No es necesariamente un secreto: muchos pentecostales han respondido a la pandemia actual de maneras que son tanto bizarras como preocupantes. Estas respuestas han eclipsado la cordura y la generosidad de muchos cristianos fieles y llenos del Espíritu, a la vez que han reforzado la idea de que la teología pentecostal es fatua y barata.
Esto es desafortunado porque el pentecostalismo tiene muchos dones que ofrecer. En su esencia, se trata de una doctrina mística y profética, que nos enseña a vivir vidas profundamente saturadas de oración. La teología pentecostal nos enseña que el ministerio debe comenzar y terminar en la oración. Nos enseña que debemos tener grandes expectativas sobre la obra de Dios en el mundo, y a la vez tener un profundo sentido de responsabilidad personal y comunitaria. Nos enseña a no temer lo nuevo ni idolatrar lo familiar, y que el poder divino detrás de Pentecostés es el amor de Dios revelado en la Cruz. Todas estas son verdades que la iglesia necesita en esta crisis actual.
Orar como haciendo jazz
Si sabes algo sobre el pentecostalismo, sabes de su estilo de oración. El teólogo de Harvard, Harvey Cox, lo comparó con el jazz debido a su divertida extemporaneidad y entusiasmo colaborativo. Los pentecostales creen que esta improvisación es una forma de mantener el ritmo con el Espíritu Santo. Es por eso que nuestras oraciones a menudo tienen el aroma de un avivamiento del pasado, en una carpa abierta por los costados e instalada en cualquier lugar, en cualquier momento, conforme a la guianza de Dios. La oración pentecostal se trata, en esencia, de una apertura radical a Dios, y está marcada por la disposición a ser sorprendida y a ser cambiada.
Esta apertura en la oración lleva a los pentecostales a improvisar también en otros ministerios. Cuando somos fieles a nuestro llamado, estamos dispuestos a abandonar las formas tradicionales de llevar a cabo nuestro ministerio, y a adaptarnos a las necesidades de aquellos a quienes estamos llamados a servir.
No consideramos a la iglesia un medio para un fin, ni tampoco un fin en sí misma. Por lo tanto, estamos dispuestos a olvidar formas familiares de hablar y a aprender nuevos idiomas, tanto literal como figurativamente, porque esperamos escuchar a Dios hablar de maneras que nunca podríamos haber anticipado. Esto es lo que realmente significa “hablar en lenguas”.
Siempre es difícil saber qué decir en tiempos de dolor y pérdida; pero cuando somos fieles a la sabiduría que hemos recibido, sabemos que lo que decimos a los demás debe ser moldeado ante todo por lo que nosotros le decimos a Dios en nombre de los demás. En otras palabras, el ministerio fiel siempre comienza y termina en la oración intercesora.
Aun cuando tratamos de dar buenas respuestas a las difíciles preguntas teológicas que surgen en este tiempo, nunca debemos olvidar que para que esas respuestas sean útiles, deben estar arraigadas en la oración. No se trata de una oración educada y confiada en sí misma, sino de una oración cruda e incansable, una oración que lamenta y protesta, que demanda e interroga, que suplica e invoca; una oración que es radical y confiadamente abierta a Dios delante de los demás, y abierta a los demás delante de Dios.
Creo que la iglesia necesita este tipo de apertura en medio de esta crisis. Necesitamos un “atrevimiento santo”, uno que no tenga nada que ver con vivir como si estuvieramos protegidos del daño; que no declare tener un “conocimiento secreto” sobre la voluntad de Dios, o que afirme tener poder sobre desastres y enfermedades, pero que tenga todo que ver con seguir al Espíritu Santo de Dios en las tinieblas, acompañando a los que están sufriendo y siendo Cristo para ellos.
Amar como Dios
El pentecostalismo, en su forma más pura, debe estar profundamente enfocado en la comunidad y en las misiones. Sabe que el amor a Dios no puede separarse del amor al prójimo y que la oración no puede separarse de la acción. Como observó recientemente la teóloga Lucy Peppiatt, los pentecostales no sólo creen firmemente en la participación de Dios en todos los aspectos de la vida, sino que también creen —con la misma firmeza— en el llamado a que el pueblo de Dios participe en lo que Dios está haciendo en el mundo.
Contrario de lo que algunos podrían pensar, este es un tema constante en la teología pentecostal. Daniel Castelo, profesor de teología en la Universidad del Pacífico de Seattle, argumenta, por ejemplo, que la espiritualidad pentecostal es una forma de misticismo. Esto no es un misticismo de retiro espiritual, sino de mediación e intermediación. En su reciente libro, El Espíritu y el Bien Común, Daniela Augustine, profesora de teología en la Universidad de Birmingham, enfatiza el mismo punto: “El Espíritu Santo eleva la vida humana ‘Cristificada’ como el medio visible de la gracia invisible. … De hecho, la sanación de todo el cosmos comienza desde dentro de una humanidad santa y saturada por el Espíritu”.
