Coloquialmente tendemos a usar dos palabras para referirnos a la indiferencia: ambigüedad y ambivalencia. Pero de acuerdo con el diccionario ninguna de estas palabras significa «falta de sentimiento». Ambivalencia significa tener una combinación de varios sentimientos, mientras que ambigüedad indica falta de claridad.
Parte de la confusión se debe a que, a menudo, lidiamos tanto con una gran variedad de sentimientos como con falta de claridad. En el primer caso, te vuelves indiferente como una manera de solucionar el conflicto entre ideas contrarias o paradójicas; en el segundo, la indiferencia viene como resultado de no poder identificar con exactitud qué es lo que se siente. Y cuando nos sentimos abrumados o sumergidos en la incertidumbre, a menudo es más fácil ignorar nuestros sentimientos por completo.
Sin embargo, me parece necesario para nuestro crecimiento espiritual que aprendamos a vivir con la ambivalencia que conlleva tener ideas y sentimientos encontrados, especialmente en estos tiempos de debates acalorados y opiniones candentes y superficiales.
Hace poco releí el libro de Lamentaciones y me sorprendió la ambivalencia del profeta Jeremías. Su recuento del asedio babilonio a Jerusalén en 586 a. C. está repleto de emociones, realidades devastadoras y verdades que a primera vista parecen disparatadas.
Por años, el pueblo de Israel se había rebelado contra Jehová, desobedeciendo sus mandamientos y haciendo cosas que no aprueba el Señor: «Aplastar bajo los pies a todos los prisioneros de un país, privar del derecho a un hombre en presencia del Altísimo, defraudar a un hombre en su litigio…» (Lamentaciones 3:34-36, NBLA). Debido al juicio divino, Jerusalén finalmente sucumbió ante sus enemigos. El asedio fue tan intenso que en un intento por sobrevivir (Lamentaciones 2:20), las mujeres se vieron obligadas a consumir a sus propios hijos (Jeremías 19:9).
A lo largo de su libro, Jeremías da voz a su agonía personal y a la de su pueblo.
Él reconoce y confiesa que todo aquello por lo que están pasando es consecuencia de sus actos, pero también clama por la misericordia de Dios, afirmando que su castigo es más de lo que pueden soportar. Jeremías representa a Jerusalén como una mujer promiscua y argumenta que sus enemigos se aprovecharon de ella. Ella confió en gente que terminó por abusarla y degradarla, gente que solo le trajo dolor y sufrimiento.
Sin embargo, lo que me resulta interesante es que si había alguien que se había mantenido puro en medio de esta situación y, por lo tanto, tenía el derecho a pronunciar el juicio de Dios sobre Israel con una visión justa, ese era Jeremías.
Por años, él previno a su gente de la destrucción inminente, pero fue perseguido y encarcelado por hacerlo. Y aun así, Lamentaciones no contiene ni el más mínimo atisbo de triunfalismo. No hay ningún «se los dije», «miren lo que han hecho» u «obtuvieron lo que cosecharon».
Parte de la razón por la que el lamento de Jeremías es tan poderoso es precisamente que no intenta encontrar culpables. El objetivo del libro de Lamentaciones es confesar e implorar por la misericordia de Dios. Así que, en vez de señalar con el dedo a otras personas, Jeremías se cuenta a sí mismo entre los culpables y confiesa como suyos pecados que él no cometió. El resultado es una respuesta humilde, compleja y profundamente humana. También es ambivalente, llena de sentimientos contradictorios: lamento, culpa, vergüenza, arrepentimiento, anhelo, fe y esperanza.
La habilidad de Jeremías de vivir en medio de la tensión de realidades que parecen dispares es una de las señales más importantes de una mente y un espíritu maduros. En su libro, Surprised by Paradox [Sorprendida por la paradoja], Jen Pollock Michel escribe [enlaces en inglés]:
«Permitir la paradoja no implica un acercamiento débil a la teología. Por el contrario, permite una teología robusta, una que está llena de asombro y que no solo considera a Dios como más maravilloso de lo que podemos concebir, sino que también despierta en nosotros el deseo… de verlo tal como es».
He pensado en todo esto a la luz de la anulación del fallo Roe vs. Wade, el caso histórico de la Corte Suprema que elevó el aborto (incluido el aborto por elección) al nivel de derecho constitucional durante casi 50 años en los Estados Unidos. Muchos provida están viendo esta decisión como la respuesta a décadas de oración, activismo y fuerza política.
Pero otras respuestas han sido más complicadas, y —me atrevo a decirlo— ambivalentes.
