Hace unas semanas, un comentarista identificó lo que él cree que es la mentalidad dominante de nuestra época. Lo llama «mentalidad de arca», basando su argumento en el relato bíblico de Noé y el diluvio. [Los enlaces redirigen a contenidos en inglés].
La «mentalidad de arca», argumenta Venkatesh Rao, sucede cuando abandonamos la idea de intentar resolver los grandes problemas del mundo y, en cambio, buscamos un «arca» en donde resistir las tormentas en esta era de ansiedad.
Rao señala la indolencia con la que la mayoría de la gente ve «la bola de nieve de problemas globales y crisis hacia las que nos precipitamos», ya sean los anuncios de una tercera guerra mundial nuclear, otra pandemia global o el derrumbe de la economía. Él especula que incluso la noticia de una invasión alienígena se recibiría con un ¿Y qué puedo hacer yo al respecto?, y una especie de aburrida aceptación. Esto, escribe, es un mecanismo de supervivencia para la gente en una nueva época de oscuridad.
El objetivo de un arca, después de todo, es «sobrevivir a un diluvio catastrófico mientras se preserva, en la medida de lo posible, todo lo que te importa», escribe Rao.
Para algunos en el sector tecnológico, el arca serían las criptomonedas, la inteligencia artificial o el metaverso. Otros parecen estar reduciéndose a las estrechas subculturas del trabajo, los intereses o la vida personal.
«Si puedes esconderte dentro de algo, y desconectar o reconfigurar engañosamente el resto de la realidad, entonces eso funciona como un arca», dice Rao.
Si la «geología del diluvio» es la perspectiva que defienden algunos grupos creacionistas para explicar fenómenos como el Gran Cañón, yo creo que se podría llamar a la tesis de Rao una especie de «psicología del diluvio».
Su metáfora captó mi atención porque actualmente estoy enseñando Génesis 1-11 (que incluye el relato de Noé) en un seminario dominical en mi iglesia. Me detuve para preguntarme si su metáfora realmente podría tener algo de verdad acerca de esta época y, si fuera así, si la iglesia podía aprender de ello.
Sin duda Rao tiene razón en que vivimos en una era extraordinariamente ansiosa. También tiene razón en que vivimos en un momento en el que el cinismo a menudo se manifiesta como una insensibilidad o indolencia autoprotectora. Al menos parte de esto se debe al fracaso de los grandes esfuerzos utópicos por resolver grandes problemas que no han funcionado. Para muchas cuestiones —a menudo algunas de las peores—, la respuesta se encuentra en la pequeña escala y en lo local, en los «pequeños pelotones» de la iglesia, la familia y la comunidad.
Incluso así, creo que Rao no ve claramente el meollo de la historia del arca de Noé, y quizá los cristianos tampoco.
El arca no era un mecanismo de supervivencia. Noé no la buscó. De hecho, el libro de Hebreos describe la construcción de este barco como un acto de fe por parte de aquel que fue «advertido sobre cosas que aún no se veían» (Hebreos 11:7). Cuando Jesús comparó los últimos días con «los días de Noé», no estaba hablando de lo impactantes y disruptivos que serían esos días, sino lo tranquilos, aburridos y comunes que resultarían.
La gente de aquella época no estaba ansiosa, sino que «comían, bebían y se casaban y daban en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca; y no supieron nada de lo que sucedería hasta que llegó el diluvio y se los llevó a todos» (Mateo 24:37-39).
El arca no era el mecanismo para protegerse a fin de sobrevivir: la vida cotidiana lo era.
El apóstol Pedro le escribió a un grupo disperso de cristianos del primer siglo que habían estado esperando el regreso de Cristo. Al igual que Jesús, Pedro advirtió que el mayor obstáculo para estar preparados es la sensación de cotidianeidad.
Los que se burlan dirían: «¿Qué hubo de esa promesa de su venida? Nuestros padres murieron, y nada ha cambiado desde el principio de la creación» (2 Pedro 3:4).
Esta estabilidad mundana puede llevarnos a olvidar lo repentino del diluvio que una vez sumergió la tierra. La señal del arcoíris en el cielo apunta al pacto mediante el cual Dios prometió no volver a destruir nunca más la tierra con un diluvio.
