Para la generación presente, la «temporada navideña» comienza en algún momento de noviembre. Las luces cuelgan en las calles, las tiendas están decoradas con rojos y verdes, y no puedes encender la radio sin escuchar canciones acerca del espíritu de la temporada y la gloria de Santa Claus. La emoción llega a su clímax la mañana del 25 de diciembre y después se interrumpe abruptamente. Se acabó la Navidad, comienza el año nuevo y la gente vuelve a sus vidas normales.
Sin embargo, la celebración cristiana más tradicional de la Navidad indica justamente lo contrario. La temporada de Adviento comienza el cuarto domingo antes de Navidad, y durante casi un mes los cristianos esperan la llegada de Cristo con un espíritu de expectativa, cantando himnos de anhelo. Entonces, el 25 de diciembre, el mismo día de Navidad, comienzan doce días de gran celebración que terminan el 6 de enero con la festividad de la Epifanía.
Las exhortaciones a seguir este calendario en vez del secular se han vuelto comunes en esta época del año. Sin embargo, a menudo la invitación llama a prestarle al Adviento la atención debida, relegando los doce días de Navidad a las palabras de un villancico tradicional. La mayoría de las personas, sencillamente están demasiado cansadas después del día de Navidad como para seguir celebrando.
Los «verdaderos» doce días de la Navidad son importantes no solo como un modo de echar por tierra la idea secular de «la temporada navideña». Son importantes porque nos ofrecen una manera de reflexionar en lo que significa la Encarnación en nuestras vidas. La Navidad conmemora el suceso más trascendental de la historia humana: la entrada de Dios en el mundo que Él creó, en la forma de un bebé.
El Logos a través del cual fueron creados los mundos hizo su morada entre nosotros en un tabernáculo de carne. Una de las oraciones del día de Navidad en la liturgia católica encapsula lo que significa la Navidad para todos los creyentes: «Oh, Dios, que maravillosamente creaste la dignidad humana, y aún más maravillosamente restauraste, concédenos participar de la divinidad de Cristo, quien se humilló a sí mismo para compartir nuestra humanidad». En Cristo nuestra naturaleza se unió a Dios, y cuando Cristo entra en nuestros corazones, Él nos lleva dentro de esa unión.
Las tres fiestas tradicionales que siguen a la Navidad (que se remontan a finales del siglo V) reflejan diferentes maneras en las que el misterio de la Encarnación se hace real en el cuerpo de Cristo. El 26 de diciembre es el día de San Esteban: un día dedicado tradicionalmente a dar las sobras a los pobres (como se describe en el villancico «El buen rey Wenceslao»). Como uno de los primeros diáconos, Esteban fue el precursor de todos aquellos que manifiestan el amor de Cristo mediante la generosidad con los necesitados. Pero, más allá de eso, fue el primer mártir del Nuevo Pacto, testigo de Cristo a través del don definitivo de su propia vida. San Juan el Evangelista, conmemorado el 27 de diciembre, tradicionalmente es el único de los doce discípulos que no murió como mártir. En cambio, Juan fue testigo de la Encarnación a través de sus palabras, poniendo la filosofía griega de cabeza con su afirmación: «Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros» (Juan 1:14, NVI).
El 28 de diciembre celebramos el día de los Santos Inocentes: los niños asesinados por Herodes. Estos no fueron mártires como Esteban, quien murió heroicamente en una visión del Cristo glorificado. A ellos no se les inspiró como a Juan para que hablaran la Palabra de vida y comprendieran los misterios de Dios. Ellos murieron injustamente antes de haber tenido la oportunidad de conocer o desear: pero, de todas maneras, murieron por Cristo. En ellos vemos la larga agonía de los que sufren y mueren por medio de la injusticia humana, sin saber nunca que han sido redimidos. Si Cristo no hubiera venido también por ellos, entonces ciertamente Cristo habría venido en vano. Al celebrar a los Santos Inocentes recordamos a las víctimas del aborto, la guerra y el abuso. Renovamos nuestra fe de que la venida de Cristo trae esperanza a los más desesperanzados. Y, del modo más radical posible, confesamos que, al igual que los niños asesinados, nosotros somos salvos por la mera misericordia de Cristo, no por nuestras acciones ni por nuestros conocimientos.
