Es martes, son las 2 de la madrugada y estoy completamente despierta.
Normalmente, puedo culpar a mis hijos por este tipo de cosas, ya sea porque tuvieron un mal sueño, o porque quieren algo de comer, o porque se les olvidó contarme un chiste que escucharon en la escuela. Cosas urgentes. Pero no esta noche. Esta noche es peor. Lo que me despertó no fueron mis hijos, sino la ansiedad provocada por un conflicto en la iglesia que pastoreo junto con mi esposo, Ike. Una decisión que tomamos no fue del agrado de alguien a quien amamos y con quien tenemos una relación cercana; alguien que conoce a nuestra familia y a nuestros hijos; alguien que ha estado en la misión con nosotros por causa del evangelio. Esta persona y su familia están tan molestos que amenazaron con irse.
Tan pronto como mis ojos se abren en la oscuridad, los pensamientos que han estado dando vueltas en mi cabeza durante días vuelven otra vez:
Tal vez si les explicara este pasaje de las Escrituras…
Quizás si lo abordara desde esta perspectiva teológica…
Tal vez si compartiera el sabio consejo que recibimos de los expertos de nuestra congregación…
Tal vez si escucharan las historias de personas heridas en nuestra iglesia…
Los pensamientos siguen y siguen.
A lo largo de mi tiempo en el ministerio, ocasionalmente he experimentado noches de insomnio inducidas por conflictos, pero, como le ha sucedido a muchos pastores, he notado un marcado repunte en los últimos años. En 2020, cuando los líderes de las iglesias en Estados Unidos enfrentaron el triple golpe de la pandemia, la tensión racial a nivel nacional y una elección presidencial que causó gran polarización, el ambiente dentro de nuestras iglesias cambió con ello. El aire de nuestros santuarios quedó contaminado por un profundo partidismo, lo que significó que cada decisión, cada declaración, cada sermón y cada publicación de los pastores en las redes sociales se interpretara a través de un filtro político. Escenarios similares han tenido lugar en muchos países alrededor del mundo.
Como el riesgo de caer en malentendidos se volvió tan alto, mi esposo y yo dedicamos mucho tiempo y pusimos especial atención en explicarlo todo y darnos a entender. Nos esforzamos por explicar las Escrituras que guiaban nuestras decisiones y fuimos transparentes acerca de las voces llenas de sabiduría a quienes estábamos escuchando. Sabíamos que esto sería necesario para infundir confianza en nuestra gente (y normalmente así sucedía); sin embargo, este enfoque también nos enseñó una dura lección.
Lo que hemos aprendido en los últimos dos años es que no importa la exégesis bíblica que uses, no importa el respaldo teológico al que apeles; no importan los datos, los expertos o tu propio historial de integridad. Simplemente no puedes convencer a la gente de algo que ellos no quieren creer.
¿Por qué? Porque la información no es tan poderosa como creemos.
En A Failure of Nerve: Leadership in the Age of the Quick Fix, el autor y terapeuta familiar Edwin Friedman describió nuestra influencia limitada de esta manera: «El malentendido colosal de nuestro tiempo es la suposición de que proveer entendimiento y perspectiva funcionará con personas que no están motivadas para cambiar».
Por mucho que deseemos que sea diferente, la información tiene mucha menos influencia de la que creemos. Descargar los «hechos» en el cerebro de otros no va a hacer que cambien de opinión mágicamente —no obstante, seré la primera en admitir que esto no me ha impedido intentarlo—. Siempre que hay personas en mi iglesia o en mi vida personal que «necesitan ser corregidas» (según yo), salgo inmediatamente con todos los argumentos que puedo emplear para persuadirlos. En segundos, puedo reunir cien puntos de conversación diferentes para convencerlos de la verdad —si tan solo pudiera sentarme con ellos para explicarlos—.
Pero Dios me está mostrando que no estoy simplemente intentando guiarlos, sino que en realidad estoy tratando de controlarlos. He caído en el error de confiar en que el conocimiento, la información y la verdad de la Palabra de Dios funcionarán como las riendas de un caballo, dirigiendo instantáneamente a otros en la dirección que quiero que vayan.
Sin embargo, el tiempo y la experiencia me están enseñando que estoy sobreestimando gravemente mi propio poder de convencimiento. Jesús mismo insinuó el poder limitado de nuestros argumentos al concluir algunas de sus enseñanzas más difíciles con la afirmación: «El que tiene oídos, oiga» (Mateo 11:15). La implicación es que algunos no escucharán. No entenderán, no porque no puedan, sino simplemente porque no lo harán. Ningún número de argumentos, por muy convincente que sea la evidencia o precisa la lógica, los hará cambiar de opinión. No si no desean cambiar de opinión.