Todo lo anterior para decir que los ministerios pentecostales están motivados por este doble deseo: comulgar profundamente con Dios, y ver a todos los demás atraídos a la misma comunión. Este misticismo es una fuente de renovación para la iglesia.
Dale Coulter, profesor de teología histórica en la Universidad Regent, ha demostrado cómo algo similar ya ha sucedido antes, después de la peste negra en la Edad Media. Argumenta que en la presente pandemia, una vez más “los pastores y sacerdotes necesitan convertirse en directores espirituales, guiando a sus rebaños, y a la vez volviéndose por dentro para encontrar al Dios crucificado”.
La teología pentecostal nos enseña a anhelar la edad en que todo el pueblo de Dios será profeta. Pero no pensamos en la profecía como una forma de magia. Creemos que la verdadera profecía no se trata tanto de predecir el futuro, sino más bien de ver cómo Dios nos ayuda a cuidar de nuestro prójimo de la forma en que más desesperadamente lo necesitan.
La verdadera profecía nos da una idea de lo que ha sucedido y lo que está sucediendo; lo que está verdaderamente bien y verdaderamente mal en el mundo, y, de esta forma, nos permite ver e invocar un futuro mejor.
Al entrar en comunión con la pasión de Cristo en la oración, nos encontraremos conmovidos con compasión por los demás, y desearemos actuar en consecuencia. El mismo Espíritu que nos lleva a volvernos, místicamente, hacia Cristo crucificado, nos llevará a dirigirnos, proféticamente, hacia aquellos por quienes Cristo se ofreció en sacrificio. Siguiendo al Espíritu de Dios, entraremos en la oscuridad en lugar de negarla, confiando en que la luz de Dios ya está emanando desde sus profundidades con todo su esplendor. Esto es lo que significa ser profético: proclamar vida sobre huesos secos.
Bendecir a los pobres
Como pentecostal y como teólogo pentecostal, siento la necesidad de ser honesto acerca de nuestros fracasos, pasados y presentes. Sé que hay preguntas difíciles sobre la integridad y los efectos de nuestras enseñanzas y prácticas. Y sé que este no es momento para la nostalgia o el idealismo.
Pero estoy convencido de que es el momento de volver a los caminos fieles que condujeron al surgimiento de la espiritualidad y la teología pentecostales en primer lugar. Tenemos que volver a sintonizarnos con el Dios que nos dice que es un mandamiento —no un sacrificio— amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, especialmente cuando ese prójimo no es como nosotros.
Lamentablemente, muchos pentecostales han olvidado la sabiduría de su propia tradición. En sus inicios, el pentecostalismo era un movimiento de los pobres y para los pobres. Los pobres siempre sufren peor en crisis como la que enfrentamos ahora. Por eso los pentecostales se encontraron en el centro de la epidemia de gripe española en 1918. Un siglo después, el pentecostalismo sigue siendo un movimiento de los pobres en la mayor parte del mundo.
Pero en los Estados Unidos, mucho ha cambiado. Muchos de nosotros ahora trabajamos alejados de los pobres, tanto geográfica como espiritualmente, y en gran medida estamos fuera de contacto con las necesidades materiales y espirituales de aquellos a quienes estamos llamados a servir primero. Ahora es el momento de hacer eso, y hacerlo bien. Y eso comienza con un regreso a las convicciones más profundas y verdaderas de nuestras madres y padres en la fe.
En el avivamiento en la calle Azusa, al comienzo del movimiento pentecostal, el pastor William Seymour lo dijo de esta manera: “El poder pentecostal, cuando lo resumes a su mínimo, es sólo más del amor de Dios. Si no trae más amor, es simplemente una falsificación. … El día de Pentecostés nos hace amar más a Jesús y amar más a nuestros hermanos. Nos lleva a todos a una familia común”.
Sé que hoy en día hay varias falsificaciones disponibles. Sé que hay mucho que los pentecostales han dicho que es ridículo y mucho que deberían haber dicho y no lo han hecho. Pero hay otro pentecostalismo, un pentecostalismo místico y profético, que es un don del Espíritu Santo. Y como muchos de los dones del Espíritu, se ofrece tal como lo necesitamos y de maneras que nunca podríamos haber imaginado. Este es precisamente el pentecostalismo que esta crisis exige.
Chris E. W. Green es profesor de teología en la Universidad Del Sureste (Southeastern University) y pastor en Sanctuary Church en Tulsa, Oklahoma. Su libro más reciente es Surprised by God.
Traducido por Livia Giselle Seidel