Para los que creen haber sido abandonados por Dios —puesto que el final aún no ha llegado; lo sabemos porque la tierra no ha sido purgada con fuego y los cielos nuevos y la nueva tierra aún no están aquí—, Pedro escribió que lo que estaban viendo no era la falta de atención de Dios, sino su paciencia: «porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan» (2 Pedro 3:9).
En cierto modo, lo que se necesita de la iglesia es una versión de la «mentalidad de arca» de Rao. Hemos de recordar que así como «solo pocas personas, ocho en total, se salvaron mediante el agua» en el arca, nosotros somos bautizados en Cristo. En él ya hemos pasado por la mayor crisis de todas: el juicio de Dios.
Por eso la vida cristiana comienza con algo tan extraño como pasar por el agua. El apóstol Pablo nos enseña que nuestros ancestros, el pueblo de Israel, fue «bautizado» al pasar ilesos por las mismas aguas que sobrepasaron a los ejércitos egipcios (1 Corintios 10:1-2). Pasaron por las aguas del Jordán hasta la tierra prometida. Y al comienzo de su ministerio Jesús fue al mismo río Jordán para ser bautizado. Esa es nuestra historia.
Hasta cierto punto, lo que la iglesia hace es señalar al arca y advertir, como dice la vieja canción: «No habrá más agua, será el fuego la próxima vez». Y, aun así, o quizá por eso mismo, nosotros deberíamos vernos no solo en el principio del diluvio, sino también en su final.
Cuando las aguas bajaron, dice la Biblia, Noé envió algunos pájaros como exploradores. El cuervo nunca regresó. Esta era una señal ominosa, puesto que los cuervos son carroñeros que se alimentan de lo que está muerto. La destrucción aún los rodeaba.
Después, sin embargo, envió a una paloma. Al principio la paloma regresó porque «no encontró un lugar donde posarse» (Génesis 8:9). También malas noticias. En su segundo vuelo, la paloma regresó con una hoja de olivo recién arrancada. Significaba esperanza y una señal de vida. Había algo allá, en el otro lado. Sin embargo, fue aún mejor cuando la paloma no regresó. Había un futuro suficiente ahí afuera como para que el pájaro descansara fuera del arca. Había encontrado un hogar.
Cuando Jesús bajó a las aguas del bautismo, su primo Juan se escandalizó. El bautismo de Juan, después de todo, era para pecadores y víboras que necesitaban temer la ira venidera. Juan sabía desde sus días en el vientre de su madre que Jesús no entraba en esa categoría. Y, aun así, Jesús se identificó a sí mismo con nosotros, pecadores, igual que cuando se sometió al bautismo de fuego de la cruz romana (Lucas 12:49-50).
Y, cuando salió del agua, el Espíritu Santo descendió sobre él como una paloma. Una vez más, una paloma avistaba la nueva creación, encontraba vida tras el juicio y señalaba hacia el hogar.
Cuando Jesús se marchó, nos dijo que no nos había abandonado, sino que enviaba al mismo Espíritu Santo para recordarnos: «En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas» (Juan 14:1-18).
La ansiedad que tenemos alrededor es real. A veces parece que el mundo entero está teniendo un ataque de nervios, todos al mismo tiempo. Quizá lo vemos con más claridad en el creciente número de adolescentes que se enfrentan a un alza sin precedentes de problemas de salud mental. Otros —muchos de sus padres, abuelos, amigos y vecinos— no sienten ansiedad, pero han abandonado toda esperanza para el futuro.
Para un mundo como este, nuestro mensaje no debería ser encontrar distracciones, es decir, trivialidades que nos insensibilicen de lo que parece ser un mundo aterrador. Tampoco deberíamos acostumbrarnos a como son las cosas, contentos de alimentarnos con lo que está muerto.
Recluirte en un arca no te hará sobrevivir al diluvio de ansiedad del mundo. Las arcas que construimos jamás serán suficientes para las aguas que enfrentamos.
Sin embargo, hay vida al otro lado de las aguas.
Russell Moore es editor jefe de Christianity Today.
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.