Las investigaciones han demostrado que esto es cierto. Cuando utilizamos la información para cambiar la opinión de alguien, en algunos casos puede incluso tener el resultado contrario. El efecto contraproducente es un término utilizado en psicología para describir cómo las personas se comprometen más firmemente con una postura cuando se les presenta información que contradice sus propias creencias.
En lugar de ver la evidencia objetivamente y ajustar sus creencias en consecuencia, algunas personas afianzan aún más sus creencias erróneas. Otros estudios han demostrado que este fenómeno es probable que ocurra especialmente cuando la creencia está ligada a la identidad. Cuando una nueva información se siente como una amenaza a la propia identidad o forma de vida, uno está mucho más motivado para rechazarla.
Gracias a los últimos años de ministerio, Ike y yo hemos aprendido a discernir entre quienes son receptivos y quienes no lo son. Las suposiciones de mala fe sobre nuestros motivos o la falta de curiosidad genuina sobre nuestras decisiones son señales seguras de que nuestras explicaciones serán en vano.
Sin embargo, incluso discernir la falta de una verdadera receptividad no siempre frena mis ilusiones de influencia. A pesar de toda la experiencia que dice lo contrario, sigo teniendo una creencia profundamente arraigada en mi propia capacidad de convencer. Puedo pasar días reflexionando sobre el argumento perfecto, con todos los hechos y perspectivas posibles, hasta que me convenzo que no podrán ser refutados. Pero si hiciera esto en la vida real (abordar a la gente como abogada en lugar de como pastora) sería terriblemente contraproducente. Y ha sucedido. Como todas las formas de control, no funciona. Solo me producirá más ansiedad y tensará aún más mi relación con ellos.
Identificar esta lucha por el control me ha ayudado mucho de dos maneras específicas. La primera se refleja bien en la frase Si lo llamas por su nombre, podrás controlarlo. La tensión en mi cuello, espalda y mandíbula; la espiral de mis pensamientos llenos de ansiedad; y el insomnio que sigue son señales reveladoras de que estoy tratando de controlar algo que Dios no me ha dado para controlar. Nombrar esta tentación me ayuda a replantear lo que realmente está sucediendo: no estoy simplemente tratando de pastorear a mi gente, estoy tratando de controlarlos.
En segundo lugar, esta comprensión sobre el control ha enfatizado la prioridad de escuchar como clave para el ministerio pastoral. Nuestra cultura se ha polarizado cada vez más, en parte porque estamos experimentando el «efecto contraproducente» a escala social. Cuando intentamos controlarnos unos a otros con argumentos o intentos de persuasión, a menudo alejamos aún más a nuestros disidentes. En un ambiente como este en el que hay tanto ruido, la práctica de «estar listos para escuchar, pero no apresurarse para hablar» no solo es bíblicamente fiel (Santiago 1:19), sino también es un imperativo misional.
Tanto de manera estructurada como espontánea, Ike y yo buscamos escuchar a nuestros feligreses de manera intencional, especialmente a aquellos que puedan estar descontentos o enojados. Estos tiempos en que nos enfocamos a escuchar sirven como testimonio contracultural en una sociedad fracturada por sus problemas de control.
Confrontar mi constante tentación a ejercer control sobre otros ha sido crucial para mi propia salud espiritual como pastora. No podemos controlar a nuestra gente, e intentar hacerlo solo causará daño. Cuando encontramos los límites de nuestra influencia, podemos hacer una de dos cosas: resistir, o reconocer la situación como una oportunidad para dejar de lado una carga que nunca debimos soportar. Los límites de nuestra persuasión no son siempre una señal de la Caída. A menudo, son una señal del orden correcto de las cosas. Nos recuerdan que es hora de tomar el yugo más ligero y confiar plenamente en el Espíritu Santo —el único que realmente puede mover los corazones e iluminar las mentes—, para que haga el trabajo pesado por nosotros.
Sharon Hodde Miller sirve como líder en la iglesia Bright City en Durham, Carolina del Norte, junto con su esposo, Ike. Obtuvo un doctorado por medio de una investigación sobre las mujeres y sus vocaciones. Su último libro es The Cost of Control.
Partes de este artículo están adaptadas de The Cost of Control de Sharon Hodde Miller (Baker Books, una división de Baker Publishing Group, © 2022). Usado y traducido con permiso.