Considere estas palabras, escritas de manera anónima, por un pastor provida cuya hija quedó embarazada tras una violación:
«Hay muchas mujeres, tanto cristianas como no cristianas, que han tomado la decisión de preservar la vida del bebé en el vientre de su propia autonomía y que, sin embargo, no comparten la euforia del movimiento político provida, a pesar de que muchas de ellas creen firmemente que la vida es siempre la única decisión sabia. Muchas incluso creen en alguna forma de legislación que pastoree a las mujeres para que lleguen por sí mismas a la elección correcta; sin embargo, ellas no están en los desfiles de victoria con políticos, activistas y moralistas que creen que han ganado una gran batalla».
Los cristianos provida que tienen sentimientos ambivalentes sobre la decisión de la Corte Suprema no son indiferentes. No ven el aborto como algo ambiguo o poco claro. De hecho, para muchos de ellos, las cosas están excepcionalmente claras. Ellos entienden que debemos continuar el trabajo por leyes justas y ecosistemas sociales que apoyen la vida. Nosotros debemos valorar por igual a las mujeres y a los niños no nacidos.
Pero aun cuando reconocen lo que está claro, también reconocen que claridad no es lo mismo que simplicidad. Y, por tanto, habitan en la ambivalencia del momento mientras abrazan una multitud de respuestas.
Duelo por las vidas perdidas. Gozo por las vidas salvadas. Vergüenza por la prontitud con que adoptamos medios mundanos para alcanzar ciertos fines. Ira por la misoginia no confrontada tanto en los púlpitos como en las oficinas más importantes del país. Decisión para trabajar por una sociedad justa que valore la vida de todos los seres humanos desde el vientre hasta la tumba. Y sí, incluso preocupación por las nuevas leyes estatales que no serán escritas con el suficiente cuidado como para proteger la vida de las mujeres.
Como Jeremías, debemos reconocer que todos los pensamientos y realidades dispares pueden ser verdaderos al mismo tiempo. Debemos mantenerlos en tensión y rehusarnos a optar por la solución más fácil, ya sea el triunfalismo o la apatía.
También debemos admitir que somos parte de algo más grande que nosotros mismos. Porque así como fue cierto para las mujeres de Jerusalén, la aniquilación infantil muchas veces es el resultado de pecados más grandes y colectivos.
La fidelidad de Dios es siempre más grande que nuestra complicidad. Si bien es cierto que el libro de Lamentaciones modela ambivalencia, su mensaje principal es la esperanza libre de incertidumbres.
Jeremías escribe: «Ciertamente mi alma lo recuerda y se abate mi alma dentro de mí. Esto traigo a mi corazón, por esto tengo esperanza: que las misericordias del Señor jamás terminan, pues nunca fallan sus bondades; son nuevas cada mañana; ¡grande es tu fidelidad!» (Lamentaciones 3:20-23).
Si nuestro testimonio público como cristianos dependiera de nuestra habilidad para preservar ciertas posturas morales, o incluso de nuestra habilidad para actuar conforme a ellas, este sería un testimonio muy pobre. Nuestro testimonio público descansa en la firmeza de nuestras propias convicciones.
Al contrario, un testimonio público claramente cristiano consiste en señalar siempre hacia la fidelidad de Dios a pesar de nuestras fallas morales. Al hacer esto, aprendemos que podemos elegir cosas difíciles y contraintuitivas debido a quién es Él.
Ese pastor anónimo cuya hija eligió la vida de su bebé a pesar del dolor de su violación describió el poder de esa decisión: «(Estas mujeres) encontraron dentro de sí una humanidad que refleja a Dios por ser sacrificial, valiente y empoderante. Ellas eligieron tener un bebé, traer al mundo una nueva creación. De su propio vacío, ellas formarían algo nuevo».
Lo que se describe aquí es el camino de la cruz. Es el camino del sufrimiento, de dar la vida de uno por alguien más. Es el camino de Jesús y el camino de Jeremías.
La tradición nos dice que Jeremías sufrió con su gente. Él no estuvo exento del sufrimiento ni fue llevado a un lugar seguro. Él ni siquiera fue llevado a Babilonia con la promesa de que sus descendientes regresarían (Jeremías 29:10-11). Al contrario, Jeremías estuvo preso en Jerusalén, soportó el asedio de los Babilonios y eventualmente, fue llevado por la fuerza a Egipto con el resto de sus conciudadanos. Y allí, según se dice, murió.
Jeremías murió en el exilio sin presenciar el rescate del pueblo de Israel. Él murió como vivió: en la ambivalencia. Reconociendo lo que fue prometido y lo que todavía faltaba por cumplirse.
Pero también murió con esperanza: murió creyendo.
«“El Señor es mi porción”, dice mi alma, “por tanto en Él espero”. Bueno es el Señor para los que en Él esperan, para el alma que lo busca. Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lamentaciones 3:24-26)
Hannah Anderson es la autora de Made for More, All That’s Good y Humble Roots: How Humility Grounds and Nourishes Your Soul.
Traducción por Hilda Moreno Bonilla.
Edición y adaptación en español por Livia Giselle Seidel.