Cuando nos encontramos en una etapa de la vida similar a la de quienes nos rodean, solemos fijarnos en cómo los demás llevan su situación para compararnos. Puede ser el noviazgo en la escuela secundaria, la temporada de bodas que comienza en la universidad y continúa en la década siguiente, y especialmente la etapa de tener hijos. En nuestro caso, quizás el motivo subyacente de la comparación sea un sentido de competencia; sin embargo, en el relato de Lucas, eso queda totalmente eclipsado al colocar en el centro el reino venidero de Dios.
El ángel Gabriel le anunció a María que daría a luz un hijo milagrosamente, y que su prima Elisabet también había quedado embarazada en su vejez. Cuando María visitó a Elisabet, seguramente las dos mujeres habrían notado las diferencias entre sus situaciones. La vergüenza de Elisabet terminó cuando quedó embarazada; la de María comenzó con su embarazo. El hijo de Elisabet fue concebido dentro de la institución del matrimonio, el de María fue concebido por el Espíritu Santo.
La tensión que imagino en este encuentro se acentúa aún más en el Magníficat. Ante la inminente entrada de Cristo en el mundo, el cántico de María describe el tipo de reino que Él vendría a establecer. Un reino que invertirá las normas sociales. Los orgullosos serán dispersados, los ricos serán enviados con las manos vacías. Los humildes serán exaltados y los hambrientos saciados. Cuando leemos el relato de Lucas, queda claro que Elisabet había sido exaltada, y que María lo fue aún más. Sin embargo, para el ojo contemporáneo y poco perspicaz, Elisabet tenía derecho a estar orgullosa y María no tenía ninguno.
Qué comprensible habría sido que María solo buscara refugio en ese encuentro, o que Elisabet solo ofreciera conmiseración. Tal vez podrían haber caído en la incomodidad de no reconocer sus diferencias mientras se preparaban para los nacimientos venideros.
Pero Lucas no registra tensión ni tristeza entre las dos mujeres. Más bien registra alegría. Más allá de la manifestación externa de sus embarazos, la similitud más importante entre ellas era el peso de lo milagroso: la evidencia de que Dios está presente, activo y profundamente involucrado en nuestras vidas. Como dijo Charles Spurgeon sobre el Magníficat: «¡Oh, cuánto debemos alegrarnos en él, cueste lo que cueste nuestra unión con él!».
La exultación de Elisabet y el cántico de María me llevan a hacerme algunas preguntas apremiantes: ¿Buscan mis ojos las obras de Dios aunque vaya en contra de lo socialmente aceptable? ¿Sería capaz de llamar «bienaventurado» a alguien aunque ello exigiera humildad en mis deseos más profundos?
Porque Él es misericordioso, mi alma debe darle gloria y mi espíritu debe alegrarse. Quiero exclamar con gozo en medio de nuestras diferencias como Elisabet o cantar alabanzas ante la persecución comunitaria como María; no por llevar la contra, sino a fin de centrarme en la gloria venidera del reino de Cristo.
Dorothy Bennett tiene una maestría en Teología y Arte por la Universidad de St Andrews. Actualmente codirige una empresa de mercadeo de video en Austin, Texas.