a gente que vive en tal contexto. Concretamente, esto significa aceptar que la mayoría de los miembros de la iglesia no son ni serán nunca lectores, y que esto no es un problema: que no los hace menos que otros creyentes, y que no impide su madurez en la fe y el servicio de Dios.

Aceptar esto tendría como resultado una visión diferente de la vida cristiana. Esto también nos haría mirar hacia el pasado, y nos haría pensar en tradiciones litúrgicas contemporáneas con modelos de culto heredados de una época premoderna en la que no había alfabetización. Aquellos de nosotros que vivimos en comunidades definidas por la lectura individual de la Biblia tenemos mucho que aprender de ellas.

Nuestras congregaciones no dejarían de centrarse en la Palabra de Dios. Pero estaríamos centrados de manera diferente a como lo hemos estado en el pasado. Quizás necesitemos más, mucho más, lectura oral, incluso memorización y representación, de las Escrituras en la asamblea. Quizás necesitemos una exposición más larga y detallada del texto del sermón. Quizás necesitemos volver a imaginar lo que puede significar la «alfabetización bíblica»: no necesariamente la lectura y relectura de la Biblia individualmente, sino una mente, imaginación y vocabulario llenos de historias, personajes y eventos de las Sagradas Escrituras.

O tal vez no. Estas sugerencias son provisionales, como dije. Estoy abierto a otras, como todos deberíamos estarlo. Pero lo que necesitamos son visiones alternativas. Los cristianos no siempre han sido lectores, y parece que en el futuro previsible la mayoría de los cristianos dejarán de ser lectores. Discernir una forma duradera de fidelidad a las Escrituras para este tiempo nuevo e incierto es uno de los desafíos apremiantes de nuestros días.

Brad East es profesor asociado de teología en Abilene Christian University. Es autor de cuatro libros, entre ellos The Church: A Guide to the People of God y Letters to a Future Saint: Foundations of Faith for the Spiritually Hungry.

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