En la Edad Media estos tres festivos se dedicaban a diferentes partes del clero. Esteban, convenientemente, era el patrón de los diáconos. El día de Juan el Evangelista estaba dedicado a los sacerdotes, y el de los Santos Inocentes a los jóvenes que se preparaban para el clero y servir en el altar. Los subdiáconos (una de las «órdenes menores» que se desarrollaron en la primera iglesia) objetaron que ellos no tuvieran un festivo propio. Así que se volvió costumbre celebrar «la Fiesta de los Locos» alrededor del 1 de enero, a menudo en conjunción con la celebración de la circuncisión de Cristo (también fue uno de los primeros días dedicados a la Virgen María, y se sigue celebrando hoy como tal por los católicos romanos).
Los doce días de Navidad vieron celebraciones similares de los revoltosos y los rebeldes. A menudo se elegía en Navidad un «Señor del Desgobierno» que regía las festividades hasta Epifanía. Tradicionalmente se solía escoger a un muchacho en edad escolar como obispo el 6 de diciembre (el día de San Nicolás) y cumplía con todas las funciones del obispo hasta el día de los Santos Inocentes. La temporada navideña también a veces incluía «la Fiesta del Asno», que conmemoraba el tradicional presente del asno en el pesebre. Ese día se suponía que la gente tenía que rebuznar como un burro en los lugares de la misa donde normalmente se decía «Amén».
Es fácil despreciar todas estas costumbres como restos de paganismo (cosa que son muchas de ellas) o, en el mejor de los casos, como tonterías irrelevantes e inocentes. De hecho, la iglesia medieval desaprobaba la mayoría de estas prácticas, y los reformadores del siglo XVI terminaron el trabajo de suprimirlas. Pero, quizá, aquí haya un mensaje que es digno de considerar: que, en palabras de los paganos horrorizados de Tesalónica, el mensaje de Cristo «vuelve el mundo entero del revés». En el nacimiento de Jesús, Dios ha sacado a los poderosos de sus tronos y ha exaltado a los miserables. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidió con las manos vacías.
Nada volverá a ser seguro o normal. En palabras de Michael Card, somos llamados «a seguir al necio de Dios». Y, aun así, paradójicamente, este, el mayor de los revolucionarios, no era un rebelde. Aquel que reveló el sorprendente significado de la ley de Dios y tiró al suelo las mesas de las tradiciones humanas, no obstante, se sometió a ser circuncidado según las enseñanzas de Moisés.
Finalmente, en la Epifanía (el 6 de enero), la celebración de la Navidad llega a su fin. «La duodécima noche» (como saben los amantes de Shakespeare) es la celebración final de la locura de la Navidad (la obra de Shakespeare presenta a uno de sus muchos «tontos sabios» que comprenden el verdadero significado de la vida mejor que aquellos que creen estar cuerdos). La Epifanía conmemora el comienzo de la proclamación del Evangelio, la manifestación de Cristo a las naciones, como se muestra en tres sucesos diferentes: la visita de los magos, el bautismo de Jesús y la conversión del agua en vino. En la tradición occidental, los magos predominan. Pero en las iglesias orientales el bautismo de Jesús tiende a ser el tema principal.
En el metro de Bucarest, los niños guían a corderos caminando por los trenes, conmemorando al Cordero de Dios a quien señalaba Juan. Los cristianos ortodoxos tradicionalmente bendicen sus hogares con agua bendita en este día o uno cercano. En ningún otro lugar se celebra la Epifanía con más alegría que en Etiopía. Peregrinos de todo el país convergen en la antigua ciudad de Axum, donde se bañan en grandes tanques cuyas aguas han sido bendecidas por un sacerdote.
La Epifanía a menudo es un festivo olvidado (aunque, por la circunstancia de que el cumpleaños de la madre de Edwin cayese en el 5 de enero, su familia desapegada a la liturgia preservó la antigua tradición de mantener la decoración navideña hasta Epifanía). Como el verdadero punto final de la temporada navideña, sin embargo, la Epifanía nos devuelve al mundo para vivir la Encarnación, es decir, para ser testigos de la luz de Cristo en la oscuridad. Siguiendo a Jesús hemos sido bautizados en su muerte y resurrección. Ya sea que seamos llamados al martirio, al testimonio profético o simplemente a vivir con fidelidad en los gozos y sombras de nuestras vidas cotidianas, vivimos todos nuestros días en el conocimiento de nuestra dignidad, redimidos por medio de Cristo y unidos a Dios.
Somos parte de la extraña sociedad de personas cuyo mundo ha sido puesto del revés, y salimos a ser testigos de esta revoltosa verdad: «Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria (…). De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia» (Juan 1:14, 16).
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.